Canibalismo

por Víctor Montoya

(pulsa en la imagen)

Esta pintura, que de sólo mirarla provoca un vértigo de aversión, constituye uno de los catorce murales conocidos con el nombre de pinturas negras, con las cuales Francisco Goya decoró el comedor y el salón de la llamada Quinta del Sordo, una casa que adquirió a orillas del madrileño río Manzanares en 1819. Setenta años después se dispuso que se arrancaran de las paredes y se depositaran sobre lienzos, con el fin de preservarlas para la posteridad.

Saturno devorando a un hijo, que forma parte de las seis que decoraban el comedor, llegó a ser una de las pinturas más inquietantes de principios del siglo XIX, pues explaya, con maestría y sentido dramático, el tema alegórico del tiempo representado por el dios mitológico Cronos —identificado por los romanos con Saturno—, quien, temeroso de ser destronado por sus descendientes, devoraba a los hijos que daba a luz su esposa Era, cuya única función, aparte de satisfacer los deseos libidinosos de un ser todopoderoso, era reproducir hijos a montones.

Hasta antes de enfrentarme a esta pintura, con el vago conocimiento de que la antropofagia era un capítulo tratado sólo en los mitos y anales de la historia criminal, no sospechaba que la representación pictórica de un padre devorándose a su hijo podía tener un impacto certero contra los valores más elementales de la moral y la ética humanas, aun sabiendo que la metáfora del canibalismo estaba presente en la vida de los individuos desde los albores de la historia.

Cuando una madre le dice a su hijo: te voy a tragar, no expresa más que un sentimiento afectivo como cuando se dice que los enamorados se comen a besos. Sin embargo, estas expresiones cotidianas, transmitidas de boca en boca, son apenas un pálido reflejo de los postulados de Sigmund Freud, para quien el niño, en su estadio oral, succiona y muerde el pecho materno hasta hacerlo sangrar, como una manifestación de que el niño, al menos durante el periódico simbiótico, incorpora, devorándolo, el objeto amado.

La antropofagia, de otro lado, no es ajena a la literatura; por ejemplo, en Los viajes de Gulliver, la obra fantástica y satírica de Jonathan Swift, su personaje principal es casi devorado en el país de los gigantes, a la vez que el escritor irlandés, por medio de un ensayo, planteaba su política de saneamiento de la economía inglesa, manifestando que debía de venderse a los hijos de los pobres —mientras más tiernos mejor— para manjar de la mesa de los ricos.

Según versiones de los conquistadores del llamado Nuevo Mundo, se sabe que en algunas civilizaciones precolombinas se comía el corazón de los esclavos sacrificados en honor a sus dioses, así como en ciertas culturas, en actitud simbólica, se come la carne y se bebe la sangre de los seres queridos; un fenómeno que, en forma de eucaristía, está presente en el mundo del catolicismo, donde el pan y el vino simbolizan el cuerpo de Cristo.

El canibalismo, que de algún modo apela a nuestros instintos primitivos, forma parte de la memoria colectiva como un medio de supervivencia. No es casual que algunos exploradores de los territorios más remotos del planeta, en su afán de vencer el hambre y las inclemencias del tiempo, tuvieron que comer el cadáver de sus compañeros de expedición. Asimismo, el acto de canibalismo más cercano y conocido para nosotros es aquél que conmocionó al mundo en 1972, cuando un avión uruguayo, llevando a bordo a 45 pasajeros con destino a Chile, se estrelló entre las cumbres nevadas de la Cordillera de los Andes, donde los sobrevivientes, desesperados ante la ausencia de alimentos y agotada su resistencia física, se vieron obligados a comer durante días el cadáver de sus compañeros de viaje.

Ahora bien, si damos un giro copernicano al asunto, constataremos que existen sectas satánicas en cuyos rituales de pactos con el diablo se descuartizan y devoran cadáveres humanos; una aberración de la lógica sólo comparada con el repugnante canibalismo practicado en la etapa más primitiva del desarrollo humano. De ahí que escuchar un relato espeluznante en boca de los miembros de una secta satánica resulta un golpe a la razón, pues sólo a ellos se les puede ocurrir la idea de «partir en seis pedazos a la persona: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro está, manos y pies. Sé que hay personas que parten a la persona en ocho pedazos, ya que les gusta sacar también las rodillas, el hueso redondo de las rodillas, recubierto con la única porción de carne roja que tiene el ser humano» (Andrés Caicedo).

La simple imaginación de que una persona es capaz de comerse entera a otra persona, así no más, a mordiscos lentos, como si se tratara de un pollo despresado, requiere un esfuerzo mental que ponga a salvo los sentimientos y no deje caer en la tentación perversa de la fantasía. Por eso mismo, y sin darle más vueltas a la imaginación, me preguntó qué habría pensado y sentido Goya a la hora de concebir esta pintura que, de yapa (agregado), plasmó nada menos que en una de las paredes de su comedor, donde se sentaba todos los santísimos días para saborear los deliciosos platos del arte culinario de su época.

Si la mitología sobre el dios Cronos inspiró a Goya, lo mismo que a Rubens, quien pintó este mismo motivo en 1600, entonces es natural preguntarse: ¿y quién fue ese maldito dios que se comía a sus hijos? Como la respuesta no es fácil ni concisa, me daré formas de explicarlo pasito a paso.

Cronos, según la mitología griega, era el dios del tiempo, el más joven de los titanes, hijo de Gea (la Tierra) y de Urano (el Cielo), a quien más tarde despojaría del Gobierno del Universo. Llevaba en una mano la hoz de acero corva y enastada en un palo largo provisto de manija, como símbolo de la muerte, y en la otra un reloj de arena para medir el tiempo.

Su desgracia comenzó el día en que mató a su padre, luego de castrarlo y arrojar sus genitales al agua. Ese parricidio atroz, que deja en ridículo la famosa tragedia de Edipo, lo llevó a constituirse en el único dueño y señor del Universo, que gobernaría junto a su hermana Rea, con quien se casó para poblar el mundo. Pero como su vida estaba ya marcada por el destino, los oráculos le anunciaron que, así como él derrotó y destronó a su padre, sería también destronado algún día por uno de sus hijos. Cronos se limitó a susurrar con una sonrisa irónica y se dijo: Me burlaré del destino. Si no los dejo vivir, nadie me arrebatará el deseo de ser el dueño eterno del Universo.

De modo que, receloso de que sus hijos le arrebataran el poder, empezó a devorarlos a medida que iban naciendo. Cuando nació Zeus, la madre lo ocultó en una gruta de Creta y, en lugar del niño, le alcanzó una piedra simulando una criatura recién nacida. Así, el único que se salvó de la carnicería fue Zeus, quien fue criado por las ninfas hasta llegar a la edad adulta. Estando en la plenitud de su vida, y convertido en audaz y diestro guerrero, destronó a su padre y se declaró dios supremo del palacio real del Olimpo. La promesa del destino se había cumplido: Cronos fue muerto por su hijo Zeus.

Si volvemos la mirada sobre esta pintura, observaremos que Goya hizo el esfuerzo por rescatar el dramatismo de la mitología tratada, puesto que Cronos (Saturno), pintado en plena acción y en su estado más natural, tiene un aspecto más de loco que de cuerdo; la espalda encorvada por el peso de los años, la cabellera y barba desgreñadas, el cuerpo desnudo, los ojos iracundos y las cejas particularmente expresivas. Pero algo más, este dios antropófago, que se comía a sus hijos como a t'anta wawas (niños hechos de pan), llegó a ser una de las figuras claves de la mitología griega y una de las fuentes de inspiración de los poetas y pintores de todos los tiempos.


Versión en inglés de esta crónica

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· Imágenes presentación: Autorretrato (1815) y Sin título (Saturno devorando a un hijo, 1819-1823), pinturas por Francisco de Goya, dominio público.


▫ Artículo publicado en Revista Almiar (2002). Reeditado en septiembre de 2019 (PmmC).

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