relato por
Viviana Sampedro
–N
o le puedo precisar cuándo fue que se nos ocurrió mudarnos. Pero sí estoy seguro que Chiquito, el menor de mis hijos, ya caminaba o, por lo menos, había empezado a gatear. De eso no tengo ninguna duda, porque me acuerdo que en esa época andaba por todo el departamento y ella tenía miedo de que Fredi, que ya había manifestado el problemita, un día se lo llevara por delante y lo lastimara. Entonces, tratando de ganar espacio, empezamos a mirar casas y, en cuanto encontramos el triplex de la calle Ramón Falcón, fuimos a señarlo.
En menos de tres meses, nos habíamos mudado y, en cuanto nos instalamos, Adela, la mayor, eligió el dormitorio con el balcón que da al jardín. En el cuarto de al lado lo pusimos a Chiquito y a Fredi lo mandamos a la habitación del tercer piso que tiene salida al playroom para que estuviera un poco más aislado del resto de la familia, ya que pensamos que, dado su problemita, allí contaría con el lugar necesario para andar a sus anchas, sin que el resto corriera peligro.
Nos mudamos al chalet a mediados de octubre. Lo recuerdo con exactitud porque esa es la época en que las gatas empiezan con el celo y a mi señora le costaba dormir por las noches. Al principio recuerdo que mi mujer se despertaba creyendo que se trataba de algún bebé que lloraba. Pero después terminó acostumbrándose, aunque les tomó tanto asco a los felinos que hasta dejó de hacer el amor conmigo, porque un día tuve la mala ocurrencia de llamarla «Gata».
Ella se quejaba permanentemente del ruido de esos animalitos saltando sobre el tejado, rasguñando los techos y de aquel olor insoportable a orín que los días de lluvia impregnaba la casa. Pero créame que, a esa altura, hasta mi mujer transpiraba con tufo a gato.
En varias oportunidades conversamos con nuestros vecinos acerca del tema del gaterío. Pero ellos no parecían sentirse molestos y hasta decían que, gracias a los gatos, el barrio había logrado controlar el problema de las ratas y que esto no era poca cosa en esa zona de casas viejas, que permanentemente eran demolidas para construir nuevas viviendas.
De a poco los gatos comenzaron a apoderarse de nuestro jardín. Al principio solo nos dábamos cuenta por el olor, pero más tarde tomaron posesión de ese espacio tal como si se tratara de un bien de su propiedad, hasta que hacia fines de enero, también nos invadieron sus crías. Un domingo de febrero, mientras desayunaba en el parque, un gato negro con manchas grisáceas me rasguñó. Cuando noté que mi pierna sangraba, le di una patada y me miró, amenazante, mientras alzaba su lomo. Esa mañana me lastimó aún más la actitud de mi mujer, porque ella siguió disfrutando de su tostada untada con mermelada de frambuesa, sin siquiera levantarse a traerme un algodón con un poco de agua oxigenada.
Meses más tarde, cuando descubrimos que venían a tomarse el agua que le dejábamos a nuestra perrita, tuvimos que mantener cerrado el ventanal de la cocina. Pero hacia fines de marzo del año siguiente, la situación se hizo intolerable porque los gatos deambulaban por los tejados, se apostaban en la entrada de la casa y si mi hija se descuidaba y dejaba abierta la ventana balcón, se le metían en la habitación.
Mi mujer se empeñaba en mantener cerrados los ventiluces del playroom porque temía que Fredi, víctima de un ataque de pánico, tuviera una de sus crisis si desprevenido tropezaba con alguno de ellos. De manera tal que nos sentíamos rodeados, prisioneros en nuestra propia casa y vigilados por esos ojos verdes, que parecían estudiar cada uno de nuestros movimientos.
Una noche del mes de mayo, intenté bajar a la cocina, pero los felinos me habían rodeado y se habían apostado tanto en el pasillo como en la escalera.
Noté que mi esposa no estaba en la cama, entonces escuché esos aullidos de hembra, provenientes del cuarto de mi hija mayor. Aterrorizado, sin llamar a la puerta, entré de improviso en la habitación y, aunque apenas estaba iluminada por la luz de la luna, alcancé a ver esas lenguas, lamiendo no sé qué, porque no pude distinguir con claridad.
—Pero ¿qué fue lo que lamían? — preguntó el fiscal.
—No puedo precisarlo.
—¿Qué cree haber visto?—repreguntó.
—No, no puedo afirmar nada… la luz era demasiado tenue… y yo acababa de despertarme.
—No importa, diga lo que imaginó ver —insistió.
—No tengo por qué abundar en detalles que no hacen a la cuestión y que en todo caso pertenecen a la esfera de la intimidad de mi familia —intenté defender mi posición.
—¿Quién es usted para afirmar qué cosas interesan o dejan de importar en este asunto? ¿Cómo puede ser tan categórico y afirmar que no hacen a la cuestión? —me dijo con tono autoritario.
—De eso no voy a hablar. Si quiere se lo repito, para que le quede claro. Solo recuerdo que las dos mujeres estaban tendidas en la cama de mi hija y creí ver algo que, reitero, no pienso decir, porque yo soy un hombre que habla con propiedad y si ofrezco información es solamente acerca de datos sobre cuestiones certeras.
Y agregué: —No tengo la certeza, porque no estoy seguro de que realmente haya ocurrido de ese modo y porque, aun si hubiera pasado, tampoco creo que sea pertinente declararlo. Digo que, de inmediato, una sensación de asco me llevó a cerrar la puerta, pretendiendo que se tratara de una pesadilla o de una alteración de mi percepción.
Pero lo cierto es que desde aquel momento toda la familia se había transformado y parecíamos extranjeros, ocupantes del maldito triplex de la calle Falcón. Sí, ocupantes, porque ya no éramos una familia que convivía, sino un conjunto de extraños que ocupábamos un espacio común, rodeados de esos malditos felinos, que establecían distintos vínculos con cada uno de nosotros, mientras se rompían los lazos de sangre que, hasta el momento de la mudanza, habíamos tenido como grupo familiar.
Después pasó lo que los medios se encargaron de divulgar y que todos ustedes ya saben… Yo dormía en la cama matrimonial y varios gatos me rodearon en el lecho, sin que pudiera sacármelos de encima. Entonces intenté manotear las sábanas tratando de encontrar a mi mujer, pero ella ya había abandonado el dormitorio. Antes de levantarme, recuerdo haber sentido a la altura de la cintura un líquido caliente y denso. Desesperado, luché por sacarme de encima a aquella gata negra, inmensa, pesada, grasienta, que aullaba acostada sobre mis espaldas y parecía a punto de parir sobre mi cuerpo.
Entonces salté de la cama y apurado hui del cuarto. A las corridas, pretendí lanzarme escaleras abajo, buscando desesperadamente abandonar la casa. Pero los escalones estaban ocupados por montones de gatos, que me inmovilizaron con su mirada fija, severa y paralizante.
Bruscamente entré al cuarto de mi hija mayor. La encontré en su cama, tapada, despierta a pesar de la hora. Me detuve a obsérvala un par de segundos. Con la mirada perdida, Adela acariciaba absorta a tres pequeños gatitos de color blanco. Eran chiquitos. En el dormitorio de al lado, plácido y relajado, el menor de mis hijos dormía, Chiquito solía tener un sueño pesado. Esquivando felinos llegué al tercer piso, en el que Fredi parecía prisionero de aquel juego de la compu, que lo mantenía cautivo, mientras los gatos recorrían el playroom. Entonces en el piso pude reconocer los restos del pijama de mi mujer, su bata desgarrada y la alianza del casamiento tirada al costado de un montículo de pelos. Después solo recuerdo haberlo mirado a Fredi, que estaba sentado frente a la computadora, con la vista fija en aquel juego monótono que repetía a diario, con su mirada severa, con esa postura rígida, con esa actitud pasiva con la que, apartado de todos nosotros, vivía aislado. Fredi, el más extraño de mis tres hijos, el que abstraído del resto, se recluía en su propio mundo, encerrándose en su problemita.
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Ilustración: Foto por наталья семенкова en Pexels [Public domain]
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 113 · noviembre-diciembre de 2020
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