relato por
Mariano Ruiz Montani
C
uando desperté era de noche. La muerte, la necesidad de lucha, la calamidad y el hambre me acunaron nuevamente. Cerré los ojos. Al abrirlos era de día. La selva me rociaba sus verdes. Supongo que fue en ese momento cuando recordé, con imprecisión, el avión, la tormenta, los gritos, la posterior catástrofe. Miré a mi alrededor: estaba solo. Al menos eso creí en un primer momento. Por instinto, o quizás por instrucción, eché a andar en pos de la nave. Pude escuchar, no muy lejos, el ruido de aguas, seguramente de algún río. Si se me preguntara no sabría decir cuál. Ahora, al moverme, me doy cuenta de que tengo hambre. Es curioso cómo lo más trivial se torna exasperadamente fundamental en situaciones adversas. ¡Quién hubiera pensado que yo, Bo Tore Edwin Notini, descendiente de suecos e italianos, acabaría perdido en la selva paraguaya! Jamás debí haber aceptado esa invitación, tentadora por cierto, de mis amigos, los Gramajo, para visitarlos en Asunción. ¿Y qué estará pasando en Buenos Aires? ¿Tendrá ya mi familia noticias del accidente? ¿Cuándo llegarán las cuadrillas de rescate?
Algo me inquieta, algo me perturba. Y no es la desesperación en que me sume el hecho de dar rienda suelta a mis cavilaciones. Me siento observado, seguido. ¿Serán las fieras? Mejor no invocarlas. A decir verdad la fauna de este lugar me desconcierta: sólo aves, mosquitos y algunos reptiles. ¿Dónde estarán los restos del avión? ¿Y los demás pasajeros? No puedo olvidar a la señorita Fretes y su taladrante conversación sobre los guaraníes. ¿Qué era lo que me decía? Ah, sí, ya recuerdo. No me daba respiro en ese ineludible diálogo. Ubicada en el asiento contiguo al mío, me empezó a hablar de la teoría del profesor Atilio Brancusi, erudito catedrático de la Universidad Nacional del Paraguay. Según su postura, los vikingos estuvieron en la Cuenca del Plata durante el siglo XIV. Infinidad de runas grabadas en las rocas del cerro Guazú así lo demuestran. Además me habló de cierta semejanza entre los mitos guaraníes y vikingos, así como de determinados rastros biológicos de la extinta tribu guayakí, en la cual se observaba, a su criterio, un conjunto humano de raza blanca, ligeramente mestizados con mujeres amerindias. Asímismo se mostró obsesionada con el descubrimiento de trescientas momias rubias encontradas en Paracas y en otros lugares del Perú. Esto probaría, según ella, la vinculación de los guayakí con una población de tipo ario, cuya presencia en el Altiplano data de siglos antes de la llegada de Colón a América. Estaba convencida de que los incas eran vikingos.
De nuevo esa extraña sensación, ese presentimiento. Hace un momento, además, me pareció ver un perro grande, oscuro, ¿o será un lobo? Más vale concentrarme en encontrar algo para comer.
En mi reloj son las nueve. Llueve. El viento bate con furia los frondes de estos árboles monoicos.
Ese meneo epicúreo trae a mi mente el recuerdo de canciones infantiles de mi Escandinavia natal: «regn, regn, gå iväg / kom igen amther day…».
Después de un rato salió el sol. A duras penas logro abrirme paso entre la tupida vegetación. La humedad, el calor y una inclaudicable nube de insectos me acompaña en mi excursión. Ni indicios de la aeronave. Estoy famélico. ¿Qué se hace en situaciones como ésta?
¿Cazar animales? No me atrevo. ¿Pescar? Si bien oigo las aguas todavía no localicé el río. Prefiero comer los frutos que algunas de estas plantas deben dar. ¿Serán venenosos? La naturaleza guarda sus secretos, y aún no hallo cómo descifrarlos. Me muevo como Adán en el Edén, y este paisaje lleno de estímulos no carece de significado.
He probado bien el sabor de lo que estaba mal. Ahora lo sé, ahora que no hay manera de volver atrás. Las plantas me hipnotizan con sus formas y colores, y me alucinan con sus olores. Y me entrego sumiso a la sensualidad psicotrópica de especies vedadas.
La visión me paralizó. Sólo atiné a preguntar: «¿quién es usted?». Durante unos segundos permaneció inmóvil, silencioso, observándome mientras fumaba su pipa con aire adusto. Luego contestó:
—Soy el profesor Víctor Lisken. ¿Y usted quién es?
—Tore Notini.
—Sígame. Este lugar pronto se cubrirá de niebla. Las lluvias inundan la selva de vapores entre uno y otro chaparrón.
Se dio media vuelta y empezó a caminar. Iba escoltado por un animal enorme, muy feo, mezcla de perro con lobo.
Lo seguí. No tenía nada que perder. De todas formas estaba extraviado. El anciano parecía moverse a una velocidad asombrosa.
—¡Espéreme! —le grité.
Volteó y aguardó hasta que lo alcanzara. Con cierto recelo me ubiqué a su lado, temeroso del animal.
—No tenga miedo —me dijo—, el Huichón es un amigo.
—¿Quién? —repliqué extrañado.
—El Huichón, el lobo Fernis.
Inmediatamente asocié a la bestia con el personaje de la mitología nórdica, tan presente en los relatos que me contaba mi abuela cuando era niño.
—Hace algunos años realicé cuatro campañas de investigación en esta tierra guaraní, vinculadas con los vikingos y sus descendientes, los indios blancos. Tales campañas fueron declaradas de interés oficial por el presidente del Paraguay, el general Alfredo Stroessner. Como resultado de mi investigación publiqué varios libros, entre otros El rey vikingo del Paraguay.
—Vaya —pensé— la señorita Fretes no estaba tan desquiciada como parecía.
—En la Argentina —prosiguió Lisken— fundé el Instituto de Ciencia del Hombre y fui profesor en la Universidad de Buenos Aires.
—¿Entonces, usted cree que el Huichón es la encarnación del lobo Fernis?
—En la cosmogonía guaraní precolombina, los siete engendros de Tao, espíritu maléfico, y la bella Kerana, tienen sus equivalentes nórdicos con las mismas funciones.
Atravesábamos la selva rumbo al monte y los cerros, algo de pedregullo parecía rodar bajo nuestros pies.
—El primogénito es Yaguahú, lagarto gigante con cabeza de perro. En alguna versión lo describen con siete cabezas. El segundo, Mbói Tui, cabeza de loro, cuerpo de víbora y patas de lagarto, es la gran serpiente Yormund. El Moñai, gigantesco ofidio de dientes afilados y cabeza coronada por dos púas, es la deidad escandinava que atesora sus robos en cavernas. El cuarto, Yasy Yateré, duende rubio de ojos azules, raptor de niños, dueño de un mágico y dadivoso báculo de oro, es una aproximación de Odín, que con su varita mágica crea las runas. El Kurupí, alegre violador que enlaza a las mujeres con su larguísimo miembro y luego las somete, es el Frey escandinavo, un cazador sensual y desmesurado genitalmente. El sexto, Ao-Ao, cuerpo de oveja, cabeza de oso y feroces garras, que devora a los cazadores perdidos en la selva, es un coloso de la mitología nórdica, capaz de transformarse en monstruo antropófago. Y el séptimo, nuestro acompañante, el Huichón, es el lobo Fernis que ronda los cementerios y se alimenta de cadáveres.
Nos desplazábamos a través de corredores entre la selva. Mientras escuchaba su voz profunda, cascada, me preguntaba qué haría este hombre en medio de la jungla. Supuse que habría visto caer el avión y fue hasta el lugar, atraído por el siniestro. ¿Y ese esperpento de mascota a la que llamaba Huichón? Seguro era el resultado de una bastardeada estirpe de canes. Sin embargo, su conversación era interesante. No me atreví a interrumpirlo.
—Existió en el siglo XIX un laureado poeta y folklorista paraguayo, llamado Narciso R. Colmán, más conocido por su pseudónimo, Rosicrán, que hizo una minuciosa descripción de estos mitos guaraníes a los que hice referencia. Su obra me fue de gran utilidad…
Hacia el atardecer nos encontrábamos en los cerros. Al aproximarnos tuvimos que atravesar una enorme depresión circular del suelo. Un grupo de personas nos estaba aguardando.
—Bienvenido a las grutas —me saludaron.
El profesor Lisken procedió a las presentaciones:
—Conózcase con el runólogo Alex Halsman. Con él hemos estudiado las inscripciones descubiertas por el geólogo Pedro González en estas cuevas del departamento de Amambay. Y ellos son Adolf y Eva, matrimonio que nos acompaña desde hace algunos años y cuya ayuda nos ha resultado valiosísima en nuestra labor.
Los tres eran alemanes. La plática continuó animadamente y me invitaron a ingresar a las grutas.
Provistos de linternas, observamos más de sesenta epígrafes grabados en las paredes de piedra. Halsman explicó que pudo reconocer un dialecto medieval que se hablaba en Schleswig y que constituía una transición entre el norrés o antiguo danonoruego y el bajo alemán.
—Hasta la palabra «guaraní» la debemos a los vikingos —afirmó—. Deriva de «wariní», que quiere decir, en godo, «de los guerreros».
A través de los túneles volvimos otra vez al exterior. Hablaron en alemán:
—Was machen wir mit him? —preguntó Adolf.
—Kaputmachen! Keim Fremder, der hier ankommt, muss lebend gehen —contestó el profesor Lisken.
Los tres hombres se disculparon y penetraron de nuevo en las grutas. Quedé solo con Eva. Nos sentamos en una de las rocas a conversar. Sacó del bolsillo de su camisa unos cigarrillos y me convidó. Acepté.
—¿Hace mucho que colaboran con el profesor?
—No, hará algunos años —su acento resultaba gracioso—. Cuando dejamos Alemania durante la guerra, nos asentamos primero en el Brasil. Mi marido estaba comprometido en un proyecto de experimentación genética que resultó un fracaso.
—Y luego vinieron aquí, al Paraguay.
—No, después nos trasladamos a Argentina. Mi esposo tenía allegados al gobierno del general Perón. Nos instalamos en Mendoza.
—Bonita provincia.
—Muy bonita. Fue allí donde desafortunadamente decidí pintar.
—¿Desafortunadamente?
—Sí, digo así porque a raíz de uno de mis cuadros se suscitó un escándalo. Y fue tal que el hecho atrajo a la prensa internacional.
—¿Por qué? —me animé a preguntar—. ¿El motivo era muy escabroso?
—No. Simplemente no me di cuenta de que no debí haberlo firmado con mi apellido. Pero como ese malintencionado galerista de Buenos Aires insistió…
—¿Con su apellido? —repetí extrañado—. ¿Cuál es?
—Braun. Mi nombre es Eva, Eva Braun.
En ese preciso instante, una luz enorme comenzó a bajar del cielo. Durante algunos minutos la noche se hizo día. La radiación era tal que sentía cómo el calor abrasaba mi cara.
—Ya están aquí —exclamó Eva—. Discúlpeme.
Desapareció. Quedé solo. Estaba ciego de tanta claridad. Me parecía escuchar un zumbido agudo y constante.
Al cabo de un rato la luz cesó. Fue en ese entonces cuando pude darme cuenta de lo que ocurría. La gran circunferencia hundida en la tierra había sido ocupada por una nave metálica. Empezaron a descender. Me refregué los ojos para asegurarme de lo que veía. Pero sí, estaba sucediendo. ¡Allí estaban Mboi Tui y Moñai, horribles serpientes infernales! ¡Y Kurupí, el sátiro inmundo y deforme, y Yasy Yateré con su báculo poderoso, y el feroz caníbal Ao-Ao y…!
Huí a toda carrera de ese desfile de quimeras demoníacas. Huí bajando, tropezando, rodando por los cerros. Me adentré en el monte, en la selva, desesperado, aturdido, exaltado por el terror. Detrás de mí creí oír las pisadas del Huichón, acechándome. ¿Qué era lo que había visto? ¿Qué estaba pasando? No podía pensar. Me limité a correr, a correr con todas mis fuerzas, hasta que caí exhausto, rendido, desorientado.
No recuerdo bien si me desvanecí o si dormí. Cuando recobré el conocimiento continué mi fuga con agitada marcha. En la oscuridad capté de nuevo el ruido de las aguas. Ahí estaba el río. Bordeé su curso durante unas horas, hasta que comenzó a despuntar.
Fue como un espejismo, un oasis, un milagro. No muy lejos, los restos del aeroplano reflejaban los primeros rayos del sol. Me precipité con las escasas fuerzas que me quedaban. Casi sin respiración logré mi objetivo. ¿Habría alguien esperándome? No fuera a ser que el grupo de salvataje ya los hubiera auxiliado.
La punta del avión estaba quebraba. No había puerta. Me introduje sin dificultad. Un vértigo insostenible me derrumbó. Me apoyé en la parte superior de uno de los asientos para contener mi ataxia. ¡Ahí los vi a todos, dormidos, desmayados, o quizás muertos! ¡Los turistas, las azafatas, la señorita Fretes! Recorrí el pasillo central ansioso, sofocado por mi inapagable frenesí. Respiré hondo. Fue entonces cuando se produjo el inefable hallazgo. ¡Allí estaba en mi sitio, junto al de la Fretes, con la cabeza volteada hacia adelante, un hombre, con mi ropa, con mis manos, con mi cara!
Cuando desperté era de noche. La muerte, la necesidad de lucha, la calamidad y el hambre me acunaron nuevamente. Cerré los ojos. Al abrirlos era de día. A lo lejos escuché el avance de las cuadrillas de rescate, esta vez.
Mariano Ruiz Montani. Nació en Buenos Aires en 1968. Cursó estudios universitarios en la UCA y en el Laboratorio de Idiomas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Es abogado, docente y escritor. Es también miembro de la SADE y del Círculo de Escritores Sanfernandinos «Atilio Betti».
📧 marianoruizmontani[at]gmail [.] com
🖼️ Ilustración relato: Imagen generada mediante IA
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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 130 · 👨💻 PmmC · septiembre-octubre de 2023
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