relato por Pedro J. Martínez Aguilera

  M

uchas veces se había planteado si los momentos de espera a los que uno se veía inevitablemente abocado tenían relevancia en reconducir una vida desesperanzada. Había notado que cuando tenía que esperar, por ejemplo, la llegada del autobús bajo la marquesina o el turno en la cola del supermercado, o en la oficina de empleo, como en aquel preciso instante en que se hallaba apoyado en la pared exterior de dicha oficina, se sentía relajado, con una laxitud en el pecho que era más propia del despertar tras un sueño profundo, y el pensamiento fluía ligero por los campos de la inspiración. Y pensaba, tenía la convicción cierta de que si podía convertir la esencia de aquel estado en parte de su rutina laboral, su vida, llena de abruptos altibajos y angustias, podía dar un vuelco absoluto y reconvertirse en algo deseable y placentero. De ahí que al llegar frente a la mesa del administrativo, quien como siempre le pedía la tarjeta de desempleo con un gesto apremiante de la mano, le sonriera de ese modo particular que el funcionario reconoció enseguida.

—Bien —dijo el administrativo en cuanto hubo tecleado los datos necesarios para acceder al archivo de Manuel—, me sorprendería mucho que hoy no tuviera que añadir algo a esta larga lista de empleos a los que ha decidido postular con un bagaje más que dudoso.

—Pues mire, sí, he venido pensando que estaría muy bien cualificado para el puesto de observador.

—Observador de qué, ¿de pájaros?

—No, de aves no. Deje que le ponga un ejemplo y verá cómo sabe a qué puesto me refiero. Imagínese que el Ayuntamiento está aplicando un programa social y desea, como es natural, saber si está o no teniendo los efectos deseados sobre la población. Pues ahí es donde haría falta una persona que observe, desde la calle, con sus propios ojos, el devenir de la vida en los barrios diana, sin tanta encuesta ni papeleo inútil donde es muy fácil mentir y tergiversar la realidad. En aras de una mejora social, ese puesto es imprescindible; remitir informes detallados que contengan un análisis concienzudo de lo observado a pie de calle, donde se ha estado al acecho de los detalles cotidianos que revelan las verdaderas circunstancias sociales de las familias.

El administrativo balanceó la cabeza de un lado a otro, pues esa era su manera de infundirse paciencia y calma para soportar cosas así con la corrección deseable en un servidor público. Tenía claro que no iba a involucrarse en otra exasperante e improductiva conversación para hacerle comprender que no podía crear puestos de trabajo a su medida y semejanza, ya que eso correspondía al mercado laboral. Miró la pantalla del ordenador casi con rencor, como si aquel aparato fuera el culpable de que él estuviese allí, como si fuese una de tantas terminales tras la cual se escondía una clase maliciosa de inteligencia que disponía la vida de la gente de un modo frío y calculador. Aunque, al parecer, en esta ocasión había decidido ayudarle —o bien iniciaba el proceso de precipitar desde su núcleo de energía pensante los futuros acontecimientos del pobre desdichado que tenía enfrente— y desplegó ante sus ojos la lista de profesiones donde pudo leer la palabra analista, la cual le venía al pelo para zanjar el asunto lo antes posible.

—Qué le parece si le pongo como analista… —se lo pensó un segundo— ambiental.

—Y eso, ¿qué es?

—No sé, usted sabrá, tiene experiencia en ello, ¿no?

—Sí, claro. Toda una vida, podría decirse.

—Pues ya está. Siguiente.

Manuel, ya de camino a casa, venía dándole vueltas a la sencillez con que a veces en la vida uno da con su vocación, y otras, en cambio, se puede llegar a la muerte por caminos de tal insatisfacción laboral que aborrece uno el esfuerzo de haber vivido. Se reafirmaba en la idea del enorme beneficio que tenía la práctica de dejar a la mente recorrer con libertad sus propios senderos mientras el cuerpo reposa a la espera de dar el siguiente paso. A partir de ese momento, decidió que, con la finalidad de estar preparado para cuando le llegara la oportunidad, debía aplicarse en la tarea de observar y extraer conclusiones para objetivos de valiosa trascendencia social que, por ahora, él mismo se propondría a modo de juego provechoso, redactando luego, aunque sólo fuese de cabeza, los informes pertinentes con los cuales demostrar su utilidad en cualquiera de los campos que abarcara un analista ambiental. Dos palabras estas, analista ambiental, que se repetía en voz baja cuando llegó a casa. Su resonancia le producía un regocijo que no recordaba desde la primera vez que se lanzó por un tobogán de agua. Aún hoy día, a sus cuarenta y cinco años, planeaba irse un fin de semana a la costa con el único propósito de lanzarse por uno de esos toboganes. Los demás ingredientes propios de una escapada a la costa: la paella en un chiringuito, los paseos por la playa, las copas en un pub nocturno, serían un relleno necesario sólo para disimular ante sí mismo su infantil obsesión con aquella vertiginosa experiencia de deslizarse veloz hasta una piscina. Alguna vez tuvo el sueño de que por un canal similar a uno de esos toboganes retornaba fascinado al útero materno, que era como una piscina de líquido espeso que estaba cubierta por paredes carnosas, sonrosadas, palpitando a su alrededor con un ritmo hipnótico.

Entre las paredes de su casa se hizo más evidente la sobreexcitación que sentía. Fue de habitación en habitación, aleatoriamente, colocando aquí y allá las cosas que veía fuera de su sitio habitual, hasta que llegó a la habitación que había sido de su hermano pequeño y se quedó mirando la vaca de tela que había colocada sobre la colección de libros de la cómoda. Siempre le había parecido que tenía una expresión de satisfacción muy lograda, como si estuviera harta de comer hierba fresca. Había vivido en aquel tercer piso junto a su familia desde que nació y le hubiese gustado recordar cuándo fue su primer encuentro con aquella vaca, si percibió ya entonces algún aspecto premonitorio de la trascendencia que acabaría teniendo en su desarrollo personal. Pero lo que sí recordaba es que la costumbre de contar sus penas y lamentaciones a aquel comprensivo animal de tela blanca y negra, con la sonriente boca de fieltro rojo y los ojos saltones y bonachones, empezó tras haber fallecido su padre y él era un adolescente que acumulaba un exceso de frustraciones y desdichas. Mientras que lo del tobogán era, a su juicio, un placer infantiloide sin mayor importancia, lo de conversar con la vaca, por el contrario, lo percibía como algo turbador e inquietante, pues experimentaba en el proceso de conversar un extraño y adictivo desdoblamiento de su persona. El grado de su implicación en aquel inusitado intercambio comunicativo era muy grande, y tan profundo era su convencimiento de que la imaginación tenía el poder de crear nuevas realidades inmateriales capaces de filtrarse por las grietas de la realidad tangible, como los rayos de luz por las rendijas de una persiana, que llegaba a ver el movimiento en la boca de la vaca al hablar y a oír el sonido de sus palabras con la misma claridad con que podía ver los pájaros y oír su canto en esos días de primavera ya avanzada. Y aunque no lograba desprenderse de la desazón que le producía la voz procedente de la vaca, se había aficionado a los sugestivos mensajes contenidos en ella, pues le animaban a consumar el cambio de personalidad que tan profundamente anhelaba: has levantado la barbilla y mirando de frente con decisión, y hecho tener en cuenta tus valiosas cualidades laborales, le dijo la vaca; has pisado con elegancia pero con firmeza, y proyectado la voz sin titubeos, y así es como se construye un triunfador, uno de esos que puede moverse por ambientes exclusivos con la misma naturalidad con que caga y mea.

Se sentía bien, reconfortado, por el logro de haber sabido abrir el abanico de posibilidades para una vida mejor. Cuando tenía aquel estado de ánimo, seguía un patrón de conducta muy arraigado que consistía en ir a la nevera, coger un zumo de arándanos, llenar con él un vaso hasta los bordes, sorber un poquito y salir al balcón a admirar la luminosidad del cielo y la agitación de la calle. Justo enfrente de su edificio había otro de reciente construcción, lo cual resultaba aún más patente porque a su lado permanecía de pie otro que había sido levantado mucho tiempo atrás y tenía aspecto de cansancio, como lo puede tener una persona anciana, con sus parches aquí y allá en forma de ventanas de aluminio nuevo y blanco en pisos de una piel de ladrillo gris y triste. En vez del previsible estruendo que provocaría el entrechocar de materiales en su derrumbe, Manuel creía que, si se diera el caso, se escucharía como un suspiro de alivio cuando la vieja estructura cediera a la fuerza de la gravedad. Lo curioso y lo que llamó su atención fue que en la fachada de aquel viejo edificio era donde se congregaba mayor cantidad de gente intercambiando saludos y conversaciones más o menos breves, como si allí se sintieran amparadas en la discreción de unas paredes que a esas alturas de la subsistencia ya estarían sordas. Hizo un cálculo matemático y resultó que la proporción aproximada era de 10 a 7; de cada diez encuentros bajo aquel edificio que acababan en algún tipo de interacción, sólo siete ocurrían en el resto de la avenida que estaba bajo su campo de visión (teniendo en cuenta las limitaciones propias de la observación). De modo que decidió que el banco que había enfrente de aquel edificio sería el mejor lugar para practicar sus destrezas como observador: como quien reposa de un largo paseo, estaría disimuladamente atento a cuanto de significativo y revelador ocurriera en un área de unos diez metros a su alrededor. De hecho, habría bajado enseguida para empezar con aquel cometido que se había propuesto de no ser porque hacía bastante calor y se acercaba la hora de comer. Prefirió prepararse primero algo de comer y bajar más tarde, después de que la temperatura se hubiese moderado un poco.

Frente a la nevera descubrió que si no iba al supermercado tendría que conformarse con un bocadillo de pan descongelado con jamón york, queso y pepinillos en vinagre, lo cual consideró como la mejor opción, sentado a la mesa de la cocina, sin televisión ni radio, porque le apetecía estar en silencio y dejar que cada mordisco, cada movimiento de su cuerpo, alcanzara a formar parte de su conciencia, como si fuera a construir una versión más precisa de su propio esquema corporal y sus funciones, como una especie de meditación. Pero lo que pasó es que pasados unos minutos de escuchar su propia masticación y el ruido de la lavadora de la vecina del segundo piso, prefirió ver el programa de tertulianos que se alargaba hasta la hora del telediario y enterarse de la nueva información extraída del agitado panorama político y social. No podía dejar de conocer, ahora que lo pensaba, los detalles de las cuestiones más importantes que ocupaban la actualidad, pues sin duda eso constituiría el fundamento de muchos de sus análisis en su entrenamiento como observador de campo. Debía ir ya movilizando, revitalizando sin tardanza y con entusiasmo los recursos necesarios para no mostrarse titubeante e inseguro llegado el momento de la verdad.  Pero como tenía el hábito de echarse un rato sobre la cama tras la comida, esperó a sacudirse del todo el sopor vespertino antes de bajar a la calle e ir con paso marcial hacia el banco que había determinado como puesto de vigía.

Dos horas después, sobre las ocho, cuando ya se iba acercando la hora de cenar y ver luego relajado alguna película antes de irse a dormir, no había sacado del tránsito humano ni un solo pensamiento que pudiera inspirar dimensión alguna sobre la planicie del papel. Si no fuera porque su determinación, al menos en aquel primer día, era de un material anímico inquebrantable, se habría ido de vuelta a casa a reconciliarse con la rutina. Pero decidió permanecer a la espera de que algo relevante ocurriera una vez se hubiese ido el sol por detrás de un horizonte que sólo podía imaginar desde allí. Ya oscurecía cuando subió a casa de tres saltos y se hizo el segundo bocadillo del día lo más rápido posible para regresar enseguida a su puesto de guardia. Jadeaba cuando se sentó de nuevo en el banco y se puso sobre las rodillas la servilleta con que había envuelto el bocadillo de aceite y pimentón dulce espolvoreado. Debía ser racional y comedido a la hora de afrontar aquel reto, porque, de no ser así, corría el peligro de sufrir agotamiento y cejar en una importante labor para la que se sabía predestinado.

Entre bocado y bocado y con el corazón latiendo a ochenta y seis pulsaciones por minuto, su atención se activó de una manera especial, como si fuera un individuo rastreando el objeto de deseo en una pila de artículos en oferta. Los ojos los abría mucho y quien por un momento se los cruzaba, sentía luego que los llevaba adheridos a la ropa, una especie de sustancia arrojadiza pegada a los pantalones o la blusa. Y en cierto modo era así, pues se concentró en la ropa porque la consideró el más evidente marcador socioeconómico. Después, y en relación con la vestimenta, vigilaba y registraba los gestos de las personas, salvo que hubiese habido reciprocidad en la observación y giraran bruscamente la cabeza y aceleraran el paso: de alguna manera, pensaba Manuel, se habían dado cuenta de lo que hacía y se escabullían para entorpecer una labor que podía poner en evidencia que gastaban mucho más dinero en aparentar del que se podían permitir. Poco a poco y con el conocimiento previo que tenía de algunos vecinos, confió en ir concretando qué material físico y conductual serviría de indicio válido para discriminar a los pretenciosos de los pudientes y acomodados, y, entre estos, a los ostentosos de los dichosos, a los cuales profesaba admiración y quería llegar a parecerse algún día, pues, aun yendo sobrados de dinero, disfrutaban tanto haciendo aquello que se lo proporcionaba que no necesitaban de la ostentación para sentirse satisfechos. Sin embargo a estos los dejaría como fuente propia de enriquecimiento. Él, por el bien de todos, debía acumular información de aquellos cuya vida tenía serias carencias económicas, nutricionales, culturales y morales de puertas adentro. De aquellos que son los reyes de la fiesta cuando brillan las luces en la sala de baile y, en cambio, la aciaga representación de la tristeza las tardes de diario frente al televisor de muchas pulgadas en su casa hipotecada hasta el punto de resultar asfixiante.

Manuel creía que ese era el mayor problema de su sociedad, el de querer vivir por encima de las posibilidades económicas en el afán por llegar a parecerse a los que triunfan en la vida, habiéndose olvidado de que hay cosas maravillosas al alcance de todos y que si se lograba tener cubiertas las necesidades nutricionales básicas y un techo donde cobijarse, la siguiente aspiración era la de nutrir el alma con la cultura, la bondad y el ejercicio en contacto con la naturaleza. Era necesario desconectar del televisor, de la ambición desmedida, de las expectativas de felicidad basada en el materialismo. Tenía, en fin, sus propias ideas sobre cómo transformar la sociedad para poder sentirse mejor consigo mismo si se quedaba en el fondo a causa del peso de su pasado miserable.

Mientras pensaba en esas cosas, la calle se había ido vaciando. Algún rezagado quedaba en la barra de los bares, estorbando a los empleados al tratar de finiquitar el día y largarse a casa. El día siguiente era laboral y frente a él sólo pasaba algún transeúnte cabizbajo y meditabundo sin ganas de abrir los ojos al mundo que lo rodeaba. Llegó un momento en que sólo se oían rumores; rumores de motores, de pasos, de voces, y cuando pasaba un coche rugiendo por la calzada detrás de él era como si se rajara la tierra. Se iba a levantar para dar por concluida la jornada de prácticas, pero empezaron a llegarle voces con vibraciones distorsionadas por el enfado y la rabia, de más allá de la esquina, calle abajo, hacia el Hospital General de la ciudad. Las voces fueron hinchándose en el aire, como amenazando con crear una explosión en cualquier momento. Las dos personas que las emitían doblaron la esquina, la mujer caminado hacia atrás y él de frente, hacia adelante, casi abalanzándose sobre ella, como dos filas que están a punto de chocar en el fragor de una batalla medieval; sólo que una de ellas, la más raquítica, desaparecería en un segundo absorbida por el volumen destructivo de la segunda. Se detuvieron frente al banco, sin darse cuenta de que Manuel estaba allí sentado, con los ojos más abiertos que nunca, sintiendo una necesidad frustrante de encogerse y concentrarse en un punto insignificante e imperceptible. Cuando el hombre agarró a la mujer por la muñeca y le plantó la cara a sólo unos milímetros, Manuel no pudo evitar imaginárselo descoyuntando la boca y abriéndola hasta el punto de poder tragarse a la mujer desde la cabeza a los pies, como una anaconda. La voz del hombre empezó a subir más y más de intensidad, como también lo hicieron la rudeza de las palabras y la fuerza de opresión sobre el delgado brazo de la mujer, que poco a poco iba bajando el cuerpo como si fuera a arrodillarse. La tensión que al hombre le hinchaba todas las venas del cuerpo, a Manuel debió de ralentizarle el riego sanguíneo del cerebro y por un instante creyó evaporarse en el aire y abandonar la gravedad del suelo. Durante ese instante de extraño alivio bioquímico, Manuel se quedó absorto en los voluminosos músculos del brazo opresor del hombre, en la potencia demoledora que contenían. El hombre era bastante más alto que la mujer, debía de medir más de metro ochenta, las piernas estaban ancladas al suelo y, de habérselo propuesto, o esa era la breve impresión que tuvo Manuel, podría haber movido un camión con el empuje de su fuerza. Se sorprendió de que la poca lucidez que extrajo de la confusión y el miedo que sentía fuera para darse cuenta de que sentía una trastornadora atracción por la figura escultural de aquel hombre, por sus proporciones y toda la energía que podía contener en ella. La congoja le abrumó al vislumbrar la ofuscación que el cerebro profundo provocaba sobre la superficie racional, sobre la capacidad de las personas para discernir las transformaciones del alma sobre el cuerpo, como si solo pudieran ver la prenda blanca de seda pero no las manchas de tomate.

Tuvo que esforzarse para desviar la mirada hacia otro lugar. A su lado, sobre el asiento del banco, estaba doblado el periódico deportivo que había olvidado allí un señor viejo de chaqueta raída que se había sentado a su lado a leerlo en completo silencio. No se hubiese extrañado de haberlo visto de nuevo allí encorvado sobre los titulares, arrastrándolo con él a una escena de película muda donde los recuerdos provocan la ilusión del sonido. Fue algo repentino y visceral coger el periódico y ponérselo frente a la cara para dar a entender que lo único que quería era desaparecer. En aquel momento, reproducir lo que había visto en la televisión cuando un personaje se disimula detrás de un periódico debió de ser la primera opción que le pareció viable y no se concedió ni una milésima más de segundo en buscar otra, y una vez ejecutada, pensó, mejor no hacer ningún otro movimiento extraño que no sea para escapar de aquí. Así que se fue desplazando subrepticiamente por el banco hasta el borde, de donde se levantó de un solo impulso y cruzó la calle al trote. Los gritos iban en aumento, aunque ya más lejanos, y ninguno iba dirigido a él. Le habían ignorado. La mujer lloraba y suplicaba al hombre que la dejara en paz, que le hacía daño. Se oyó un golpe seco, más gritos, algunos desde algún balcón advirtiendo que habían llamado a la policía, que ni se atreviera a tocarla de nuevo. Alguien con un verbo de lo más apocalíptico añadió que el infierno se cerniría sobre su carne y arrasaría sus huesos malditos. La calle era como el tablado de un teatro, no había nadie más que esas dos figuras plantadas en mitad de todo, dramatizando la dominación, la furia y el odio, y de fondo, aquellas voces del más allá augurando el advenimiento de la implacable justicia.

Por su parte, dejándolo todo atrás, Manuel había subido corriendo las escaleras de su edificio y, al entrar en casa, tragaba aire como una aspiradora. Los nervios le llevaban de una punta a otra del pasillo intentando eliminar el exceso de adrenalina. Cuando ya se hubo calmado un poco se le ocurrió ir a visitar a la vaca, por más que esta vez tuviera cierto reparo en encontrarse con su mirada. Aún dio un par de vueltas al piso antes de entrar a la antigua habitación de su hermano pequeño, cabizbajo, con actitud de arrepentimiento y vergüenza. Creía que al levantar la cabeza, la vaca se haría cargo de su consternación y aplicaría las palabras justas para levantarle el ánimo. Sin embargo, las palabras que salieron del interior de aquel animal fueron rudas e hirientes, cortantes como un bisturí, y le abrieron el pecho y le estrujaron el corazón.

—Valiente cobarde estás hecho. Me avergüenzas. Eres un mequetrefe que tiene menos relleno que mis patas. Desaparece de mi vista antes de que salte sobre ti y te meta la cornamenta por el culo.

Fue como si de repente las tripas le pesaran como un saco de plomo. Le flaquearon las piernas, aquellas palabras eran como un lastre que lo condenara al ostracismo en el fondo del océano. Quizás podría haber intentado rebelarse, bracear hacia la superficie y reprocharle la crueldad con que le había hablado, pero la orfandad repentina de una tutela comprensiva y constructiva de tantos años le llevó directamente a la cama, sin el vaso de leche, ni orinar, ni desvestirse, a un sueño fulminante tan hondo como los abismos oceánicos.

Al despertar por la mañana, las sábanas lo envolvían como una mortaja y le costó tirar de aquí y de allá varias veces para llegar a desenvolverse. Ya no llevaba la ropa puesta, sino que se había desvestido y dejado solo los calzoncillos y los calcetines. La ropa estaba tirada en el suelo. Sobre la almohada había una mancha de sangre. Solía sangrar por la nariz cuando pasaba por situaciones que le provocaban mucho estrés. También el brazo lo tenía manchado de sangre. Estaba agotado a pesar que tenía la sensación de que el tiempo había pasado en un chasquido desde la noche anterior, como si se hubiera transportado hasta ese momento de la mañana a través de una especie de incomprensible descomposición cuántica del cuerpo y muchos de los quarks se hubiesen desintegrado y ahora le faltara materia con que reorganizarse de nuevo. Le dolían incluso las orejas, una quemazón punzante. En el espejo vio que las tenía rojas, la nariz intacta —curiosamente— y las ojeras descolgadas casi hasta el comienzo de la barba. Se lavó la cara agachándose y poniéndola debajo del grifo para que el agua corriera por ella. Luego se puso una camiseta y fue hasta la cocina arrastrando los pies descalzos. Hacía días que no barría y había alguna que otra piedrecilla que le importunaba las plantas de los pies. En la nevera quedaba un poco de leche y algo de zumo de arándanos. La manzana verde que estaba pegando en la pared interior de la nevera había envejecido como lo haría una persona: se había empequeñecido, perdido color y arrugado como una pasa. La leche que quedaba en el brik, con una cucharadita de descafeinado soluble, sería su desayuno.

El reloj digital del horno marcaba las nueve y veinte. Iba a sentarse a la mesa de la cocina cuando sonó el timbre de la puerta. Se debatió un segundo entre dejarse caer en la silla e ignorar el timbre o ir a abrir, pero insistieron, y como el timbre tenía un sonido especialmente desagradable y no deseaba nunca que sonara de nuevo, fue a ver quién era. Por la mirilla vio a dos personas uniformadas que, al oírle al otro lado de la puerta, preguntaron en voz alta si él respondía al nombre de Manuel Sánchez Espadas.

—Sí, soy yo.

—Somos de la Policía Nacional. Abra, que queremos hablar con usted.

Manuel se retiró de la puerta y se quedó inmóvil. De haber tenido adonde ir, tal vez hubiese hecho el amago de escapar. Lo has aprendido; si la policía te busca, huyes, lo tienes interiorizado, lo has visto mil veces en la televisión. Pero has de contenerte porque después de todo, pensaba, estamos en un país de derecho y no te pueden avasallar sin un motivo de peso y sin que así lo establezca su protocolo. Él tenía claro que debía colaborar y si tenía que pagar la pena por haber delegado la prestación de auxilio, que así fuera, y abrió la puerta de par en par.

Frente a él dos policías nacionales, un hombre de metro noventa y fornido y una mujer casi igual de grande. Ella le miraba de un modo más amable, así que fue a ella a quien se dirigió.

—Ustedes dirán.

La policía adelantó un paso, le observó de arriba abajo con la nariz arrugada y dijo:

—Sea tan amable de ponerse unos pantalones, coja las llaves de su coche y acompáñenos. Y le recomiendo que, salvo en lo estrictamente necesario, guarde usted silencio. Piense que a partir de este momento es usted objeto de una investigación y cuanto nos diga podrá ser usado en su contra en un futuro proceso.

Era la primera vez que Manuel enfrentaba algo así y lamentó sinceramente no haberse dado cuenta de la facha que llevaba antes de abrir la puerta: una camiseta de manga corta de los Simpson tres tallas más grande, calzoncillos de pata larga y unos calcetines de color caqui. Ahora todo el mundo pensaría que los cargos que se le imputaban eran mucho mayores. Muchas veces entraban en casas de narcotraficantes y los esposaban con ropajes que no se correspondían con el tipo al que daría acceso la enorme cantidad de dinero que aparece amasada sobre una mesa, junto a diferentes armas de fuego y llaves de coches de alta gama.

Los tres bajaron en el ascensor, y eso fue un detalle que Manuel agradeció sinceramente. Tenía la inclinación a pensar tonterías en estado de nerviosismo y se había preguntado, tras cerrar la puerta de su casa, si los agentes estarían obligados a cumplir en cualquier circunstancia con las medidas de ahorro energético y le pedirían bajar por las escaleras en vez de usar el ascensor, o si, a lo mejor, tenían prescrito el subir y bajar escaleras en cualquier ocasión para ejercitarse, de modo que se vería él también abocado a lo mismo aunque estuviera en contra de forzar sus rodillas innecesariamente. También, pensó cuando ya bajaban sin esfuerzo por el ascensor, podrían haberlo considerado un espacio demasiado reducido donde cabía la posibilidad de que el detenido hiciera uso de alguna maniobra de combate que los neutralizara y les robara las armas y escapara. Pero eso le dio risa.

—Le pido por favor —dijo la policía— que se tome esto muy en serio porque de lo que en breve le vamos a acusar le va a cambiar la vida; a peor, claro.

—Mire que…

—Cállese y salga del ascensor.

En la calle había bastante bullicio. Era viernes, y como el sol aún no apretaba, mucha gente iba y venía por las aceras en pos de una gran variedad de propósitos que hubiesen sido para Manuel objeto de agradables conjeturas durante un proceso de observación que, aparentemente, iba a ser pospuesto a un día indeterminado, o, en el peor de los casos, trasladado a un recinto con barrotes. Pero él salió a la calle con la determinación de que, pasara lo que pasase, él seguiría a lo suyo, pues fuera donde fuese siempre haría falta alguien que trasmitiera a los interesados un análisis minucioso y preciso de los entresijos de la realidad circundante.

En la acera de enfrente había un corrillo de gente que se agitaba mucho, salían tres o cuatro miembros del grupo como de un avispero para comunicarse con la vibración de sus alas y atraer más individuos a su congregación. Crecían en número por instantes, casi a cada paso que daban él y sus escoltas hacia el coche. No tuvo que hacer el esfuerzo de recordar dónde estaba aparcado porque sólo podía moverse en la dirección del coche; cualquier vacilación hacia un lado u otro era atajada por el codo de alguno de los policías. A ojos de toda aquella gente él debía de ser ahora el clásico vecino de apariencia inocente, inofensiva, que tiene una segunda identidad vinculada al crimen. Le resultó extraño sentirse responsable de que aquellas personas pudieran ver defraudadas sus expectativas y no fueran a presenciar un buen espectáculo, de esos en que hay un intento de fuga, carreras, tiros al aire y, finalmente, un tipo como él con las esposas puestas cuando ya está inmovilizado en el suelo con una rodilla clavada en los riñones. Cualquier planteamiento que pudiera hacerse de una cosa así siempre lo procesaba en lugares muy alejados de cualquier área motora con predisposición a activarse de manera impulsiva: era más un hombre de narrar mucho y actuar poco. Pero le hubiese gustado ser un hombre enérgico, fuerte, seguro, atrevido, que actúa con rapidez y contundencia si es necesario. Seguro que de ser así no estaría allí ahora; su vida sería completamente diferente. Maldijo a la vaca, que lo había ultrajado, atormentado, traicionado, en vez de ponerse de su lado, aceptar sus debilidades y flaquezas y seguir prestándole apoyo para progresar en el proyecto de mejora en el cual estaba inmerso. Se le agolpaban las ideas, y tantos imprevistos y tanta expectación tuvieron el efecto de que hasta ese instante en que estaba junto al coche no se hubiese planteado por qué tenían que ir en su coche y no en el de la policía, que estaba un poco más abajo, con las luces encendidas, junto a otro que pertenecía a la policía local. No tenía sentido.

—Perdone, pero… —empezó a decir Manuel.

—Guarde silencio, por favor —le cortó la policía—. ¿Es éste su coche? — preguntó mientras reposaba la mano derecha sobre el mismo y le daba unas palmaditas, para que no quedara duda sobre a qué coche se estaba refiriendo.

Los golpecitos debieron de actuar como una señal, pues al tercero de ellos una voz lastimera y apagada vino del interior del coche. Así de pronto Manuel no supo ubicarla en la extrañeza repentina de aquel espacio tan familiar. Iba a inclinarse para mirar por la ventanilla con las manos colocadas a los lados de los ojos, pero el policía le estiró del brazo y lo plantó delante del maletero.

—Abra el maletero.

La voz quejumbrosa salía de allí dentro. Alguien se movió en su interior y el coche bamboleó ligeramente. Aunque vacilante y con la mano temblorosa, Manuel consiguió abrir el maletero y, dentro, reconoció de inmediato al hombre que la noche anterior había agredido a la mujer a quien no tuvo el valor de prestar socorro. Estaba encogido, maniatado y con una herida reseca en la cabeza. Ahora se encontraba debilitado e impedido, pero aun así hizo el intento de incorporase y lanzarse al suelo por encima de la pared frontal del maletero, pero se quedó con el medio cuerpo de la cabeza colgando y el otro en el interior del coche mientras balbucía improperios y se agitaba como un pescado fuera del agua. Los policías le ayudaron a salir y a ponerse de pie mientras Manuel, detrás de ellos, miraba desconcertado e incrédulo a su alrededor en busca de amparo, de alguien que le certificara que lo que él recordaba entonces era realmente posible. Los policías nacionales entregaron a la policía local al recién liberado y maltrecho personaje de aquel extraño suceso y se giraron con las esposas en la mano para completar la detención de Manuel, quien, por su parte, sumiso y con las manos levantadas, miró a los ojos de la policía y dijo:

—Tengo un problema

Y la policía, sin sospechar que Manuel no se refería a las implicaciones penales de todo aquello, apostilló de una manera llana y directa:

—Y gordo.

 


 

Pedro Javier Martínez Aguilera, nació en Menorca. Estudió Psicología en la Universidad Complutense.

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Ilustración: The Man Under the Pear Tree (Paul Klee), Free Public Domain Illustrations by rawpixel, CC BY 2.0, via Wikimedia Commons.

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Hilo de oro   Hilo de oro, por Pedro M. Martínez Corada. En Margen Cero (Magazine – 2000)

La mar tenebrosa (en Anacoreta)La mar tenebrosa, por Raúl Roldán García. En Margen Cero (Taller literario de El Comercial – 2002)

Absenta (en Valiente cobarde)Absenta, por María Dubón. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2003)

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 129 · julio-agosto de 2023

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