relato por
Patricia Linn
E
l cuerpo sabe cosas que yo no sé. ¿Quién soy «yo»? ¿Y por qué mi cuerpo sabe más que yo? Por supuesto que sé que el cuerpo actúa en forma autónoma en muchísimas situaciones, como cuando grito al caerme al piso por un mal paso, o cuando me hago un corte con un cuchillo de cocina, cuando me pica un mosquito, cuando una luz me encandila. Reacciono físicamente también, con enojo o llanto, si algo me trae recuerdos sobre algo que estuvo mal hecho, que yo sé que está mal, o por un rechazo de mis superiores en el trabajo, que me duele y rebela, o de algún pariente o amigo por un mal entendido. Esta autonomía de la que hablo hoy es diferente, es como si la percepción de lo que me pasa en determinadas situaciones no tuviera el tiempo necesario para ocurrir, y que el cuerpo no pudiera esperar, entonces se desborda y reacciona.
Volví a casa al mediodía, estaba agotada, pero tenía que resolver algunos problemas, hacer algunos trámites, después me iría nuevamente al trabajo. Saludé a Claudia que estaba trabajando en la computadora, y me enterré en el sillón Bergere a recuperar fuerzas. A los cinco minutos sonó el teléfono. Claudia y yo nos miramos, yo no tenía fuerzas para levantarme, ella lo vio en mi rostro y me dijo:
—¿Querés que atienda?
—Sí, por favor.
Se levantó, atendió y me dijo:
—Es para ti, es Carmen, la novia de Juancho.
—¿La novia de Juancho? ¡Qué raro! Dame —y me pasó el teléfono.
Así es como allí, hundida en mi sillón, recibí las noticias que me daba Carmen. A Juan le había subido mucho la presión y lo habían llevado urgente al hospital. Me dio la dirección. Corté y no compartí la noticia con Claudia, ella siguió trabajando, yo me quedé quieta. Juan era mi pareja, no convivíamos, excepto los fines de semana que yo pasaba en su casa donde vivía con su madre y sus hijos menores. Juancho era uno de sus hijos y Carmen su novia.
A pesar de la mala noticia mi cuerpo no reaccionaba, entonces el capitán de mi cuerpo, por decirlo de alguna manera, sabiendo que, para que yo reaccione en forma adecuada, debe llegar a mi mente racional, busca cómo hacerlo, busca un recuerdo que le sirva.
Hay uno de hace cuarenta años. Llego a casa a eso de las once de la mañana después de dar algunas clases particulares a domicilio en el barrio y encuentro un papel enganchado en el dial del teléfono. El cartelito decía: «Papá sufrió un accidente en la casa del balneario, explotó la heladera a querosén, está internado en el hospital Impala». Me puse a ordenar cosas, decidí esperar a mi novio, le pediría que me acompañe al hospital, habíamos acordado vernos a la una. Al rato llega mi hermano mayor y me cuenta lo que sabía de cómo estaba mi padre, que tenía gran parte del cuerpo quemado, pero que estaba de buen ánimo, que bromeaba que ahora sí estaba bronceado. Me cuenta lo que sabía de cómo ocurrió el accidente. Que mi madre se despertó sintiendo olor a quemado, creyó que los espirales, los que se prenden para ahuyentar a los mosquitos, habían provocado un incendio, despertó a mi padre, se levantaron y vieron que, de atrás de la heladera a querosén que estaba afuera, en el porche, había llamas. Mi padre trató de quitarla de allí, moverla hacia el pasto. Tomó una sombrilla cerrada y con ella intentó empujarla, pero solo se corrió un poco, se dio vuelta para buscar otra cosa que le sirviera de herramienta y en ese momento la heladera explotó, por lo que sufrió quemaduras serias en la espalda y piernas. Él, como yo, demoró en reaccionar a lo que le había pasado, como seguía preocupado porque el fuego se extendiera, fue al fondo a buscar agua del pozo, volvió con un balde lleno y cuando llegó al porche vio que no había llamas, se sentó en una silla de playa y mi madre vio que la piel de las piernas se le caía como medias de nylon flojas en una mujer. Gritó angustiada. Para ese momento ya estaban llegando varios vecinos que habían escuchado la explosión, llamaron a una ambulancia y lo trajeron a Montevideo.
Escuché el relato. Muy fea historia. Ahora está en el hospital y lo curarán, pensaba, y seguía quieta. Entonces mi hermano me dijo: ¿No vas a ir? ¡Movete! ¡¿Qué esperás?!
Como ahora no estaba mi hermano para decirme que me moviera, el capitán de mi cerebro me lo trajo en forma de recuerdo y funcionó, al recordar esas palabras reaccioné y le conté a Claudia lo que me había dicho Carmen, la futura nuera de Juan.
—¡Uy! ¡Qué horrible! —dijo— ¿Vas a ir ahora? —y me miró con cara de preocupada y de compasión por mí, por un dolor que yo todavía no sentía. Le dije que estaba demasiado cansada, que necesitaba comer algo antes de salir.
—¿Te preparo algo? —me preguntó.
—Voy a comer un sándwich de los de anoche y un vaso de Coca-Cola.
Me lo sirvió, comí apenas un poco, la Coca me dio energía y me preparé para salir. Llamé un taxi.
—¿Querés que te acompañe?
—No, no es necesario, gracias —yo sabía que ella tenía un compromiso y no creía que tuviera sentido que dejara eso para hacer lo que yo podía hacer sola, ir hasta el hospital en un taxi. Pero en cuanto subí al taxi me di cuenta de que mi mente no estaba consciente de lo que me estaba pasando, es decir, que sí necesitaba la compañía de alguien para llegar sana y salva al hospital. Me ocurrió que después de darle las indicaciones al taximetrista sentí un mareo, casi vértigo, y con un movimiento brusco mi cabeza se torció de lado y mi cuerpo se iba para ese lado. Traté de retomar control, respiré hondo, con mis manos enderecé lentamente la cabeza y controlé la respiración hasta que me sentí normal.
En la sala de espera de la emergencia ya estaban algunos de los hijos y hermanos de Juan y fueron llegando los que faltaban. El que llamó a la emergencia, un compañero de trabajo, nos contó que Juan estaba dándole instrucciones para un procedimiento, con el teléfono en la mano, a media conversación con otra persona, cuando de pronto se le cayó el brazo y el teléfono y la cara de un lado. Le preguntó si se sentía bien, si debía llamar al médico y Juan asintió. Nos contó que tenía la presión muy alta cuando llegó la ambulancia, 20 la alta…
Los médicos de la emergencia nos dijeron que el estado de Juan era grave. Otro deja vu, así que, como siempre, actuando en forma dividida, repetía a los que hablaban conmigo que yo sabía lo que significaba la palabra «grave» en medicina, que no era nada bueno. Lo habían dicho de mi padre y a la semana de su accidente falleció de septicemia. Pero lo decía sin mostrar que sabía y sin verdaderamente entenderlo, ni sentirlo. Al rato nos dejaron pasar a verlo, pasé con dos de sus hijos, lo encontramos dormido, con un brazo sobre el vientre. Siempre tuvo sueño fácil, no era raro que, acostado en una camilla, se durmiera y el brazo sobre el vientre era normal, no vimos que el otro brazo estaba paralizado. Trataron de despertarlo, pero no despertaba, entonces tuvimos que retirarnos porque lo iban a entubar, es que «no está dormido», decían, «ha entrado en coma». Palabras, yo lo veía durmiendo.
De allí en adelante vivimos largas esperas en corredores aquí y allá, principalmente del cuarto piso frente a la puerta del Centro de Tratamiento Intensivo (CTI), adonde lo llevaron después de hacerle una tomografía. Pasaron horas hasta que salió la doctora a cargo del CTI con un neurocirujano para informarnos sobre la situación. Juan había sufrido un derrame cerebral abundante, un accidente cerebrovascular, el pronóstico era malo, dijeron que solo había una cosa que se podía hacer: una operación que implicaba introducir un catéter o cánula en el cerebro para dejar salir la sangre derramada y así disminuir la presión, pero que se trataba de una operación de salvataje.
—¿Quieren que hagamos esa operación?
Hacía unas horas Juan se había despedido de los hijos después del desayuno como cada día, se había ido a trabajar como todos los días, claro que queríamos que hicieran lo posible por devolverlo a su estado normal. No podíamos imaginar que lo dejaran así, que no lo ayudaran.
—Es que a veces nos dicen que sí, pero después lo lamentan, puede quedar muy mal, totalmente dependiente y sin hablar ni entender lo que se le diga.
No podíamos ver ese cuadro, solo queríamos que volviera a la normalidad, que lo ayudaran. Si hay una cosa para hacer, que la hagan.
Hubo un conflicto entre dos neurocirujanos, la que había sido designada para ocuparse de este caso, y el que lo había visto, que vio las tomografías y participó en la construcción del diagnóstico y en su informe a familiares. La doctora a cargo no estaba, y sería la que lo operaría. «La cirugía», nos dijeron, «está coordinada para las nueve de la noche».
Cuando se estaba desarmando el grupo frente a la puerta del CTI, el neurocirujano se quedó por ahí y yo me acerqué y le reclamé:
—¿No dijeron que era una cirugía de urgencia, por qué esperar tanto tiempo?
—Yo ahora tengo otra operación —me dijo— y la doctora a cargo puede recién a esa hora.
—Y usted: ¿A qué hora puede?
—A las siete, pero no me corresponde.
Se notaba que el neurocirujano también estaba fastidiado con la demora. Al final lo operaron a las diez de la noche, doce horas después del derrame, era obvio que era tarde. A las dos de la mañana nos informaron que la operación había salido bien técnicamente, hicieron lo que se propusieron, no hubo problemas con su presión sanguínea ni con su corazón, ni hubo hemorragias, pero había que ver todavía si funcionaría, no había salido mucha sangre por la cánula como debería de haber pasado, ahora había que esperar el resultado de una nueva tomografía.
El día siguiente, jueves, no tuvimos contacto con doctores, solo un informe en la mañana que decía que estaba en el mismo estado y que le harían una nueva tomografía. Vimos cuando lo llevaron a hacérsela y cuando lo trajeron de vuelta.
Para el viernes en la mañana nos informaron que según la tomografía la cánula estaba bien colocada pero que la sangre que pretendían drenar del cerebro estaba coagulada como una masa de gelatina, ya no fluía. Ese informe fue drástico. La neurocirujana, además de decirnos que la situación de Juan era muy grave, que podía morir en cuestión de horas, también transmitía que no había nada más que hacer, excepto esperar su muerte. Casi que se sentía que nos informaba que había muerto.
—Pero él está ahí, está vivo —dije yo—, y mantenemos la esperanza.
Su respuesta, a mí y a otros, dejaba claro que no tenía sentido la tal esperanza, que para ella ya había muerto, o, peor, que lo mejor era que muriera.
Yo entendí, además, que estaba dispuesta a hacer algo para que muriera. Frente a mi rebeldía por lo dicho por la doctora algunos de los familiares o amigos presentes luego dijeron «No hay peor sordo que el que no quiere oír»’. Depende de qué es lo que no se quiere oír. Creo que estaban equivocados, yo escuché mejor que ellos.
Por más mal que estuviera, por más serias que pudieran ser las secuelas, yo «escuché» que a dos días del accidente cerebral no solo no le pensaban dar una oportunidad, no iban a tomar medidas para que se recuperara, sino que además se lo querían sacar de encima. Querían acelerar su muerte.
Ximena, una de las hijas de Juan, y yo, sentadas en el jardín del hospital que estaba siempre lleno de gente vinculada a Juan, compartimos nuestros temores y nuestro disgusto al ver que los médicos estaban rendidos, que no harían nada. Entonces pensamos que necesitábamos otra opinión, que deberíamos hacer una consulta con otro neurocirujano. Nos decidimos a hacerla y averiguamos con amigos de Juan y encontramos un médico, el Dr. Alberto Estrada, conocido de no sé quién, que se podía contactar. Intentamos que ese amigo de Juan lo llamara. Que no era sencillo, nos dijo, que Estrada no aceptaría a menos que lo llamaran los propios médicos del sanatorio, que traer un médico de afuera era un tema delicado.
En idas y vueltas llegamos al domingo y cuando nos dieron el informe diario, una de las hijas de Juan informó a la doctora que sus hermanos —me excluyó de la decisión— querían hacer una consulta externa.
—Claro, pueden hacer una consulta por supuesto, pero se ocupan ustedes de contactarlo. Pero ¿saben los hermanos que quieren hacer la consulta cuál es la situación?
—Sí, pero son jóvenes, les cuesta más aceptar…
—Porque este señor va a morir —dijo la doctora del CTI, como si esa aseveración mostrara lo absurdo del deseo de consultar a otro médico, cuando es exactamente lo contrario. Era justamente por eso, porque decían que iba a morir, y que no iban a hacer nada por su vida que queríamos otra opinión. Sus hijos menores eran jóvenes, yo no, pero tampoco aceptaba, no quería cruzar el límite.
Antes de este dialogado sobre la segunda opinión, esa misma mañana nos dijeron que estaba inquieto y que le habían dado un tranquilizante.
—¿Cuál? —pregunté.
—Morfina.
Obvio, pensé, el aviso de que ya se moría era por esto, porque le darían morfina como eutanasia.
Al rato recibimos un mensaje del Dr. Estrada, nos esperaba en su casa para hablar sobre el tema. Fuimos Ximena, Carmen y yo con la esperanza de salir airosos de esta situación, había que cambiar el desenlace. El médico nos trató muy amablemente, había recibido un informe del estado de Juan y lo que trató de hacer fue explicar lo que pasaba dentro de su cerebro. Relacionó el derrame de sangre como una inundación de agua en su casa, hasta cincuenta centímetros de altura del piso.
—Toda la madera se estropea, el parquet, por ejemplo —nos dijo—, las alfombras, los sillones, los tapizados, los libros de los estantes de abajo, el equipo de música, los cables de luz que hacen cortocircuito y no funcionan más, nada se puede arreglar, no se puede volver atrás.
Además, nos explicó cómo funcionaba una tomografía y cómo podían medir la densidad de la sustancia que radiografiaban, permitiéndoles saber qué era materia gris y qué era sangre. Habló de la escala de Glasgow para el coma y dijo que Juan estaba en el valor 3 de dicha escala, que es el valor mínimo, representando el coma más grave. Pero esto no era lo que buscábamos, esto no era una segunda opinión, repetía la primera, nos la explicaba con más detalle y con más empatía y paciencia, pero no era su opinión.
—No es 3, está en el 4 de la escala —le dije convencida.
Estrada se interesó, y dijo:
—Me esperan que voy a confirmar.
Cuando volvió de hablar por teléfono con el personal del CTI del hospital habló de otra cosa, y al volver a la clasificación del coma dijo que tenía un valor de 4-3. No sé si no era un 4 claramente o no quería reconocer el error de que le hubieran dicho 3 anteriormente. Pero no era 3. Nos despedimos. Esa duda con la escala de coma hizo que al otro día el Dr. Estrada fuera a ver a Juan, vio las tomografías y todos los demás datos. Nos alegró su presencia, allí empezaba realmente la otra consulta, formaría su propia opinión. Después vino a sentarse con nosotros en los sillones del pasillo, y dijo:
—Ahora está virgen de medicación.
Out la morfina, logramos algo, no avanza la mejoría pero tampoco avanza el camino al desenlace fatal.
Yo entraba al CTI siempre que podía a estar con Juan, se veía normal, el respirador artificial no impresionaba, parecía durmiendo en paz. Pero de a poco lo fui soltando. En una ocasión, casi al final de la semana, una enfermera que fue a tomarle la presión mientras yo estaba a su lado tuvo una actitud con él un poco brusca, pero creo que lo hizo a propósito para que yo cambiara la imagen del hombre quieto y dormido y viera el verdadero estado en que estaba: levantó uno de sus brazos, lo apoyó sobre su pecho para poner la banda para tomar la presión y después de terminar la medida levantó el brazo y lo soltó, cayó como bolsa de papas.
Todos los días yo iba y venía de casa al hospital. En ocasiones reaccionaba en formas que mi mente racional no entendía. Por ejemplo, fui a mi casa y escuché los mensajes grabados, uno era de Juan de un día antes del accidente cerebral, ya lo había escuchado, pero en ese momento se me cerró la garganta, me puse ansiosa, me llegaba como la voz de un fantasma, un fantasma, sí, alguien que no existe, cuando yo pensaba que todavía estaba vivo. Me fui al taxi con lágrimas en los ojos.
Finalmente llegó el día del desenlace, el anunciado por los médicos, dormí mal y me levanté temprano, tomé el desayuno de pie, caminaba de la cocina al living, ida y vuelta. Estaba haciendo tiempo porque no quería llegar al hospital mucho antes de la hora del informe, o sea a las nueve, para no despertar a Juancho y Carmen, que se habían quedado en los sillones al lado de la puerta del CTI haciendo guardia. Si yo llegaba temprano iba a despertarlos en vano, el ascensor que daba justo frente a los sillones era muy ruidoso. La escalera también.
Pero esos cuidados desaparecieron de pronto, no sé por qué, o sé, pero no entiendo cómo. Mi comportamiento era ilógico, estaba haciendo tiempo para no llegar antes de las nueve con el motivo de no despertarlos y se me ocurre llamar ¡a las ocho! o sea ¡despertarlos! Llamé al teléfono de Juan, al número de Juan, que ahora lo tenía Juancho. Él lo atendió, eso me dijo Carmen, pero justo en ese momento salió un médico de la puerta del CTI llamando a familiares de Juan Preti, entonces Juancho le pasó el teléfono a Carmen. Yo supe enseguida que esa llamada a familiares era para informar su fallecimiento. Esperé hablando con Carmen y sí, era como supuse. ¿Cómo se me ocurrió llamar al número de Juan en el momento en que se apagó su luz?
Salí corriendo de casa y tomé un taxi. Cuando llegué al hospital Juancho y Carmen seguían solos, nos abrazamos llorando. A Juan le estaban sacando los tubos y lo estaban lavando y cuando estuvo pronto nos dejaron pasar. Sí, estaba muerto, el color de su piel no era normal, tenía manchones azules, el resto un poco amarillento. Juancho y Carmen se retiraron y quedé sola un ratito.
Una enfermera se acercó a darme sus cosas personales y se quedó allí, parada a una distancia adecuada, respetando mi momento de despedida. Le di un beso a Juan, le dije «Adiós amor», lagrimeando, y cuando me di vuelta vi que ella lagrimeaba también, me dio un beso. Había sido una semana intensa, éramos tantos expresando amor, preocupación por su estado, que llenamos el corredor y el patio en el fondo del hospital, los siete hijos, los casados con sus familias, los amigos de sus hijos, los cuatro hermanos y las familias de los hermanos, los amigos de Juan, familiares de su segunda esposa, mis familiares, sumado al evento de cancelar la morfina que, para ellos, Juan había dejado de ser un paciente con un accidente cerebrovascular para ser una persona muy querida que se iba. También les afectaba su partida.
En el entierro, uno de sus hermanos se ocupó en acompañarme y contenerme. Los tres hijos del segundo matrimonio, Ximena, Juancho y Pipe, con su madre, se acercaron al panteón donde iban a colocar el féretro. Y al bajarlo, el momento más doloroso, mi capitán quería inducir a mi cuerpo a reaccionar, no lo logró, pero se sintió aliviado con el grito que dio Ximena llamando a su padre, gritó por mí, mi alma sintió el grito como propio, me salí del cuerpo con ese grito desgarrador, quedé atontada.
En los días y semanas siguientes, mi cuerpo siguió mostrándome autonomía y asombrándome. Veía una película en la televisión y si la pareja estelar se estaba por dar un beso, mi cabeza giraba sola, no lo veía. Recorriendo la Tienda Inglesa se me llenaban los ojos de lágrimas cuando me acercaba a las góndolas que tenían ropa de hombres, ropa que tantas veces había revisado pensando en él, recientemente le había comprado un pantalón de jogging ya que el que usaba de entre casa estaba muy viejo y deshecho. Esas lágrimas eran espontáneas, no había pasado nada por mi mente, ninguno de los recuerdos que podía tener vinculados a esas góndolas, simplemente se habían vuelto como un campo magnético, en este caso emocional, de forma que al acercarme caía en ese campo y este hacía que me brotara agua de los ojos. Lo mismo me ocurrió unos meses después, cuando su hija mayor me pasó a buscar en el auto que era de él para ir al cumpleaños de su hijo menor. Ella se bajó después de que yo ya me había instalado porque vio que había un local de Abitab en la esquina y quería pagar una factura.
Sin pensar nada, ni que era el auto de Juan, ni que me había sentado allí miles de veces con él al lado, con la mente en blanco, solo iba al cumpleaños de Pipe, repentinamente me puse a llorar. Como siempre por mi actitud flemática exterior quise retomar control para que al volver su hija no me viera en este estado. Me calmé.
Cómo imaginar que ya no está, los días son iguales, la gente que veía normalmente siguió estando por ahí, él también podía aparecer en cualquier momento. No entendía el mundo sin él, que las flores brillaran hermosas en un día soleado, que no se anunciara en todos los noticieros lo que había pasado.
El capitán trató de ayudarme, me mandó información en forma de sueños. En uno yo cruzaba junto con otras personas, a pie, un puente que estaba roto en cierta parte, había ambiente de tragedia, se veían partes del puente derruidas, estaba bloqueado el camino al otro lado, y la gente comentaba sobre algo que le había pasado a Juan.
—¿Viste lo que le pasó a Juan?
—¿Qué le pasó? —preguntaba yo, y revisaba mentalmente el estado de sus hijos, uno por uno, para ver qué era lo que les había pasado, porque si le había pasado algo a alguno de sus hijos, Juan estaría muy afectado. Pero no, todos los hijos estaban bien. Entonces al final en el sueño me daba cuenta de que lo que le había pasado era que él mismo había muerto, lo que también era extraño, ya que él ya no existía para sentir, sufrir, saber, o importarle lo que le pasó. Su muerte nos pasó a nosotros.
En otra ocasión soñé que estaba parada sobre el planeta Tierra, mi altura era aproximadamente la del radio de la Tierra, o sea que me quedaba chica, había un pedazo grande que faltaba, un tercio de la Tierra estaba arrancado, no era un planeta totalmente esférico, parecía una manzana a la que le habían dado un gran mordisco. De ese sueño me salieron palabras para explicar cómo me sentía. Decía:
—Me siento muy sola, me siento como el Principito en su pequeño planeta, como él, doy vueltas a la Tierra con solo seis pasos, ya no me contiene, ya no tiene gravedad que me atraiga.
De a poco la gente ponía tierra en ese tercio del planeta que faltaba, lo fueron rellenando y la gravedad aumentó… pequeñas cosas empezaron a captar mi atención, eran distracciones, pero pronto me olvidé de que eran solo eso. Así empecé a pertenecer de vuelta a la comunidad humana viviendo en la tierra.
Patricia Linn. Autora uruguaya. Trabajó como periodista científica. Publicó notas en el suplemento cultural del diario El País, de Uruguay. Esas y otras notas pueden encontrarse en: https://periodismoxcientifico.wordpress.com/ Después produjo una revista de periodismo científico, Uruguay Ciencia (www.uruguay-ciencia.com), desde marzo de 2007 hasta diciembre de 2015. Hace años que escribe narrativa, durante 2022 la revista digital mensual El Narratorio ha publicado un cuento suyo al mes.
✉️ Contactar con la autora: linn.patricia [at] gmail.com
Ilustración relato: Fotografía realizada mediante IA; diseño y edición por Pedro Martínez
Revista Almiar (Margen Cero™) · 👨💻 PmmC · n.º 132 · enero-febrero de 2024
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Atraparte. Se lee de principio a fin de un tiron. Con dos peripecias dramáticas muy fuertes (las muertes del padre y de Juan) que desplazan bastante el planteo inicial sobre la “cuasi “autonomía del cuerpo humano al reaccionar frente a situaciones extremas.