relato por
José M. González Ponce

D

icen que la vieron por última vez cuando enfilaba la vereda del bosque. Deambulaba sola y descalza, con la mirada perdida y las manos sobre su estómago. Llevaba puesto un vestido blanco que le llegaba a los talones. Dicen que ya anochecía cuando llegó a la mitad de la arboleda, adonde había una cabaña; que ahí se detuvo para recobrar el aliento, que levantó la vista hacia el firmamento y no encontró más que una bóveda de ramas y hojas que se agitaban con el viento, y cuyo sonido tal vez lo asoció con un recuerdo triste porque enseguida le escurrieron las lágrimas y se apretó fuerte el vientre como si le doliera.

Dicen que la mujer de vestido blanco tocó a la puerta de la covacha, pero no obtuvo respuesta. Escrutó la ventana de la fachada principal y avistó una silueta. Golpeó el vitral para que la persona que estaba adentro advirtiera de su presencia, pero la sombra se mantuvo inmóvil. De nuevo golpeó el cristal, y luego otra vez, y otra vez más, hasta que la puerta de la cabaña se abrió y apareció una figura grande. Quien presenció la escena no atinó a verle el rostro, pero resolvió que se trataba de un cuerpo grande, femenino, de cabellera blanca y larga. Una anciana de ojos amarillos y brillantes como los de un gato. Dicen que aquella gárgola la invitó a pasar a su morada y ella accedió, y que una vez dentro, la muchacha comenzó a llorar y a suplicarle que le devolviera a su hijo, que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de que no le hiciera daño. Se escuchaban risas como respuesta y el llanto de un bebé al fondo.

Dicen que el valiente (o más bien el chismoso) que había seguido a la mujer hasta aquel lugar, y que observaba los hechos, escondido detrás del tronco de un árbol, terminó huyendo al ver cómo bolas de lumbre salían de todas partes del bosque.

Dicen que al final debieron haber llegado a un acuerdo, porque a la mañana siguiente apareció el bebé en una barranca. Estaba cubierto de hojarasca como si fuera un manto que lo cubría del frío. Un grupo de alpinistas lo encontraron cuando iban camino al volcán de la Malinche, y de inmediato llamaron a los rescatistas. Al llegar lo auxiliaron y le revisaron todo el cuerpecito, pero su piel se encontraba casi intacta, tan solo tenía dos arañazos en la pierna derecha y uno en el tórax. Por la profundidad y la forma de la lesión concluyeron que se trataba de heridas hechas por las garras de algún animal que quizá lo había intentado atacar.

Dicen que la muchacha del vestido blanco era mi madre, y que varios creyeron que estaba loca porque cómo era posible que se atreviera a caminar a deshoras en el bosque.

Dicen que el monstruo de la cabaña era una bruja que me había raptado una noche antes y que al amanecer los vecinos vieron a mi madre correr, aún en batola, por todas las calles del vecindario, tocando los portones de las casas (más bien tirándolos con la fuerza de su desesperación), para preguntar si alguien me había visto. Dicen que si ella no hubiera hecho caso a lo que la gente le contó sobre el cuervo que se robaba a los recién nacidos y que se alojaba en el sempiterno bosque, la bruja me hubiera chupado.

La noticia de mi aparición opacó la de su desaparición. Fue hasta el quinto día que se pusieron a buscarla en serio, después de que, por fin, mi abuela la reportó con la policía; pues sus imploraciones nada más se las tragaban los santos y ni rastro de que le trajeran de vuelta a su hija.

Nadie nunca volvió a saber nada de mi madre.

De aquel suceso solo me quedaron las cicatrices en el cuerpo de los arañazos que la bruja me hizo cuando me sustrajo de la cuna y las especulaciones.

A veces me cuesta creer que todo eso fue real, pero el mito de las brujas sigue latente en algunas localidades de Tlaxcala. Las llaman las tlahuelpuchis. Son una especie de nahuales que se roban a los recién nacidos (y niños también), para devorarlos, poseer su espíritu, beber su sangre o conjurar hechizos. Dicen que las tlahuelpuchis descubren el gusto por la sangre cuando les llega la menarca. Dicen que en el día son mujeres comunes a la vista de todos y en las noches se convierten en animales, para acechar y robarse a los bebés que aún no han recibido el sacramento del bautizo.

Según mi abuela, existe un instrumento infalible para ahuyentarlas: las tijeras.

—Se deben colocar debajo de la cama o de la cuna donde duerme el niño, a la altura de su cabeza; o bien, debajo de la almohada, pero siempre en forma de cruz y con el filo apuntando hacia los pies —me dijo, mientras contemplábamos a mi hijo, que por ahora no es más que un bulto de cara redonda con piel aterciopelada, ojos rasgados y labios pulposos.

Y yo, con la fe de quienes creemos que las recomendaciones de las abuelas tienen más peso que un documento científico, le hice caso y dejé las tijeras abajo de la cuna de mi hijo, quien estaba profundamente dormido. Salimos al jardín trasero de la casa. Mi abuela se sentó junto a mi esposa y yo me tiré boca arriba sobre el pasto.

La ventaja de vivir en un pueblo es que no existen edificios que te prohíban contemplar los amaneceres y los crepúsculos, como el de ese momento.

—Ayer, cuando anochecía, sobre la montaña —comenzó a decir mi abuela. Y señaló con su dedo huesudo a la Malinche que se alzaba imponente en la lejanía—. ¿La ven? Pues ahí clarito vi que danzaban unas bolas de fuego. Son las brujas. De seguro quieren al niño. Por eso no le quites las tijeras —me advirtió—. Tu mamá nunca me creyó.

No supe en qué momento me quedé dormido. Cuando mi esposa me despertó el cielo estaba completamente oscuro. Ella ya tenía la pijama puesta y en sus manos cargaba una cobija que colocó sobre mis hombros. Me invitó a ir a la recámara a descansar. Le pedí que se adelantara. Yo me quedé a inspeccionar que el jardín estuviera en orden. Antes de entrar en la casa eché un último vistazo al horizonte. El sol reluciente pero diminuto se había quedado estático en el cielo negro. Vi el reloj y pasaba de la media noche, imposible que hubiera sol. Enfoqué la vista y me sobresalté cuando el sol se duplicó y después se triplicó. Los soles ascendían y descendían a un ritmo coordinado. Subí a trompicones las escaleras hacia mi habitación. Mi esposa estaba recostada en la cama leyendo un libro.

—¡Amor, tienes que ver esto!

Corrí las cortinas de las ventanas para dejarlas desnudas y al igual que como había hecho mi abuela, señalé al horizonte. Ella, extrañada se puso junto a mí.

—Mañana por la mañana hará mucho frío —afirmó con voz tranquila, y me sobó la espalda.

Ella volvió a su sitio y yo me quedé paralizado. Ya no había soles danzantes, solo la neblina que descendía precipitadamente como humo, dispuesta a tragarse todo lo que encontrara a su paso.

 


 

José Manuel González Ponce

José Manuel González Ponce: «Nací en Tehuacán (Puebla, México) en 1993. Soy licenciado en enfermería, egresado de la Universidad de Las Américas Puebla (UDLAP). Actualmente vivo en Alemania, ejerciendo mi profesión. En mis tiempos libres me dedico a leer y escribir. En 2020 publiqué el cuento El azúcar por sal en la revista La Sirena Varada (Volumen II, Número 2)».

📩 Contactar con el autor: manuel.gonzalezpe [at] udlap [dot] mx

🖼️ Ilustración relato: Imagen realizada con IA [diseño y montaje de la misma por Pedro Martínez].

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