relato por
Mark Bonnet

 

—Puede besar sus tentáculos —dijo el maestre.

Entonces me besó.

Luego, sus veinticuatro lenguas me estrujaron desde el cuello hasta el otro cuello; un amor insano apretujando feroz mis costillas tiritantes al intentar escapar del abrazo más ingrato en un páramo ajeno. Era el vómito contenido en cada mirada restallando en las esquinas de la nodriza; y la comisión intergaláctica festejaba ansiosamente la invasión. Pero no bastaba, el aire se nos iba a terminar en el momento menos pensado, y no habría forma de impedirlo; sólo teníamos que ir a ese lugar tan habitual luego del .

—Entra —ordenó el fantoche.

—Entrá vos, corazón —le respondí.

Al instante puso en marcha su mórbida existencia pegajosa que no tardaba en embadurnar el lugar, y mientras se acomodaba penetró en la habitación el fétido balazo de sus orificios pululando el néctar de la aparente victoria. Allí, adelantó los tentáculos hasta arrastrarme a su pecho para guardar la esencia en sus ventrículos. La puerta estaba cerrada. Los militares no iban a molestar. Los sonidos eran los sonidos. La situación no era otra situación. Entonces, consciente de cada detalle, guiñé el ojo antes de que cualquier otra cosa me impidiera recuperar la dignidad que con tanta gravedad había estado perdiendo aquellos días. Nada pesaba tanto como la mirada extendida de los ojos del fantoche desvaído, que cargaba lentamente sus babas por el piso hasta querer beberme las instancias más recónditas del alma. Y apareció Frida, batiéndose entre las sombras transparentes de los jugos envasados de antiguos enemigos que el príncipe conservaba para su deleite real. El príncipe seguía sin percatarse de la sombra albergada en su recámara, y la fiesta continuaba en el gran salón con la antigua creencia de que en los aposentos del príncipe se consumaba el pacto de los futuros esclavos. Al instante, Frida le inyectó los ácidos para derretirlo como a una babosa pedante: El príncipe era ya un charco gelatinoso balbuceando alguna genuflexión.

Luego Frida me besó.

Pero Frida tenía contradicciones con los momentos indicados, ahora ya no podíamos darnos el lujo de continuar en la habitación del príncipe precisamente cuando la autoridad real no era más que una sopa agria y apestosa derramada en la alfombra. De por sí, los Atrobitas no eran famosos por su piedad, y el pacto con la Tierra avergonzaba a los altos mandos de la nodriza; nadie esperaba que los terrícolas sobrevivieran, ya que por nuestra carne lo habitual hubiera sido un montón de banquetes y ciertos cócteles. Era una fortuna que al príncipe le deleitara una «subespecie» y, debido a ello, Frida y yo seguíamos en la nave para sabotear las minuciosas instrucciones de quienes consideraban al universo «un lugar para el deleite real de los tentáculos». En seguida, nos aproximamos a la ventana, y la fiesta enarbolaba el son pleno de lo insospechado. Afuera de la habitación se deslizaban los soldados del rey custodiando la torre del príncipe, pero que ahora, por mandato expreso del sucesor, no molestarían. La noticia no iba a ser grata así que lo mejor era apresurar el paso hasta llegar al transbordador. Frida sacó unas cuerdas de alta tensión, y las ató en las barras de la ventana, puso los arneses y me quitó el engalanado vestido. Entonces nos pusimos de espaldas al borde, y saltamos al vacío de la torre. Pero la cuerda no era tan larga como esperábamos, así que pendíamos de ella esperando que nadie nos viese, y nadie nos vio. Al instante cortamos los arneses, y caímos entre las larvas del rey.

La tregua como cualquier otra tregua estaba rota.

Eran un montón de carne mal acomodada, y las cuidadoras ni siquiera se percataron de nuestra presencia; parecían bollitos feos y pegajosos, casi como empanadas de carne cruda. Aún no lloraban, ni gritaban, ni querían comernos vivas. Así que gateamos entre el campo de larvas con tal de llegar a la escotilla de ventilación; según entendía, la nave se iba a apagar en algún insospechado instante, y no quería estar frente a un cristal para verme los ojos estallados como cloacas en la Avenida Indepencia. El horizonte del campo era limitado, sólo veía las larvas y las nalgas de Frida dirigiéndome entre los surcos escamados. Al llegar al final del campo, asomaba en el suelo una escotilla que no era ni por cerca el ducto de ventilación: Era el desagüe, y escurría un charco amarillento y hediondo al fondo. Frida aflojó la rendija, y me miró como quien penetra hondamente en la desgracia; se tapó la nariz, y saltó. Consecuentemente vi hacia atrás, y las cuidadoras seguían dormitando en el extremo del campo. Luego, salté.

El chapuzón ingrato me penetró en las narices; agrio y pleno, como una amargura excelsa que se desplaza a sus anchas en una lágrima, recorriendo desde la consciencia hasta la luz. Frida flotaba holgadamente a unos metros de la escalera, y los ojos de ella me decían: «no digás nada, no digás nada», y no dije nada. Abajo, se veía el aspa estática de la trituradora intranquila, y los restos de fecas y orina pululando en las paredes del contenedor. Sólo trataba de mantener la barbilla en alto, y los ojos achinados para que no me fuera a entrar ningún asteroide venenoso. Poco a poco nos dejamos llevar por la corriente negra hasta aparecer frente a la escalera de salida. Subimos la escalera resbalosa hasta llegar a la cima, pero como Frida iba primero, me escurrían en la cara los chorros de aguas apestosas; era sin querer queriendo, probablemente. Estando en el punto álgido se abrió la escotilla, y salimos del contenedor. Le iba a preguntar cómo es que se abrió la ventanilla antes de que llegáramos pero no parecía una pregunta diligente. Entonces caminamos más rápido por los pasillos de la zona de carga, Frida buscaba una nave en específico, y al encontrarla accionó la compuerta; era una nave ligera. Entramos, despacio, y nos acomodamos pacíficamente en los controles intactos. Frida encendió la nave y, al despegar, se abrió la gran compuerta de la nodriza, justo cuando asomaba por la ventanilla del cuarto de control de la base uno de los nativos con los veintitrés ojos quebrados hasta el fondo más profundo del óleo enardecido de nosotras escapando.

Entonces vi el polvo de la nodriza desapareciendo en años luz.

—¿Lo traés? —le dije.

—Hasta el último adelanto cuántico —respondió golpeando suavemente los controles.

—¿Segura?

—Tengo muestras embaladas —dijo Frida.

Hubo un silencio de aquellos gritones; derramado por todas partes, cayendo, brincando, arañando hasta abrirse espacio hondamente en los hemisferios de la nave. Girando despacio la rueda de la creación para rajar el ansia de la misma.

—¿Cómo es que no nos delató? —pregunté.

—Estaba enamorado de mí —dijo Frida—. Le prometí que volvería.

—Pero no vamos a volver nunca —dije mientras miraba el monocromático telón de luces.

—Inyecté un troyano en el sistema —dijo Frida—. La nodriza va a morir.

—Al menos allá era una princesa… —recordé.

—¿Lo besaste? —preguntó Frida.

—Vos sabés que sí…

—¿Cuántas veces? —replicó.

—Repetidas veces.

Entonces me abofeteó duramente haciendo revirar la corona magnética contra la ventanilla, cayendo intacta entre la alfombra de la nave y unas herramientas. Luego se me rodaron unos icebergs y al recogerlos me quemé.

—Dame un beso —pidió Frida.

Pero volteé la cara hacia el cristal. El cristal era mejor. El infinito consolaba gravemente poco.

—Tal vez sea el último beso… —recordó Frida—. Cuando abra el agujero negro y lleguemos a la Tierra no vamos a poder identificarnos porque la nave no reconoce la frecuencia.

—Entonces somos el enemigo —dije.

—Dame un beso —repitió Frida.

 


 

Mark Bonnet

Mark Bonnet. Estudiante de Derecho en la Universidad de El Salvador, y colaborador del diario digital Contrapunto.

Leer unos poemas de este autor (en Almiar):  Venganza

@ Contactar con el autor: markbonnet3 [at] gmail.com
https://twitter.com/retazosdemialma

Ilustración relato: Fotografía por V_M / Pixabay [public domain].

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