relato por
Domingo Alberto Martínez
R
epartían las pastillas como quien reparte caramelos a la puerta de un colegio; a cada cual la que le correspondía «según rigurosa prescripción médica», se excusaban las cuidadoras. Un Noctamid por aquí, un Diazepam por allá, un Orfidal al siguiente, a la otra tres comprimidos de 10 mg.
—Venga, venga, Asunción, que no se diga. Hoy va a dormir, ¡cómo va a dormir hoy!, ¿eh?, como la niña del cuento, ¿se acuerda?, la que se convierte en maripos… ¡aúpa!, ¡adentro las tres! Y ahora un vasito de… así, así, sin prisa, no se nos vaya a atragantar. Y ahora venga a la cama —fingiendo un bostezo y estirando los brazos—, a soñar con los angelitos.
Cuando apagaron las luces, Susi se sacó la pastilla de la boca y la lanzó lo más lejos que pudo, al otro lado del cuarto.
—Tanta pastilla, tanta pastilla, ¡puah! —masculló con desgana—. ¡Anda y que os zurzan, brujas!, pero que os zurzan en un saco y os echen al Ebro, tanta pastilla… que luego se nos va cayendo la baba como si fuéramos gilipollas.
Aún era pronto. Se arropó con la manta y esperó, encendiendo la lucecita del reloj de muñeca cuando se impacientaba. Contó hasta cien, doscientos, trescientos cincuenta. Estaba nerviosa, y empezó a canturrear sin darse cuenta los estribillos que le venían a la cabeza. Primero Poison, de Alice Cooper, después Eloise, de Tino Casal. Si no recordaba la letra la tarareaba, o saltaba de una canción a otra, la primera que se le ocurría, de Alaska a La flaca y de Mägo de Oz a Rehab, de Amy Winehouse, sobre un fondo de ronquidos con algún solo de nariz ocasional.
Las diez y media. Se sentó en el borde de la cama. Sacó algo de debajo de la almohada y se levantó con todo el cuidado del mundo, intentando no hacer ruido; aunque los muelles del somier le jugaron una mala pasada al final.
—¿Susi…? Susi, ¿dónde vas? —una vocecilla somnolienta a su espalda.
—¡Asun! —exclamó sobresaltada, escamoteando el bulto que llevaba en la mano—, ¿qué haces despierta? Calla, anda, que voy a hacer pis… ¡tchsss!, ahora vuelvo.
La puerta de las habitaciones no se cerraba nunca con llave, por si acaso. En el control del pasillo, iluminado por un flexo, una cuidadora jugaba al móvil con la cabeza baja. La otra no estaba; habría salido a cambiar un pañal. Susi se alejó pegada a la pared hasta doblar la esquina, arrastrando las zapatillas acolchadas. Bajó las escaleras tanteando con las manos y se dirigió hacia la puerta de emergencia, la que daba al patio trasero, que también estaría abierta. La salida del patio, sin embargo, lo mismo que el resto de las puertas que daban a la calle, se cerraba con llave y cerrojo todas las noches a partir de las 9. El encargado de hacerlo era el celador de turno, antes de marcharse. Hoy le habría tocado a Germán.
Susi salió a la calle. Lo primero que notó es que había refrescado. Se quitó el camisón a la luz de una farola y lo dobló. Debajo iba completamente vestida, con su vieja camiseta sin mangas de Debbie Harry, la cantante de Blondie, sacando un dedo a pasear —«The Heart One», ponía—, y los pantalones vaqueros rotos por las rodillas. Sacó de la mochila una chupa de cuero roja y unos botines del mismo color —rojo metálico—, y guardó en su lugar el camisón y las zapatillas. Ya estaba lista.
Si ahora la vieran sus hijos, se dijo, ¿qué pensarían? Esos buitres sin conciencia, esos nerones, ¿cómo reaccionarían? Le dieron ganas de soltar una carcajada solo de imaginarse la cara que pondría Tristán, el mayor. Tristán se había hecho con las riendas de la familia tras la muerte de su padre, y hacía y deshacía a su antojo sin que ninguno de los pánfilos de sus hermanos abriera la boca ni para chistar. La cogería de la oreja como a una niña traviesa y correría a encerrarla, estaba segura, pero en esta ocasión en un psiquiátrico, en lugar de en una residencia; uno de esos pabellones psiquiátricos que salían en las películas en blanco y negro, con camisas de fuerza y duchas de agua helada, y el Dr. Frankenstein haciendo de las suyas en su laboratorio de la azotea entre tubos y redomas humeantes.
—¡Miau!
Se encendió un cigarrillo. Estaba hasta las narices de tanta pastilla, tanta dieta saludable y tantas prohibiciones. Al psiquiátrico iba a ir Rita, «¡no te jode!» Ella tenía otros planes.
Apareció doblando por una bocacalle una furgoneta destartalada con un cartel pintado a un lado —«Licenciado Germán Villalobos – Cerrajero», y un lobo con los carrillos hinchados que soplaba para derribar una puerta—, que se detuvo con un chirrido de frenos junto a la farola. Susi aplastó el cigarrillo con la punta del botín y abrió la puerta.
—¿A dónde va, Caperusita? —bromeó el celador, un tipo grandote y calvo con barba de chivo—, así, tan relinda —soltando un silbido.
—Al concierto de Iron Maiden —respondió ella, agradeciéndole el cumplido con una sonrisa.
Echó atrás la mochila y puso una cinta en el radiocasete. Luego, acomodándose en el asiento, se abrochó el cinturón.
—¿Vamos?
La furgoneta se puso en marcha de nuevo. Susi bajó el parasol del copiloto y empezó a pintarse los labios, mirándose en el espejito. Se arregló con dedos hábiles el pelo corto, plateado, casi a lo chico, echando a un lado el flequillo y, como no le convencía, volviendo a dejarlo como estaba, aunque algo más revuelto. Por la radio sonaba la primera canción del casete. Batería, guitarras, unas palmadas y, al son de las palmas, la voz descarada de Mick Jagger, un tanto nasal:
I love the way you walk.
I love the way you talk.
I love the way you walk,
I love the way you talk.
My Susie Q.
Susi subió el volumen. Hacía tiempo que no escuchaba a los Rolling. Cuando era joven le gustaba pensar que Mick Jagger cantaba esa canción para ella, que de entre las cientos, miles de Susanas del mundo, él la cantaba sólo para ella. «Qué niña más tonta que era —suspiró—, antes de casarme… ¡qué ñoña y qué tonta!». Sacó otro cigarrillo y, echando el humo por la ventanilla entreabierta, pensó en su larga vida de casada, lenta, tediosa, en sus hijos, en sus setenta años recién cumplidos y la sorpresa de la residencia. No pudo evitar estremecerse.
—Hasta que el cuerpo aguante —se dijo, arrebujándose en la chupa.
Apagó el cigarrillo en el cenicero y cerró la ventanilla, mientras la furgoneta engullía a toda prisa las rayas de la carretera, una tras otra.
Domingo Alberto Martínez. Nació en Zaragoza, España, en 1977. Filólogo de formación y apasionado de la palabra escrita, actualmente reside con su familia en la pequeña localidad de Tudela, capital de la Ribera navarra. Es autor de dos novelas, Las ruinas blancas (premio «Santa Isabel de Aragón», convocado por la Diputación de Zaragoza) y Trovas de fierro (premio «Alfonso Sancho Sáez», del Ayuntamiento de Jaén). Sus relatos, premiados en más de cincuenta certámenes literarios, han sido recogidos en las antologías El pan nuestro de cada día, Libro de los engranajes, Los astrolabios y Palos de ciego.
🕸️ Web: lahogueradeloslibros.wordpress.com/
ⓘ Más relatos de este autor (en Almiar): Por una cabeza ▫ Jaque a la reina
Ilustración relato: Mick Jagger (1982), Marcel Antonisse / Anefo [CC0]
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 106 · septiembre-octubre de 2019
Lecturas de esta página: 220
Comentarios recientes