relato por
Ëlke Tejedi

 

S

entada de cara al espejo, se retoca la línea del ojo, se gira para verse de perfil, vuelve a mirarse de frente. Sube y baja las cejas, sonríe con los pómulos prietos, articula las vocales en silencio, con cuidado y atención a las formas acentuadas por el carmín. Una vez satisfecha de tener el rostro en orden, se relaja y distiende sus facciones.

Al mirar por encima de su hombro derecho (el izquierdo de la pelirroja en el espejo) lo ve a él de espaldas, luchando para que los pantalones se dejen meter la faja que quiere y no puede devolverle al torso la figura de otros años. La imagen más reciente que tiene de él no logra quitarle la estampa idealizada que quedó impresa en su mente cuando eran adolescentes. Hasta lo tiene más idealizado ella que las admiradoras que están esperando que salgan al escenario. Ella misma casi no nota que la barba que antes terminaba sobre el filo de la línea de la mandíbula bien definida, se extiende ahora sobre el cuello para tapar una insidiosa papada.

Sus miradas se cruzan en el reflejo cuando él empieza a hablar.

—Nunca pensé que fuéramos a volver acá.

—Nunca hemos estado acá, en Bizarría. Es nuestra primera vez en este teatro —contesta ella.

—Sabés lo que quería decir, que estamos cerca —dice él, con tono irritado y voz tensa, casi nerviosa—. Amalrengo queda a quince kilómetros. Seguro que hoy vino gente que nos vio ahí.

—Ya lo sé. Estoy tratando de calmarte.

Brota un silencio mientras ella se vuelve hacia su reflejo. Levanta y deja caer los bucles rojos, para admirar más que constatar un volumen y una elasticidad imposibles. Frota las puntas de sus dedos contra su pañuelo para quitarles de la viscosidad de la laca. Se retoca el carmín de los bordes de los labios con los dedos mientras vuelve a hablar.

—Cuando terminó ese fin de semana me juré que nunca más volveríamos a ese lugar. Ni a ninguno que se le pareciera. Capitales de provincia, todas las que quisieras. Ciudades del interior, las que hiciera falta. Pero a esos pueblos decrépitos, moribundos, no. Me sentía sucia. Como si haber estado ahí me hubiera hecho como el lugar: decrépita y moribunda. Horroroso, horrorosa.

Hace un silencio y vuelve a mirarlo a él.

—Y a vos también te vi así. No te lo dije, pero no quería verte. Ni estar cerca tuyo, ni oírte por teléfono. No, no te preocupes, no te pongás mal. No te dije nada porque sabía no era culpa tuya. Era culpa de ese lugar.

Él intenta relajarse. También él se había sentido así, entonces. Pero había pensado que la reticencia y el distanciamiento de ella durante las semanas que habían seguido al último espectáculo de la época del fracaso habían sido una reacción a su propia disposición. En ningún momento le había pasado por la cabeza que ella hubiera podido sentir lo mismo. Siempre había sido ella tan fuerte ante todo, tan orgullosa y digna ante humillaciones y desagravios, que no la creía capaz de flaquear como él había flaqueado tantas veces. Y aquella había sido la peor.

Tanto Luciana como Fermín saben que su música y su espectáculo son mucho más maduros desde que se tornaron irónicos y autorreferenciales. Ninguno de los dos lo negaría, aunque también les cueste aceptarlo. Pero en un camarín del Teatro Municipal de Bizarría, a veinte minutos de la localidad de Amalrengo, no pueden evitar pensar en el momento en que, sin proponérselo, le habían dado un nuevo soplo de vida a aquella gira y a su carrera. Sienten, cada cual por separado, porque nunca lo han hablado, que le deben toda su trayectoria de los últimos diez años —los mejores de sus vidas— a lo sucedido ese fin de semana en la estancia Abatuar, a la sombra de las columnas de humo y polvo de cemento que supuraban de las chimeneas de la fábrica.

 

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Llegaron a Amalrengo, partido de Bizarría, provincia de Buenos Aires, al final de lo que parecía que iba a ser su última gira.

Su último disco no había sido bien recibido. Las radios preferían acompañar la noticia del lanzamiento con bloques de sus primeros éxitos comerciales antes que emitir las nuevas canciones. Los estrenos en Buenos Aires fueron criticados en los diarios sin mucho interés, más bien por costumbre. Y aunque ningún crítico se hubiera atrevido a agredirlos abiertamente, por el cariño que les tenía el público, ninguna nota recomendaba comprar del álbum.

La gira resultó deficitaria. Después de tres semanas, su representante les comunicó que debían anular las actuaciones del último tramo del viaje. Se les proporcionaría un último boleto de avión para regresar a Buenos Aires en la fecha que eligiesen, pero los demás gastos correrían por cuenta propia de los artistas. Fermín no supo cómo reaccionar ante la noticia. Luciana inmediatamente decidió por los dos.

Al inicio de la gira, habían sido invitados a pasar un fin de semana en la estancia del dueño de la fábrica de cemento de la localidad bonaerense de Amalrengo. «El tipo se llama Alfonso Abatuar», les había dicho su representante, «y su esposa está loquísima por ustedes». La propuesta de los Abatuar era que ofrecieran un concierto íntimo, pagado por la empresa, para su familia y algunos invitados. A esto se le sumaría la recaudación de las entradas de un espectáculo para sus empleados en el estadio de fútbol del club social y deportivo del pueblo. Los Stracciatella llevaban años rechazando este tipo de propuestas. Pero ahora imperaba la necesidad.

—¿Tenés el número del tipo que llamó de esa fábrica? —le preguntó a Luciana su hermano.

—Sí, en la agenda —contestó él.

—Llamalo —mandó ella—, decile que vamos. Mientras, yo voy a arreglar las cosas con el gerente del hotel para quedarnos hasta pasado mañana —Luciana desapareció de la habitación y no volvió a entrar hasta después de que la cena que pidió Fermín se hubiera enfriado.

—Ya está —dijo mientras entraba por la puerta—. Podemos quedarnos hasta el fin de semana. Tenemos que sacarnos una foto con el dueño para colgar en la recepción. Igual, tendríamos que irnos cuanto antes, para llegar a Amalrengo el viernes. No podemos darnos el lujo de no cobrar por todo el sábado.

—¿Cuándo hacemos lo de la foto?

—Ahora, así da tiempo de relevarla para que la firmemos el viernes a la mañana.

El viernes a la madrugada estaba listo el coche privado que los llevaría a Amalrengo, reservado y pagado por adelantado por la cementera. Cuando arrancó el enorme Ford negro ella le dijo las únicas palabras que intercambiarían en las doce horas que duró el trayecto: «Ponete las pilas y no la cagues con las viejas. Que siempre me toca a mí bailar con la más gorda porque a vos se te da por hacerte el boludo».

 

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Últimamente ya nadie menciona el tema. Al menos, no en serio. Sí que hay parodias de sus videos y actuaciones en algún que otro programa humorístico. Pero evidentemente las redactan guionistas incapaces de comprender que el material que pretenden parodiar ya es una parodia. De ahí que ciertas imitaciones parezcan más serias y sobrias que las canciones originales de los Stracciatella. Como ese video de siluetas a contraluz en el que ella le exige saber quién es para él, qué lugar ocupa en su vida, si el de amiga, el de querida, o el de desconocida frente al dedo acusativo de su esposa. No por nada el único término omitido es amante.

 

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Cuando Luciana terminaba la secundaria y Fermín rebotaba de facultad en facultad sin haber acabado de cursar el primer año de tres carreras, empezaron a preparar un espectáculo juntos y a presentarse en concursos y discográficas.

Al principio no tuvieron ninguna repercusión. No le interesaban demasiado a nadie, y era cierto que no ofrecían nada nuevo. Ella era sin duda la más dotada de los dos, no necesariamente por su voz, pero sí por su manera de emplearla, jugando con la sentimentalidad de las letras y cargando su fraseo de dramatismo. Él se limitaba a acompañarla y hacer los coros. Ella bailaba más o menos bien. Él se meneaba con poco ritmo y nada de gracia.

La idea de dramatizar las letras surgió casualmente durante una audición. Fermín y un amigo habían escrito un dueto inspirándose de radionovelas y folletines. Luciana respondía con una melosidad un tanto patética a las acusaciones que él le dirigía a una esposa que se sentía decepcionada por su marido. Al principio no quedaba claro el porqué del fraseo cargado de un drama que ya se encontraba en la letra. Lo que quedó grabado no era nada especial, pero el productor de la prueba notó que la verdadera originalidad del dúo se resistía a dejarse registrar en la cinta. Llamó a un agente de una discográfica con la que había grabado la banda sonora de un musical, y lo invitó a ver el espectáculo que estaba presenciando a través de la pecera.

Una semana más tarde, Luciana y Fermín firmaron un contrato para grabar y promover el primer disco del dúo Stracciatella, de título homónimo. Su relación fuera del escenario era un foco de interés en entrevistas y un objeto de especulación de artículos periodísticos. Eventualmente se convirtió en uno de los encantos que ayudaría a promocionarlos ante un público capaz de hacer de la familia un valor tan moral como estético. Pero antes de que el público se acercara a ellos, fue importante definir el punto medio de la intensidad de su actuación, dada la primera impresión que causaban los papeles que representaban —las miradas profundas en las que cada uno se perdía en los ojos del otro, la breve distancia que mediaba entre sus bocas, la sensualidad implícita sus voces— y la temática recurrente de celos y triángulos amorosos (normalmente culpa de él, otras de ella, otras de algún/a artista invitado/a).

 

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Entraron en Amalrengo por una ruta de ripio cuando las luces de las casas de los obreros empezaban a apagarse. Siguieron la única calle asfaltada del pueblo, cruzaron las vías del ferrocarril y atravesaron el complejo industrial en dirección a la estancia de los Abatuar, que los esperaba bajando una cuesta y subiendo la ladera de un pequeño cerro.

La difusa silueta de un peón abrió la tranquera del parque y la cerró detrás del humo del automóvil. Los Stracciatella se sorprendieron de que el camino hasta la residencia estuviera asfaltado y flanqueado por los mismos postes de luz eléctrica que las rutas de acceso al pueblo. La mansión, una construcción moderna que parecía haberse escapado de la ciudad para perderse en la pampa, estaba cercada por haces de luz que dejaban apreciar su fachada y el jardín que la rodeaba.

Luciana sonrió y relajó sus hombros por primera vez desde la noche anterior. Pensó en la cena y en la habitación que la esperaban detrás de la enorme doble puerta que abriría el mayordomo y sintió que su cabello se desembarazaba del polvo del viaje en anticipación del baño caliente al que la invitarían antes de conocer a la señora de la casa. Pero el chofer ni siquiera miró hacia la puerta de entrada. El coche siguió camino sin que el sonido del motor delatara el más mínimo cambio de ritmo. Las ventanas de la casa desfilaban, intercalándose con palmeras jóvenes que los guiaron hasta que terminó el asfalto y, ahora sí, el coche aminoró la marcha para adentrarse por un camino de tierra pisada. Finalmente se detuvieron a unos metros del acceso al ripio, justo afuera de los halos de los faros más pequeños que alumbraban el perímetro del jardín.

El capataz de la hacienda dejó que el chofer les abriera la puerta y esperó a que hubieran bajado del coche antes de saludarlos. Dos peones descargaron el equipaje.

—Bienvenidos a la Estancia Abatuar —dijo secamente el capataz, manteniendo una postura que delataba años de cuartel—. Les hemos preparado la casa de huéspedes. La señora Abatuar dispuso que disfrutaran de la mayor privacidad durante su visita.

Fermín estaba demasiado cansado para desconcertarse ante esta recepción inesperada. Las esperanzas de Luciana de disfrutar de la bienvenida se desvanecían a medida que se hacía una idea del espacio al que habían llegado. La casa de huéspedes era un edificio rústico que tomaba tonos lúgubres en la oscuridad. Emanaba un olor a madera húmeda que le dio ganas de dejarse caer al suelo y llorar de frustración y cansancio. La penumbra de la noche sin luna no ayudaba a mejorar sus expectativas.

El capataz notó la turbación de los recién llegados y sintió la necesidad de decir algo para aliviar la tensión. —La casa de huéspedes era la residencia de los antiguos dueños —dijo—. La señora se aseguró de renovarla. El señor y la señorita encontrarán todas las comodidades.

El interior era tal y como lo habían imaginado desde fuera. Los techos eran demasiado altos para la poca luz eléctrica que había podido instalarse sin dañar las antiguas paredes. Las luces de las lámparas reptaban penosamente hacia una oscuridad apenas penetrable de vigas ya de por sí muy oscuras. Los muebles eran nuevos, pero de un estilo rústico pensado para hacer juego con la construcción del edificio. Las maderas oscuras, con lacas y barnices mate, daban una sensación de profundidad más tenebrosa que la misma noche que habían dejado afuera. Una neblina de polvo brotaba de las alfombras al pisarlas. El aire denso y áspero olía a encierro y delataba una casa tomada por la humedad. Luciana sintió que había entrado en una película de terror. La mirada que le dirigió Fermín le comunicó que él sentía lo mismo.

El capataz se acercó a ellos después de corroborar que todas las valijas estuvieran en sus respectivos cuartos.

—Si desean, ahora puedo mostrarles sus habitaciones. Luego puedo servirles la cena que está en la cocina. Solo hay que calentarla un poco.

Fermín iba a asentir cuando lo detuvo Luciana: —No se moleste —le dijo al capataz, dedicándole una sonrisa que le costó un gran esfuerzo—, estamos cansados, y me imagino que ustedes también, a estas horas. Podemos servirnos nosotros mismos. Y seguramente sabremos encontrar las camas. Estamos muy satisfechos con la recepción, muchas gracias. Y agradézcales a los señores Abatuar de nuestra parte —y con eso, dio un paso a un lado y presionó el codo de Fermín para que hiciera lo mismo, abriéndoles el paso a los empleados de la finca para que salieran cuanto antes.

—El desayuno es a las nueve en la terraza del jardín. Vendrá alguien a las nueve menos cuarto para acompañarlos —dijo el capataz mientras abría la puerta—. Buenas noches —concluyó, y se retiró seguido por sus subordinados, que murmuraron sus respectivas despedidas.

—Buenas noches —dijo Fermín, mientras Luciana cerraba secamente la puerta.

El eco de la puerta al cerrarse no había terminado de desvanecerse cuando Luciana se dejó caer contra la madera rugosa y empezó a ahogarse en unos sollozos espasmódicos que no lograba reprimir.

Fermín la tomó por la cintura, alejándola de la puerta y atrayéndola hacia su pecho. La contuvo mientras ella lloraba y se tapaba los ojos y la boca con las manos. Fermín comenzó a desplazar sus pesos conjuntos, hacia la habitación, suavemente, casi bailando. Luciana se tragaba los mocos y trataba de despegarse los pelos de las mejillas húmedas. Los hombros le temblaban y se tropezaba al intentar seguir los pasos de Fermín, que entre los sollozos y los mocos oía murmullos entrecortados por jadeos ahogados: «No p-pue-de-ser… ¿C-cómo ll-lle-gamos ac-cá? N-no… No me m-me-re-ezco e-est-o…». Y así, hasta que llegaron a la puerta de la primera habitación que encontraron y él la depositó de a poco en la cama.

Parado al lado de la cama, Fermín no pudo evitar que la figura de Luciana llorando desconsolada le evocase el recuerdo de ella con varios años menos, necesitada de un mayor que la reconfortara cuando una compañera del colegio con la que se había peleado le cortó su trenza colorada con unas tijeras. Después de un momento de indecisión, se le ocurrió sentarse al lado de ella y deslizarle los dedos suavemente por la nuca. La misma escena se había repetido incontables veces a lo largo de su adolescencia; hacía unos años que no se había vuelto a dar, desde algunos meses antes del comienzo de su carrera musical.

Luciana se estremeció con el primer contacto y tuvo un movimiento casi reflejo de escabullirse y alejarse de la fuente del roce, hundiéndose un poco más en el colchón. Al segundo roce, menos inesperado y más reconocible, llevó el mentón hacia el pecho para invitarlo a ahondar entre sus bucles secos y crispados. La suavidad de las manos cuidadas y delicadas de Fermín hizo que volviera a estremecerse, esta vez de escalofríos.

 

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Cuando la mucama llamó a la puerta, los Stracciatella ya estaban bañados, vestidos, y arreglados para el desayuno. Habían aceptado que este sería su último fin de semana como reconocidos artistas musicales, y estaban decididos a hacer de su estancia en Amalrengo su última gran actuación. Lo harían para ellos mismos: cada uno para sí y el uno para el otro.

—Es una mujer. Mejor abrí vos—mandó Luciana.

—¿Y vos adónde vas? —preguntó Fermín, nervioso. Sentía que si se quedaba solo, desprotegido, su necesidad de tenerla cerca delataría su desconcierto.

—Voy a deshacer la otra cama, no vaya a ser que entre alguien a hacerla mientras no estamos.

Luciana razonaba con cautela. Si el tema había sido materia de bromas indecentes y de comentarios tan hipócritamente discretos como escandalosos hasta esta semana, era inimaginable el cariz que tomaría ahora que sí había de qué hablar.

Ese fin de semana dieron sus primeras actuaciones memorables. Se sentían liberados de la tensión que los inhibía desde el comienzo de la gira. Habían hecho las paces con la idea de que esas cuarenta y ocho horas serían las últimas de su carrera musical. Sabían que siempre se tendrían el uno al otro para acompañarse en la soledad y en el fracaso. Y lograron divertirse interpretando sus canciones por primera vez en mucho tiempo, dejándose hacer el ridículo con un dramatismo que hubiese podido considerarse autoparódico, de no haber estado en perfecta sintonía con sus letras cursis y sobrecargadas.

De regreso en Buenos Aires, le propusieron a su representante organizar una serie de conciertos de despedida. Sentían que podrían brindar un último espectáculo con el mismo espíritu con el que se habían presentado en Amalrengo. Negociaron con su discográfica para lanzar un último álbum de bajo riesgo para la empresa, una antología de Grandes éxitos, más una nueva canción escrita por ellos mismos, a modo de regalo y agradecimiento a su público más fiel.

El estreno fue el más exitoso, aunque no el más concurrido, desde sus primeros días en el escenario. La crítica los acompañó durante las dos semanas que se presentaron a diario, la última semana ya con entradas agotadas. Aceptaron una oferta de la discográfica para una última gira con la que despedirse del público en el interior del país. A finales del año se fueron al extranjero para cantar en grandes ciudades de toda América: Montevideo, Santiago, Lima, Cuzco, Bogotá, Medellín, México, La Habana, y hasta una escala en Miami antes de su regreso triunfal a Buenos Aires. Después de esa gira la casa matriz de la discográfica organizó una gira por España. Fueron invitados a cantar en vivo en programas de televisión, entrevistados en radios nacionales y locales, y convidados de políticos y famosos varios.

Los críticos estaban de acuerdo en que la fuerza de la relación entre ellos había sido la clave para superar una crisis artística y comercial, frecuentes en los períodos de maduración de artistas de semejante calibre. Los entrevistadores preguntaban, conduciéndolos hacia la respuesta afirmativa, si la evidente química entre sus voces y sus actuaciones se alimentaba del fortalecimiento de su vínculo fuera del escenario. Luciana contestaba que sí; Fermín añadía que el público, en tanto que testigo, era un espejo que les devolvía el cariño y el compañerismo que inspiraba su música. «Son como un micrófono y un parlante», decía Fermín, «amplifican y retransmiten un amor que captan en carne propia. Y eso a nosotros nos acerca aún más el uno al otro. Por eso nos gusta tanto cantar en vivo. Es como que en el escenario nos queremos más (si es que eso es posible, claro)». Luciana cerraba los ojos y asentía.

Cuanto más ahondaban en este discurso, más dramáticas, rocambolescas y explícitas se hacían las historias de las canciones de los Stracciatella. Y cuanto más repetían sus frases ensayadas sobre los valores de la familia y la importancia de presentarse abierta y honestamente en el escenario, más creían los espectadores estar presenciando y participando en la relación que los unía, tan semejante a la que cada uno de ellos compartía con sus parejas y sus familias. Y, cuando la confianza del público se había hecho tal que ningún chismógrafo ni ningún humorista podía ya insinuar ni bromear sobre el posible escándalo que se ocultaba detrás de un hermano y una hermana que se cantaban canciones de amor, celos y desamor mientras escrutaban las profundidades de las miradas del otro, Luciana y Fermín dejaron de tomarse la molestia de deshacer la cama que quedaba sin usar cada noche en el hotel, y tiraron abajo la pared que separaba sus habitaciones en el departamento que compartían.

 

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A veces, puede que a alguno de los dos le dé vergüenza. No es que piensen tanto en el tema. Pero en esos momentos saben, sin necesidad de decirlo, que el otro lo está pensando, o que están pensando en lo mismo. Lo que nadie sabe, lo que nadie podría entender, es que siempre han estado más unidos por la música que por cualquier lazo sanguíneo. Fermín, tres años mayor, todavía tiene algunos recuerdos de la infancia en los que, incluso antes de que ella supiera hablar, se comunicaban tarareando y canturreando sin impedimentos verbales. Aún hoy, a la hora de dormir, se desean las buenas noches entonando las canciones de cuna que les cantaban sus padres, repitiendo el ritual con el que aprendieron a armonizar antes, incluso, de dominar el habla. Y así se dormían, y así se duermen hoy: con la seguridad de que, aunque en el sueño vayan a estar solos, no por eso dejan de estar juntos.

 


 

Ëlke Tejedi nació en Argentina. Se radicó en Barcelona, ciudad natal de su esposa, a principios de 2017. Desde la adolescencia ha vivido y estudiado en Norteamérica y España. Vive del ejercicio de la traducción en una empresa informática. Escribe relatos de calidad variable y traduce textos de los que cree que puede aprender algo. Actualmente está escribiendo su primera novela, que espera sea corta.

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Web del autor: facebook.com/elketejeditextos

 Ilustración relato: DKeil1185 / Pixabay [public domain]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero) • n.º 100 • septiembre-octubre de 2018

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