relato por
Óscar A. Martínez Molina

Un hombre escribe porque está atormentado,
porque duda
Necesita probarse constantemente
a sí mismo y a los demás que vale algo
¿Y si estoy seguro de que soy un genio?
¿Por qué escribir entonces?
¿Para qué demonios? 

Stalker, Andréi Tarkovsky

L

a primera historia, el primer intento. Un hombre viejo toma café en una fonda, se descuida y deja su teléfono celular sobre la mesa, un joven, casi niño, pasa junto a la mesa en la que está el viejo y ágil toma el celular y corre. La acción ha sido tan rápida que sorprende al hombre y se queda pasmado. El adolescente no sabe si lo siguen pero su plan es cruzar la calle y escapar, así lo hace. El sonido de frenos, incluso el ruido del impacto, llega al viejo. El chico ha sido atropellado. Sale el viejo, observa aquel cuerpo en el suelo. Camina hasta él, hay sangre que mana de la cabeza. El cuerpo está inerte. Junto a su mano el celular con la pantalla iluminada, seguramente por el golpe —piensa el viejo y recoge el teléfono (su teléfono) y vuelve sus pasos. Desde la mesa observa que la gente comienza a rodear al joven. La taza de café aún está caliente… sigo husmeando notas, stalker, reviso diarios, muros de Facebook, escucho y leo lo que la gente dice.

La segunda historia, el segundo intento. En mil novecientos noventa y tres, al sur de la ciudad de México, la efervescencia en un conjunto de condominios. En uno de los departamentos han sido hallados tres muertos. La madre ha dado fuertes dosis de sedantes a sus dos hijos. Eran las diez de la mañana. En un vaso de cocacola. Ya dormidos, los degüella. Un enorme y filoso cuchillo de cocina, enseguida se da un tajo en las muñecas y obnubilada, se pasea por habitaciones y pasillo, sosteniéndose de las paredes, manchadas con su propia sangre, finalmente muere… cierro las páginas, reviso periódicos digitales de la época, espío, husmeo, stalkeo en muros de amigos, en muros de los amigos de mis amigos. Veo fotos, cientos de fotos, leo y releo publicaciones en los perfiles, llega el hastío, el hartazgo, la ilusión de contar una historia, la historia.

Tercera historia, tercer intento:

1

Dormía cada vez menos y soñaba esporádicamente, escribo esta historia, para quienes como yo nacieron alrededor de los sesenta. Es domingo por la tarde y llueve. Vivo solo desde que por cuestiones que no vienen al caso, me divorcié. Mis hijos han hecho también su vida. Leo mucho y escucho música. Enganchado en el Facebook comparto fotos, y de ahí parte mi historia y otra vez repito, domingo por la tarde y llueve. ¡Stalkear! Así se dice cuando te asomas por el muro de alguien y espías sus publicaciones y particularmente sus fotos y eso hice con un viejo amigo de la infancia y de pronto, fotos de familia.

… En mil novecientos setenta y cinco tenía quince años, mis padres vendían leche, crema y queso en un pequeño negocio en casa; ocasionalmente, solía ayudar antes de ir a la escuela. En la foto stalkeada ahora, Diana, la hermana de mi amigo, y, uff, el disparo de mi memoria involuntaria. En mil novecientos setenta y cinco Diana, muy joven aún ya estaba casada, compraba en casa. Todos los días era puntual para la leche. Diana y su mirada inquieta, trigueña de ojos negros. Las manos batidas en volandas mientras platicaba con mi madre, mientras reían por alguna ocurrencia. Las caderas y las piernas que atraían las miradas. En aquel tiempo Diana tenía veinte años y para mí, era la mujer más hermosa que existía sobre la tierra, y sin duda lo era. Delgada y de cintura breve, los pechos moderadamente discretos, los muslos firmes y bien dispuestos. En fin, la locura de aquellos años. Diana fue, en aquel año, la eterna fantasía que obnubiló mis sueños y humedeció mis sábanas.

Stalkear, fisgonear, espiar y me doy a la tarea de dejar el muro de mi amigo (al que no veo desde hace cuarenta años, más que por el face) y reviso a sus amigos, puede ser Diana. Coinciden en el apellido. «Yuyi» y entro a husmear un poco. Es ella, es Diana. Reviso fotos, por allí me entero que tiene dos hijos, y que ya es abuela. Hay fotos de distintas épocas de las que no me enteré (dejamos el pueblo y vinimos a vivir a la ciudad de México), fotos con los hijos pequeños, fotos en alguna playa y allí, tres o cuatro imágenes de Diana en los ochenta, en traje de baño. Tendría tal vez veinticinco años, no estaba equivocado, su belleza era absolutamente real. De nuevo las fantasías y el temblor en mis manos. Diana celebrando con su esposo y sus hijos ya mayores, Diana elegante y madura, delgada, las manos aún inquietas, la sonrisa plena. Fotografías de tristeza, mensajes de dolor. Diana debe haber quedado viuda cuando ella tenía cincuenta años, hay fotos con el rostro melancólico, con la risa velada, sigue viéndose hermosa. Y llego hasta la fotografía de la semana pasada, Diana pinta unas espléndidas canas, ese cabello cuidadosamente arreglado que le da un aire de artista o modelo. La fotografía fue tomada en la escalinata de Bellas Artes, sí, aquí en la ciudad de México. Me llena de asombro. ¡Vive aquí! Exclamo.

Hice un alto en la historia, de stalker pasé al intento y le envié mi solicitud de amigo. Para mi sorpresa, me respondió a los pocos minutos, se acordó perfectamente de quién era. Lo de los quesos, la leche, mis padres, la amistad con su hermano. Al terminar el chat conté un centenar de mensajes, incluidas dos fotografías tomadas y enviadas al momento. Sí, también platicamos que yo estaba enamorado de ella, nos reímos. Ella me dijo que lo supo por cómo la miraba. Toqué veladamente el vergonzoso asunto de las fantasías. Nos reímos mucho, intuyo esto último porque en vez de escribir, ja ja, escribíamos ja ja ja ja ja.

Cada tarde a partir de aquel domingo, Diana —le dije que lo de Yuyi no iba conmigo— y yo conversamos largamente.

—¿Y si nos hablamos? —dijo y hablamos durante una hora y treinta y tres minutos. De nuevo la memoria y ese baúl en el que se encierran recuerdos y olvidos. Escuché la voz de Diana no desde mi teléfono sino desde la casa de mis padres, desde su pedido de crema, desde la entrega del recipiente para la leche, desde la plática fugaz, desde la fantasía y desde aquellas noches de ensoñación y desvelo.

De stalker a la cita presencial, llegué diez minutos antes de la hora, me senté a esperarla en la escalinata de Bellas Artes, allí donde se tomó la última fotografía del Facebook. Llegué temprano para mirarla caminar a la distancia, para descubrir sus ademanes y sobre todo para descubrir los gestos que, pensé, haría al verme.

—¡Todo salió a pedir de boca! —solía decir mi padre ante alguna circunstancia memorable. Así lo dije para mis adentros. La pensaba más alta, pero eso era cuando tenía quince años y ella veinte, sus manos siguen moviéndose al ritmo de sus palabras, hace gestos de sorpresa o desaliento y las manos suben y bajan, como si las palabras no tuvieran tanta fuerza sin aquel movimiento de las manos. Miro sus ojos negros y su sonrisa me transporta una y otra vez a la nostalgia del pueblo.

—¡Qué delgado estás! —dijo—, y casi no has echado panza —agregó y al decirlo acarició mi antebrazo. Cumplíamos alrededor de cinco semanas de haberme convertido en stalker de su muro, de haber chateado y hablado durante largas horas, sin embargo, el «qué delgado estás» y aquella caricia en mi antebrazo me dio la sensación de una confianza enraizada en el alma, de una intimidad, de una complicidad. Tomamos café y algunos postres y la tarde se enredó entre los recuerdos y la plática.

Diana y yo nos casamos el tres de febrero del dos mil veinte, hicimos un viaje de paseo por las costas de Jalisco, viajamos el mismo día de la boda, llegamos a las puertas del cuarto del hotel, y en vez de la clásica entrada con la novia en brazos le pedí que esperara afuera, acomodé el equipaje, me asomé discreto por la mirilla de la puerta, la vi caminando intranquila de lado a lado, volteaba la mirada hacia el mar y la volvía hacia la puerta. Le mandé a su teléfono el siguiente mensaje que transcribo:

«Toca la puerta, preguntaré quién es, responderás soy Diana, preguntaré qué se te ofrece, responderás que comprar un queso o leche, preguntaré si vienes sola, responderás sola y mi alma, y entonces abriré la puerta…».

Que dos almas viejas sigan tejiendo estas fantasías a muchos les parecerá poco cuerdo, sin embargo, cuando abrí la puerta, misteriosamente nos hallábamos en el estanquillo de mis padres, yo tenía quince años y ella veinte, se había casado muy joven. En mi mirada brillaba toda la enjundia de varón en celo y en ella la firmeza de sus muslos, la cadencia de sus caderas anunciando el explosivo temperamento de los calores del pueblo. En la semana santa del setenta y cinco me había quedado a cargo de las ventas, mis padres y hermanos de paseo, el retraso de Diana para recoger la compra y de pronto el arribo.

—Te quedaste solo —había dicho Diana, al mismo tiempo que acarició mi antebrazo, como lo hizo al reencontrarnos. Pero aquel día, el silencio, el cruce de miradas, el temblor en mis manos. En su rostro esa sonrisa que esclaviza, que rompe cualquier barrera, que desarma cualquier fortaleza. Te quedaste solo, había dicho Diana y yo, a nada estuve de responderle que sí, que para amarla, que para poseerla, que para enloquecerme. La paciencia de la espera. El acto de amar, entre una pareja que ha dejado pasar sus mejores faenas, es una concurrencia de libertades y confianzas, de sueños y fantasías, de descubrirse riendo de los defectos y engalanando las virtudes, pero a esta idílica historia de amor le hace falta una pizca de realidad, no olviden ustedes que he sido un lobo solitario, un cazador, un stalker y como tal, actúo. Aquel año que dejamos el pueblo, lo hicimos convencidos de jamás volver la vista atrás. El setenta y cinco había sido el año de las perturbaciones, Diana llegaba al estanquillo y aquellos instantes eran de profunda locura, de un ir y venir para verla, de asomarme por las celosías y espiarla, de buscarla entre los recovecos de su calle, de mantenerse oculto en las esquinas al acecho de su andar. En torno mío la familia murmuraba, sabían de la intención de mis deseos, sabían de las angustias y de las noches de ansiedad, de los gritos pronunciando su nombre, de los sudores nocturnos, de la salvaje razón de mi mirada extraviada y así me tomó aquella mañana de semana santa del setenta y cinco.

—Te quedaste solo —había dicho Diana mientras tocaba mi antebrazo y no permanecí callado; caballo desbocado me precipité al abismo y bebí de las aguas malditas del desengaño, me abalancé sobre ella, toqué su cuerpo, intenté con poco acierto besar sus labios, ella me miraba un poco con temor pero sobre todo con el poder de saberme su esclavo. Me fui calmando entre cortos y débiles susurros.

—Seré buena contigo —dijo ella; mi respiración entrecortada, los sollozos, la impotencia, y la vergüenza. Diana se alejó un par de pasos, reía, en su cara la certeza de haber ganado la partida.

—Ahora vuelvo —dijo, y salió sin ninguna prisa.

La promesa de que volvería, la rítmica cadencia de sus caderas al alejarse, los latidos en la sien, la maldición de saberse atrapado en una encrucijada. El recuerdo vivo de haber tocado su cuerpo, de sentir el aliento emanando de su boca, la firmeza de sus senos, la locura, la locura.

La esperé el resto del día; con la oscuridad de la noche volví al acecho y a rondar su casa. Noche de desvelo, insomnio y pesadillas… todo vuelve a la raíz, toda sinrazón regresa a la cordura. Toda pena vuelve a ser bendición. Todo rencor se conserva en el infinito rincón de la conciencia, en el fuego permanente que ha sido este infierno que he llevado de por vida.

Dos mil veinte y la pesadilla del encierro, y la pandemia. Leemos, comemos, jugamos al estanquillo: Toca la puerta, preguntaré quién es, responderás soy Diana, preguntaré qué se te ofrece, responderás que comprar un queso o leche, preguntaré si vienes sola, responderás sola y mi alma, y entonces abriré la puerta…

—Seré buena contigo —dijo ella esta tarde cuando abrí la puerta, y volví a ver en su rostro aquel desdén y aquella risa burlona. Di dos pasos atrás y también dije, y yo seré bueno contigo… después de dos disparos dejé caer el arma.

2

Leo, hay noches en el mar del sur de Portugal, pero también en el océano Índico, pero también en las costas de Puerto Rico en que el mar parece encenderse. Llamas azuladas danzan al ritmo de las olas. Mar ardiente le dicen. Julio Verne soñó con ese mar que hizo navegar al capitán Nemo y el Nautilus, creía que esos mares eran poblados por seres luminiscentes. Es el plancton, ha dicho la ciencia, algas infestadas de bacterias. A los pobladores, pescadores de estos mares, poco les importa la ciencia; entre verdad y mito, prefieren la leyenda.

La historia de Diana y el joven me tomó por sorpresa. ¿Verdad o leyenda? En efecto, en mil novecientos setenta y cinco la historia del enamoramiento fue pan de todos los días. Visité el pueblo. Vi fotos de Diana y solo así, pude imaginar el porqué de la locura. A sus veinte años la mujer partía plaza despertando suspiros y provocando desbordadas pasiones. Yo mismo habría sucumbido. Del joven pocas señas. Fornido, callado y siempre alerta. ¡Santiago! Uff, por fin salió el nombre. La semana santa del setenta y cinco. El estanquillo y la venta.

Dicen que ella iba vestida de manera muy provocativa, dicen que ella bien sabía, dicen que premeditó cada cosa. Santiago y su espera.

Dicen que ella se le insinuó, y que él solo sonreía. Que ella se acercó a sabiendas de que despertaría los demonios de Santiago.

Y dicen que sí hubo gritos, tanto de Santiago como de ella, que Santiago lloraba y gritaba: Diana, Diana, Diana, Mientras iba desnudándola, dicen también que en razón de la verdad, ella, literalmente, no ofreció ninguna resistencia y que todo el alboroto que armó fue para justificar el llanto y la aprehensión del joven.

—Se le fue su plan de las manos —me dijeron más de tres.

En el invierno del setenta y cinco se llevó a cabo el juicio, pero para ese momento Santiago había sido declarado insano. Locura, esquizofrenia, maníaco. Su familia lo internó en el psiquiátrico de la ciudad de México.

Diana y su marido y sus hijos abandonaron el pueblo.

3

Seguí pistas y me enredé en más de una. De tanto en tanto buscaba algún indicio por Internet. El psiquiátrico había cerrado en el dos mil catorce, y de Diana ni sus luces. Pasaba meses olvidado del tema y de repente aparecía el gusano de la duda, verdad o leyenda.

Es domingo por la tarde y llueve, escribo pequeñas historias que se mueven entre los seres luminiscentes de Verne y las bacterias que infectan las algas del plancton, y de pronto acierto en la búsqueda de Facebook. Allí está ella, Diana y su historia relatada en las fotografías. Stalker a fin de cuentas, acosador del ciber. Uno a uno los relatos que se van enlazando, fotografías de ella joven, la playa, los trajes de baño, los hijos, la Diana y su viudez y su triste fisonomía. Stalker que acecha y espía, que arma el rompecabezas. Y al final la solicitud de amigos, el tinglado que le invento asumiendo que soy Santiago hasta el día que nos vemos en Bellas Artes y sabe que la ruta marca otro camino y que por qué no embarcarse y se embarca conmigo con poca resistencia.

4

Rescaté también la historia de Santiago, los archivos no decían nada pero las paredes escuchan y en mil novecientos setenta y siete, apenas dos años de haber ingresado, fue hallado colgado de una viga.

—Muy joven, señor —me dijo el viejo—. Solo se apagaba su voz cuando se le sedaba, no hubo día que no gritara el nombre, Diana, Diana —agregó.

El resto de la historia ustedes la saben ahora, conquisté a Diana, me casé con ella, nos inventamos los juegos del estanquillo y yo, solamente hice lo que Santiago hubiera querido hacer, de allí lo de las frases, de allí lo del encierro en la recámara, de allí lo de la pistola.

 

© 2021 by Oscar Mtz Molina

 


 

Óscar Antonio Martínez Molina

Óscar Antonio Martínez Molina (Yajalón, Chiapas, 6 de marzo de 1958). Residente de la ciudad de México. Es médico Cirujano Ortopedista por la UNAM. Coautor del libro: Patologías del hombro (Ed. Alfil). Ha participado en los talleres de escritura: Laboratorio de Escritura Autobiográfica, Literatura y violencia en el Cuento Contemporáneo de la Facultad de Filosofía y Letras UNAM y del curso de cuentos de la Escuela de escritores Sogem. Formó parte de los autores en la antología Más cuentos irónicos (Ed. Selector). Sus cuentos El viejo profesor de narrativa, Posesos de lujuria, y El grito de Independencia de México, fueron publicados en la revista El Búho, dirigida por el Profesor René Avilés Fabila. Los libros Aromas de café (colección de cuentos) y Le juro que fue la luna (colección de cuentos) actualmente publicados en Amazon. Recientemente su libro Le juro que fue la luna, fue presentado como parte del proyecto Coyoacán en tus letras, por parte de la Dirección de Cultura de la alcaldía de Coyoacán en la ciudad de México.

Web del autor: http://medicosmexicanosporlacultura.blogspot.com/

👓 Leer otros relatos de este autor (en Almiar):
La aguja de arria · Papyri Graecae Magicae

📷 Ilustración relato: Grafiti en la Gran Vía de Madrid; foto por Oscar Martinez ©

 

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 118 · 🛠 PmmC · septiembre-octubre de 2021

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