crónica por
Beatriz Celina Gutiérrez
E
ntre las anécdotas que mi madre me iba narrando sobre el vapor «Manuel Arnús», un día sacó a flote otro barco que había llegado pidiendo puerto a La Habana, el San Luis («SS St. Louis»). Así me lo relató mi madre:
«—Mayo 27 de 1939, se escuchaba a lo lejos la sirena de un barco pidiendo puerto. Yo me hallaba en la habanera calle Sol n.º 61, entre Inquisidor y Oficios. Allí vivía Blanquita, una amiga de mi infancia que hacía poco se había mudado con su familia para la azotea de un edificio del tiempo de la colonia. Fui a pasarme unos días con ella. Y esa tarde, asomadas a la terraza, alcanzábamos ver un barco que entraba a la bahía. Nos llamó la atención el toque y retoque de su sirena.
»Esa misma noche, el padre de Blanquita, que trabajaba en los muelles, comentó la llegada del barco, ¡sí!, el que persistentemente sonaba su sirena. Nos dijo, que se trataba de una nave de pasajeros llamada San Luis, («SS. St. Louis») donde viajaban niños, mujeres, hombres y ancianos y que todos salieron a cubierta, aferrados a la borda, para ver la entrada a la bahía de La Habana; pero las autoridades marítimas no los dejaron desembarcar. Solamente unos pocos pudieron hacerlo. Oyó decir, que las autoridades cubanas no le otorgaron el permiso para atracar y por ese motivo tuvo que alejarse unas millas y quedar anclado mar afuera. Se comentaba que algunos pasajeros tuvieron la suerte de bajar a tierra cubana pagando altas sumas de dinero.
»Durante los días que estuve en casa de mi amiga Blanquita, divisaba el barco en el horizonte, pero una tarde, lo vi alejarse y desaparecer para siempre.
»Días más tarde, conocí por el propio padre de mi amiga, que ese barco hizo una larga y peligrosa travesía hasta llegar a La Habana, sin poder lograr su anhelo. Seguimos la estela del barco y nos encontramos que en el San Luis, viajaban personas llenas de esperanzas por comenzar una vida nueva; atrás habían dejado su tierra, sus costumbres, su pasado y presente vivido en los campos de concentración donde habían sido ultrajados, amarrados y torturados. Aún en sus manos y sus muñecas, estaban frescas las marcas de las esposas puestas por los alemanes. Todos traían su propia historia y el San Luis, había llegado a las costas de Cuba, con un cargamento no grato.
»Al conocer y escuchar todas esas historias, imaginé a un capitán en cubierta con sus pasajeros, comunicándoles que en pocas horas tocarían el puerto de una bella isla del trópico soleada y de aire puro, donde descansarían y encontrarían la paz. En mi imaginación, percibí las palabras de una madre, abrazada a su hijo, diciéndole: «Podrás correr, jugar y tener nuevos amigos»; el pequeño, mirando a su madre, incrédulo, se echaba a correr alegremente por toda la cubierta del barco. Oí la voz de un hombre acercarse a su anciana madre y susurrarle al oído que serían felices en La Habana. Por mi mente pasaban imágenes de mujeres, de niños y de ancianos que al ver el horizonte y divisar tierra firme lloraban de alegría. A todos esos imaginarios pasajeros más tarde los vería escépticos, sin entusiasmarse demasiado, preguntándose si sería posible intentar, en tierra extraña, una vida nueva.
»Por un instante imaginé los pasos apresurados de pasajeros subiendo la escalerilla del San Luis, soñolientos y callados con sus manos temblorosas sujetándose para no caer al agua y a otros, fuertemente aferrados a la baranda del barco mirando al mar y recordando el largo tiempo en que trabajaron para mantener a sus familias. Hasta que un buen día, un maniático se hizo dueño de Alemania y en un santiamén mudó de aires las vidas de miles de personas a las cuales no permitiría ejercer sus profesiones y serían despojadas de sus bienes, de su nacionalidad, aislándolos a todos en campos de concentración. ¿Por qué los golpeaban y esposaban a las cercas? ¿De qué se les acusaba? ¿Cuál era el motivo de tal atrocidad? No había el porqué para tal atropello, todo se justificaba con una sola palabra: ¡Alubia, eran judíos! Algunos de ellos pudieron librarse de aquel infierno utilizando todos sus ahorros, pasando privaciones, sufrimientos y después de todas esas vicisitudes y gracias a su astucia, embarcar con sus familias en el San Luis.
»Cuando el barco llegó a La Habana la orden era tajante y despiadada: No podían desembarcar, ¿motivo?: Había llegado un barco cargado de judíos y las autoridades cubanas de entonces no admitieron los documentos que los pasajeros habían resuelto para embarcarse y abrirse camino en otras tierras, además por su condición de judíos, no fueron bien vistos a su llegada a La Habana, ya que aquí se temía que ocuparan puestos de trabajo que por aquel entonces escaseaban para los nativos de la isla.
»Me contaba el padre de mi amiga Blanquita, que el tiempo en que estuvo el barco en aguas del literal habanero se realizaron protestas por algunas personas frente a los muelles, que muchas de ellas lo hacían por respaldo y otras, por apoyar el sensacionalismo de algunos diarios de la época que se prestaron para estos fines. Se decía también, que había pasajeros que viajaban en el San Luis, con otra nacionalidad y que se autorizaron a desembarcar, entre ellos unos españoles y dos cubanos que venían en el barco, pero nunca supe si eso fue cierto. Lo que si conocí, ya que se comentaba en casa de mi amiga por su padre, que traía las noticias frescas del muelle, era que el capitán del barco les comunicó a los pasajeros que no podrían bajar a tierra y que saldrían 12 millas mar afuera a espera unos días por si cambian de opinión las autoridades cubanas. De no ser así, pondrían rumbo a New York.
»Siete días estuvo el San Luis, en espera de ser admitido por la Aduana Marítima Cubana; siete días y siete noches estuvieron sus 907 pasajeros y su tripulación haciendo todo lo posible por ser admitidos en Cuba. Algunos tenían amistades en la Isla y trataron de comunicarse con ellos, otros, mandaban mensajes a políticos influyentes. Todo sería en vano. Sus nervios no podían seguir soportando todo aquello, la sola idea de volver a Alemania los torturaba mentalmente.
»En un diario de la época, recuerdo haber leído que uno de los pasajeros miró a su hijo, a su mujer y a su pobre madre vieja que lloraba a escondidas por los rincones del barco. No lo pensó dos veces, no dudó ni un instante y muy sereno seccionó sus arterias, luego se inclinó sobre la borda y se arrojó al mar. Los prácticos del puerto recogieron su cuerpo el cual fue trasladado agonizando para un hospital de La Habana. Nunca supe si esa persona murió o si pudo quedarse en la Isla. Sí se publicó en La Habana y todos nosotros la leímos.
»El San Luis, levantó anclas el 2 de junio de ese mismo año 1939. Se alejaba de nuestras costas ahora con 906 pasajeros que no agitaban sus pañuelos porque con ellos se secaban sus lágrimas. Al San Luis, no le permitieron entrar al puerto de New York, ni a otros y regresó con su carga humana a Alemania, la mayoría fueron llevados a campos de concentración nazis de donde jamás saldrían.
»Recuerdo haber leído el trágico suceso del que se lanzó al agua y otros dos nombres de pasajeros, Herta y Max Ludwing, nunca se me han olvidado esos nombres, habría que rastrear cuál fue el destino de esas dos personas y si en verdad Herta, pasó sus últimas días en un campo de concentración nazi y si Max Ludwing, encontró su descanso eterno en tierra cubana. De ellos jamás se volvió hablar…
»Acerca de ese barco, se ha escrito un libro el cual fue llevado al cine años más tarde y se recuerda al San Luis, como el Barco de los Condenados.
»Me gustaría conocer qué ha sido de Blanquita, mi amiga de la infancia, debe andar por los noventa años de vida al igual que yo. La última vez que supe de ella y de su familia fue en los primeros años de la década de los sesenta del pasado siglo. ¡Ah, debo revelarte un secreto!: Aún atesoro fotos y crónicas publicadas en esa época por la revista Bohemia. Hija mía, encuentra a mi amiga y te contará esta historia».
Hasta aquí lo relatado por mi madre.
Días más tarde, acudí a la calle Sol n.º 61, entre Inquisidor y Oficios, pero ya esas personas no vivían en el lugar, algunos vecinos no supieron darnos información y cuando nos alejábamos escuchamos una voz de mujer que nos gritaba:
—¡Oigan, yo conocí a esa familia, yo sé quién es Blanquita! —nos acercamos y prosiguió diciendo—: Es una pena, ellos se mudaron hace años y yo no sé la dirección para dónde fueron a vivir, creo que Blanquita falleció, eso se comentó en el vecindario y una de las hijas vive por Alamar. Es lo que les puedo informar.
Sentí pena por Blanquita y por la noticia que tenía que darle a mi madre de la muerte de su amiga y a más de ello, por tener que dejar inconclusa esta bitácora.
Fotos guardadas por la madre de la autora, D.ª Claudia Gómez Llurba, publicadas en la revista Bohemia, en La Habana, Cuba. Año 1939.
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El «SS. St. Louis» con sus pasajeros en cubierta esperando autorización para entrar al puerto de La Habana (1939)
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Pasajeros del «SS. St. Louis» en espera de su salida del barco (Puerto de La Habana, 1939)
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Dos niños y una anciana, pasajeros del «SS. St. Louis»
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Pasajeros esperando ser autorizados a desembarcar y comenzar una nueva vida en La Habana
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El «SS St. Louis» a 12 millas mar afuera el día de su partida de La Habana hacia Nueva York (1939)
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Del artículo publicado en la «Revista Bohemia» cuando el San Luis se encontraba fuera de las costas cubanas. Se menciona a Max Ludwig, un pasajero del barco hospitalizado en La Habana
Beatriz Celina Gutiérrez Gómez. Escritora y compositora. Tiene diferentes libros publicados en España y otros países. Actualmente vive en La Torre de Esteban Hambrán, Toledo, Castilla la Mancha.
🖥️ Contactar con la autora: beatrizcgg1951 [at] gmail [punto] com
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🖼️ Ilustraciones del artículo: (Portada) Fotografía El San Luis en la Habana, Dominio público, via Wikimedia Commons | (En el texto) Gustav Schröder capitán del SS St. Louis, Autor desconocido, Dominio público, via Wikimedia Commons | Galería: Archivo personal de la autora de la crónica.
Revista Almiar (Margen Cero™ · 👨💻 PmmC) · n.º 129 · julio-agosto de 2023
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