relato por
Freddy Bravo E.

 

E

n los años 1960 había en el Distrito de Barranco, en Lima, Perú, un joven escritor que acostumbraba trabajar hasta muy avanzada la noche a pesar del frío y la humedad que invadían su vivienda. Escribía cuentos de terror y se hallaba inmerso en el inquietante clima de sus propias fantasías. La vieja casona de aspecto fantasmal, construida en 1905, situada en el N.º 260 de la antigua calle Domeyer en el distrito de Barranco, al sur de Lima, en la que vivía, así como las solitarias y silenciosas calles, callejas y callejuelas del distrito y las historias de penas que los ancianos contaban a sus descendientes, le inspiraban historias en las que inocentes personas, distraídas en sus quehaceres, de pronto conocían el horror de enfrentar lo desconocido, lo sobrenatural.

Él sostenía que los cuentos de terror suelen tener generalmente dos protagonistas: uno que es la víctima y a la vez testigo, y otro que es la encarnación del mal. El así llamado «malo» puede ser un muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la mente de un pobre mortal, alguna criatura de otro mundo que trata de ocupar un cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes diabólicos o un ser infernal disfrazado, para engañar, de niña angelical.

Ese escritor sentado en su cómodo sillón, frente a su antigua máquina de escribir de marca Underwood, trabajando a medianoche acompañado del silencio y la nostalgia, en un enorme caserón que él habitaba solo, se parecía bastante a las indefensas personas que de pronto se ven envueltas en esas situaciones de horror inesperado. Totalmente absorto en su trabajo, de espaldas a la gran sala de techos altos, con muebles sombríos y una lúgubre iluminación, bien podría resultar él también una de esas infortunadas víctimas que no advierten a su agresor sino hasta un segundo antes de que ocurra la fatalidad.

Juan Freddy, que así se llamaba el escritor, intentaba crear aquella noche un cuento que trataba sobre un muerto que, al cumplirse cien años de su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había vivido o, mejor dicho, donde lo habían asesinado. El cometido del muerto que regresaba era el de vengarse de quien lo había matado. Pero, ¿cómo podía vengarse de quien seguramente estaba muerto? Lo cierto es que el muerto del cuento se iba a vengar de un descendiente de su asesino. Con la finalidad de dotar al cuento con detalles realistas, al escritor se le había ocurrido describir su propia casa. Era de aquellos que piensan que para escribir hay que sentir en carne propia lo que siente el o los personajes de sus historias. Por ello, tomó un cuaderno, apagó las luces de la sala donde se encontraba y lentamente recorrió el otrora hermoso caserón llevando un oxidado candelabro con dos largas velas encendidas que más bien parecían huesos humanos. A él se le había metido la idea de que debía experimentar las impresiones del personaje – víctima, ver con sus ojos, percibir los sonidos extraños y los pasos misteriosos e inquietarse como el personaje de su historia.

Como se sabe, los detalles precisos de un acontecimiento dan a los cuentos cierto efecto de verosimilitud: una historia increíble puede parecer verdadera debido a la lógica atinada de los eslabones con que se va armando y a los vívidos detalles que crean el escenario adecuado en que ocurre.

La casa del joven escritor era un antiguo rancho de estilo republicano construido a principios  del  siglo  XX  heredado  de  un  tío —hermano de su padre— que había muerto de un modo macabro en la Bajada a los Baños del distrito de Barranco hacía muchos años atrás. Los parientes más viejos, que pertenecían a la época en que ocurrió el hecho de sangre, no se ponían de acuerdo en cómo había ocurrido el crimen, pero todos coincidían en un detalle: el cuerpo había sido encontrado en el sótano de la casona, sin la cabeza.

Era un ser humano sin cabeza, igual que el cura sin cabeza de la capilla de La Ermita de Barranco. Cuando era niño, el escritor había escuchado esa historia decenas de veces, debido a lo cual muchas noches de su corta infancia las había pasado despierto, echado en su cama aterrorizado, muy atento a los más insignificantes ruidos que se daban en la casa. Nadie dudaba de que esa remota impresión infantil influyó en el oficio que Juan Freddy terminó adoptando siendo ya adulto y luego de largas meditaciones.

Proyectada por la luz de las velas, la sombra del escritor reflejada en las altas paredes de la sala parecía un monstruo informe que se movía al lento compás de una danza fantasmal. Cuando Juan Freddy se acercaba a las velas, su sombra se agrandaba ocupando toda la pared y el techo; cuando se alejaba unos centímetros, su silueta se proyectaba en la pared alta de aquel viejo lugar pero… sin la cabeza.

Al darse cuenta de ese detalle sintió que un extraño estremecimiento recorría su cuerpo y se sobrecogió. ¿Cómo podía aparecer su sombra proyectada en la pared sin la cabeza? Tardó un instante en darse cuenta de que sólo se trataba de un efecto de la proyección de la sombra: su cuerpo aparecía en la pared y la cabeza en el techo, pero la primera impresión era la de un cuerpo sin cabeza.

Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el protagonista de su historia caminaba alumbrándose con velas y, como algo premonitorio, observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta por aquello, es solamente un hecho curioso producto de la proyección de la luz. No se asusta porque él no sabe que en minutos su destino tendrá relación con un hombre sin cabeza. Y no se asusta —pensó Juan Freddy— porque así se asustará más al lector quien se interesará más en leer el cuento.

Cuando el escritor terminó de anotar esa idea en su cuaderno, cerró este y decidió bajar al sótano. Los apolillados peldaños de la vieja escalera de madera emitían extraños sonidos que parecían aullidos de algún animal herido de muerte a cada pie que él apoyaba en ella. Recordó que en un año de vivir allí en esa añeja casona sólo una vez se había asomado al sótano, y debido a las telas de araña, al sofocante olor a humedad, a la cantidad de diversos objetos cubiertos por una capa de polvo y la desagradable sensación de encierro que le provocaba el lugar no había permanecido en él más de dos minutos. Muchas veces se había dicho: «Debo bajar al sótano a poner en orden todos aquellos cachivaches que dejó mi tío al morir». Pasaba el tiempo pero jamás lo hacía, quizá por desidia, quizá por temor. Cuando llegó, se detuvo en el medio del sótano y alzó el candelabro para distinguir mejor aquel lúgubre lugar.

Enseguida percibió el olor a humedad y a moho, ello lo asustó y enseguida decidió regresar a la escalera. Al girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en su afán de tomarlo antes de que cayera, derribó una pila de cajones llenos de objetos antiguos que le cerraron el paso hacia la escalera. Fastidiado, intentó caminar por encima de las cosas, pero terminó trastabillando y cayó sobre un sillón desfondado y con él se volteó el candelabro y las velas se apagaron.

Mientras trataba de orientarse, Juan Freddy experimentó, como a menudo les ocurría a los protagonistas de sus cuentos e historias, la más pura desesperación. Estaba totalmente a oscuras, se puso muy nervioso pues no encontraba la salida de aquel inhóspito sótano. Tratando de apartar las telas de araña que colgaban del techo y con las cuales tropezó, movió sus manos con violencia pero éstas quedaban adheridas a sus dedos y a su cara. No tuvo más remedio que dar rienda suelta a su desesperación y terminó gritando; sin embargo, el eco de su propio grito tuvo el efecto de asustarlo más aún. Nunca supo cuánto tiempo le llevó dar con la escalera y con la puerta.

Al llegar a la salida, transpirando y sintiendo cómo el sudor resbalaba por todo su cuerpo, temblando de miedo, quiso cerrar con llave la puerta que conducía al sótano. Pero su nerviosismo era tal que no le permitía meter la llave en la cerradura. De pronto, corrió hasta cada uno de los interruptores de electricidad y a manotazos encendió todas las luces. «Ya estoy harto de crear un clima propicio al terror» para inspirarme en los cuentos, se dijo. Estaba visto que en la vida real él toleraba muchísimo menos que alguno de sus personajes capaces de explorar catacumbas en un cementerio en noches silenciosas y misteriosas, con el viento haciendo crujir los troncos de los árboles que parecían esqueletos de pie, seguramente que esperando anhelantes al demonio.

Luego de subir nuevamente por aquellas escaleras que producían extraños sonidos por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se sentó en su cómodo sillón y se puso a llorar como un niño. Se había pegado un gran susto que luego de un rato una gran taza con café hizo desaparecer. Se sentó ante la máquina de escribir y escribió el cuento de un tirón, como si se tratara de una lección aprendida: Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de tormenta. Había «despertado» de su muerte gracias a una profecía que le permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los últimos instantes de su agonía: asesinar, cortándole la cabeza, a la descendencia, al hijo de quien había sido su asesino: su propio… hermano.

Después de hilvanar fantasías, tejer ideas y pensamientos, el escritor puso el punto final a su cuento y sintió el alivio típico de esos casos. Se dejó resbalar unos centímetros en el sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Ya había terminado de escribir el cuento que se había propuesto hacer.

Dedicaría el día siguiente a pasear y a encontrarse con algún amigo a tomar un café en el restaurante «Las almas perdidas», del japonés Shimabukuro, situado en la quinta cuadra de la avenida Grau del Distrito de Barranco situado en Lima. De pronto tuvo un extraño presentimiento. Pensó que era una fantasía casi infantil, una estupidez, quizá la tontería más absurda que pudiera pensarse. Estaba seguro de que había alguien detrás de él.

En ese momento no supo si era cobardía o desesperación, pues no se animaba a abrir los ojos y volverse para mirar si detrás de él efectivamente había alguien. Permaneció todavía con los ojos cerrados, y llegó a pensar que en realidad no necesitaba darse vuelta si abría los ojos pues delante tenía una ventana cuyo vidrio, con esa noche cerrada, funcionaba como un espejo perfecto. Pensó con terror que, si había alguien detrás de él, lo vería no bien abriera los ojos.

Demoró una eternidad en abrirlos. Cuando lo hizo, en cierta forma vio lo que esperaba, aunque hubo un instante durante el cual se dijo que no podía ser cierto. Pero era indiscutible: «eso» que estaba reflejado en el vidrio de la ventana, lo que estaba detrás de él, era un hombre sin cabeza. Y lo que tenía en la mano derecha era un largo y filoso cuchillo.

 


 

Freddy Bravo Espinoza es Licenciado en Sociología y Bachiller en Ciencia Social por la Univ. Nacional Mayor de San Marcos en Lima, Perú. Estudios de Psicología en la misma universidad. Reiki Master entrenado 3 años por un Maestro de  la Escuela Internacional de Reiki Tradicional de Mikao Usui de la ciudad de Tangalore en la India. Exdocente de la Univ. Peruana Cayetano Heredia y del Instituto Peruano de Administración de Empresas (IPAE).
Tuvo entrenamiento profesional en Análisis Transaccional con expertos de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Guatemala, México y Estados Unidos de Norteamérica.
Ha colaborado con numerosos sitios de Internet, entre los que destacamos: Vulcanus web, Avión de papel, Busco relatos, Ciberanika, Piélago
Es autor de libros inéditos de cuentos con variada temática: policiales, románticos, misterio, fantasmas, urbanos…
Ha vivido durante muchos años en el distrito de Barranco, Lima, (Perú). Este distrito es Ciudad Heroica, cuna de poetas, novelistas, cuentistas, músicos, periodistas, intelectuales y artistas de diversas corrientes.
freddybravo_escritor_peru [at] yahoo.com.ar

 Leer otro relato de este autor (en Almiar): La novia detrás del espejo

🖼 Ilustración relato: Fotografía por Msporch / Pixabay [public domain]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 99 · julio-agosto de 2018

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