relato por
Germán Antonio Portela
M
ás de treinta años de labores sociales y el sometimiento a un montón de promesas y votos antinaturales llevaron al hombre Pedro al desvarío y, este, al encuentro con sus sombras internas más feroces, de las cuales no pudo escapar.
Pedro salió de su encierro con un nudo en la garganta. Caminaba a tropezones por el empedrado que llevaba al callejón aborrecido del barrio, el sitio donde pretendía ahogar esa soledad que le arrancaba la vida poco a poco. Tenía una bufanda enredada en su ajedrezado cuello, un gabán que causaba pánico a su paso y llevaba su cabeza florecida de pesares. Salió de su encierro con la intención de embriagar su celibato y aplacar el ruido que martillaba en su consciencia. Se flagelaba con promesas que ya era costumbre romper, ocultando el cuello clerical que no le dejaba respirar.
Llegó hasta un edificio de luces multicolores que rompían el silencio de la noche y donde flotaban risas y murmullos. La puerta, de par en par abierta, le invitó a atravesar un pasillo estrecho que terminaba en una escalera de madera rechinante. Lo recibió una persiana hecha con tapas de cerveza. Después de pasar bajo la cascada de aluminio, miró a su alrededor y caminó curiosamente por entre el bullicio; era un collage de rostros y cuerpos afligidos, dóciles, desahuciados y hambrientos, de donde emanaban vapores que se mezclaban con el perfume barato de la oscuridad púrpura. Allí, un sinnúmero de visitantes famélicos negociaba veinte minutos con algunas señoritas, de edades entre los diecisiete y los sesenta abriles.
Pedro recorrió el lugar, buscó una mesa en un rincón y entregó su atención a una chica que bailaba en un tubo, quien se arrancaba el corazón y lo ofrecía a todos, pero nadie lo recibía. Ella bailaba con desazón, como si le exigieran esto tras bambalinas. El viejo pidió una botella de néctar ardiente y de compañía a una rubia simplona, de ligueros deshilachados. Advirtió un desconsuelo en los ojos y un perfume de hombre pegado en el aliento de su nueva compañera. Hablaron de cositas varias mientras consumían sus copas e ingerían hasta la última gota de sus desconsuelos. Sin negociaciones, se tomaron de la mano, caminaron por entre la multitud como dos enamorados y se dirigieron hacia la alcoba de nupcias prestada, huyendo cada uno de su lecho vacío y sobrio.
El hombre la besó tristemente, pero ansioso. Quiso morir en aquellos labios alquilados. La cortejó amorosamente, sin credos ni confusiones, la beatificó y glorificó. Se zambulló alegre en ese lago de lujuria y bendijo aquellos sudores que calmaron la sed que le atosigaba. En un ataque de lucidez incontenible, con una mano le tapó la boca y con la otra le apretó el cuello a su soledad, usando una descomunal fuerza. Ella se desgajó. Los párpados de aquel hermoso ser se despidieron de las pupilas de Pedro. Su aliento escapó entre las manos de Pedro. Sus gemidos salieron de la cabeza de Pedro. Sus suspiros se fueron de la bufanda de Pedro. Su vida se internó entre los secretos de Pedro y allí quedó profanada, vacía, sin ánimo. De repente, un golpe en la puerta sacó al presbítero del trance y lo devolvió a sus meditares. Los veinte minutos habían terminado.
El viejo se levantó dejando las sábanas llenas de sudor y se persignó ante aquel santuario usurpado. Salió de la alcoba presuroso y escapó en sigilo del edificio. Caminó rápidamente, perdiéndose en el empedrado que llegaba hasta el parque principal. Entró a su gótica morada, se encerró en su solitaria habitación, rezó tres «padres nuestros» y un «acto de contrición» por su pequeño desvarío. Al amanecer, junto a él yacía aquel ser que creía haber matado la noche anterior. Llenaba de silencio su vida, nuevamente.
Pedro sintió una culpa alojarse en su conciencia, que con los minutos se convirtió en dolor. Intentó reconstruir el rompecabezas que tenía en la memoria, sin lograrlo. De pronto, el doblar de las campanas lo sacó de la fantasía en que yacía envuelto. En la iglesia retumbó el campanario para la misa de las seis. Se dirigió a la sacristía y al verse en el espejo, advirtió la sombra de su falta que le susurraba al oído:
—Mejor te espero entre las sábanas.
Germán Antonio Portela Yaima. (Ortega – Tolima, 1984). Licenciado en Educación Básica con Énfasis en Humanidades y Lengua Castellana. Ganador en el año 2011 del 1.er Puesto en el IV concurso de Cuento Corto Uniminuto – Facultad de Comunicación. En el 2014 participa en la publicación Círculo de Sombras del semillero «Exégesis» – Uniminuto. En este mismo año participó como ponente en el VII Congreso Nacional Cátedra UNESCO, para la lectura y la escritura. Para el año 2016, participó en la 5.ª Jornada Nacional de Investigación y 3.er Encuentro de Semilleros Uniminuto con la ponencia Apertura de espacios para nuevas escrituras. En el año 2017, autogestiona el poemario Sombras de silencio. En junio del 2020, la revista La raíz invertida publica parte de su poemario y en septiembre, el periódico El Espectador publica, en su sección “La esquina delirante”, su microcuento denominado Perspectivas del destierro.
📩 Contactar con el autor: gportela1984[at]gmail[dot]com
📷 Ilustración: Projekt_Kaffeebart, fotografía en Pixabay [public domain]
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 120 · enero-febrero de 2022
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