relato por
Manuel Moreno Bellosillo
Para TRV
Junto a los ríos, en Babilonia, allí nos sentábamos y
llorábamos al acordarnos de Sion.
Salmo 137
… tendremos que caer más bajo, tendremos que ser todavía más insultados,
escupidos, ridiculizados, golpeados, saqueados, matados…
deberemos finalmente llegar hasta el fondo, hasta el fondo más absoluto.
Diario de Theodor Herlz
M
i nombre es Guido Sanzana. Soy estudiante de Historia en la Universidad de Tel-Aviv. Mis cuatro abuelos fueron supervivientes del holocausto. Mi abuelo paterno —Primo Sanzana— era de Palermo y combatió en la resistencia partisana contra los nazis. En 1943 fue tomado prisionero y enviado al campo de concentración de Mauthausen-Gusen con otros cuatrocientos italianos; él consiguió escapar y anduvo escondido hasta la victoria de los aliados. Mi abuela paterna era de Trieste y se llamaba Sara Cansiglio. Estuvo tres años en el campo de trabajo de Ravensbrück y cuando volvió a Trieste después de la liberación, su casa estaba destruida y su familia entera desaparecida; nunca pudo encontrar una pista sobre su paradero. Karl Salzman —mi abuelo materno— era el menor de nueve hermanos. Originaria de Dresde, su familia regentaba una joyería desde generaciones. En 1941 fue enviado junto a sus padres y sus ocho hermanos a Auschwitz-Birkenau. El 27 de enero de 1945 el ejército soviético liberó el campo y a los pocos prisioneros supervivientes; él fue el único que sobrevivió de toda su familia. Mi abuela materna se llamaba Olga Berman y fue una de las supervivientes del Gueto de Varsovia y, posteriormente, del campo de concentración de Chelmo. A partir de 1948, uno a uno fueron llegando al recién establecido estado de Israel. Mis abuelos paternos se conocieron aquí, en Tel-Aviv, se casaron y tuvieron un hijo, mi padre, Guido Sanzana (como yo). Mis abuelos maternos se establecieron en Haifa, se casaron y tuvieron una hija, mi madre, Ruth Salzman. Y mis padres tuvieron también un único hijo: yo. Es comprensible que también yo me sienta, si no como un milagro, al menos sí como una rareza estadística.
De mis abuelos, a la única que conocí fue a mi abuela Olga Berman. Cuando yo nací ya era viuda y vivía sola en una pequeña casa cerca de la nuestra. Muchas tardes me recogía del colegio y las pasaba con ella. Le encantaba el cine y muchos viernes me solía llevar a la sesión de tarde en una vieja sala en nuestro barrio. Le gustaban especialmente las películas de justicieros, aquellas en las que el protagonista se toma la justicia por su mano y desata una violenta venganza contra criminales a lo que la ley no puede o no quiere castigar. No se perdía ninguna de Robert de Niro o Charles Bronson, pero el actor que verdad le enloquecía era Clint Eastwood, cuyas películas podíamos ver repetidas una y otra vez sin que se cansara. En aquellos tiempos, que yo tuviera una edad en los que ese género cinematográfico me pudiera impresionar importaba poco. Al crecer entendí porqué le gustaban tanto esas películas.
Tantas películas vi de pequeño con mi abuela que pensé dedicarme al cine, pero finalmente me decanté por la Historia, que también es un tipo de discurso, un relato que aspira a ser verídico; esa es la gran diferencia con la ficción, la veracidad. Siempre me atrajo la Historia, pero cuando decidí dedicarme a ella no tenía muy claro lo que esto significaba o iba a suponer. Al terminar la carrera, decidí continuar estudiando para obtener el título de doctor. Para mi tesis escogí un tema un tanto controvertido, pero que a mí me provocaba horror y fascinación a partes iguales: el negacionismo del holocausto. La reacción contra una realidad incomoda o desagradable es un comportamiento humano bastante habitual, bloqueos psicológicos defensivos que impiden el reconocimiento de una verdad traumática que nos haría la vida más difícil e incluso intolerable. Todos alguna vez, frente a una realidad personal dolorosa, hemos optado por omitirla o eludirla, pues nos resultaba más sencillo vivir sin afrontarla. Es conveniente vivir apegado a la realidad, pues su desapego nos puede acabar alienando, aunque en ocasiones nuestra psique rechaza esa realidad porque su reconocimiento nos conduciría a la locura por una vía más rápida y directa. Sin embargo, mientras un mecanismo psicológico de defensa contra una realidad hostil nos puede resultar eventualmente necesario como individuos, no puede ser tolerado en el caso de los historiadores, cuyo cometido es el estudio de los hechos realmente acontecidos en el pasado. Cualquier historiador serio, sea cual sea su raza (si ese concepto es admisible), su religión, su patria o su ideología, tiene el sagrado deber de ser fiel a la verdad. Ya en el siglo I d. C. el historiador judío Flavio Josefo escribía «Contra Apión»: es una gran vergüenza para un gramático no escribir una historia verdadera. Y el escritor español Miguel de Cervantes —de quien algunos autores reivindican su origen judeoconverso— calificó la Historia como la madre de la verdad. La Historia tiene que aspirar a contar la realidad pasada y si la misma no se fundamenta en hechos ciertos y contrastables, ésta se adulteraría de tal modo que dejaría de ser la madre de la verdad para convertirse en la ramera de la mentira. El negacionismo consiste exactamente en eso, adulterar los hechos y construir una «verdad» al gusto o según las preferencias personales del autor. Un análisis histórico riguroso comienza por la constatación de unos hechos ciertos, sigue con el análisis de estos —análisis que debe de estar desprovisto de cualquier sesgo ideológico, político o religioso— y se cierra con las conclusiones que se deducen del análisis de esos hechos. El negacionismo hace el camino inverso, parte de las conclusiones que le interesan al autor, diseña un análisis que de una forma más o menos retorcida deduzca esas conclusiones predeterminadas y finalmente adapta los hechos al análisis, manipulándolos, omitiendo unos y tergiversando otros. El negacionismo siempre persigue un fin espurio, trata de negar o afirmar unos hechos a conveniencia del autor. El negacionismo del holocausto sostiene sencillamente que el genocidio de los judíos por la Alemania nazi nunca sucedió. Lo fascinante de los negacionistas del holocausto es que hubo entre ellos muchos historiadores reputados que ni eran alemanes ni se les presuponía en principio inclinaciones filonazis. Historiadores como el estadounidense Harry Elmer Barnes, el político francés Paul Rassinier o el británico David Irving. Estos autores y otros muchos negarían de una u otra manera el holocausto, el objeto de mi tesis sería descubrir y analizar sus incongruencias, aportar los hechos contrastados que invalidan sus postulados y finalmente averiguar y sacar a la luz sus motivaciones para que, aun conociendo la realidad del holocausto, lo negaran.
Mi director de tesis es el afamado catedrático Yom ben Judá, el mayor experto del holocausto del mundo. He sido su discípulo desde el año que entré a la universidad y él mejor que nadie para ayudarme a rebatir las falacias de los negacionistas. Al principio, trató de disuadirme, pues el tema escogido para la tesis le parecía que era hacerles el juego, prestarles atención y darles importancia a unos historiadores que era mejor obviar, pero le acabé convenciendo de que era un asunto de la suficiente relevancia para merecer un estudio académico serio y en profundidad que rechazara esas maléficas teorías.
El negacionismo del holocausto comparte en muchos casos los métodos del conspiracionismo, teorías paranoicas que atribuyen la «invención» del holocausto a una maquinación sionista. Plantean un relato alternativo retorcido y aparatoso alrededor de una intriga siniestra y lo potencian con el aditivo del secreto, del misterio, de la verdad oculta: lo que el mundo no quiere que sepas. Básicamente sostienen que el holocausto es un invento de los judíos para promover la creación de un estado judío, con la complacencia y la conveniencia de las potencias vencedoras. Son teorías ridículas y sencillas de refutar, incurren en toda clase de falacias fácilmente desmontables y no pasan el test de la navaja de Okcham pues, aunque el genocidio judío por parte de los nazis es difícil de creer y asimilar por su magnitud y atrocidad, lo son aún más los relatos alternativos de los negacionistas. Pero las hay más elaboradas que se aprovechan de la destrucción de las pruebas del genocidio por parte de los nazis al final de la guerra para diferir sustancialmente del relato «oficial», planteando una versión dulcificada del genocidio, concluyendo que los judíos muertos fueron muchos menos que los admitidos «oficialmente» y solo unas víctimas más de la gran masacre que fue la Segunda Guerra Mundial. Estos relatos sesgados y escurridizos son más difíciles de rebatir, y por ello resultan más infames y aborrecibles. Unos de los inconvenientes probatorios de los que se aprovechan los negacionistas es la desaparición de los principales jerarcas nazis responsables del holocausto antes de los juicios de Nuremberg. Adolf Hitler se suicidó en su bunker en abril de 1945. Reinhard Heydrich fue eliminado por partisanos checos en mayo de 1942. Heinrich Himmler se suicidó en mayo de 1945 cuando fue hecho prisionero por los británicos. También se suicidaron antes de ser juzgados Odilo Globocnick y Alfred Mayer. De la desaparición de los principales responsables antes de ser juzgados deriva la importancia del juicio contra el coronel de las SS Adolf Eichman en 1961. Eichman no fue exactamente un jerarca del nazismo y tampoco se le puede calificar como un ideólogo del holocausto, pero fue el eficaz responsable de logística de la deportación de cientos de miles de judíos a los campos de exterminio, donde eran asesinados en las cámaras de gas. El celo en el cumplimiento de sus cometidos en la maquinaria de exterminio dispuesta por los nazis le exigió seguir enviando a Auschwitz cargamentos de judíos en julio de 1944, desobedeciendo las órdenes expresas de cese de las deportaciones debido a la inminente derrota. Después de la Segunda Guerra Mundial, Eichman fue tomado prisionero, pero consiguió escapar y huir a Argentina en 1950. Su descubrimiento en Buenos Aires, captura y traslado a Israel por el Mossad parece sacado de una película de Hollywood. Fue juzgado en Israel y condenado a morir ahorcado por crímenes contra la humanidad. Reporteros de los principales periódicos fueron enviados para seguir el proceso y las sesiones del juicio se televisaron. El 31 de mayo de 1962 fue ahorcado en la prisión de Ramala.
Además de hacerse justicia, durante el juicio se aportaron muchas evidencias que probaban el holocausto, incluido el propio testimonio de Eichman. Muchos autores ponen en duda la legalidad e incluso la veracidad de este proceso. Actualmente, por la digitalización de todos los documentos y el acceso telemático del mismo, le resulta muy fácil al historiador moderno disponer de los datos que sus investigaciones requieren. Recabé información sobre Eichman de hemerotecas, bibliotecas, archivos, registros… y reuní ingente documentación sobre su vida. También solicité a Argentina información de «Ricardo Klement», identidad falsa bajo la que se había ocultado Eichman durante su estancia en Argentina. Uno de los documentos que recibí fue el acta de defunción de un señor llamado Ricardo Klement, en la que certificaban su fallecimiento por causas naturales en Buenos Aires en 1987. Sin duda se trataba de otra persona con el mismo nombre bajo el cual se había escondido Eichman. Una coincidencia, pensé, pero comprobé que la fecha y el lugar de nacimiento que figuraban en el certificado eran las de Eichman: Solingen, 19 de marzo de 1906. Una desgraciada coincidencia, pensé y me negué a darle más importancia. Seguí con mis investigaciones, pero ese documento me inquietaba y solía examinarlo frecuentemente para descubrir algún dato que me hubiera pasado desapercibido y que deshiciera la confusión. Incluso contacté con el Registro Civil de Buenos Aires por si hubieran incurrido en algún error, pero me volvieron a enviar la misma acta fotocopiada.
En mi calidad de investigador tengo acceso a toda la información pública y también a documentos de acceso restringido. A través de mi tutor Yom ben Judá me dieron autorización plena al archivo de Yad Vashem, el mayor registro documental sobre el holocausto. No sabía exactamente lo que estaba buscando, durante días y semanas navegué (y naufragué) sobre cientos y miles de legajos sin encontrar ni averiguar nada. Al final de un largo día en el que me había pasado estudiando las actas del juicio contra Eichman, encontré en el fondo de una caja un legajo encuadernado en rústica con fasteners. En la cubierta de cartón verde descolorido figuraba el título «La banalidad del mal» y los nombres de Hannah Arendt y Dalton Trumbo. Hannah Arendt había sido la reportera enviada por el New Yorker para seguir el proceso contra Eichman y precisamente había acuñado la frase «la banalidad del mal» para referirse a Eichman, dado el carácter burocrático de la perpetración de sus crímenes. Posteriormente había escrito el libro Eichman en Jerusalén con su análisis filosófico-político del proceso. Dalton Trumbo fue un escritor y guionista de Hollywood, autor de los guiones de las películas como Espartaco y Éxodo. Fue incluido en la lista negra por el Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy. No se le atribuye ningún papel en el juicio contra Eichman, ni como reportero ni como comentarista. El legajo era un borrador de un guion redactado en inglés, con cientos de anotaciones hechas a mano, de todo el proceso de Eichman, desde su descubrimiento y captura en Buenos Aires hasta su ejecución en la cárcel de Ramala.
Me costó días asimilar el asunto, pues se trataba de algo muy gordo, demasiado gordo para digerir. Leí el guion varias veces, descifré las anotaciones a mano, y fui cotejando las escenas con los hechos sucedidos. De vez en cuando tenía que frotarme los ojos, pues no creía lo que estaba leyendo. Ahí estaba todo, desde la captura al ahorcamiento, todas aquellas frases de Eichman que nos habían estremecido, las intervenciones del fiscal y del abogado defensor, todo. Durante semanas estuve conmocionado, dando vueltas una y otra vez a las implicaciones de mi descubrimiento, de mi atroz descubrimiento. No era verdad, no podía ser verdad, no era verdad. No sabía qué hacer ¿Debía seguir investigando, tirar del hilo que había descubierto accidentalmente para desvelar la trama que había detrás o destruir el documento, posiblemente una falsificación, para que no cayera en las manos equivocadas? Finalmente, mi cobardía optó por delegar la responsabilidad: mandé un correo a mi tutor refiriendo sucintamente mis descubrimientos y adjuntando el legajo escaneado, pero sin participarle de mi perplejidad ni de mi incredulidad.
Estuve esperando su respuesta varios días, me costaba entender por qué tardaba tanto en responder y cada hora revisaba mi bandeja de entrada para comprobar si había entrado algún correo. Cuando finalmente recibí su contestación me resultó del todo desconcertante, se limitaba a citarme al día siguiente en su despacho de la facultad para ver juntos los progresos de mi tesis, omitiendo cualquier mención a mi descubrimiento.
Al día siguiente acudí puntual a la cita. Yom ben Judá me recibió con su cordialidad habitual, pero era perceptible que estaba nervioso. Sin referirse en ningún momento a mis investigaciones, me dijo que habían venido unos «amigos» que querían conocerme.
—Les he hablado de ti y tienen mucho interés en conocerte.
—¿Qué amigos son esos?
—Están aquí. Han venido a conocerte. Sígueme y te los presentaré —insistió.
Salimos de su despacho y bajamos por unas escaleras hasta el último piso. Nunca había estado antes en el sótano de la universidad, Yom me guió por intrincados pasillos tenuemente iluminados hasta una puerta de metal cerrada.
—Están aquí. Te están esperando —me dijo sonriendo afablemente.
Abrió la puerta y me cedió el paso. Era un aula estrecha con pupitres y al fondo había un estrado con tres figuras sentadas detrás de una mesa, como si fuera un tribunal. Avancé unos pasos y oí la puerta cerrarse. Miré tras de mí y comprobé que mi tutor se había quedado al otro lado. Me paré un instante, dudando si avanzar o desandar el camino hacia la salida.
—Venga, acércate. Te estamos esperando —dijo una ronca voz femenina.
Seguí andando y a medida que me acercaba iba reconociendo asombrado a los miembros del tribunal. La del medio era Golda Meir, con su aspecto de abuela judía estricta, su collar de grandes cuentas y su sempiterno cigarrillo humeante entre los dedos. A su derecha se sentaba Theodor Herlz con su tupida barba negra y atildado como un petimetre, con chaqueta oscura, camisa blanca y pajarita. Y a su izquierda, Moshe Dayan con su uniforme militar y su carismático parche en el ojo.
—Yom ben Judá nos ha hablado muy bien de ti. Teníamos ganas de conocerte ¿sabes quiénes somos nosotros? —preguntó la anciana cuando me planté frente al estrado.
Antes de contestar eché un amplio vistazo a mi alrededor y me detuve un instante en cada uno de ellos.
—Usted se parece a Golda Meier, destacada sionista y primera ministra israelí entre 1969 y 1974. Falleció a finales del siglo XX. El de su derecha tiene el aspecto de ser Theodor Herlz, fundador del sionismo en el siglo XIX e ideólogo de la creación de un estado judío independiente. Debe de llevar más de cien años muerto. Por el parche en el ojo y el uniforme, el de su izquierda debe de ser Moshe Dayan, militar y héroe de la guerra de independencia israelí, de la Guerra de los Seis Días y de la Guerra del Yom Kippur. Igualmente, difunto desde el siglo pasado.
—Nos honras. Entonces, sobran las presentaciones.
—Soy historiador.
—Lo sabemos, lo sabemos. Hemos sido comisionados para tratar contigo por los Nuevos Sabios de Sion, una organización de notables sionistas históricos cuya misión es preservar el estado judío y defenderlo de posibles agresiones.
—¿Sois actores?
—No exactamente. Somos réplicas creadas por ingeniería genética, desarrollados de forma acelerada, debidamente aleccionados y caracterizados como los originales. Nos han recreado, pues han considerado que nuestra aportación sigue siendo necesaria.
—¿El cigarrillo es parte de la caracterización?
— Al principio lo era, pero ahora se ha convertido en un vicio muy real y nocivo. El parche de Moshe si es atrezo —dijo señalando a su izquierda.
—No sé si esto es una comedia o una pesadilla ¿constituís una especie de tribunal o algo así? ¿Me vais a procesar?
—No, nosotros no juzgamos a nadie. Hemos sido comisionados por los Nuevos Sabios para negociar contigo acerca del tratamiento que hay que dar a tu infeliz hallazgo. Entienden que la negociación con personas que respetes y admires será más fácil.
—¿Calificas de «infeliz hallazgo» el guion cinematográfico del proceso contra Eichman? Que una de las evidencias clave del holocausto sea un montaje no es un infeliz hallazgo, es una… monstruosidad.
—Entendemos tu ofuscación.
—¡¿Mi ofuscación?!
—¿Alguien más ha tenido acceso a ese documento? Nadie más debe conocerlo.
—Entonces es cierto… es todo un montaje, solo un montaje.
—Era necesario —intervino por primera vez Theodor Herlz.
—¿Necesario para qué?
—Para la consolidación del estado judío.
—¿Qué clase de estado se pude consolidar con una mentira?
—Los judíos necesitábamos un estado. Nos merecíamos un estado para nosotros.
—Entonces ¿para qué mentir?
—A menudo es preciso engañar al pueblo para que no se engañe. Jamás nos hubieran permitido crear un estado judío sin el holocausto. Debía suceder un exterminio sin precedentes, una aniquilación brutal, una masacre monstruosa… para que el mundo dejara a los judíos crear un estado independiente.
—¿Pero el holocausto sucedió?
—Los nazis perpetraron muchas atrocidades contra los judíos —intervino Golda Meier.
—¿Sucedió realmente?
—Cientos de miles fueron asesinados…
—¿Hubo seis millones de judíos muertos?
—Nadie sabe el número de muertos exactamente.
—¿Existió la solución final?
—Los nazis planearon deportar a todos los judíos de Alemania y de todos los territorios ocupados.
—¿Existieron los campos de exterminio?
—Hubo campos de concentración donde murieron miles de judíos.
—¿Existieron las cámaras de gas?
Se miraron entre ellos.
—¿Existieron las cámaras de gas?
—No hay evidencias…
—Entonces, es verdad… todo es mentira.
—¡No, nada es mentira! —gritó Theodor Herlz—. Los judíos hemos padecido persecuciones durante dos mil años. Los judíos hemos sido humillados, difamados, robados, purgados, expulsados, esquilmados, linchados, torturados, asesinados, masacrados, aniquilados, exterminados… por miles y durante cientos de años. En todos los países han saqueado nuestras casas y nuestras sinagogas, robado nuestras pertenencias y quemados nuestros libros sagrados. Hemos sido acusados de los crímenes más infames: usureros, profanadores, envenenadores de pozos, raptores y asesinos de niños, propagadores de la peste, traidores… Hemos sido culpados de las plagas, de las hambrunas, de las pestes, de las guerras, de las crisis… hemos sido el chivo expiatorio de todas las naciones en la que nos establecimos. El holocausto solo es la concentración del sufrimiento del pueblo judío, dos mil años de historia destilados en una palabra.
—El genocidio de los judíos por los nazis nunca sucedió.
—Sucedió si todos piensan que sucedió —dijo Golda Meier.
—Una mentira compartida por todos como hecho fundacional del estado judío… solo su mención me repugna.
—¿Qué estado actual no ha basado su fundación en un relato más o menos mítico? Como historiador debes conocer la teoría platónica de la mentira útil.
—¿Esta es vuestra comisión? ¿Que siga fiel al relato oficial del holocausto y que omita las evidencias que he descubierto?
—Queremos que te unas a nosotros, que seas partícipe y que formes parte de los Nuevos Sabios de Sion. Creemos que tienes un gran potencial, que puedes aportar mucho a nuestra pequeña organización.
—¿Para que me calle? ¿Para que no cuente a nadie lo que he descubierto? Es un chantaje bochornoso: no puedes pedir a un historiador que mienta.
—Es un intransigente, os lo dije, un fundamentalista de la Historia, un fanático de la verdad —intervino Moshe Dayan, dirigiéndose a sus colegas—. No gané tres guerras y perdí un ojo para que una rata de biblioteca lo eche todo a perder.
—El ojo lo perdiste durante la Segunda Guerra Mundial, nada que ver con las guerras de independencia de Israel. Es importante conocer la historia. Debes estudiarte mejor el papel.
Moshe Dayan se levantó enfurecido y tuvo que ser sujetado por sus colegas para que no saltara el estrado para agredirme.
—No nos exaltemos, al menos no todavía —medió Golda Meier con una media sonrisa.
—Si el holocausto nunca sucedió, no es un hecho, y por lo tanto no es historia. Es una mixtificación de la Historia —sostuve.
—Israel bien merece una mixtificación de la Historia.
—No es asunto mío, no me compete decidir qué merece o no Israel, como historiador debo registrar la verdad, no la propaganda. Imaginad que los palestinos inventaran un relato atroz contra los judíos para promover la creación de su propio estado, un relato tan atroz como el holocausto. Quizá sería justa la creación de un estado palestino, pero el relato sería falso e ignominioso ¿Debe aceptarse solo por eso? ¿Deberíamos someternos a un relato falso únicamente porque justifica una causa justa? Yo os digo que no.
—¡No metas a los palestinos en esto! —dijo Moshe Dayan.
—Es solo un ejemplo, uno que nos toca de cerca.
—Israel es un santuario. Sin Israel los judíos seguiríamos siendo perseguidos, seguirían los pogromos, los saqueos, las matanzas… Sin Israel lo más probable es que tú no hubieras nacido.
—Es posible…
—Esta es la tierra que hemos esperado tantos años, de los cuales hemos ido de un cautiverio a otro, de un destierro a otro. Israel es el esfuerzo, el sudor, el dolor, el sacrificio, la sangre de muchas generaciones… y tú quieres ahora arruinarlo.
—Yo no quiero arruinar Israel.
—Estamos rodeados de enemigos por todas partes, si no estamos unidos nosotros sucumbiremos. Tu teoría es peligrosa, no por sí misma pues, como ya sabes, ha sido sostenida por muchos autores antes, sino porque en este caso su autor es uno de nosotros. No es lo que dice, sino quién lo dice —volvió a terciar Golda Meir.
—No es una teoría…
—Israel es un lugar donde podemos vivir en paz, practicar nuestra religión, hablar nuestra lengua, seguir nuestras costumbres sin temor a ser perseguidos e incluso asesinados por ello. Un lugar donde se pueda llevar por la calle cualquier tipo de nariz, cualquier barba, cualquier peinado, y que nadie te deshonre. Cualquier judío puede entender eso. Tú eres judío ¿por qué no lo entiendes? —me preguntó Theodor Herlz.
—Yo no estoy en contra de Israel, estoy a favor de la verdad.
—Tu verdad nos puede destruir, destruir esto que hemos creado entre todos y para lo que muchos han sufrido e incluso han entregado su vida. Ten piedad de Sion, ten piedad, pues es la casa de nuestra vida.
—No me pidáis que falsee la Historia, no lo haré.
—No sabes lo ridículo que llegas a ser con tus petulantes principios intelectuales —intervino Golda Meir—. Si no te unes a nosotros, el mundo académico te dará la espalda. Olvídate de obtener el doctorado y de publicar la tesis. Todas las puertas se cerrarán para ti, te convertirás en un paria, solo un historiador enloquecido con una delirante teoría.
—Si eso es todo lo que teníais que decirme, entonces está todo dicho.
—Guido, nadie te creerá.
—No me importa, la verdad tiene que conocerse, a mí no me incumbe que la crean o no, solo me incumbe relatar los hechos ciertos. No soy un propagandista, soy un historiador. Mi deber está con la verdad, por encima de todo lo demás.
—¿Incluso por encima de Israel?
—Incluso.
Me di la vuelta, dando la espalda a la siniestra comparsa y me marché.
—Te equivocas —oí gritar a Moshe Dayan—. Nada ni nadie puede ir contra los intereses de Israel. Contamos con medios más expeditivos para convencerte…
Cerré la puerta tras de mí y a medida que recorría los pasillos los furiosos gritos se fueron apagando.
Tenía la impresión de haber despertado de un sueño cuando llegué a mi apartamento de estudiante en el centro del Tel-Aviv, pero las amenazas se antojaban tenebrosamente reales en mi ánimo. El Mossad es la mejor agencia de inteligencia del mundo y temía que en cualquier momento aparecieran agentes para detenerme e incluso asesinarme. Se hizo de noche y me tumbé vestido en mi cama, sin que por asomo pensara en dormirme, tal era mi estado de pánico. Pero debí hacerlo porque de repente sentí que había alguien en mi habitación y vislumbre por la escasa luz que entraba de la calle la silueta de un hombre frente a mi cama.
—¿Quién es?, ¿quién es? —pregunté asustado.
—Yo soy el que soy —retumbó una voz.
Palpé el interruptor en la pared y encendí la luz. Frente a mi, se alzaba imponente la figura de un hombre de más de un metro noventa de altura, pelo castaño peinado con una especie de tupé, rasgos duros y la mirada más fría que ha existido. Vestía un traje de espiga gris, un chaleco rojo debajo de la americana y elegantes zapatos marrones. Todo él desprendía un extraño fulgor.
—Tú eres Clint Eastwood —dije reconociendo inmediatamente la apariencia del actor, pues era el favorito de mi abuela.
—¡Yo soy Yahveh, ese es mi nombre! —clamó.
—No, no, tú eres Clint Eastwood en la caracterización del inspector Harry Callahan en la película Harry el sucio que dirigió Don Siegel en 1971.
—¿Te das cuenta de que, de vez en cuando, te puedes encontrar con alguien con quien no deberías meterte? Ese soy yo.
—No he hecho nada contra ti —dije muerto de miedo.
—Yo entregué la tierra de Canaán a Abraham en posesión perpetua para que la habitara y la poblarán sus descendientes.
—Sí, y nosotros te adoraríamos y obedeceríamos tus mandamientos, eso dice la Torá.
—Esos son los términos inviolables de mi alianza con el pueblo elegido. Esta es Sion, yo la ubiqué en el centro del mundo y pertenece a todos los hijos de Abraham que hayan renovado la alianza.
—Génesis 17, 8.
—Tú ahora quieres arrebatársela. Tú amenazas a mi pueblo y el que amenaza a mi pueblo se rebela contra mí.
—Yo no hecho nada, soy un buen judío, estoy circuncidado, celebro las fiestas, respeto el Sabbat, trato bien a mis semejantes.
—Ahora pronto descargaré mi ira contra ti, te juzgare conforme tus caminos y traeré sobre ti todas tus abominaciones.
—Mi alianza es con la verdad. El octavo mandamiento proscribe la mentira: No darás testimonio falso contra tu prójimo. Son ellos los pecadores, no yo. Castiga a los otros y apiádate de mí —le supliqué arrodillándome y entrelazando mis manos a modo de ruego.
—¡Impío! Cuando un justo se desvíe de su justicia y cometa iniquidad, yo pondré un obstáculo delante de él y lo fulminaré —clamó mientras sacaba su revólver Smith & Wesson modelo 29 con cañón largo y calibre Magnum 44 de la funda del interior de su chaqueta, me apuntaba a la cara y disparaba.
De repente fui Akiva ben Iosef torturado hasta morir en Cesarea en el año 135, Abraham Abramovich apuñalado en Kilece en 1946, Aharon ben Zerah asesinado junto a su familia en Estella en 1306, Sol Hachuel decapitada en Fez en 1834, Eliahu Hanazir torturado y quemado vivo en Lima en 1639, Schneur Singer asesinado durante el pogromo de Chisinau, Caterina Tarongí quemada viva en Palma de Mallorca en 1691, Yohana ben Tom asesinada en Bialystok en 1906, Tomás Treviño de Sobremonte quemado hasta la muerte en Ciudad de Méjico en 1649, Iosef ben Juda linchado en el pogromo de Siedlce en 1906, Eichonon Wasserman asesinado en Kaunas en 1941, Yohana Artin asesinado en Gamburg en 1298, Leopold Marx desmembrado por la muchedumbre en Odesa en 1886, Santiago Sadot asesinado en la matanza de la judería de Sevilla en 1391, Ana Frank muerta en el campo de concentración de Bergen-Belsen en 1944, Abdias ben Yehuda linchado en Calinico en el año 388, Menahen ben Yehuda asesinado en Kiev en 1918, Yehosef pisoteado por la multitud en Granada en 1066, Bernabé Gidion asesinado en Lucena en 1394, Jozef Aleska linchado en la masacre de Jedwabne en 1941, Doulcea Berg descuartizada en las calles de Worms en 1196, Moses Isacescu asesinado en Orade en 1927, Licoricia Swan asesinada en Winchester en 1277, Rebeca Lebiz violada y asesinada en Lviv en 1941, David Todros asesinado en Narbona en 1127, Iosef Paiva asesinado en Cochín en 1621, Jacob ben Judá asesinado en 1648 en Cracovia, Jonas Levi asesinado en Gales en 1753, Poulceline Tours quemada viva en la hoguera en Blois en 1171, Giuseppe Moshé masacrado en Siena en 1797, Frank Joseph asesinado en la matanza de Uman en 1768, Eleazar bar Judá asesinado por la muchedumbre en Maguncia en 1096, Yom Tov de Joigny asesinado en York en 1190, Abraham ben Yehuda asesinado en Hamburgo en 1823, Jopin Sar arrastrado por un caballo en la calles de Lincoln en 1255, Yusuf Lingado torturado hasta morir en Damasco en 1840, Benedict Smith ahorcado en Londres en 1279, Yehiel ben Menahem Hakonen asesinado en Nuremberg en 1298, Yehoshua Ben-Haim quemado en Würzburg en 1299, Benjamin Cohen asesinado en Estrasburgo en 1348, Iosef Benavides arrollado por la muchedumbre en Toledo, en 1349, David Sanzana asesinado en Florencia en 1296, Jacob Albataxar asesinado en Córdoba en 1393, Tadeo Aljarife asesinado en Valencia en 1395, Juan Lainez asesinado en Gerona en 1396, Mateo Minhana asesinado en la carnicería de Barcelona en 1398, Isaac Manjazina muerto en el encarcelamiento de Lisboa de 1497… Fui todos ellos y muchos más, mártires judíos asesinados en las cárceles, en las juderías, en los autos de fe, en pogromos, en los guetos, en los campos de concentración… solo por ser judíos. Fui torturado, asado, pisoteado por caballos, arrollado por muchedumbres, quemado, descuartizado, escaldado en agua o aceite hirviendo, ahorcado, acuchillado, empalado, degollado, destripado, desollado vivo, disparado, gaseado; sentí las llamas quemándome, el filo de los cuchillos atravesando la carne, los cascos de los caballos partiendo mi cráneo, la soga estrangulándome, las balas estallando mi cabeza, el gas asfixiándome, todos los martirios inimaginables en un solo instante, un instante atroz e interminable.
Me desperté pasado el mediodía y la luz entraba a raudales por mi ventana. No había nadie más en la habitación. Me encontraba exhausto, totalmente devastado. Me miré en el espejo del baño y me costó reconocer al joven demacrado que me devolvía la mirada al otro lado, unos ojos hundidos que habían vislumbrado el horror. Busqué el guion en el cajón donde lo guardaba, pensando que se lo habrían llevado, pero seguía ahí. Lo metí en mi maletín y bajé con él a la calle. Miré a un lado y a otro y no vi nada sospechoso. Sabía a donde tenía que ir. En Ramat Gan hay un parque muy agradable para pasear, y en el parque un monumento de conmemoración a los Olei Hagardom, y en el monumento una llama en memoria de todos aquellos que lucharon por la creación de un estado judío, una llama que por lo que a mí respecta nunca se apagará.
Manuel Moreno Bellosillo. Nacido en Madrid en 1973. Estudió Humanidades en la Universidad Autónoma de dicha ciudad. Tiene un puñado de poemas y cuentos dispersos en diversas publicaciones. Del género mixto negro esperpéntico y ciencia ficción ha publicado en Internet, bajo el seudónimo de Horacio Hellpop, una novela titulada El Hombre orquesta sobre un mundo preapocalíptico como el actual. De ciencia ficción ha publicado en la antología Visiones 2012 un cuento titulado La sonrisa de Mickey Mouse y en la antología Distopía de Cryptshow el titulado Moonwalkers, así como varios otros cuentos y numerosos microrrelatos.
👀 Lee otros relatos de este autor (en Almiar): Los caminantes de la luna · El día de los inocentes
Contactar con el autor: mmbellosillo [at] hotmail [dot] com
🖼️ Ilustración relato: Clint Eastwood. Imagen por Rulo, CC BY-SA 2.0, via Wikimedia Commons
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 122 • mayo-junio de 2022 • 👨💻 PmmC
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