relato por
Patricia Linn
D
urante la cuarentena de 2020 por la pandemia del COVID-19 mucha gente hacía reuniones cibernéticas para sociabilizar, es decir se comunicaban por Zoom, WhatsApp, o Skype. El día del cumpleaños de Julio, cumplía sesenta y cinco años, justo la edad límite para ser considerado grupo de riesgo, así que él no salía, los amigos se reunieron a las diecinueve horas en la pantalla, eran ocho o nueve y todos querían hablar. Estaban un poco en shock. Unos días antes habrían hablado de las conferencias de prensa del Poder Ejecutivo, de los números de testeados y número de diagnosticados, pero ese día era de las imágenes de Guayaquil.
Se instaló casi como único tema de conversación, los muertos en Guayaquil, es que eso de tener cadáveres envueltos en sábanas, algunos en cajones o bolsas, en las calles, era algo impensable. Esa sí era una imagen de epidemia mortal. Como también lo eran las imágenes de cantidades de camiones refrigerados, actuando como morgues transitorias, estacionados en las calles adyacentes a los hospitales de Nueva York, y los féretros llegando al Gran Palacio del Hielo en Madrid, utilizado también como morgue transitoria mientras se iban llevando a cabo las cremaciones.
Parece que, en Guayaquil, los sacaban de las casas por el olor, porque nadie iba a buscarlos, porque no tenían lugar en los cementerios, a algunas de las pilas de cadáveres las prendieron fuego en la calle. Eso era horrible, como si quemarán basura, decía uno. Si total los iban a cremar, qué importa que los quemaran en la calle, comentaba otro, es que hay falta de dignidad, no hay servicio fúnebre ni ceremonia de despedida. Y también hablaban sobre el peligro que ocasionaban los cadáveres llenos de virus allí, en las calles, donde circulaba la gente, como si los virus fueran pulgas. No, decía uno, después de que muere la persona no hay expulsión de gotas, no hay estornudos, ni tos… Pero el que manipula el cadáver puede tocar su saliva, etc., decía otro.
Carlos Píriz no hablaba. Es que para él los cadáveres eran parte de su vida cotidiana. Había aprendido que lo que era natural para él, horrorizaba a los demás, entonces prefería quedarse callado. Nadine, que no conocía mucho a Carlos, notó su silencio y le preguntó si su conexión estaba bien, si tenía problema con el audio. Él le contestó que estaba bien, pero que no tenía nada que decir. Julio escuchó y lo instó a participar.
—¿Cómo que no tenés nada que decir? Decinos si estamos en lo correcto, si infecta o no un cadáver con coronavirus. Pero, antes, dejame presentarte: amigos, este es Carlos, amigo de la niñez, éramos compañeros de escuela, ahora trabaja en un cementerio, como práctico.
Enseguida empezaron todos a comentar: ¡qué interesante! ¿cómo podés con ese trabajo?, debe de ser traumático, todo el día con muertos, yo odio los entierros. Carlos ya conocía esos comentarios, no quería entrar en el tema, y dijo que no sabía nada del coronavirus en los muertos, que al cementerio llegaban los cadáveres en los ataúdes ya preparados por las casas mortuorias, así que ni los prácticos ni los dolientes corrían peligro.
—¿Llegó alguno con coronavirus? —fue la primera pregunta obvia.
—Sí, llegó un par, pero como les dije, ya prontos en su ataúd. Nosotros como en todos los entierros solo tuvimos que preparar la tumba, es decir cavar si era en tierra, o abrir el nicho o el panteón. Después, cuando llega el cortejo, llevamos el carro con el ataúd hasta su lugar, lo colocamos y después de que la gente se retira, volvemos a tapar el pozo con tierra, o acomodamos las tapas de los panteones o nichos de a dos o tres ya que son muy pesadas a veces. Como en todos los casos, no tuvimos contacto con los cadáveres.
—Es un trabajo horrible ¿no?
—No, no —dijo Carlos—. Creo que es mejor que ser policía carcelero, o recolector de basura o incluso que profesor de adolescentes —agregó sonriendo, sabía que algunos de los amigos de Julio eran profesores de liceales—. Como en todo hay de todo. Pero en general el trabajo es tranquilo.
—Pero siempre viendo gente llorar a sus fallecidos.
—Sí —dijo otro—, aunque el otro día fui a un entierro que la verdad se parecía a una reunión social en que todo el mundo se saluda como en una fiesta.
—Sería una persona mayor, enferma, alguien cuya muerte no sorprendió —comentó otro.
—Sí, así era. Pero de acuerdo, sí, la norma es que son tristes.
—¿No te pesa esa tristeza?
—Mirá, tenemos como dos o tres entierros por día. Nuestra participación es mecánica. Somos figuras casi pasivas. Uno no se pone en el lugar de la familia, excepto en casos especiales como los entierros de niños en los que los padres se muestran muy desesperados, y solo basta que no se vea más el cajón que uno está manipulando para que se pongan a gritar y llorar. Ahí si me afecta, o algún otro, cuando los deudos son muy expresivos, que no es un caso común en mi experiencia.
—Y después, ¿qué más hacen los prácticos?
—Hacemos desentierros, mucho más que entierros.
—Eso no es posible —dijo algún lógico—. No podés desenterrar más que los que entierran.
—Bueno, es mi sensación, será que ocupan más tiempo.
—Contá, ¿para qué desentierran?
—Mucha gente no sabe nada sobre los desentierros porque solo asisten los familiares directos, si es que asisten. La mayoría de las veces se hace para reducir los restos con la intención de colocar a otro cadáver en el mismo lugar o para llevar al reducido a otro cementerio. En alguna rara ocasión desenterramos porque se quiere hacer una autopsia.
—Y la familia observa ¿decís?
—Pueden presenciar el procedimiento o no. Hay de todo, gente que se impresiona y no quiere estar y otra que se acerca y casi participa del desguace.
—¡Desguace!, qué horror…
—Disculpá, me olvido que algunos términos son de uso interno solamente. No es impresionante cuando está bien descompuesto el cuerpo y solo quedan los huesos, eso pasa a los cuatro o cinco años. Los huesos se desprenden fácilmente. Hay que separarlos de los restos de tela, plástico de las bolsas, y lo que queda de carne seca y ponerlos en un cajón más chico. Hoy quieren hacerlo a los dos años para dar lugar a otros cadáveres, pero a veces el cuerpo no está descompuesto y allí sí es un desguace y nosotros nos hemos manifestado en contra. No es muy digno. Pero cuando marcha bien, cuando se hace para cambiar de cementerio, algunos llevan los restos a uno de los cementerios privados, todo transcurre sin problemas.
«Recuerdo una ocasión en que se reducían los restos de un hombre y su padre, que estaban en un panteón familiar, para llevarlos a otro cementerio. Se trataba de un espacio construido bajo el nivel de la tierra. Debimos ingresar a tomar los ataúdes o más bien lo que quedaba de ellos y, con ayuda de un tercero, subirlos y colocarlos sobre el pasto que rodeaba el panteón. Había varios familiares observando.
»Hicimos esa operación sin problemas. Las mortajas que envolvían los cuerpos se habían vuelto trapos. Comenzamos a quitar los huesos de entre las telas y pedazos de cajón de uno de los cuerpos, y los colocamos en una caja más pequeña. Entonces notamos que faltaba el cráneo. Mi compañero se introdujo en el panteón nuevamente buscó el cráneo y me lo lanzó, pero lo lanzó mal y el cráneo volvió a caer.
»Parece que al recogerlo encontró el otro cráneo y no sabiendo cuál era de quien, optó por subir con los dos. Como no me hizo señas de cuál era cual, yo actué como si supiera y lancé rápidamente uno en una caja y otro en la otra para que no notaran la duda. Pero la esposa del hijo nos detuvo: «¡No!, ¡esperen! —dijo con un poco de angustia—. Yo sé cuál es el cráneo de mi marido. Dénmelo que yo les digo». Sus hijos le decían que no fuera loca, que dejara… No hizo caso, se acercó, estábamos al lado del panteón, con los restos extendidos sobre el pasto, lo que no parecía afectarle. Pidió que le dieran un cráneo. Le di uno, lo tomó y miró, estudiándolo con tranquilidad y al ratito dijo: «Este no, va en la segunda caja». Le di el otro y palpó el hueso frontal con los ojos cerrados. Vi que tenía un bulto en el lado derecho cerca de lo que era la frente, cuando ella lo tocó, abrió los ojos y se puso a acariciarlo y besarlo y de pronto empezó a llorar abrazándose al cráneo. Los dos hijos varones se le acercaron rápidamente y la separaron, la hija, adolescente, se puso a gritar: «¡Papá!», como si recién hubiera fallecido. Todos se abrazaron llorando. Eso me afectó, cuando tomé el cráneo sentí como si fuera una cabeza y no un cráneo, lo coloqué en su caja rápidamente, pero como con culpa, y traté de distraerme continuando con mi trabajo.
»Pusimos las cajas chicas en la camioneta de la casa mortuoria que los llevaría al otro cementerio. En cuanto se fueron todos nos pusimos a trabajar ordenando los restos y el panteón. Puse todos los trozos del ataúd rotos y semidescompuestos, las mortajas y los pedazos de plástico sobre una carretilla para que mi compañero las llevara al horno y yo me metí en el panteón, lo barrí bien, como nunca, y tapé después la apertura con las losas de granito, colocándolas exactamente en su lugar y no simplemente amontonadas como casi siempre. Estaba concentrándome en lo que hacía, cuestión de no pensar».
Patricia Linn. Autora uruguaya. Trabajó como periodista científica. Publicó notas en el suplemento cultural del diario El País, de Uruguay. Esas y otras notas pueden encontrarse en: https://periodismoxcientifico.wordpress.com/. Después produjo una revista de periodismo científico, Uruguay Ciencia (www.uruguay-ciencia.com), desde marzo de 2007 hasta diciembre de 2015. Hace años que escribe narrativa, durante 2022 la revista digital mensual El Narratorio ha publicado un cuento suyo al mes.
✉️ Contactar con la autora: linn.patricia [at] gmail.com
Ilustración relato: Fotografía por Pedro Martínez
Revista Almiar (Margen Cero™) · 👨💻 PmmC · n.º 134 · mayo-junio de 2024
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