📽 El proyector de palabras

 

La tenebrosa realidad oculta a simple vista (1.ª parte)
artículo por
Javier Sánchez Lucena

 

I) ¿Te sientes perdido? ¡No te preocupes, nosotros te ayudaremos!

Sin acudir a definiciones muy elaboradas ni oficiales, una secta consiste en una agrupación de personas unidas por la creencia en una misma verdad revelada, de signo religioso o pretendidamente espiritual. Esta verdad siempre reside en manos de uno o varios líderes carismáticos. Las agrupaciones de este tipo suelen afirmar que su intención no es otra que procurar la realización personal de los fieles. Sin embargo, en un porcentaje de casos que se acerca mucho a la totalidad, las experiencias de esos fieles y feligresas resultan luego incluir la manipulación mental, el expolio de sus recursos económicos y de su capacidad de trabajo, el engaño sobre unas supuestas facultades sobrenaturales del líder o líderes y los abusos psicológicos, sexuales o de ambos tipos. «Llegar a la felicidad por medio de la tortura» podría ser un lema adecuado para una mayoría de estas agrupaciones. Nacen de los instintos megalómanos y depredadores de los individuos que las crean, y empieza luego su infatigable tarea de captación.

Pero, cabría preguntarse, ¿por qué una verdad que se vende como universal y beneficiosa hace mella solo en personas vulnerables y desorientadas? Cuando la única respuesta a las acusaciones sobre engaños y prácticas abusivas consiste en justificarlas con la exigencia de una fe monolítica y la prestación de un consentimiento viciado por quienes la profesan, estamos ante un fenómeno dañino, oscurantista y muchas veces criminal. Una sociedad que se pretende avanzada no debería permitir estas anomalías, estos engaños. Pero es precisamente el tipo de sociedad en la que vivimos la que genera la proliferación de los engaños y causa las anomalías. Imponer un individualismo exacerbado y dócil no es el mejor modo de preparar a su ciudadanía para protegerse de los estafadores, sino todo lo contrario. Impulsar el consumismo furioso produce, además, una sensación generalizada de vacío, de ausencia de miras, puesto que todo se concentra en el aquí y el ahora de las compras. Es en este panorama yermo donde una agrupación sectaria encuentra su hábitat ideal; donde otros solo vemos terrenos vacíos, ellos encuentran campos fértiles para su semilla, y se frotan las manos con un gesto satisfecho.

II) Mira en el hueco de mis manos. ¿Qué ves? ¿Nada? ¡Pues mira otra vez! ¡Es la verdad!

La verdad es un artefacto curioso: una noción cuyas manifestaciones nos rodean por todas partes y que, aun así, insistimos en hacer relativa y cambiante. Lo que era verdad ayer puede no serlo hoy; esta variabilidad conviene mucho a una forma de pensar donde el individuo y sus intereses egoístas, previamente estimulados, son lo más importante. Sin embargo, no vivimos solos, sino en comunidad. Y no importan únicamente nuestros deseos y opiniones, también los de nuestros congéneres. Para una sociedad que se reconoce como tal, la idea de verdad cobra mucha importancia, porque solo en ella podrá basar sus reglas de conducta, establecer sus finalidades y sus límites.

Basándose en esta necesidad, las confesiones religiosas han intentado, desde siempre, extender la idea de que la verdad requerida por la comunidad y la verdad elaborada por sus doctrinas, que podríamos llamar «verdad espiritual», son la misma. Una pretensión ambiciosa y una espiritualidad un tanto dudosa, demasiado terrenal: del tipo que autoriza a fijar códigos de comportamiento y administrar cuantiosos patrimonios. Las agrupaciones sectarias imitan en esto a sus antecesoras más antiguas, las religiones, y pretenden ofrecer a sus seguidores un conjunto de supuestos conocimientos acerca del mundo y de la especie humana, que incluye promesas y amenazas: la verdad revelada.

Para el funcionamiento sectario resulta muy importante que esa verdad revelada resida en muy pocas manos; incluso las de un solo individuo. Este ser, elegido por la divinidad, o por autoridades extrasensoriales o energías, tendrá el poder de interpretar las revelaciones del modo más favorable al aumento de su propio poder. El grupo de los fieles aceptará todas y cada una de sus afirmaciones: solo en esa fe ciega reside su posibilidad de demostrar que son dignos de la salvación que el líder les promete. Una creencia que depende de la credulidad y la falta de sentido crítico: se lo mire por donde se lo mire, mal comienzo para una relación constructiva.

A menudo la «verdad» adopta formas poco creíbles, incluso estrafalarias. Pongamos por ejemplo los dogmas de la cienciología, organización de carácter pretendidamente religioso, más bien de tintes neoliberales, fundada en la década de los 50 del pasado siglo por L. Ron Hubbard. Entre las ocupaciones anteriores de Hubbard habían estado la redacción de un buen número de noveluchas baratas de ciencia ficción o, por ser más precisos, pertenecientes al subgénero space opera, que se caracteriza por lo vasto de sus escenarios interplanetarios y, al menos en muchos de sus ejemplos más típicos, también lo burdo de sus argumentos, que no incluyen metáforas ni reflexiones de tipo alguno. Aventuras, escapismo, entretenimiento puro y duro. El oficio del fundador de esta secta queda bien patente en las creencias que componen lo esencial de su credo, una mezcla de delirantes fantasías acerca de una pretendida invasión alienígena, posesiones por entidades hostiles, regresiones a vidas pasadas y la vaga promesa de la vuelta a una pureza originaria que justifica los extraños procedimientos a los que se somete a los adeptos. El documental Going clear: scienciology and the prison of belief (Alex Gibney, 2015) basado en el libro del mismo título escrito por el investigador periodístico Lawrence Wright, pone ampliamente de relieve todos estos aspectos y muchos otros aún más llamativos y alarmantes. Un sistema de interminables niveles que los fieles deben ir ascendiendo asegura su fidelidad competitiva; el despertar de cada fiel a su propia naturaleza alienígena e inmortal es el objetivo que justifica las eternas sesiones de interrogatorios frente a un detector de mentiras. En realidad, la finalidad de esas sesiones parece no ser otro que la elaboración de un dossier personal donde figuren todas las faltas, debilidades e incorrecciones que puedan ser achacadas a la víctima, con el posible fin de tenerla bajo control.

A todo ello se unen otras excentricidades: los líderes actuales de la organización visten lo que parece la versión adulta de un traje de almirante para hacer la primera comunión, y mantienen guerras internas por el control de un patrimonio que se calcula en cientos de millones de dólares. Para encontrar explicación a este cúmulo de despropósitos y abusos (hasta donde es posible explicar un fenómeno semejante) quizá sea útil conocer algunos detalles más acerca de la vida y obra del personaje con el que se originó todo. L. Ron Hubbard era, como ya se ha comentado, un escritor de novelas de ciencia ficción de baja calidad. Pero también, a partir de cierto momento, encontró que le resultaba fácil y rentable dedicarse a cultivar amistades adineradas, a quienes lograba convencer de sus extrañas creencias: entidades alienígenas, reencarnaciones, la promesa de un regreso a un ser original e inmortal. También las religiones consideradas «oficiales» defienden mediante sus credos fantasías parecidas, no pretendemos negarlo. Pero Hubbard las propagaba de manera personal y directa, y a cambio pedía contribuciones económicas y una fidelidad total, que no admitía dudas ni preguntas sobre las evidentes contradicciones. Para captar más adeptos escribió un libro de autoayuda titulado Dianetics, publicado en 1950, y que fue un best-seller de su época. En él realiza lo que parece ser un refrito de las teorías de Sigmund Freud con opiniones propias y los fundamentos de lo que luego sería su técnica para averiguar datos personales de cada adepto. Este libro sigue siendo defendido en la actualidad por numerosas personas como un título imprescindible para cumplir los afanes de superación del ser humano respecto a sus propias debilidades y miedos. Pero demasiados son los relatos que conocemos, a través de documentales como el antes citado y otros semejantes, de personas que han padecido personalmente las técnicas de la cienciología y solo han encontrado en ellas reiterados intentos de manipulación para sacarles el dinero. Se habla, incluso, de persecuciones, vigilancias, episodios de acoso y amenazas más o menos veladas. Procedimientos propios de una organización mafiosa, guiada por la avaricia y el ánimo de control. Podemos encontrar un certero retrato de su esencia y orígenes en la estupenda película The Master (Paul Thomas Anderson, 2012), en la que el actor Philip Seymour Hoffman encarna con su talento habitual al creador de la cienciología. La relación ficticia que se entabla entre el personaje de Hoffman y un pobre hombre, alcohólico y errático, sin hogar ni familia, que es introducido de lleno en los entresijos de la organización por entonces todavía en sus comienzos, sirve para ilustrar los métodos y fines de la pretendida religión, en realidad una estructura que utiliza el abuso para enriquecer a sus líderes.

III) Un niño dibuja signos con un palo en la tierra: apuntes acerca de la construcción de los credos.

Si algo puede aprenderse viendo el documental Holy hell (Tim Allen, 2016) es que buena parte de lo que el grupo de adeptos de una secta vive como su credo puede ser improvisado. Michel Rostand fundó en la década de los ochenta lo que, en principio, parecía ser un simple grupo de acogida y convivencia. Las actividades de este grupo incluían el contacto con la naturaleza, experiencias de trabajo comunitario, una defensa del ejercicio físico como manera de sanar el espíritu de sus posibles heridas y un rechazo del alcohol y otras sustancias dañinas. Solo había un problema. Una regla no escrita de la comunidad fijaba como única voluntad soberana la de su fundador y líder. Pero, teniendo en cuenta que ese líder era una especie de nuevo Jesucristo que solo abrigaba las mejores intenciones respecto a sus seguidores ¿qué de malo podía haber el obedecerle?

Quizá merezca la pena comentar, muy brevemente, algunos detalles acerca de la apariencia que Michel Rostand ofrecía a sus adeptos, y que ha quedado inmortalizada en las numerosas horas de grabación que Will Allen, director de la cinta y componente durante más de veinte años de la secta conocida como Buddhafield, realizó en su constante seguimiento y admiración. Se trata de un hombre menudo, de rasgos morenos, regulares y simétricos, el rostro de un actor de cine o más bien, en realidad, el de un actor de telenovelas. Su cuerpo, cultivado de manera obsesiva, es el de un culturista; sus abultados músculos están depilados cuidadosamente, y lleva el pelo cortado con esmero y decorado con unas mechas rubias. Sus gafas de sol a la moda playera de aquel entonces combinan con el escueto pantalón corto que suele llevar por todo atuendo; como mucho, cuando es necesario, lo completa con una camiseta de tirantes. Sorprende bastante que un individuo con este aspecto haya podido ser tomado como líder espiritual por un grupo de personas, pero esta paradoja nos lleva precisamente a la esencia de la cuestión. El funcionamiento de una secta depende, en buena parte, de la capacidad de sus artífices para la manipulación y el abuso calculado; pero también se nutre de las debilidades y expectativas más o menos fantásticas de sus víctimas. Michel sabía detectar la necesidad insatisfecha de cariño, la frustración de quienes habían esperado más respuestas o apoyo de sus familias, de sus amigos, de la sociedad. Personas que huían de su entorno, del reconocimiento de su propia orientación sexual o que, sencillamente, buscaban un sentido a la existencia que nadie a su alrededor había sabido transmitirles: este era el perfil de adepto que Michel buscaba y que sabía atraerse con su lenguaje simple, pero enriquecido con estudiados aspavientos y palabras pronunciadas en tono susurrante. Todo aquel que sufre un dolor quiere un remedio rápido y efectivo que se lo quite. Eso prometía este gurú: una píldora en contra del dolor emocional que causa el contacto con la realidad. Para tomarla, los enfermos debían aislarse de sus familiares, amistades y anteriores parejas. Aislarse del mundo. Y, por supuesto, en el interior de esa burbuja de pretendida alegría espiritual, obedecer ciegamente los caprichos y órdenes de Michel.

A lo largo de años, muchos años, los integrantes del Buddhafield oyen y siguen consejos acerca de qué comer, cómo comportarse, cómo relacionarse entre ellos y con el exterior. Las indicaciones de Michel suponen algo así como las apresuradas instrucciones para construir un arca de extraña forma, y que no se sabe muy bien de qué diluvio pretende salvar a sus ocupantes. Le agradan los pájaros exóticos y otros animales, y procura rodearse de ellos; le disgusta, supuestamente, que los adeptos mantengan relaciones sexuales entre ellos, y se las prohíbe. Ordena que le edifiquen un teatro en el que ensayar y representar musicales en los que Michel ocupa, siempre, el papel protagonista. Ordena traslados: de un punto del país a otro, de un lugar a otro todavía más lejano y aislado, cuando las autoridades comienzan a hacer indagaciones demasiado insistentes acerca de sus métodos y actividades.

El documental de Will Allen nos introduce en un progresivo crescendo de momentos significativos, testimonios de antiguos adeptos y escenas grabadas con videocámara que hablan por sí mismas. Se trata de una película realizada desde una evidente e imperiosa necesidad de su director de explicarse el cómo y, sobre todo, el porqué de la larga y enloquecida experiencia que ha llenado un extenso período de su vida. Más de veinte años dedicados, en el fondo, a seguir los dictados de la mente caprichosa, enferma y megalómana de su líder, Michel. Los retorcidos senderos de esta historia guardan multitud de detalles y revelaciones escabrosas, sobre las cuales parece planear, en todo momento, una pregunta: ¿cómo evitamos que vuelva a suceder?

 


 

Javier Sánchez Lucena. En 2015 su novela Batalla y campo de batalla resultó ganadora del Premio de Novela Corta El Fungible de Alcobendas. Anteriormente ganó también un certamen de relato corto en su ciudad natal, Córdoba, y desde entonces desarrolla una actividad de publicación periódica en la revista Sin ir más lejos de la ONG cordobesa Córdoba Acoge, además de subir textos a su blog Los pormenores de mi sueño.

🎦 El proyector de palabras es una serie de artículos que se publican con periodicidad bimestral. Leer otros títulos de la serie: Un trozo de tiza y una pizarra en blancoImaginación y memoriaTodas las entregas

 Blog del autor: javiersanchezlucena.blogspot.com.es/

 Ilustraciones: (portada) Fotografía por efes / Pixabay [Public domain] ▫ (En el artículo) The Masters of Sleep (L. Ron Hubbard), Ziff-Davis Publishing / Robert Gibson Jones, Public domain, via Wikimedia Commons.

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) n.º 113 noviembre-diciembre de 2020

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