relato por
Manuel Moreno Bellosillo
La gente tiene su pequeño placer
para el día y su pequeño placer
para la noche: pero veneran la salud.
Nosotros hemos inventado la felicidad
—dicen los últimos hombres, y parpadean.
(Así hablo Zaratustra, Friedrich Wilhelm Nietzsche)
-Y
ese individuo que aparece en la foto de ciento veinte kilogramos de peso, lleno de acné y con la mirada turbia soy yo —dije orgulloso, exhibiendo ahora mis setenta y dos kilos sin un gramo de grasa, mi tez inmaculada y mi límpida mirada—. Les costará reconocerme, me cuesta incluso a mí, pero sí: soy yo.
Uno de mis cometidos como policía de la salud consistía en dar charlas motivadoras en centros de reeducación a tipos que eran como yo había sido, mientras pasaba diapositivas con fotos que ilustraban y reforzaban la idea que les había de inculcar. Había dado el mismo discurso decenas de veces y, la verdad, no me cansaba repetirlo. Lo había ido mejorando en cada ocasión, pudiendo recitarlo entero de memoria, sin que por ello perdiera ni inmediatez ni amenidad. En cada charla parecía improvisar, pero lo cierto es que lo llevaba todo muy preparado: cada frase, cada palabra, cada pausa, la cadencia, el ritmo…, absolutamente todo estaba estudiado y ensayado, incluso (y especialmente) los chistes; se tenía que notar que las personas como yo también podíamos ser divertidas y que cuidarse la salud no suponía ser ningún aburrido.
—Se puede cambiar, nunca es tarde, solo hay que proponérselo. Hace no tantos años yo me pasaba el día bebiendo refrescos azucarados y zampando bollos, atentando contra mi propia salud como un estúpido. Un día, como le ocurrió a San Pablo, me caí del caballo de mi propia estupidez y vi la luz. Mi cuerpo me daba asco, veía mi imagen en el espejo y me repugnaba. Y ese día me dije: ¡ya basta! No podía continuar así, me propuse redimirme y me redimí. No fue fácil, tuve dudas y momentos de debilidad, pero los superé. No, no fue fácil al principio, pero lo acabé consiguiendo y estoy muy orgulloso de haberlo hecho. Dicen que los conversos, los que de verdad se convierten, son luego los más fundamentalistas, pues bien, yo soy un fundamentalista de la salud, pues anduve perdido y me encontré, vagué entre tinieblas y vi la luz; yo estuve en el otro lado y sé cuáles son sus miserias. Yo puedo decir que estuve en el infierno y que salí de él.
Me detuve un instante, como sabía que había que hacer en ese momento crítico del discurso, y lancé una mirada severa a los asistentes, les tenía que quedar claro que eran ovejas descarriadas necesitadas de un buen pastor que les guiara y les dijera lo que estaba bien y lo que estaba mal. A estas alturas de la soflama normalmente ya me habría metido al público en el bolsillo y todos me estarían observando admirados por mi locuacidad y solvencia, pero en esta ocasión algo fallaba, no sabía bien qué, y sentía frialdad en el auditorio.
—Pero vosotros también lo podéis conseguir si os lo proponéis en serio. Al principio será duro, es necesario escapar de la gravedad que nos atrae a esas sustancias perniciosas, sean estas cuales sean: azúcar, cafeína, alcohol, nicotina, grasas trans… Es preciso salir de su órbita, y eso cuesta y es doloroso, yo lo sé más que nadie. Pero cuando por fin escapéis entraréis en un círculo virtuoso y cada día que os miréis al espejo os sentiréis más sanos y más felices, pues la salud es felicidad, y más felices y más sanos, pues la felicidad es salud. Si os lo proponéis, si os lo proponéis de verdad, dejaréis de ser la desgraciada escoria chupóptera de los servicios asistenciales del estado y os convertiréis en ciudadanos sanos y útiles de la sociedad.
Ahí se acaba mi discurso, después de un encendido in crescendo que sólo declina al final de la última frase para que la audiencia se aperciba de que la charla ha concluido y pueda aplaudir con entusiasmo al orador, como normalmente suelen hacerlo. Pero esta vez el público no parecía tan convencido como en otras ocasiones y algunos ni siquiera se levantaron de sus asientos durante la ovación e incluso creí oír alguna risita. De buena gana hubiera bajado de la tribuna y soltado unos porrazos pues, si ellos no se preocupaban de su salud, tampoco iba a preocuparme yo.
Normalmente, al concluir la conferencia, abro turno para ruegos y preguntas, pero ese día tenía otros deberes que me reclamaban, y, además, no me daba la gana de tener esa cortesía con un público tan desagradecido.
Soy el agente n.º 278 de la Policía de la Salud. Ingresé en el cuerpo en 2040, muy poco después de que este hubiera sido fundado. La preocupación de los gobiernos por sus ciudadanos les había apremiado a constituir un cuerpo especial de seguridad que tenía como su principal cometido el de velar por su salud. La esperanza media de vida en occidente, que se había ido incrementando paulatinamente en los dos últimos siglos hasta los 85 años, a partir de 2030 había sufrido un parón y una brusca caída. La disminución de la esperanza de vida se veía también acompañada por un incremento de las enfermedades derivadas de los malos hábitos de la población, viéndose desbocado el gasto del sistema asistencial de cada país. Esta degradación progresiva obligó a los gobiernos de todos los países a tomar medidas para salvaguardar la salud de sus ciudadanos. Como las medidas implementadas se cumplían reticentemente o, más bien, no se cumplían en absoluto, se creó un cuerpo policial para obligar a su acatamiento: la policía de la salud. Este cuerpo tenía mucho más de auctoritas que de potestas, pues no disponíamos ni de lejos de los recursos humanos ni materiales para hacer cumplir estas medidas, es decir, que éramos un organismo más persuasorio que disuasorio para convencer a la población de que dejara atrás sus hábitos no saludables. Los gobiernos actuaban, según mi parecer, timoratamente y no atajaban el problema, limitándose a restringir algunos apetitos perniciosos e imponer penas leves como multas o arrestos domiciliarios. Lo cierto es que, frente a estas medidas, la población estaba dividida y cada partido era visceral en su planteamiento e irreconciliable con el otro. Los libertarios se oponían a estas leyes pues, en su opinión, limitaban su libertad individual y su derecho a decidir sobre su cuerpo, y consideraban que ningún poder público debía inmiscuirse sobre algo que sólo competía exclusivamente al individuo. Sin embargo, frente a esta postura radical, el partido de los sanistas, al que yo por supuesto pertenecía, consideraba que la salud debía de ser objeto de protección, incluso frente a la voluntad de su titular, que no tiene derecho a disponer de ella libremente. Existía un bien jurídicamente protegido que era la salud y la integridad corporal del individuo y nadie, ni siquiera el propio titular, podía atentar contra la misma. La salud debía de ser protegida, sin consideración a la voluntad del sujeto, y el que atentara contra ella debía de ser castigado, incluso penalmente. Esto no lo decía sólo yo ni era algo nuevo, juristas y legisladores llevaban cientos de años considerando la vida como un fenómeno biosociológico que era necesario proteger de forma absoluta, incluso por encima de la propia voluntad de su titular. Atentar contra la salud sería algo así como un suicidio diferido y el ordenamiento no podía ni debía ser indiferente, no limitándose con ello la libertad personal de cada individuo. Este pulso social entre libertarios y sanistas se iba poco a poco inclinando a favor de estos últimos y, a medida que la opinión pública se convencía, los gobiernos dictaban normas cada vez más restrictivas y penas cada vez más severas. Las drogas, el tabaco y el alcohol se prohibieron, así como otras sustancias igualmente nocivas como el azúcar, el café, el té, los snacks, los refrescos y los embutidos; otros muchos alimentos como la carne roja, la sal, el chocolate, la mantequilla, la pasta y el pan blanco se restringieron y se impusieron cartillas de racionamiento. Los delitos se graduaban en leves, graves y muy graves y cada una llevaba aparejada una pena proporcional. Los reincidentes eran internados en centros de reeducación y si no se reeducaban podían ingresar en prisión. Se estableció una prohibición general de sobrepeso y aquellos que lo excedían en un 10% se les condenaba a dietas muy estrictas y tenían que comparecer en comisaría todas las semanas para pasar por la báscula. En fin, que, aunque estaba costando, la guerra de la salud se iba ganando y se había conseguido socializar a buena parte de la población en hábitos saludables. Pero no todo eran buenas noticias, estas medidas supusieron que el consumo remanente pasara a la clandestinidad, se incrementó el crimen organizado y se abrieron muchos bares, fumaderos, pastelerías, charcuterías y panaderías ilegales. A menudo nos tocaba hacer redadas en estos locales, redadas que publicitábamos convenientemente, apareciendo en la prensa irrumpiendo, por ejemplo, en una charcutería clandestina rodeados de chacinas como si yo fuera Elliot Ness y mi brigada los intocables. Pero, como he referido anteriormente, el principal problema era la carencia de recursos humanos y materiales para hacer cumplir las leyes, pues vigilar los hábitos de consumo de toda la población de un país no sólo es una tarea descomunal, sino en muchos casos imposible al carecer todavía de herramientas efectivas de control masivo y tener que limitarnos a reconocimientos individuales. El instrumento más habitual de vigilancia eran los controles policiales en las calles con el objeto de practicar test de detección de sustancias prohibidas como la nicotina, el alcohol, la cafeína, la teína o excesos de azúcar, colesterol, ácido úrico, etc., y medir el índice de masa corporal, pero estos controles resultaban más aparentes que eficaces.
Precisamente, aquel día tenía que montar y capitanear un control callejero en una de las calles más concurridas de la ciudad, una zona llena de tiendas, bares de zumos, restaurantes de ensaladas y discotecas con limitación de decibelios. La mecánica es muy simple, cortas la entrada y salida de la calle y a cada uno que pasa con pinta sospechosa o sobrado de kilos le prácticas las pruebas pertinentes. Estos controles no son muy populares y a menudo se suceden incidentes con los libertarios, entonces llamamos a los compañeros de antidisturbios para dispersar a los revoltosos. Y en esta ocasión no iba a ser diferente, algunos tipos del otro lado del control que yo capitaneaba nos abucheaban y gritaban sus consignas para provocarnos. Un par de ellos la tenían tomada conmigo y no paraban de burlarse. Parecían estar borrachos y en un momento que se descuidaron me lancé a por ellos porra en ristre dispuesto a darles una lección de salud inversa. Echaron a correr y me sorprendieron sus reflejos y su velocidad. Giraron una calle y seguí detrás de ellos pisándoles los talones. Una furgoneta de mudanzas taponaba la calle y a su altura casi les había alcanzado. Pasando por el estrecho pasillo que dejaba el vehículo, de repente la puerta lateral se abrió y entre dos tipos me cogieron y me metieron dentro de la furgoneta. Me resistí cuanto pude, pero dentro había otros dos tipos más y entre los cuatro me inmovilizaron, me esposaron pies y manos, me colocaron una mordaza y me pusieron en la cabeza una bolsa de tela oscura. La furgoneta arrancó y aceleró haciendo chirriar sus neumáticos.
—Ya te tenemos, chiquitín —dijo una voz burlona, y los demás se rieron.
Con los sentidos embotados por el miedo y una bolsa en la cabeza es difícil saber la dirección que tomó la furgoneta y el tiempo que duró el viaje. Durante un cuarto de hora más o menos estuvieron conduciendo por la ciudad, después fuimos por carretera otra hora y por un camino de tierra otra media hora hasta que nos detuvimos. Me apearon del vehículo y me llevaron hasta un cuarto dentro de una estancia. Me sentaron en una silla y me quitaron la capucha.
Frente a mí había tres tipos mirándome con el rostro descubierto y desarmados.
—Sentimos haberte asustado, pero no hubieras venido voluntariamente —dijo uno de ellos mirando la mancha de la entrepierna de mis pantalones—. Es el último de nuestros propósitos que lo pases mal o que sufras cualquier daño. Nuestra intención es precisamente la contraria, pero no se hace una tortilla sin romper huevos.
—¿Quiénes sois?, ¿qué queréis de mí? —pregunté.
—Somos un comando del Frente de Resistencia Libertaria…
—¡Sois terroristas del FRELI!
—Terroristas no, nosotros no utilizamos el terror, somos más bien agitadores que tratamos de provocar con nuestras acciones una reacción de la sociedad frente a la deriva intransigente de las nuevas políticas, pero sin usar la violencia.
Lo cierto es que ninguno tenía pinta de terrorista, parecían tipos bastante normales y se mostraban más guasones que amenazantes. El que hablaba tendría entre cuarenta y cincuenta años y su apariencia era el de un respetable padre de familia. Espigado, de tez morena y el pelo negro con algunas canas en las sienes. Tenía la mirada inteligente, la voz cálida y una forma muy elegante de gesticular, transmitiendo seguridad en sí mismo. Pero, aunque no lo parecieran, eran miembros de una peligrosa organización terrorista y yo ahora era su secuestrado.
—La detención ilegal de un miembro de las fuerzas de seguridad es un acto violento de terror —contesté, recuperando un poco el dominio de mí mismo.
—Sí, reconocemos que con esta acción hemos cruzado la línea entre la mera agitación y el terrorismo, pero lo concebimos como un hecho aislado que no se tiene que repetir. Sentimos que te haya tocado a ti la china, pero tenías muchas papeletas.
—¿Y qué pretendéis, pedir un rescate, chantajear al estado?
—No, nada de eso, no es un secuestro al uso. En realidad, vamos a experimentar contigo, tú vas a ser nuestra rata de laboratorio. No temas, no te vamos a diseccionar, se trata más bien de un experimento social: te vamos a reeducar. Lo que nos proponemos es una especia de reacción frente a los centros de reeducación que proliferan últimamente y donde encerráis a los enfermos —dijo abriendo y cerrando comillas con los dedos— para modificar sus hábitos. Probar un poco de vuestra propia medicina os vendrá bien. Nosotros pensamos que los enfermos sois vosotros, sois enfermos de la salud. Entiéndenos, no estamos en contra de llevar una vida sana, pero consideramos que la salud es un medio, no un fin en sí misma, y que la vida está para disfrutarla y no es una condena de privaciones, sacrificios y abstinencias. Si al final, inevitablemente, todos tenemos que morir, entonces disfrutemos del minúsculo intervalo entre la nada y la nada que es la vida. No somos como nos pintan: unos degenerados borrachos y glotones; pero nos gusta comer, beber, fumar y embriagarnos un poco para divertirnos. No nos metemos con nadie y con ello no hacemos ningún mal, sólo queremos que nos dejéis en paz.
—¿Y qué me vais a hacer? ¿Atiborrarme de vino ponzoñoso, charcutería malsana y venenosa azúcar para que acabe obeso mórbido y cirrótico perdido?
—No, en ningún caso. El experimento no funcionaría si te obligáramos, lo que buscamos es que lo hagas tú voluntariamente. Queremos inculcarte un poco de nuestro espíritu lúdico y vividor, nuestro joie de vivre, y que te acabes convenciendo de que nuestro modo de vida un poco disipado no solo no es nocivo, sino que incluso es preferible al modo de vida ascético que llevan tiempo tratando de imponernos. Durante el proceso tendrás muchos instructores, pero yo seré tu tutor y me encargaré de guiar y monitorizar tu reeducación.
Me quedé algo desconcertado por el objeto del secuestro y parpadeé un par de veces con extrañeza.
—Nunca funcionará conmigo.
—Nosotros estamos convencidos de que sí.
—No, no lo hará, sois unos ingenuos ¿Y cuánto durará el experimento?
—Seis meses, hemos considerado que en ese tiempo te habrás convertido en uno de los nuestros.
—¿Si en seis meses no me he convertido me soltaréis?
—Exactamente.
—Es una locura. Cuando me soltéis os denunciaré y acabaréis todos en la cárcel. Vais con el rostro descubierto y sin distorsionadores de voz, a la policía no les costará encontraros. Si me soltáis ahora mismo y os olvidáis de esta majadería, prometo no denunciaros y será como si no hubiese pasado nada, pero si me retenéis seis meses me aseguraré de que todo el peso de la ley caiga sobre vosotros.
—Sí, es un riesgo, pero estamos tan convencidos de que nuestro pequeño experimento será un éxito que incluso consideramos que podremos soltarte mucho antes y que no nos denunciarás. Confiamos plenamente en el síndrome de Estocolmo, vas a tener un síndrome de tal calibre que te vas a convertir en uno más de nosotros y te vamos a devolver a la policía de la salud como un infiltrado del Frente. Vas a ser nuestro Caballo de Troya, pero eso es secundario, lo importante es lo que queremos demostrar.
—No va a funcionar, en menos de una semana me encontrarán, me liberarán y todos acabaréis con los huesos en la cárcel. Ya estará media policía desplegándose. Si me soltáis ahora, os prometo que no os denunciaré.
—No creemos que no lo hagas, la verdad, no insistas ¿Tienes más preguntas?
—Sólo una más: ¿Por qué yo, por qué a mí? Es decir, ¿ha sido el azar o me habéis escogido?
—Esa es una muy buena pregunta. Te hemos escogido a ti entre todos los demás objetivos fundamentalmente porque nadie te echará de menos. No queremos víctimas colaterales. Hemos investigado y conocemos bastantes cosas sobre ti. Sabemos que tus padres fallecieron y que no tienes familia. Tenemos infiltrados en el cuerpo y tus compañeros no te soportan. En el fondo, siento decírtelo, serían muy felices si desaparecieras para siempre. Tampoco tienes amigos y has tenido algunas novias esporádicas que encuentras en Tinder, pero no te duran más allá de tres meses, ¿y sabes por qué no tienes amigos y no te duran las novias?
—¿Por qué?
—Porque eres un pelmazo y no te aguanta nadie. Y esa es la gracia del asunto, cuando termines tú reeducación serás mucho más feliz, te podrás echar amigos e incluso encontrarás una novia que te quiera de verdad. ¿Y sabes qué?, vivirás más tiempo. Las estadísticas dicen que la gente sin familia y sin amigos enferman más y mueren antes. Esa es la verdadera plaga del siglo XXI, muere más gente de soledad que de cáncer.
—Ja, ja, ja, viviré más si fumo y bebo, qué disparate.
—Vivirás más si tienes amigos, estúpido. ¿Alguna pregunta más?
—Estáis locos y acabaréis todos en la cárcel.
—Muy bien. Durante seis meses este bungaló será tu dulce hogar, en los armarios tienes todo lo que necesitarás durante este tiempo. Cualquier otra cosa que precises, solo tienes que pedírnoslo. Mientras estés aquí tendrás siempre, al menos, dos personas vigilándote, pero también atendiéndote por si necesitarás algo. Ellos serán tu sombra. Les puedes pedir lo que quieras. Puedes andar libremente por un perímetro de finca, pero te hemos colocado un dispositivo electrónico en el tobillo que nos avisará si te saltas ese perímetro y que, además, genera descargas eléctricas, por lo que te aconsejamos que no intentes escaparte. Créeme, las descargas son muy desagradables y te tumban, ¿quieres probar?
—No, gracias.
—Sabia decisión. Mañana te mostraremos la finca y te enseñaremos el plan de reeducación. Lo mejor que puedes hacer es relajarte y tratar de aprovechar tu estancia aquí, ya verás que esto es casi como un resort, terminarás disfrutando.
Al lugar donde me tenían confinado le llamaban el Santuario. Era una hacienda bastante grande en medio de la dehesa y apartada de cualquier población. La finca se extendía a la vista con ligeras ondulaciones cubiertas de hierba y con algunas encinas diseminadas aquí y allá. Comenzaba la primavera y las praderas estaban muy verdes y cuajadas de flores de todos los colores. Tenía algunos bungalós rústicos repartidos por su interior y, más o menos en el medio de los bungalós, un pabellón cubierto y una cocina adyacente bastante grande. Allí vivían en comuna, entre hombres y mujeres, unas quince personas y supuse que eran todos miembros del FRELI, pero lo cierto es que parecían gente bastante normal, es decir, no aparentaban ser sanguinarios terroristas. Yo tenía un bungaló asignado, donde vivía con otros tres tipos que se turnaban para vigilarme. Mi cuarto tenía rejas en las ventanas y una puerta blindada, pero era una habitación provista de baño y muy confortable. Tenía libertad para deambular dentro de un amplio perímetro, pero siempre había dos tipos (mis compañeros de bungaló) que me seguían y que me advertían si me acercaba a los límites que no podía traspasar.
Durante las primeras semanas pensé en escapar, pero no encontré ninguna oportunidad y pronto descarté la idea porque la vigilancia y el control, aunque relajado, era constante. Además, no quería probar las descargas eléctricas de la pulsera que me habían colocado en el tobillo.
Si las normas de reclusión eran bastante laxas, tampoco se puede decir que el proceso de reeducación fuera muy estricto ni exigente. Al principio, me negué a participar voluntariamente en el experimento y rehusaba ingerir cualquier alimento que me ofrecieran, incluso los sanos, tratando así de forzar mi liberación, pero la estrategia no parecía funcionar y la verdad es que los días se me hacían muy largos sin comer nada ni tener nada que hacer. Después de unos días accedí a colaborar y empezaron con el plan que tenían previsto para mí que, como he referido, no era excesivamente riguroso, sino que más bien parecían las tareas propias de un campamento de verano para escolares.
Por las mañanas alguno de los instructores daba un taller, normalmente relacionado con alimentos y bebidas prohibidas. El primer día me enseñaron a hacer pan, el segundo a fabricar cerveza artesanal, el tercero a elaborar vino, el cuarto a preparar una tarta de manzana, el sexto a hacer fuagrás, el séptimo a preparar licor casero con frutos silvestres, el octavo a liar puros, el noveno a hacer chacina… y así día tras día sin interrupción. Lo que preparábamos en los talleres se servía normalmente en la comida de aquel día y era obvio que con ello pretendían que me sintiera más tentado a probarlos, pero eso no pasó al principio y tuvieron que transcurrir varias semanas más hasta que empecé a comer aquellos productos y platos prohibidos que elaborábamos en los talleres.
Había también una especie de formación teórica y que consistía básicamente en la proyección y visionado de películas actualmente prohibidas por la censura. Solían ser desagradablemente pornográficas con escenas explícitas de gente ingiriendo alimentos y bebidas ilegales. El mensaje resultaba igualmente obvio y todas querían transmitir la alegría de vivir, eso sí, siempre que intoxicaras tu cuerpo con sustancias dañinas para tu salud. Vimos películas de dudoso gusto como El festín de Babette en la que un tercio del metraje está dedicado a la preparación de un banquete, Comer, beber, amar sobre las comilonas dominicales de una familia desestructurada y Entre copas en la que dos dipsomaniacos descienden a los infiernos del alcoholismo de bodega en bodega.
Aunque poco a poco fui accediendo a participar en las actividades previstas en mi plan de reeducación, lo hice porque todas me parecieron burdas e infantiles, totalmente inútiles para hacer cambiar las ideas de nadie con una personalidad formada. Mas peligrosos era lo que ellos denominaban los simposios, verdaderos banquetes donde se comía sobre todo alimentos perniciosos y se bebían ingentes cantidades de vino y otros espirituosos. En estas bacanales, que podían durar desde el mediodía hasta la noche, se comía y se bebía sin tasa, pero sobre todo se conversaba, se conversaba durante largas horas. Todos se reunían en el pabellón y disfrutaban alrededor de una mesa repleta de perniciosos manjares. El vino despertaba la locuacidad de cada uno y se departía tanto de asuntos triviales o como de temas más graves, según derivara la conversación, y a veces se reía y a veces se lloraba. Los temas eran inagotables y aunque en ocasiones se podían encender los ánimos, la conversación jamás se desbordaba de los márgenes de la urbanidad. Normalmente la tertulia la abría mi tutor, el tipo aquel que me había aleccionado inicialmente, quien desplegaba su carisma y personalidad sobre todos los demás, actuando como líder y moderador de la conversación. Luego el resto de los contertulios iban dando su opinión y se formaba un debate a veces ligero y otras veces de gran intensidad. Todos parecían inteligentes y educados, se notaba que habían ido a buenos colegios y universidades. Participaban de un alto nivel de vida y casi todos disfrutaban de profesionales liberales: periodistas, abogados, arquitectos, publicistas… y, sin excepción, todos resultaban excelentes conversadores. Les encantaba debatir y se entusiasmaban dando sus opiniones y tratando de rebatir aquellas de sus eventuales oponentes. Cuanto más bebían vino más hablaban y cuando más hablaban más vino bebían, eran conversadores sedientos. Y lo cierto es que su entusiasmo era peligrosamente contagioso y resultaba difícil evadirse de esa atmósfera de camaradería y sofisticación. Poco a poco fui dejándome contagiar por su espíritu vital y festejador y accediendo a consumir voluntariamente algunos alimentos prohibidos, beber bebidas alcohólicas como vino o güisqui e incluso fumar habanos. Fue un proceso paulatino y casi inconsciente, pero se podía decir que al segundo mes de mi reeducación ya me encontraba perfectamente integrado en el grupo y participaba activamente en sus simposios, comiendo y bebiendo como el que más.
Daba fe de mi acusado «síndrome de Estocolmo» mi rostro enrojecido por el vino y los diez kilos que en tres meses engordé por los nutritivos y calóricos alimentos que ingería. Me sentía feliz siendo miembro de un grupo y disfrutando de la amistad de tipos sofisticados y algo divinos con los que, en mi anterior vida, jamás habría soñado con relacionarme. Me trataban como uno más de ellos y podía pasarme horas escuchándolos conversar y, lo mejor, ellos a mí también me escuchaban y respetaban mis opiniones; me hacían sentir como si también yo fuera inteligente y sofisticado.
Faltaban unos días por cumplir los cinco meses de mi estancia en el Santuario cuando mi tutor se reunió en privado conmigo y me informó que mi reeducación había concluido.
—Pero falta aún un mes para que concluya el semestre… —le dije.
—¡Lo conseguimos! —dijo alzando los brazos triunfalmente.
—¿Ya está? —pregunté algo molesto.
—Sí, tu aprendizaje ha terminado. Has resultado un alumno aventajado y consideramos que ya estás reeducado. Has superado nuestras mejores expectativas. Estamos muy contentos con el resultado —me dijo mientras manipulaba la pulsera alrededor de mi tobillo para liberarme —enhorabuena, ya eres uno de los nuestros.
—¿Y ahora qué?
—Te liberaremos y tendrás que reintegrarte a tu anterior vida. Nos servirás, si tú quieres, de infiltrado en la policía de la salud, esa será tu función dentro de la organización.
—¿Y para qué exactamente?
—Te pediremos información sobre la estructura interna y las actividades del cuerpo, tú tendrás que proporcionárnosla.
—¿Y los demás?
—Está célula se creó para montar este experimento, ahora toca disolverla y todos volverán a sus vidas, como tú.
—¿No nos volveremos a ver?
—Lo más probable es que no, no sería seguro que nos relacionaran, te recuerdo que somos una organización clandestina. Tal vez cuando se cumplan nuestros fines y consigamos que se derogue toda la legislación restrictiva y vuelvan las viejas libertades, podamos juntarnos todos y recordar este experimento con nostalgia.
—Entonces, me gustaría pedirte un favor.
—Tú dirás.
—Quiero mostrarte un lugar, es necesario que me acompañes y que lo veas con tus propios ojos.
—¿Qué lugar?
—No puedo decírtelo, se perdería el efecto sorpresa.
—No debería, puede ser peligroso.
—Creo que me lo debes.
—No sé… sí, es posible que sí te lo deba, pero…
—Está en la ciudad. La visita no nos llevará más de un par de horas.
Dudó unos instantes mientras me miraba intensamente, como tratando de escrutar mis intenciones
—Vale, mañana me llevarás a ese lugar y luego nos despediremos para siempre ¿te parece?
—Perfecto, no te arrepentirás.
Esa noche se hizo una gran fiesta de despedida y se bebió incluso más de lo habitual. Todos estaban muy contentos y me felicitaron por mi reeducación. Al día siguiente, cuando me levanté, el campamento estaba vacío, todos, excepto mi tutor y otro instructor, se habían marchado. Me metieron en la parte de atrás de la furgoneta sin ventanas en la que me habían traído hasta aquí y volvimos a la ciudad. Les pedí que nos llevaran a la boca de una estación de metro y cuando llegamos le pedí a mi tutor que se apeara conmigo.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
—Tú sígueme y no hagas preguntas.
Fuimos caminando hasta la entrada del edificio de un hospital muy alto. En la entrada mi reeducador me miró extrañado y con un gesto le invité a entrar. Cruzamos el vestíbulo y subimos a un ascensor.
—¿Has leído la Divina Comedia? —le pregunté, aprovechando que estábamos solos en el ascensor.
—Sí —contestó mirándome con suspicacia.
—Pues yo no, pero sé que trata de un descenso a los infiernos y he aprendido unos versos que suelo recitar cuando traigo a alguien aquí, es un sitio muy especial.
El ascensor se detuvo en el piso noveno.
—Es por aquí donde se va a la ciudad del llanto, por aquí se va al dolor eterno y al lugar donde sufre la raza condenada —recité el párrafo que tenía aprendido.
Mi tutor me miró extrañado, reticente a continuar la visita, pero lo agarré del brazo y le obligué a acompañarme.
—Ven conmigo —le ordené.
En el piso noveno padecían los fumadores con afecciones de pulmón, dos largas filas de camas con pacientes consumidos como faquires, sujetos tosientes y expectorantes enganchados a una botella de oxígeno y esputando espesas flemas oscuras.
Mi tutor enmudeció al contemplar hacinados a esos espectros lúgubres y expectorantes y escuchar el silbido pulmonar del coro de enfisemas.
—Sobreponte, esto sólo es el principio —dije tirando de él.
Bajamos al piso octavo donde moraban los alcohólicos crónicos enfermos de cirrosis. Individuos amarillentos de ictericia como canarios, con los abdómenes hinchados, la piel cubierta de arañas vasculares y vomitando sangre negra.
—Para estos tipos ya no habrá más joie de vivre, como tú denominaste al proceso de envenenamiento progresivo de los alcohólicos.
—Pobres tipos… —pudo por fin articular.
—No te compadezcas, son hombres libres como tú.
Seguimos descendiendo. En el piso séptimo se encontraban los obesos mórbidos, seres monstruosos incapaces de moverse por ellos mismos, apoltronados en camas reforzadas y con la grasa rebosando por ambos lados.
Más abajo, en el piso sexto se confinaban los adictos a las grasas saturadas e infartados por sus arterias asfixiadas por el colesterol.
—Ya basta, no quiero seguir —dijo mi instructor asqueado por el espectáculo, casi amarillo.
—¿No? Falta lo mejor, abajo están los enfermos de cáncer: hígado, pulmón, esófago, laringe, colon, recto…
—Por favor, no quiero seguir.
—¿Te lo vas a perder? Son vividores como vosotros, vividores que ya no vivirán mucho más.
—Supongo que es el precio que hay que pagar.
—¿El precio que hay que pagar? Mi padre era alcohólico y murió con el hígado reventado de beber. Cuando volvía a casa borracho perdido, la tomaba con mi madre y le daba unas palizas que la baldaba. Para ella fue una bendición que muriera, pero no le sobrevivió mucho, fumaba como una carretera y murió poco después de cáncer de pulmón.
—Es el peaje de la libertad…
—¿Creías que tu experimento, el pequeño juego que os habéis llevado, funcionaría conmigo?
—Esperábamos que sí.
—Vosotros, revolucionarios de salón, terroristas pijos… me dais asco. Preferiría que fuerais poniendo bombas y pegando tiros, al menos, os respetaría ¿Creíais de verdad que vuestro jueguito funcionaría conmigo?
—Pensábamos que te ayudaría, que acabarías menos solo.
—¿Pensabais que vuestra sofisticación, vuestro esnobismo impresionaría a un marginado como yo? A un paria sin amigos y sin nadie que le quiera ¿verdad? Un tipo como yo se dejaría convencer fácilmente, sólo hacía falta hacerle sentirle especial, sofisticado, integrado… querido.
— Queríamos demostrar algo…
—Yo no soy ninguna rata de laboratorio, yo soy un ser humano, un ser humano ¿Entiendes? ¡Un ser humano! Tengo sentimientos, no podéis jugar conmigo. No quería ser el sujeto de ningún experimento, una cobaya con el que podéis jugar a científicos y luego tirar a la basura. Yo sí os demostraré algo, os demostraré que el sistema funciona y quien incumple las leyes lo termina pagando.
—¿Vas a arrestarme?
—No, no voy a arrestarte, y no voy a hacerlo porque sé que a ti y a los que son como tú les espera, más temprano que tarde, algo mucho peor, un padecimiento terrible, un sufrimiento atroz. Un cáncer lento e implacable, un cáncer que ya anida en ti y que prospera en la oscuridad de tus tejidos, contagiando a tus células sanas e invadiendo tus órganos. Después afectará tus ganglios y se diseminará por órganos lejanos, consumiendo todo tu cuerpo hasta que, después de mil padecimientos, finalmente te fulmine ¡Yo, yo, yo… te condeno… a morir!
Se me quedó mirando un instante y después preguntó:
—¿Eso es todo?
Me sentía un poco ridículo porque mi parlamento no había tenido el efecto que había previsto. Como no contesté, insistió:
—¿Eso es todo? ¿Puedo marcharme ya?
—¡Márchate! —le ordené con los ojos empañados por el llanto contenido.
Llamó al ascensor, las puertas se abrieron con un tintineo y mi tutor entró en la cabina.
—Recuerda lo que te dije: muere más gente de soledad que de cáncer, y tú estás muy solo. Sigue mi consejo, aunque te rompan el corazón, es mejor para ti que…
Las puertas se cerraron y el ascensor inició el descenso. Me quedé sólo en el rellano, pensando qué podía ser aquello que, aun siendo mejor para mí, me acabaría rompiendo el corazón.
Manuel Moreno Bellosillo. Nacido en Madrid en 1973. Estudió Humanidades en la Universidad Autónoma de dicha ciudad. Tiene un puñado de poemas y cuentos dispersos en diversas publicaciones. Del género mixto negro esperpéntico y ciencia ficción ha publicado en Internet, bajo el seudónimo de Horacio Hellpop, una novela titulada El Hombre orquesta sobre un mundo preapocalíptico como el actual. De ciencia ficción ha publicado en la antología Visiones 2012 un cuento titulado La sonrisa de Mickey Mouse y en la antología Distopía de Cryptshow el titulado Moonwalkers, así como varios otros cuentos y numerosos microrrelatos.
👀 Lee otros relatos de este autor (en Almiar): La máquina de Ctesibio · Ferocidades
Contactar con el autor: mmbellosillo [at] hotmail [dot] com
🖼️ Ilustración: Fotografía por JackieLou DL, en Pixabay
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 139 • marzo-abril de 2025 • 👨💻 PmmC
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Excelente relato amigo y muy factible con los tiempos que corren, no me sitúo a ningún lado, eso si…
María, muchas gracias por tu comentario, es emocionante recibir una reacción de un lector y, si es positiva como la tuya, pues miel sobre hojuelas.