relato por
Rubén Santos Herrera

 

A

las doce en punto estaba trepándome al autobús. Todos decían que el último pasaba a las once y media de la noche. Once cuarenta, para ser más justos. ¡Qué suerte tengo!, pensé. Pagué, me dieron el vuelto y el boletillo de papel que no dudé en arrugar e introducir a la bolsa de mi mochila. Contemplé los asientos. Todos ocupados excepto los del fondo. Fui, me incorporé. Miré en el cristal cómo dejábamos atrás los supermercados que bajaban sus cortinas, los centros nocturnos que hacían lo contrario, y que se miraban a lo lejos como pequeños puntos encendiéndose.  Después de un buen rato de ver las lucecillas, me recosté en el espaldar, cerré los ojos y recordé las películas que pasé viendo desde la tarde con mis amigos: películas de terror antiquísimas. Aunque debo confesar que no veíamos la película por placer, sino que, como a esas películas ya nadie asistía y las salas quedaban vacías, podíamos contrabandear vodka o cervezas. No obstante, en el transcurso a casa, y en medio de esos recuerdos, me empezó a doler la cabeza, me estaba arrepintiendo, me resigné pensando que al día siguiente tardaría en despegar los párpados a las cinco, por la posible cruda, por el cansancio, por los regaños. Me sentía un poco mareado que decidí no abrir los ojos después de media hora. Hubiera sido bueno descansar esos treinta minutos, pero escuché cómo el chofer obligó a la máquina a frenar de golpe, acto seguido de mis dedos clavándose en el respaldo de adelante para no llevarme un porrazo  en la frente. Asomé a la ventana para inspeccionar, pero nada, todo oscuro. Estaba seguro de que allí el bus no daba paradas, pero no me importó tanto como las ganas de vomitar que tenía. Miré a los lados, a nadie pareció importarle, ni el conductor preguntó si todo estaba bien, ni disculpas. Se limitó a abrir las puertas, y de pronto aparecieron unas pálidas manos que se asían de donde podían y pagaban al conductor. Era una anciana corpulenta, apestaba a comida para pollos, a suciedad, a humedad. Llevaba gafas de sol y una pañoleta roja en la cabeza. Me dije que no tenía sentido que aún las conservara puestas, si hacía mucho se había apagado el sol. Siempre me habían parecido extrañas esa clase de personas, no era la primera vez que veía a alguien con ese aspecto, pero había algo diferente en ella. Yo que no soy de orar, recé para que pasara de largo. Tal vez me escuchó, porque se había ido directo al fondo. Suspiré, pero fue por poco tiempo, minutos quizá. Vi su reflejo en el cristal, ahora estaba plantada junto a mí. Giré la cabeza por cortesía, para averiguar si necesitaba un asiento.

—¿Desea sentarse?

Pero no respondió. Solo estaba parada como una estatua, estática. Podría jurar que ni siquiera pestañeaba, pero sus largos lentes oscuros me impedían confirmarlo. Despejé un asiento, arrimándome al contiguo. Prefería mirar por la ventana que ver el pasillo, que verla a ella. Pasó un buen rato, la mujer seguía de pie. Bostecé, pero cuando me restregué los ojos, ella ya estaba a mi lado. Sofoqué un grito pero no pude hacer lo mismo con mi cuerpo, que dio un pequeño tirón de sorpresa. Y por un segundo, la mujer sonrió. Tenía los dientes amarillos y chuecos. Despedía un aliento sulfuroso que me era difícil soportarlo.

En algún momento debí estar tan aburrido para acechar lo que traía en su bolsa. ¿Qué más?, me dije, el maldito alimento para pollos. Pero no había nada. ¿Por qué demonios alguien cargaría con una bolsa vacía todo el día?, pensé, y la mujer, como si me hubiera leído la mente, volvió a sonreír. Pensé que era rara, así nomás, y preferí reposar la testa sobre el vidrio, pensando que si me concentraba en las luces de los autos podría ignorarla. Total, ya hasta me había acostumbrado a su olor, o a lo mejor ya me estaba desmayando a causa del mismo.

Ya estaba dormitando, y seguía contando los faros de los autos que cruzaban, cuando recordé que aquella ruta no pasaba por la carretera. El vodka me trepó por la garganta, quemándomela ¿Y si me había confundido de autobús?, tendría que caminar por la carretera oscura hasta llegar a casa. La mujer volvió a sonreír. Me quise bajar, pero la mujer no se movía, no me dejaba llegar al pasillo. Busqué a los demás pasajeros, y de pronto, ya todo estaba vacío, oscuro. El chofer se había desvanecido y en su lugar solo estaba el volante que daba giros al azar. La mujer ahora empezaba a reír, estuve a punto de tomar su cuello entre mis manos y sacudirla, cuando desperté. Eran las cinco de la mañana. Mi madre llamó a la puerta. Aún estaba oscuro. No recordaba nada. Preferí tragarme la versión de que aquella historia fue un mal sueño. Me vestí. Guardé algunos cuadernos en la mochila, me mojé la cara, bajé y desayuné. Me despedí de mis padres, y de hecho, salí más temprano que de costumbre. Seis menos cuarto. No había un alma en la estación. Esperé paciente. Deambulando con la mirada los alrededores. Tratando de recordar si lo de ayer fue un mal sueño. Decidí que para esfumar mis dudas lo mejor era llamar a los amigos con los que salí el día anterior. Tres no contestaron, hasta que el cuarto logró hacerlo y dijo: ¿No duermes o qué? ¿Qué haces despierto tan temprano? La clase comienza a las nueve. ¿Qué quieres? Dime para que regrese a dormir. Hice la pregunta tan rápido que creo que ni me entendió. La volví a repetir, ahora mejor articulada y firme: ¿Recuerdas cómo he regresado a casa anoche? A lo que él respondió entre carcajadas: ¿De veras no te acuerdas?, desde las nueve ya estabas briago, Joaquín. Ni modo que te dejáramos venir solo cuando apenas te podías mantener en pie. Suerte tienes que tus padres habían salido. Estaba sola la casa. Te llevamos hasta tu cama, para que veas que en serio eres nuestro hermano. Ahora déjame dormir. Respiré hondo. Le agradecí y colgué. Me senté en un banco esperando el bus. A fin de cuentas terminé confesándole todo a mi mamá por teléfono, a sabiendas de que me iba a castigar, pero queriendo confirmar la historia. Efectivamente me dijo que apestaba a licor. También había visto a mis amigos escabullirse entre las esquinas cuando regresaba a casa con mi padre, pero no le había dicho nada a este, porque luego se enfurecía peor que ella. No me había comentado nada ni me castigó porque aprobé matemáticas, pero me dejó claro que la próxima vez no la iba a contar.

Llegó el transporte, más temprano de lo normal, apenas habían dos personas sentadas, cabeceando. Tomé asiento. El conductor esperó un rato para ver si nadie más se animaba a subir. No tardó mucho en encender el motor. Los kilómetros pasaron volando y la luz del sol empezaba a colarse entre los matorrales, proyectando las siluetas de los árboles sobre el asfalto. Fue en ese entonces que algo cruzó fugazmente en la carretera. El autobús se detuvo en súbito. Estuve a punto de impactarme la frente como en mi sueño, pero esta vez el conductor sí preguntó si todo andaba bien, se preocupó al menos. Revisé las bolsas de mi mochila, porque escuché cómo algo se partía en dos dentro de ellas. En una había un boleto de papel corrugado. En la otra, una pañoleta y unas gafas de sol rotas. Se me vino a la mente la imagen de la mujer sonriendo, y volví a sentir el vodka en la garganta. A partir de ese día, nunca más volví a viajar en autobús a las doce.

 


 

Rubén Santos Herrera (Mérida, México, 1999). Es estudiante universitario en la Universidad Autónoma de Yucatán. En su tiempo libre lee, y es recientemente cuando ha tomado la iniciativa de plasmar sus propias ideas. Asimismo, ha colaborado con la revista Letralia.

📩 Contactar  con el autor: rubenherreraautor [at] gmail.com

👁 Lee otro relato de este autor (en Almiar): Los labios de azúcar

Ilustración relato: Fotografía por radonracer / Pixabay [dominio público]

 

biblioteca relato Rubén Herrera

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 102 · enero-febrero de 2019

Lecturas de esta página: 262

Siguiente publicación
No era fácil callar a los niños. Veinte años de…