relato por
Manuel Moreno Bellosillo

 

A Rafa Moreno, por supuesto

A

manece en la Gran Sabana venezolana. Como una foto que se revela, poco a poco aparece el paisaje y a la vez el firmamento estrellado se va desvaneciendo. La sabana se extiende ondulante como un inmenso mar de ocre. A la distancia, aquí y allá, se alzan los promontorios de arenisca que los indígenas llaman tepuyes y que se antojan colosales templos de alguna remota civilización de gigantes desaparecida hace eones.

Ana y Carlos lo observan aburridos desde el hide que todas las noches montan un par de horas antes del amanecer para dar caza a la presa por la que han venido desde tan lejos. Sus armas no son de fuego, son cámaras, teleobjetivos y grabadoras con la que tratan de documentar la observación de una extraña ave; éstas y una enorme paciencia silenciosa son las herramientas fundamentales de un buen ornitólogo.

Ana y Carlos se conocieron estudiando en la facultad de biología de la Universidad Complutense. Su encuentro parecía predestinado y en cuanto se vieron se reconocieron como dos rarae aves. Ella era como un gorrión: bajita, rechoncha, gregaria y confiada; y él como un bisbita: delgado, esbelto, solitario y nervioso. Carlos la cortejó dando saltitos muy vistosos y agitando los brazos alrededor de ella como la danza nupcial de las grullas de Manchuria y ella fue incapaz de resistirse. Se enamoraron como sólo dos ornitólogos pueden hacerlo y prometieron ser fieles el uno al otro como una pareja de albatros.

Cuando terminaron sus especialidades en zoología, la universidad les becó para un proyecto que resultaba un sueño para cualquier ornitólogo: el redescubrimiento de un ave que se creía desaparecida. Había rumores de avistamientos en el parque nacional de Canaima de un ave tan rara que se había catalogado como extinta en los manuales de ornitología: el vocinglero dorado.

El vocinglero dorado o stultus vocifer era un pájaro del tamaño de un mirlo que habitaba las llanuras de Sudamérica y cuya denominación al parecer devendría de su llamada nocturna de apareamiento, un grito tan ruidoso y rechinante como unas uñas metálicas arañando una pizarra. El pálido color amarillento del macho no justificaba en modo alguno el áureo apelativo. Aunque era ave diurna y de corriente discreta, en la época de apareamiento chillaba estridentemente por la noche a fin de atraer a las hembras y disuadir a los machos de su especie. Álvaro Guzmán, cronista de la expedición de Alonso de Ojeda por Venezuela, hace referencia a él diciendo «… atravesando la Gran Sabana de Venezuela ocurrió algo que debe mencionarse en estas crónicas: antes del amanecer se oyó un estrépito metálico como si un ejército entero afilara sus espadas y los expedicionarios nos levantamos aterrorizados y algunos se tapaban las orejas y gritaban de angustia. Aquello sucedió más noches y un indio de los que habitan en esa zona nos dijo que se trataba de un tipo de ave, del todo inofensiva, aunque ellos la consideraban de mal agüero». Darwin también la menciona en su diario de viaje en el Beagle, anotando: «… y habita en las llanuras sudamericanas un ave en general bastante estúpida e insignificante, a excepción de su llamada nocturna, que resulta tan estruendosa y desagradable que en términos evolutivos está pidiendo a gritos su extinción [1]».

Antaño bastante común por las llanuras sudamericanas en el último siglo el vocinglero había menguado su número hasta casi la extinción debido, según los expertos, al avance de la civilización y, sobre todo, a la inquina que provocaba su llamada nocturna de apareamiento.

Sus avistamientos en la Gran Sabana venezolana habían suscitado el interés de ornitólogos de todo el mundo y se puede decir que la sociedad ornitológica estaba pendiente de la pareja de ornitólogos. Sin embargo, después de tres meses de rigurosa observación y vigilancia, no habían podido documentar la pervivencia del vocinglero ni encontrar un indicio de su existencia. Poco a poco, a medida que se terminaba la época de apareamiento y se acababa el dinero de la beca, las esperanzas de los investigadores se desvanecían como se desvanecen las estrellas cuando amanece.

 

Desmontaron el refugio y fatigosamente volvieron al campamento, cargando el equipo y levantando con su arrastrado caminar una nube de polvo tras ellos. Se sentían frustrados, habían venido de muy lejos atraídos por la llamada del vocinglero dorado y no había ni rastro del esquivo pájaro. Carlos se tomaba el fracaso de la expedición como algo personal, era ambicioso (sí, también un ornitólogo puede ser ambicioso) y había puesto en el proyecto muchas ilusiones. Se estaba volviendo taciturno y huraño y parecía que el fracaso le atacaba los nervios, pues el cuerpo se le había cubierto de ronchas rojizas que no se paraba de rascar y el pelo se le empezó a caer a mechones de tal manera que su cabeza se asemejaba al culo de una gallina desplumada. Ana se lo tomaba de una forma más natural, pero le afectaba el cambio de humor de Carlos y su aspecto físico le empezaba a resultar desagradable.

Llegaron al campamento y durmieron hasta la hora de la comida. Después de comer se ocuparon de las labores de mantenimiento del campamento y por la tarde, mientras Carlos tomaba notas y preparaba la memoria de la expedición, Ana se fue a dar su vespertino paseo alrededor del campamento. Esa era su rutina cotidiana, pero ahora el ambiente en el campamento estaba enrarecido, había suspicacias entre los dos y apenas se hablaban, así que esos alejamientos funcionaban como válvulas de escape en una olla a presión.

Empezaba la estación lluviosa y por la tarde pesadas nubes acostumbraban a reunirse sobre la sabana y descargar bastante agua, a veces en forma de tormenta. Ana solía regresar al campamento antes de que rompiera a llover, pero en esta ocasión tardó más de los habitual y cuando llegó empezaban a caer gruesas gotas sobre la tierra, aunque de forma más tímida de lo que se presumía de lo negro del cielo.

Carlos la debió notar alterada y le preguntó qué le pasaba.

—Nada… —contestó Ana, pero como era imposible disimular su agitación, seguidamente rectificó—: Lo he visto, Carlos, lo he visto. Lo he tenido a un metro de distancia. Lo podía haber cogido con mis propias manos.

—No es verdad. No te creo.

—He hecho fotos, tengo docenas de fotos; son mías.

—Mientes. ¿Dónde lo has visto?

—Por allá. —dijo Ana señalando ambiguamente al este.

—¡Llévame hasta allí! —le ordenó.

—No, yo lo he descubierto.

—Mentirosa, no lo has visto…

—Ja, ja, ja, sí lo he visto y tengo fotos. Seré portada del National Geographic como Jane Goodal, Nature publicará mi descubrimiento.

—Zorra desagradecida, yo te traje aquí, yo lo tendría que haber descubierto. ¡Enséñame las fotos!

—No, son mías, yo las hice. Yo soy la redescubridora del vocinglero dorado.

Por fin había empezado a caer agua de verdad y la pareja de ornitólogos se estaba empapando debajo de la lluvia, aunque parecían no darse cuenta.

—¡Estúpida gorda, dámelas! —le gritó Carlos agarrándole de la solapa de su guayabera.

—No te las daré, perro sarnoso, yo lo he descubierto y tú no.

Ana empujó a Carlos que salió despedido cayendo en un charco. Ana se empezó a reír y Carlos lleno de furia se levantó y se lanzó sobre ella con un placaje de futbol americano, cayendo los dos al suelo. Las nubes y la lluvia oscurecían toda la sabana, pero los relámpagos alumbraban la contienda a ráfagas, como una película antigua que le faltaran fotogramas.

Los contendientes rodaban por el suelo uno encima del otro y gritaban salvajemente. Se golpeaban, se tiraban del pelo y se mordían. Por fin Carlos ganó la posición y empezó a estrangular el cuello de Ana. Pero algo así como un último atisbo de humanidad le hizo aflojar la presa, ocasión que Ana aprovechó para quitárselo de encima y ponerse a horcajadas sobre él. La tormenta parecía estar directamente sobre ellos y los truenos se sucedían a los relámpagos sin intervalo.

Ana alcanzó un pesado teleobjetivo que había rodado al suelo en la trifulca y cogiéndolo con las dos manos lo alzó sobre sí y golpeó la cabeza de Carlos con todas sus fuerzas. La explosión de un trueno amortiguó el ruido del cráneo al quebrarse y pequeñas gotas de sangre y salpicaduras de masa encefálica rociaron el rostro de Ana. Ella siguió golpeándole en la cabeza con el teleobjetivo una y otra vez, invadida por un frenesí que no podía detener. Finalmente se derrumbó sobre el cadáver jadeando ruidosamente, ahogada por el esfuerzo de la pelea.

 

Había dejado de llover. El cielo se abrió y el sol batió sobre la sabana con una luz prístina, suave, como sin estrenar, como debieron ser los primeros rayos de la creación. La lluvia había desprendido el olor de la tierra y calaba todo el aire con su aroma. Los pájaros, vulgares pájaros cantores, empezaron a trinar aquí y allá alrededor del campamento, aliviados y exultantes por escapar del diluvio.

 

 

[1]  Algunos expertos en la obra de Darwin consideran que esta nota fue una interpolación posterior a la redacción del diario.

 


 

Manuel Moreno Bellosillo. Nacido en Madrid en 1973. Estudió Humanidades en la Universidad Autónoma de dicha ciudad. Tiene un puñado de poemas y cuentos dispersos en diversas publicaciones. Del género mixto negro esperpéntico y ciencia ficción ha publicado en Internet bajo el seudónimo de Horacio Hellpop una novela titulada El Hombre orquesta sobre un mundo preapocalíptico como el actual. De ciencia ficción ha publicado en la antología Visiones 2012 un cuento titulado La sonrisa de Mickey Mouse y en la antología Distopía de Cryptshow el titulado Moonwalkers, así como varios otros cuentos y numerosos microrrelatos.

Contactar con el autor: mmbellosillo [at] hotmail.com

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 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 107 · noviembre-diciembre de 2019

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