relato por
Francisco Juliá Moreno

T

oda la semana me vienen asaltando vagos recuerdos de lecturas pasadas de Onetti, polvorientas casi en el desván literario, desgranadas como lentas horas de vacilación. Lo que destapó la caja de Pandora de semejante recherche fue la compra por dos euros de una decrépita edición de Bruguera (libro amigo) de Los adioses. La adquirí porque tenía una tapa diferente del ejemplar que guardaba en mi biblioteca y que leí hace bastante tiempo. La portada era más llamativa, más sugerente, más existencial. Semejante ligadura, esporádica en el hombre maduro a quien tienta recuperar viejos recuerdos, me predispuso a dejarme envolver, de nuevo, en el enmarañado  microcosmos onettiano. Traté, llevado por este inicial entusiasmo, de releer la novela pero no pasé de las primeras páginas. Y es que la lectura de Onetti exige afinidades y cautelas, y pese a toda intención favorable, se hace francamente difícil. Se necesita un estado de ánimo peculiar que nos predisponga, hallar un ambiguo goce en degustar por una u otra razón el sabor amargo de la derrota, empatizando con sus páginas dubitativas, llenas de decepción, de indiferencia, de deseo a veces insano, de desdeñosas omisiones, casi de hastío, y dilatándose en tantear en el menoscabo del tiempo.

Los adioses fue una de las obras de Onetti que leí con mayor gusto, porque su estilo circunloquial, subordinado, divagatorio, manifestaba una originalidad novedosa para mí, entrañaba una porosidad poética. Nunca fui devoto de Faulkner, por eso el intrincado discurso de Onetti despertó mis sensores estéticos, me pareció novedosa su propuesta, una parcela literaria de la que uno se siente huérfano. Su prosa desprendía una cadencia distinta, su atmósfera un asfixiante hábitat de inquieta incertidumbre, en territorios inmersos en la penumbra y la transgresión.

De un modo u otro, la semilla había sido otra vez plantada. Pronto arraigaría y, tal vez al día siguiente, me hallaría desempolvando sus obras del anaquel de mi biblioteca, buscando un olvido que el alma echa en falta. Llegado el momento, me conformé con releer algo breve, y me decidí por sus cuentos completos. Cómo no, recalé en El infierno tan temido, relato que tanto la crítica como el propio Onetti consideraban uno de sus mejores logros. Dicen que el cuento surgió de una apuesta, pero que el escritor ya conocía algunas de las piezas esenciales de su puzle. Tras leer las primeras páginas me encontré pesaroso, apático, y lo dejé reposar. Como lo leía recordándolo, su entramado no conseguía engancharme, seguramente la semilla había caído entre abrojos, y su mundo se me deshilachaba buscándole congruencias, pues las mías actuales se habían fijado a más concretas consistencias. Más tarde, insistiendo en el relato, traté de continuarlo a través de un audiolibro de YouTube, pero la dicción del narrador no acabó de convencerme y salí de la grabación sin concluirla. Juzgué que acaso me había equivocado de obra y me animé a retomar alguna otra, como El astillero. Según cuenta el propio autor fue escrita de un tirón, porque no pudo soslayar el ímpetu que le demandaba el relato. Bajo esas apreturas da gusto escribir; nada ofrece más satisfacción que trabajar en esas narraciones que urge concluirlas. Dice que lo escribió en un impasse entre la redacción de Juntacadáveres, novela que en su parte final —afirma— acusó esa demora, malográndose sensiblemente (suele ocurrir con la novelas relegadas y que se vuelven a retomar al cabo del tiempo). El astillero parece ser a día de hoy su novela más celebrada: se la encuentra en casi todas las librerías. Existe hasta una edición menesterosa en los libros RTV. Lo digo porque esta tarde he bajado a rastrear por los santuarios del libro alguna obra suya, pues carezco algunos de sus títulos; los dejé estar tras leer La vida breve, de la que me abrumó su trastienda de fulanas, esos círculos concéntricos que confluyen en la Queca y ese apartamento opresivo, cuya vicisitud sólo separa el pudor de un tabique y un recurso narrativo. Mi reputación no estaba como para bollos. Si hubiera culminado su lectura, hubiese considerado mi intimidad promiscua, mi juicio se habría mancillado, menoscabado mis certezas, emparejado a ese marino que perdió la gracia de la moralidad.

De todos sus otros libros, el que se insinuaba con mayor intensidad para ser adquirido era El pozo, que sólo conocía por referencias. Era su obra inaugural como escritor, envuelta en ese nimbo añejo pero impune. Como todas las primeras obras, deberá ser de las más pasionales, donde el autor pone en el asador lo mejor de sí mismo, sus tajadas más suculentas. Se la conceptúa como una obra existencialista, paralela en el tiempo y la intención con La náusea, de Sartre, o El extranjero, de Camus. ¡Dos obritas que infunden exultante jovialidad! Auguraba retirarme con ella bajo el brazo a mí casa, y consumar su vicio solitario tendido sobre el sofá; pero en las librerías de Alicante no he podido encontrarla. Si se la busca en las redes, únicamente te tienta poseer la primera edición, a un precio que disuade. Del resto sólo he hallado alguna edición mediocre de El astillero, y nada más. Sus libros no parecen abundar. Onetti debe de ser otro de los que gozan el disfavor del público, viejos elefantes solitarios cuyo marfil es el más apreciado, de tal manera los persiguen y acosan los furtivos. El público ordinario exige besamanos de pluma amena que lo adule, feladores que lo satisfaga. Los escritores difíciles, arduos, y de pocas concesiones, se ganan pronto la grima de los lectores, cuyos ojos lerdos se pierden entre sus renglones, acaso porque estos necesiten de esos otros, escasos, lectores letraheridos, cómplices, preparados para sus obras enigmáticas y que acepten el soborno. Onetti siempre fue un solitario, un integrante de esa inmensa minoría, sórdida y adulterada. Su obra no es óptima para dirimir una postura ética, ni por supuesto para la edificación espiritual. Su alma lejos del vergel vaga por un páramo, y sólo en lo remoto presiente la pureza, esa inusualidad que su alma persigue. No debe extrañar que sus libros escaseen, que su calado literario choque con las expectativas triviales del mercado. Onetti solo está hecho para el lector apto para la vianda poco cocinada, y no para el impúber aún no destetado.

 

Nada sería la novela negra sin la aportación de Raymon Chandler al género; a él se deben las más sugestivas tramas y el perfil del mejor personaje, Philip Marlowe.

Se dice que Hammett fue su inventor y Chandler su encumbrador. Solo ellos eran la verdadera novela; lo demás no pasa de plagio. Toda tentativa de emularlos acaba en el fiasco. El vigor de aquella novela oscilaba en unas coordenadas de tiempo y crisis. Fue, sin duda, hija del «gran crack» y sus consecuencias. Aquella sociedad fracturada y paupérrima fue su caldo de cultivo. De ella nacieron febriles personajes como Gutmann «El gordo» y Joel Cairo, perseguidores acérrimos de una entelequia: el mítico «halcón» fraguado con el material con que se forjan los sueños. Sin duda, es la frase más feliz de El halcón maltés de Huston, o mejor en su versión doblada al español, acaso porque a Hammett tal definición le pareciera abusiva cuando no pretenciosa, puesto que en el original inglés carece de coloratura. Las frases en Chandler, por su parte, son más concisas, modestas y escépticas, aunque seductoras y bífidas, con una mordiente admirable. Ambos autores nos son más cercanos por el cine, aunque todavía pertenecieran a un tiempo donde se consumían con fruición los folletines de a dólar. Aún pervivía el gran tiempo de la letra impresa. En nuestros días el último gran devorador del género fue Onetti, como nuestros lectores viciados, amantes de lo aciago no de las letras, lo hacían con Estefanía. El uruguayo consumía, ejemplar tras ejemplar, tendido en la cama, con el cigarrillo colgándole del labio y el vaso de vino en la mesilla de noche, junto a un ruidoso reloj despertador, de esos de campanilla, que solía sonar estridente en el medio del tedio de la madrugada insomne. Porque el autor no tenía horas fijas para escribir, y a veces ese deseo le asaltaba a mitad de la duermevela, mientras imaginaba las vicisitudes de los pobladores de Santa María, colección de ciudadanos condicionados por la desengañada realidad de sus vidas, en una población incierta, en una apariencia paralela. Aquella noche, tras la lectura menor de un relato de Chester Himes o Ross Mcdonald, o acaso del preferido Simenon, Onetti no podía dormir. Ni el vino que lo sumía en una modorra muy parecida al sueño conseguía entonces relajarlo. Desvelado, cogió otra novelita de las que yacían en el suelo, junto a la cama, sin fijarse mucho en la elección, pues leía varias a un tiempo. Abrió la página por la señal de lectura, donde la dejara días atrás. Como en las novelas del género, la trama era bastante intrincada. Desmenuzaba la vida anodina de un escritor de novela galante, adicto a la morfina, cuyo matrimonio se hallaba en entredicho. Sabía que su mujer lo engañaba. Incluso sospechaba de quién podría ser su amante, miembro conspicuo de su mismo club. Ignoraba cómo habían llegado a conocerse. Pero se conocían. Una caja de fósforos del club, con un número de teléfono escrito en el anverso había aparecido en la repisa de la chimenea. No eran suyos, porque ni él ni su esposa fumaban. Los guardó en el bolsillo y no dijo nada a Greta. Sabía que sus encuentros clandestinos se prodigaban cuando él salía de casa, por algún compromiso con su editor o por sus frecuentes visitas clínicas, debido a su salud delicada. Conforme su desconfianza fue fraguando, imaginaba fingir una salida y regresar al poco tiempo para cogerlos infraganti. Sabría entonces lo que debería hacer. Había limpiado y aceitado su vieja pistola, cuya licencia formalizara tras el robo perpetrado en la vivienda años atrás. Desde que estuvo consciente de la infidelidad, guardaba la pistola no muy lejos de sí, para tenerla a mano llegado el momento. Mientras recreaba cómo sería la escena —la brusca apertura de la puerta, los cuerpos de los amantes solazándose en el sofá—, degustaba el diario jerez, imprescindible para sujetar unos nervios que de otro modo se crisparían. Pero entre sorbo y sorbo, degustando detenidamente el licor, notó cierta aspereza en su buqué. Una idea repentina le llenó de espanto. ¿Acaso los amantes no habrían tratado de adelantarse y buscaban consolidar su situación, eliminándole…? Onetti dio un amargo sorbo del rescoldo de vino, de esa botella más vacía que llena. Le había entrado cierto desasosiego, como una inquietud paranoide. Apartó las sábanas, introdujo los pies huesudos en las pantuflas y fue a mirar en la habitación de al lado. Abrió y vio a Dolly, que yacía sobre la cama durmiendo profundamente. La noche silenciosa parecía estancada, ajena al tiempo. La ceniza de su cigarro cayó en el piso. Tras los vidrios oscuros de la ventana se proyectaba la noche de Madrid. Esa ciudad neutral que había escogido para su exilio. Lejana recordaba ya Buenos Aires, y remota, familiar, nostálgica, Montevideo. Hoy día no eran ciudades para ser habitadas por ningún hombre cabal, y menos por un escritor, un columnista de prensa, cuya mosca mantienen tras la oreja los políticos. Vieja Buenos Aires, con sus cafés, Palermo y Caminito, la Recoleta. Durante un tiempo, en la argentina creyó ser feliz; al salir de una de sus confiterías céntricas podría encontrarse a Borges, con quien compartía apellido y discrepancias, tanteando con su bastón de ciego, mientras él paseaba orondo del brazo de su amada por las avenidas. Tenía un cómodo puesto en la redacción de Reuters, y sus colaboraciones eran solicitadas. Hasta que un día todo se jodió, incluso alguien le dijo que en algunas partes sus obras eran leídas. Su temperamento lo abocaba a ser un hombre retraído. Hay gentes de valía que por timidez renuncian a la celebración y al halago. Nunca quiso ser conocido más que por las letras al pie de un artículo; no aspiraba a ser más que un nombre. Pero había otros que querían saber de él, del Juan Carlos Onetti intransferible.

Poco sabía de Madrid; la que conocía a fondo era Santa María. Familiares le eran su plazas, sus principales edificios, incluso sus callejas, sus rincones hediondos, en cuyos vericuetos se perdía transitando los pliegues de su memoria. En Santa María quizá bullera más vida que en Callao. De Díaz Grey y Larsen le eran obvias sus psicologías, pero nada comprendía de esos hombres que cruzaban azorados frente a los semáforos de Gran Vía. Vino a Madrid para que se lo tragara el olvido; sin embargo, en ella halló reconocimientos en el oficio, académicos que babeaban ante ese infierno que a él lo constreñía. Porque Santa María era su paraíso y su cárcel. Encendió otro pitillo. Buscó un cenicero: si no a Dolly le dejaría la casa perdida de ceniza. Porque él era distraído, desordenado… pero no le gustaba que lo tomaran por puerco.

Sólo le llegaba el ruido del Madrid agobiador amortiguado, casi desvaído, a través de la ventanas que casi nunca abría. En invierno era lógico, pero en verano le bastaba servirse del ventilador. Quizá fuese excéntrico, pero para él era lo propio. Si alguna vez se abrían era para evacuar el humo del tabaco. No parecía muy lógico, pero se vive rodeado de muchas cosas que tampoco lo son. Dolly dormía; benditos los seres a los que el sueño protege. Su vigilia era atroz, demasiado lúcida. La lectura suplía sus sueños estériles. Algún médico le recetó píldoras para dormir, que casi nunca tomaba. Se cogía al hilo de la intriga de cualquier novela, y se dejaba llevar como por un laberinto inconsciente como el de los sueños. Podría servir como argucia, pero su cuerpo no descansaba. Milagrosamente durante las mañanas podía dar una cabezadita. No le agradaba cuando a primera hora la asistenta corría las cortinas y dejaba entrar todo el raudal de luz. Quedaba cegado, no podía alcanzar bien las cosas sino tanteando. Tardaba en hacerse con el paquete de tabaco, el mechero, las gafas imprescindibles por su miopía severa. La mayor parte del día permanecía en cama, contando las noches. Tenía temor, porque se lo habían contado, a esos enfermos de cuerpos llagados por permanecer meses, años, en la cama. No podía imaginar que algo semejante le ocurriera, por eso insistía en que Dolly inspeccionara su piel en busca de la menor rozadura. En ocasiones le abrumaba el peso de las horas en la cama, cuando sus piernas se enredaban en la sábanas y las encontraba mortificantes como un sudario. No sabía de qué costado situarse para lograr una posición cómoda en la cama. Esa noche semejante lucha cotidiana le parecía particularmente insufrible. Encontraba tan atroz permanecer en el lecho, que de forma inusual decidió levantarse. En principio sentía como las piernas le flaqueaban, pero paulatinamente fue sintiendo seguros sus pasos. Como todo hombre encamado, juzgaba desacostumbrada la actividad. En la salita, se sentó en el sillón donde solía leer, encendió la lámpara y se sirvió un coñac. Hacía tiempo que no lo hacía, pues era obvia su preferencia por el whisky. El coñac en otro tiempo le producía vahídos, como bajadas de tensión. Había echado mano de él porque era la botella que tenía más cerca. Aunque estaba en el sillón de lectura no tenía ganas de leer. Entre las cortinas corridas de la ventana se insinuaba la noche de Madrid. Por allí entraba una oscuridad con fulgores. Era sábado; toda la ciudad andaría refocilándose. Las aceras recorridas por el zigzag de los beodos; por las esquinas enseñaban la mercancía las mancebas. Las noches de sábado están para que el hombre olvide la condenación del resto de la semana. Se permite el lujo del vicio, que el domingo tendrá la penitencia. Él ya no estaba para nada. Para hacer la maletas y partir de donde no se vuelve. Conoció el placer de esas noches durante los primeros meses en Madrid, en algún momento añoró recuperar la juventud. Pero la mala salud, el desengaño endémico, la perezosa melancolía lo volvió atrapar entre cuatro paredes.

Era comienzos de febrero; tenía un recuerdo caluroso de ese mes, pleno verano en el cono sur. Se le hacían inverosímiles las frecuentes heladas madrileñas, cuando la escarcha dejaba su huella en los cristales. Aquella noche el calor hogareño en contraste con el frío exterior los había empañado un tanto. Había que frotar la superficie para llegar a ver con claridad. Abajo en la calle se divisaba la misma acera de siempre, bajo la penumbra de una farola mortecina. Sabía que a aquellas horas casi nadie la transitaba, pero esa noche, apoyada al quicio de un portal, una figura y una sombra se proyectaban. Dedujo, por la insolencia de la pose, el garbo en el juego de la cadera, que se trataba de una mujer. Entre la falda, algo entreabierta, se destacaba su muslo bien contorneado. De largo en largo pasaba un transeúnte, y ella se adelantaba con un cigarrillo entre los dedos para pedir fuego. Algunos se detenían, y luego continuaban su camino. Sólo uno complace su demanda, intercambian una corta charla y luego penetran juntos en el portal contiguo. Así sucedió muchas noches durante varias semanas.

Después de ver penetrar por enésima vez a una pareja en el portal, el peso de la noche lo venció. Se dejó caer en el sillón de lectura y pronto el sueño le hizo cerrar los párpados. Vio avanzar por esa acera de enfrente, por lo común vacía, a un individuo alto, cubierto con un sobretodo. Al llegar a la altura de la mujer, se volvió ante la demanda habitual que esta hacía a quien pasaba. Al dar la lumbre con el encendedor, giró el rostro y advirtió que aquel individuo tenía su mismo rostro y que sus andares eran iguales a los suyos. Los vio penetrar en el edificio y subir la escalera hasta el piso primero. Entraron en el apartamento, y se dirigieron al dormitorio. Observó cómo se desvestía la mujer, envueltos en una luz penumbrosa. Se tendió con ella en el catre, y después de besarla en la boca, percibió que aquellos labios dejaban un gusto como de podredumbre, y que su hálito exhalaba la esterilidad de la muerte. Onneti ya no despertó.

 


 

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🖼️ Ilustración relato: Imagen por Pedro M. Martínez ©

🔖 TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

El encaje en Onetti y el género negro El encaje, por Carmen López León. En Margen Cero («Magazine», 2000)
La gordita (en Onetti y el género negro) La gordita, por Pedro M. Martínez Corada. En Margen Cero («Taller literario de El Comercial», 2003)
Si el Capitán Trueno (en El elegido de los dioses) Si el Capitán Trueno, por Martín Piedra. En Margen Cero (Biblioteca de relatos, 2004)

Onetti y el género negro

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 137 · 👨‍💻 PmmC · noviembre-diciembre de 2024

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