artículo por
Francisco Juliá Moreno
A
ese Quevedo que miró los muros de su patria, si otrora altivos hoy desmoronados, qué poco lugar se le reservaría en la España de hoy. Se dolió de la patria de la decadencia; ¿hubiera sobrevivido a la patria del menosprecio? Qué hubiera despotricado de una patria transgenerada en matria. El rubor habría sofocado sus mejillas; a él, que apostó por Santiago Apóstol frente a nuestra santa más propia, Teresa de Jesús. Su orgullo masculino repudiaba reclinarse frente al patrocinio de una mujer. Entonces la hombría era una virtud, bien lo aprendió de los clásicos, de esos griegos de los que asimiló la areté. Quería para España el vigoroso empeño de Adán y no la componenda doméstica de Eva. En el Madrid de hoy, no se lo encontraría batiéndose a mandobles de Colada en las plazas bajo el covid. Aunque no faltan Pachecos de Narváez a los que aplacar las ínfulas, ni Pablos con los que compartir las jarras de Baco en la madrugada de un figón, ni ramera jugosa en la que mancillarse en el catre del pecado.
No era don Francisco paradigma de buen ciudadano, pero entonces los dislates no eran incompatibles con el pedigrí. Hoy, no callaría por más que con el dedo el poder demandase silencio e intimidara con amenazas. Quevedo llamaría al pan, pan, chaquetero al tránsfuga, bribón al arribista, caradura al valido, y bergantes a los demás especímenes que abundan en el palco corrido; no habría escatimado dardos con el bufón petimetre ni con el adulador cortesano, ni hubiera remilgado vejámenes a ningún Borbón desdibujado. Meterse para él en pleitos sería pan comido. Ya que…
La pluma quevedesca era de ley,
tan ecuánime con un mendigo como con un rey,
porque para mirarse en el espejo de la honra
tanto monta el uno como aquél.
Quevedo era una figura poliédrica en cuyos perfiles se enmarcaban las más acusadas virtudes y detrimentos de su época. Como toda personalidad se hallaba sometido a fuertes contrastes que volvían paradójica su figura. En él se exaltaban las aspiraciones angélicas y se hundían los más tenebrosos abismos de Perséfone, lúcido espeleólogo de sus sórdidas cavernas en las Zahúrdas de Plutón. Pretendió alcanzar lo sublime con el cuerpo medio anegado en la ciénaga irredenta del mundo. Persiguió la verdad escudriñándola desde la óptica adulterada de su siglo, el de un barroco litigante de luces y sombras, entre lo excelso y lo corrompido. Don Francisco se cegó con sus luminarias y respiró la hediondez de su letrina. Sus sempiternos quevedos deformaron su perspectiva con análoga convexidad a los espejos del «callejón del gato» valleinclanesco, y su mirada miope, precisa en la propincuidad del detalle, solía errar en las estimaciones de conjunto. Su sueño egregio de España se desvanecía en el ladino ejercicio de sus tejemanejes y correveidiles políticos.
A remolque del noble Osuna, codicioso de la conquista de un pretendido cetro ultramontano, ya que el poder imperial de la corte madrileña solo repercutía en aquellos que gozaban de la aquiescencia del rey, así como los vástagos de los hijosdalgo probaban fortuna en los tercios, planeó una temeraria y singular estrategia en el ajedrez de Italia, que era donde se dirimía la hegemónica partida entre los Habsburgo y Francia. Con astuta audacia, el señor y el secretario, maniobraron con sus caballos y alfiles, descuidando sus torres, pretendiendo ganar Venecia para el duque. Venecia era entonces, para quien codiciara la más enjundiosa baza, la joya del Mediterráneo; quien se adueñara de su gobierno dominaría los mares; aún disfrutaba el legado de Lepanto y su esplendor comercial apuntalaba su envidiada independencia. Usufructuar su virreinato supondría, tanto para Osuna como para Quevedo, involucrarse en los engranajes de poder de la élite que regía el más vasto imperio de la tierra. El rocambolesco complot gozaba de un tácito respaldo real, y su fracaso propició el desmarque inescrupuloso del monarca y condicionó la caída fulgurante de Téllez-Giron. Huyendo de la Serenísima disfrazado de buhonero, a Quevedo no le restó más que purgar tamaños quebrantos en la soledad penitente de sus cuartillas en blanco, fértil territorio donde hacía y deshacía a su antojo.
Este fiasco de su veleidad política redundó en vigor para su pluma, que era junto a su espada del mejor templado acero toledano, los dos instrumentos a los que nunca renunció. De sus afilados bordes tanto supieron Góngora y Ruiz de Alarcón como Pacheco de Narváez. En sus versos fue tan furibundo como con su acero; sajaba cualquier reputación con los tajos de su sátira demoledora cual horadaba jubón y partes blandas del más petulante espadachín de la corte. La Nariz, a la que érase un hombre pegado, la montuosa chepa como de llama andina y el florete torpe del patán, no conocerían perdón ni enmienda de su lengua viperina y despiadada de mordaz cojitranco. Patacoja fue el verdadero animador de nuestra literatura como de los chismorreos de la corte; la biliosidad de su prosa y la inquina de su verso espolearon incluso a los perezosos a aguzar los ingenios. Sus letrillas fueron temidas como dardos ponzoñosos.
Pero como para quien el sutil veneno de la política ha contaminado la sangre pacificadora de las letras, la nueva coyuntura del reino que se presentaba en el horizonte no tardó en reactivar la aletargada lombriz solitaria insaciable de la ambición. Creyó granjear con sus adulaciones las apreturas de ese puesto palatino que entre cautelosas cortesías, como la Cruz de Santiago, le brindaba el nuevo valido Olivares. A don Francisco debieron de obnubilarle los capciosos guisos, con excesiva especia, de la triquiñuela política, en los que creyó brillar como los vivos colores del fresco sobre el revoque. Se traicionaría, acaso entorpecido por su paso tartamudo, de piernas zambas y pies observándose, pues sus viejos huesos, lejos de apoltronarse en el confort de los salones del Buen Retiro, vinieron a enmohecerse en la sórdida mazmorra de San Marcos, en León, empapada su alma en la gélidas humedades del Bernesga. Cuando de nuevo, con un tímido germen de vida menoscabada recorriendo sus venas, regresó a la Torre de Juan Abad, su feudo privado, a través de sus quevedos ya solo advertía sus nostalgias, lo que pudo haber sido y no fue, un sinuoso camino jalonado de álamos desnudos que conducían al abrazo corrupto y definitivo de la muerte, como hacia el lecho indigno de una vieja y viciosa meretriz de la calle de la Montera, en la corte. Más grato es ser recordado por el esplendor de un ingenio, que por las inmundicias de una trastienda.
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🖼️ Ilustración: Lutero Sueño del infierno de Quevedo, Francesc Sans Cabot, Public domain, via Wikimedia Commons
Revista Almiar • n.º 119 • noviembre-diciembre de 2021 • 👨💻 PmmC • MARGEN CERO™
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