relato por
Gustavo Catalán
C
uando viajaba, tenía la inveterada costumbre de remitir algunas postales a su propio nombre y domicilio. Como era soltero, no cabía otra opción si quería encontrarlas a su vuelta, con el valor añadido de un matasellos que autentificaba el origen del envío y de paso acreditaría su estancia en tanto país exótico y lejano como había visitado. Sin necesidad alguna porque nadie dudaba de eso, pero también eran un guiño aquellas líneas dirigidas a él mismo como si fuese otro: una especie de maliciosa licencia, de momentáneo desdoblamiento que lo divertía.
Tras la consabida descripción, geográfica o étnica, incluía invariablemente una anotación dirigida al receptor, del tipo «Regreso la semana próxima y nos vemos» o «Ya te contaré con más detalle». Movía a la sorpresa e inmediatamente era objeto de bromas cuando hacía partícipe de su extravagancia a cualquier compañero de viaje pero, en su descargo, cabía decir que las postales no llamarían la atención si acaso eran leídas por otro que él mismo, lo cual sin duda ocurría por más que la señora de la limpieza (tres veces por semana y solo una cuando el señor se ausentaba) se empeñara en negarlo.
No es que le importase y se trata de lo más natural cuando no van en sobre, le decía, y ella que no, que no tenía la menor idea sobre quién pudiera haber colocado las dos o tres que se encontraban perfectamente sobrepuestas, sobre la mesa de centro, en cada ocasión.
Seguramente la portera, aunque ambos sabían que no tenía llave del piso. O el propio cartero y ¡vamos: cómo va a ser él? En los días siguientes a la llegada, aún recibía alguna más: las últimas que se envió. Las recogía del mismo buzón que habría contenido las otras y, después de años, decidió dar por buena la hipótesis de una simpática confabulación de todo punto inverosímil, porque había cambiado de asistenta en tres ocasiones, de domicilio una vez, y tres cuartos de lo mismo: siempre ordenadas sobre la mesa.
A medida que envejecía iba considerando normales aquella suerte de equívocos o confusiones, que ya no sabía cómo llamarlas cuando se lo contaba frente al espejo y a nadie más, no fuesen a tomarlo por orate. Sin ir más lejos, el día anterior regresó a casa tarde, dejó el coche en el garaje y, ya de camino al ascensor, volvió la vista atrás temiendo haber dejado las luces encendidas. Pues bien: se le figuró que el reposacabezas, el del conductor, se había movido; que la nuca de un desconocido ocupaba su lugar y retrocedió para cerciorarse de que no había viajado con alguien oculto en los asientos traseros aunque, para pasmo, el de unas semanas atrás, al recibir la última postal del viaje efectuado hacía cuatro meses; un retraso insólito aun considerando el lamentable funcionamiento del Servicio de Correos. Sin embargo, la dilación era nada frente a la sorpresa de aquellas líneas de su puño y letra y en el mismo tono que acostumbraba, pero que no recordaba haber escrito.
Aunque estos enigmas no pudieran relacionarse con su salud, lo cierto es que últimamente no se encontraba bien. El diagnóstico confirmó sus temores y, tras la propuesta de tratamiento en el hospital, una búsqueda intensiva en Internet abundó en las malas expectativas: poco que hacer y ni el más entero de los hombres dejaría de acusar eso, por más que a él se le notara poco. Al recalar en Houston no esperaba un milagro; simplemente, se trataba de un centro oncológico de prestigio, él no tenía problemas económicos que le impidieran costearse cuanto hiciera falta y, si más no, era una nueva ciudad que visitar en sus postrimerías, porque en cuanto al futuro no se hacía ilusiones.
Alquiló a precio exorbitante un pequeño apartamento en el penúltimo piso del Hospital Anderson y se instaló allí, servicio incluido, el tiempo que tardaron en confirmar la dolencia y unos cuantos meses más para la terapéutica que más adelante —o eso le dijeron por alimentar la esperanza, pensaba— podría continuar en su país. Genio y figura, de modo que, a poco bien que estuviera, hacía una escapada a algún restaurante de las inmediaciones y en una de ellas compró la postal, que dejó en el bolsillo con intención de escribirla y dejarla en la Oficina de Correos aprovechando una próxima salida que no se produjo.
A la mañana siguiente, cuando se duchaba y a través de la puerta abierta del baño, le pareció verse en la salita. Como si se hubiera duplicado aunque el otro o el uno, cuestión difícil de precisar, estuviera sin rastros de agua. Supuso que pudiera tratarse de una ilusión óptica producida por la mampara esmerilada pero cuando salió, con el apresuramiento, resbaló. Allí lo encontraron al ir a cambiar las sábanas: en el suelo y aún enjabonado. Quince días después, el cartero dejó una postal en el buzón del fallecido. Decía así: «No voy a regresar de momento, así que no me esperes». Tal vez siga aún allí, porque en esta ocasión nadie la puso sobre la mesa de centro.
J. Gustavo Catalán Fernández. Es Licenciado en Medicina por la Universidad de Barcelona, y Doctor en Medicina (1990) con la calificación de Apto Cum Laude. Médico Residente y después Adjunto en el Servicio de Oncología del Hospital de San Pablo de Barcelona. Es también especialista en Medicina Interna y Endocrinología (Univ. de Barcelona), diplomado en Metodología Estadística por la Universidad de París y en Sanidad (Escuela Nacional de Sanidad, 1982).
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🔖 Leer un artículo de este autor (en Almiar): Palabras como pellizcos
ⓘ Este relato fue publicado originalmente el 21.06.2021
en el blog Contar es vivir (te).
🖼️ Ilustración por PublicDomainPictures / Pixabay [dominio público]
Revista Almiar – n.º 117 ▫ julio-agosto de 2021 ▫ MARGEN CERO™
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