relato por
Maikel Sofiel Ramírez
1
E
sta profesora dedica casi por completo su clase a hablar sobre la preparación política. Dice que hay que estar informados, leer la prensa y ver las noticias en la televisión. Mientras habla sin parar mueve las manos hacia un lado y hacia el otro, señalando a ratos no sé hacia dónde exactamente. A veces se detiene un instante y acomoda los flecos con cuentas que cuelgan del blanco turbante que lleva puesto. A veces toma alguna nota en el pizarrón, una nota que sólo tiene sentido para ella, pues nos ha hecho llenar de brevísimos apuntes nuestros cuadernos, en un desorden tan grande que al menos para mí resulta incomprensible.
El tiempo se desliza hasta el horario de merienda. Miro la hora en mi reloj y me sorprende el estridente sonido del timbre. Nos ponemos de pie al mismo tiempo arrastrando las sillas y salimos en estampida para el comedor.
Después de merendar y subir tres pisos el pasillo hasta el aula luce infinito. Es febrero y en las noticias se anunció ayer la llegada de un frente frío. El clima invernal es agradable aunque algunos lucen sus abrigos. Lo molesto es la llovizna que viene y va desde el amanecer.
Hoy es el segundo día de este curso en la capital. Me mandaron de mi provincia pues dice mi jefe que tengo grandes cualidades para la política. Frente al aula algunos fuman. Me quedo allí y los imito mientras me termino el refresco enlatado de la merienda. Vuelve a sonar el escandaloso timbre y se acerca de prisa una profesora cincuentona con unos cuantos libros a cuestas. Libros gruesos, libros de cientos de páginas. Economía Política, alcanzo a leer en uno. Me ofrezco a ayudarla con la pesada carga que dejo enseguida sobre el buró que preside el salón.
Todos ocupan su sitio. Yo desde ayer elegí el segundo pupitre de la tercera fila. Comienza la clase y al instante un joven se asoma por la puerta y pide permiso para entrar, dice que son los de La Habana. La profe alza muchísimo la voz, dice que no entiende cómo es posible que siendo los que más cerca viven lleguen retrasados. Se disgusta pero poco después se calma, así que cede y comienza a impartir nuevamente la lección.
Los habaneros lucen diferente a nosotros, no sé si es por su manera de vestir o por las doradas prendas que ostentan en sus muñecas y cuellos, no sé si es por los aretes y el pelo largo perfectamente recogido del único joven que entra junto a las cuatro muchachas. Una de ellas es tan atractiva que ilumina el aula y al pasar por el umbral de la puerta me encandila, como si hubiese mirado el sol de mediodía directamente a los ojos. Es una mulata, una mulata preciosa que se sienta justamente en el puesto que había permanecido vacío frente a mí. Al tomar posesión del pupitre saca de su mochila un cuaderno, par de lápices y una goma blanquísima. Pone la mochila a su lado, en el piso. Organiza su cabello que se había quedado entre su espalda y la silla. Se inclina un poco, pone las manos detrás del cuello y el pelo se derrama bruscamente sobre el espaldar de la silla. Yo estoy tan cerca que sus rizos rozan levemente mi cara. Tiene un aroma seductor, un olor exquisito, pienso, y me acerco un poco para darle gusto a mi enfermizo olfato. La mulata huele a canela y caramelos, o a caramelos de canela, ni sé. Sólo sé que su perfume es divino, adictivo como una droga. Entonces no puedo dejar de oler, entonces me acerco pero ella se voltea y me sorprende en el intento. Yo dejo caer el lápiz a mis pies ingenuamente, me doblo para recogerlo y me pongo a escribir en la libreta, sin mirarla.
Desde ese momento pasé la clase explorando a la habanera: reparé en el morado cintillo que llevaba puesto, en el radiante castaño oscuro de su cabello de mestiza, en el negro color de la pintura de las uñas de sus manos, en el carmelita de sus sandalias de correítas de cuero. Reparé en sus manos cuando sostenía el lápiz, y también cuando se equivocaba al escribir y usaba la goma para borrar.
La brisa húmeda y fría entró por la puerta y las persianas. La brisa me trajo el hipnótico y acaramelado perfume de la mulata. Yo me imaginé postrado a sus pies, besándolos indefinidamente. Yo me imaginé tirando con delirio y violencia de su pelo en una pose perruna mientras ella me pedía gritando más y más. Yo me imaginé un mundo sin economía ni política, sin orden mundial establecido. Imaginé un mundo unipolar perteneciente única y exclusivamente a ella, sin lucha de clases ni nada. Me imaginé sodomizado, borracho por sus mieles y drogado por su aroma afrodisíaco. Y, como buen proletario, me imaginé compartiendo la plusvalía, el excedente de lo más íntimo de mi producción social y personal con ella, en un eterno tratado de ayuda mutua entre provincias hermanas.
Escucho que desde el pasillo alguien grita mi nombre y pregunta si voy a almorzar. Abro mis ojos y noto que el aula se ha quedado vacía pero aún puedo sentir a la habanera sentada en el pupitre de enfrente. Puedo olerla, incluso puedo acariciar suavemente lo crespo de su cabello de mestiza celestial.
2
No quisimos almorzar. Decidimos irnos por ahí a dar una vuelta. Terminamos en un modesto bar que encontramos casualmente en una avenida, cerca de los hoteles. Entramos cuando la llovizna se convirtió en aguacero y nos sentamos en una mesita a conversar. No era una cita, ni ella ni yo quedamos en nada. Solo me preguntó en el aula cuando desperté: ¿oye, guajiro, tú tienes ganas de oír la muela esa toda la tarde? Le dije que no y salimos. El tiempo pasó entre cafés, tragos de ron barato y cigarros.
Le conté que estaba infelizmente casado. Que teníamos una niña de un año que era la razón por la cual yo respiraba en ocasiones en la cama el aliento de mi mujer. Le dije que antes de conocer a mi esposa yo vivía en un pequeño barrio rural de un municipio de mi provincia. Ella no entendió nada, ella creía que Cuba eran sólo La Habana y Varadero, creía que lo demás era un pedazo de tierra llena de árboles en donde vivían en bohíos un montón de indios. Me molestó un poco eso. Yo no podía concebir que no le enseñaran geografía a los habaneros en la escuela.
Ella me dijo que vivía con la madre y la abuela en un pequeño apartamento en el Cerro. Que su padre estaba vivo, pero para ella había muerto ya, hacía mucho, pues nunca la quiso ni la atendió como un padre debería atender a una hija. Me dijo que tenía pareja pero que no estaba enamorada. El novio era un tipo sexy de negocios, con moto, carro y casa en la playa. Me dijo que leía mucho, cualquier género, y que le gustaba la poesía y la buena música. Sacó entonces su reproductor mp3 de la mochila y metió un audífono en mi oreja y el otro en la de ella. Puso una canción de Miguel Bosé y otra de Julieta Venegas y otra más de Buena Fe.
Yo le hablé de literatura, le dije que a veces escribía y le prometí un poema antes de despedirnos. Hablé de Amir Valle, de Alberto Garrido, de Guillermo Vidal. Le hablé de Habana Babilonia, de La Leve Gracia de los Desnudos, de El muro de las lamentaciones, le hablé también de Matarile y de Las Manzanas del Paraíso. Me pareció imperdonable que no hubiera leído a esos autores, que ni siquiera supiera de su existencia. Matarile es una obra genial y única, le dije, se dice que rompió con la manera tradicional de narrar, de escribir una novela. Le confesé que al leerla en algunos momentos sentí como si me faltara el aire. El lenguaje que utiliza El Guille es bien coloquial, por momentos galopante, ah y es muy tunero, incluso utiliza nombres de personas reales, de amigos, familiares y vecinos. Irónicamente no se disculpa por hacerlo. El Guille y sus cosas, y Las Manzanas del Paraíso es tronco de novela. Trata sobre maricones y gente marginal, del mal ambiente. ¿Tú eres homofóbica mulata? Sacudió la cabeza hacia los lados, negando. Me ha prestado atención todo el tiempo, ni siquiera me interrumpe una vez, sólo escucha como si yo estuviera diciendo las cosas más interesantes del mundo. Miré mi reloj, son las cinco y veinte ya, le dije, creo que deberíamos irnos, tú tienes que ir para tu casa. Asiente, pero sospecho que no quiere irse a ningún lado. Sus ojos negrísimos tienen un brillo extraordinario. Sus ojos no han dejado de mirar a los míos. Yo le pregunto si está de humor para el poema y como dice que sí me doy un trago de ron e intento poner voz de locutor de radio:
Tienes la piel como un río hondo y claro
Yo quiero ahogarme en esas aguas
Tu desnudez abruma, se la das a mis ojos
Yo te miro y te estudio con enfermiza calma
Nunca te vayas, menos ahora que estás desnuda frente a mí
No te vayas
No me dejes saber que esto es sólo una escena creada únicamente por mi imaginación
No lo dudes, soy un hombre feliz en este instante
Tú, desciendes sobre mí
Yo te tomo y te cubro como hace el mar con la playa
Y me trueco en corcel que trata de correr a la velocidad de tu cintura
Así pasan violentos los minutos
Hasta llegar al trance dilatado
Donde gastamos el esfuerzo final
Y compartimos, casi desfalleciendo
La sensación del límite
Tú te vas
Yo permanezco alucinado en este sitio inexistente
Yo volveré a soñar que puedo darte un beso en la intrincada geografía de tu espalda
Y volcaré en ti, todos mis instintos y deseos
Aunque sea, sólo en sueños.
Ella tiene la barbilla apoyada en su mano derecha, el codo sobre la mesa y me observa fijamente con los ojos muy brillantes.
¿Qué pasa, mulata, no te gustó mi poema?
3
La avenida luce solitaria y fría. Muy pocas bombillas del alumbrado funcionan, la sombra de los árboles enrarece aún más el ambiente. La brisa que viene del mar trae un seductor aroma salino que abastece mis pulmones. Cae una delgada llovizna desde el amanecer y la noche parece empeñada en no terminar. La noche es la cómplice de nuestro delirio, de nuestra aventura invernal. Supongo que son más de las tres de la madrugada y nosotros parecemos ser los únicos sin sueño, justamente en esta, la ciudad que nunca duerme.
¿Estás borracha ya?, date un trago, le digo. Ella toma la botella de Havana Club casi vacía y bebe hasta que ya no queda nada. Son cuarenta grados de alcohol, esta muchacha está loca, pienso.
¿Tienes frío?, me pregunta y junta su febril piel mestiza a la mía. Yo me aferro a ella. Es como un abrigo vivo. Siento su respiración en mi cuello.
Vamos hasta el malecón, vamos a bañarnos, dale, guajiro… O no, deja, mejor no, no vaya a ser que se te desaparezca la picha, y luego no la encontremos ni con un microscopio, y más en tu caso que eres blanquito… No me hace ninguna gracia el chiste, es la verdad. Ella al ver que me alejo un tanto y que pongo cara de ofendido, enseguida se acerca: Qué bobo eres, guajiro, eso es jugando contigo, bobito… me dice en un susurro y me agarra por las nalgas, me aprieta contra ella, me besa y se separa de pronto. Entonces se sube poco a poco el vestido al ritmo de una música imaginaria. Hace un baile erótico bajo la llovizna de febrero, un baile erótico semidesnuda frente a mí, bajo la luz de la luna, y en medio de la madrugada maléficamente fría. A ver, tú que eres un tipo viril, un guajiro viril, a que no me la metes aquí, ahora mismo… Está loca o borracha. O es una loca que está borracha. ¿Y si alguien nos ve?
La lluvia arrecia y la brisa se transforma en viento que sugiere la llegada de un ciclón tropical mientras ella sigue danzando. ¿Tienes miedo, guajiro? No lo puedo creer, yo pensé que eras un tipo viril… ¿un tunero cobarde…? no te imaginé así… dale ven, ¿no te gusta? Mira esto, maricón… Dice y abre muchísimo las piernas, está sentada en el borde de un banco, y a pesar de la insuficiente luz, puedo ver entre sus muslos un blúmer blanquísimo que comienza a quitarse despacio, mientras se muerde los labios y me mira con excesiva lujuria… ¡Ah, y no, guajiro viril, no estoy borracha! La verdad es que me siento genial…! Entonces lame sus dedos, los humedece lo justo y los pone dentro de su sexo, su sexo que supongo lo suficientemente jugoso ya para penetrarla. Tengo una erección formidable. Abro el zíper de mi pantalón, ella se acerca con apetito y ni siquiera lame un poco, mete enseguida mi pene en lo profundo de su boca cálida y mojada.
Aun así tiemblo. La fría llovizna no cesa, miro alrededor y sólo veo un perro que se rasca a lo lejos. La mulata chupa con devoción y gime mientras se masturba suavemente por un rato. De pronto se pone de pie, me empuja hacia el banco donde estaba sentada y me monta como corcel domesticado.
La mulata camina de regreso a la escuela abrazada a mi cintura, desentona una canción de Miguel Bosé mientras amanece en Cojímar. Yo no dejo de pensar en que mañana termina el curso, no puedo dejar de pensar en que mañana en la noche regreso a casa.
Maikel Sofiel Ramírez Cruz. Puerto Padre, Las Tunas, Cuba, mayo de 1981. Licenciado en Psicología. Ha publicado relatos en: la Revista Cultural Quehacer, de Las Tunas y la Revista Letralia, en Venezuela.
📧 Contactar con el autor: maikelsofiel [at] gmail [.] com
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🖼️ Ilustración relato: Fotografía por Vanesa (en Pixabay).
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