relato por
Gabriel Cocimano
F
ue en el oscuro pasillo del albergue donde me topé una noche, por primera vez, con ella. Enfundada en jeans y sandalias, blusa crop top y bolso bandolera, tenía una mirada inquisitiva y un aire de resignación. Nunca la había visto en los meses que yo llevaba habitando el cuarto de inquilinato. Hasta allí, solo había reparado en ciertos personajes frikis de la vecindad: un cantante de tangos inoportuno y madrugador, una chica fea que sobornaba a los porteros para poder ingresar a sus novios a la habitación, y un joven que insultaba a su madre cuando se drogaba. También había una mujer que golpeaba la puerta del baño compartido del primer piso cada vez que yo me encontraba bajo la ducha.
Volví a verla a los pocos días, en la cocina comunitaria, en la planta baja del edificio. Me saludó con desgana, casi sin mirarme a los ojos. Pequeña, de cabellos castaños con rizos, parecía entonces concentrada en preparar, si no recuerdo mal, un consomé de verduras. Esa misma noche, cuando regresé de trabajar, la vi sentada en una de las mesas del bar vecino al albergue. Sola frente a un café, releía unos papeles, recostada sobre el respaldar de su asiento: conservaba la misma actitud de preocupación, fruncido el entrecejo, abstraída del entorno. Sobre su mesa había una cigarrera Smoking de metal. Algo llamaba mi atención: era una pieza que no encajaba en el puzzle.
Venuto da lontano, le escuché decir a la italiana encargada de cobrar el alquiler, hablando de ella con un inquilino. Su actitud, sus hábitos, no eran los de las almas que habitamos estos sitios. Más bien parecía un espíritu perdido, alguien que había escapado en busca de refugio, o de redención. Me inquietaba el hecho de no poder etiquetarla, acostumbrado a clasificar a la gente en forma arbitraria, por conveniencia emocional o cobardía.
Por primera vez la oí hablar en el comedor, días después, con otras inquilinas. El castellano no era su lengua materna; sin embargo, sonaba deliciosamente inteligible. Descolgaba con premura un cárdigan de bouclé, tendido en la soga del patio, ante la amenaza de una llovizna insolente. Su vecina del primer piso me dijo que había viajado desde Alemania, que se llamaba Inge y que venía por un trabajo temporario. Pero, ¿hospedarse en una casa de pensión? Era una mujer de mediana edad discretamente atractiva y muy sugerente. Su actitud general, en cambio, no parecía estar enfocada en atraer y ser atraída por la mirada de los otros.
No sé cómo comenzó a reparar en mí. Una noche me senté en la última mesa vacía de la terraza del café lindero al inquilinato. Era un rinconcito oscuro, semiescondido detrás de una columna que obstruía la entrada de la luz del tendido público. Sonaba Asilo en tu corazón, del Flaco Spinetta. Buenos Aires comenzaba a florecer sin prisa, después del arduo invierno. Al rato apareció ella buscando una mesa, y se detuvo por un instante, pensativa, titubeante. Cuando me miró, le ofrecí un lugar en la mía. Sonrió —por primera vez la vi sonreír—, aceptó el convite y se relajó, elongando sus hombros alrededor del respaldo de la silla.
Ya no tenía esa mirada lacónica e incisiva de los días previos. Nos presentamos sin formalismos. Yo no estaba dispuesto a indagar demasiado en sus cosas, pese a mi natural propensión por escrutar las vidas ajenas. Fue ella, esta vez, quien rompió el cerco. Durante casi una hora, se obstinó en conocer detalles de mi existencia. Luego pedimos otro café, encendimos un cigarrillo, y comenzó a desgranar la suya, casi sin repreguntas.
Tenía predilección por la soledad. Por los espacios cerrados, oscuros, viciados de humo, de historias cavernosas. Parecía a buenas con la incertidumbre, el desapego, la distancia. El desamor de su familia original la había convertido en una mujer ausente, interdicta. Amaba la literatura rusa, el rock británico, la filosofía francesa. Sólo le pregunté a qué se dedicaba:
—Huir. Es mi especialidad —dijo, con una sonrisa—. Y ya no más preguntas —me tomó de la mano, con un gesto cortés, con la intención de eludir ulteriores pesquisas. En el dedo anular de su mano izquierda, que hacía repiquetear sobre la mesa como un tic, lucía un anillo de plata con un detalle de piedra color esmeralda. Maquilló sus labios de un rojo tenue, sonrió más efusivamente y se despidió de mí con un beso en cada mejilla.
Sin embargo, la noche siguiente decidió ir por más. Cuando golpeó la puerta de mi habitación, intuí que Inge tenía más respuestas que preguntas. En una de sus manos sostenía un ejemplar de El jardín de los cerezos, de Chéjov. Escondida en su cintura, la otra mano sujetaba una botella de un Cabernet bien mendocino.
Nos quedamos en penumbras, iluminados solo por el tenue reflejo exterior que se filtraba a través del ventanal. Ella sintió ganas de platicar, y el vino contribuyó a recrear la atmósfera propicia. Me agradaba el acento ligeramente castizo que tenía de una lengua que no era la suya. Habló de sus infinitos viajes (viví algún tiempo en España, en una corrala del bajo madrileño. Allí aprendí el idioma) y de su vocación por los exilios. Recuerda que lo mío es fugarme, siempre marchar. Como Liubov, la protagonista, dijo, con una mueca de melancolía borgeana, señalando la obra de Chéjov.
Los acordes iniciales de Living in the heart of love parecieron atemperar el sabor de aquel empalagoso primer beso. Ella movió por un instante sus rizos al ritmo de los Rolling Stones, y luego se concentró en una prolongada y silenciosa caricia. Las copas quedaron finalmente abandonadas a su suerte sobre la pequeña mesa, junto al libro y la botella semivacía, e hicimos el amor en silencio y a oscuras, todo muy estilo Inge.
Las pasiones confunden, sentenció, ya alivianada de ímpetu, recostada sobre el respaldo de la cama, arrojando el humo de una intensa bocanada. Por eso es que soy agnóstica en el amor. Decidí no interrumpirla: en la adolescencia escapé de mi familia; en Francia me enamoré de un hombre que me produjo heridas, heridas invisibles”. La asistí apenas con el silencio. Ellas me acompañarán siempre; son las responsables de mis exilios, de mi inconformismo.
—La luz deja ver tus heridas —manifesté—, por eso es que preferís la oscuridad. Huis para que no te las descubran. ¡Te has convertido en una fugitiva!
Sonrió con la palabra fugitiva. Me miró un instante con esos ojos inquisidores que tanto habían llamado mi atención; luego me abrazó, besó mi cuello y mi torso, y retomamos en silencio el itinerario del sexo. Después reposamos un tiempo sin decirnos nada. Algún sonido proveniente del interior del inquilinato, una sonrisa lejana y el llanto pasajero de un bebé hicieron voltear nuestras miradas. Al finalizar el último cigarrillo, como a las cuatro de la madrugada, recogió sus cosas y se marchó, casi con prisa, hacia su habitación.
Nos despedimos con un beso. Abrí la puerta, e Inge se alejó por el pasillo, descalza, desenredando sus rizos, con las sandalias en su mano. Fue la última vez que la vi. Alcancé a escuchar desde alguna habitación próxima el sonido de un bandoneón. Eran los acordes de Pazzia, y la voz de Susana Rinaldi.
Cuando regresé de trabajar, a la noche siguiente, había una carta manuscrita debajo de la puerta:
Cuando leas esto, ya no estaré aquí. Como sabes, marchar es mi naturaleza. Me detendré en alguna otra ciudad en donde pueda volver a ser anónima, secreta. Creo que sabrás comprenderme: mi vida está hecha de un montón de vidas. Al leer el libro que te obsequié, recordarás lo que el autor pone en boca del joven estudiante Trofimov: «ambos estamos por encima del amor… Esquivar lo mezquino y lo fantasmagórico… lo que nos impide ser libres y felices…, es, precisamente, el sentido y el fin de nuestra vida».
Por siempre:
Tu fugitiva
Iluminado por el resplandor de la lánguida luz del pasillo, quedé por un instante abismado, observando la cama todavía deshecha desde la madrugada, frescos aún los vestigios de una pasión que, sin embargo, ya se había convertido en pasado. Y si la suya era una elección anunciada sentí, no obstante, el amargo sabor de la fugacidad. Inge había planificado todo, el obsequio de la obra de uno de sus autores preferidos, y una noche indeleble.
El resto, para los dos, es más inaprensible que las certezas.
Gabriel Cocimano (Buenos Aires, 1961). Periodista (UNLZ) y escritor. Entre sus obras se encuentran El fin del secreto (2003), Consumidos (2005), Mitos de Tierras Calientes (2007) y Sombra que fue y será (2011). En 2015 publicó Café de los Milagros, su primer volumen de relatos.
🌐 Web del autor: https://gabrielcocimano.wordpress.com/
👁️ Leer otros textos de este autor (en Almiar): Los olvidados ▪ Ambigüedades. El transgénero en la posmodernidad ▪ El hombre del amanecer
🖼️ Ilustración relato: Fotografía por tookapic / Pixabay [dominio público]
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 133 · marzo-abril de 2024
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Hermoso relato. Muy bien definido los personajes, sin exceso de adjetivos.