relato por
Pedro J. Martínez Aguilera

L

a inclinación del ascenso le pareció más pronunciada que unos años atrás; de modo que inspiró profundamente antes de iniciar la subida como si pretendiera llenar de aire un área de reserva en los pulmones. De existir tal recoveco, quizás hubiera podido avanzar un poco más antes de arrodillarse y apoyar las manos en el suelo mientras notaba un resuello ronco en la garganta y miraba consternado lo que le quedaba por subir. Sin resto anímico que tirara de su cuerpo exhausto, alternaba de una a otra posibilidad de supervivencia sin saber por cuál decidirse. La primera era dejarse caer a plomo y esperar a que el reposo recompusiera las cosas en cuerpo y mente. La segunda la puso en práctica en primer lugar porque pensó que renunciar y echarse a gatas ladera abajo sería mucho más fácil que culminar, pero cuando se vio a sí mismo en esa postura, con la cabeza hacia abajo y las piernas hormigueándole por falta de riego sanguíneo, optó por dejarse caer y cerrar los ojos, entregándose al inefable vacío de la incertidumbre. Por fortuna, el bombeo perezoso e hipnótico de la sangre en sus sienes lo condujo pronto a un sueño profundo donde flotaría gozoso en la inconsciencia por un buen rato.

Cuando despertó, el sol había descendido al otro lado del monte y parcelas de cielo limpio y luminoso que se colaban entre los pinos atardecían reflejadas en sus ojos enrojecidos. Poco a poco fue tomando conciencia de su situación y de su cuerpo. Unas punzadas palpitantes en las costillas ganaban intensidad a medida que la piedra que se las remolía iba cobrando una forma identificable en su mente. El dolor le hizo percatarse de una renovada vitalidad interior, orgullosa y arrogante que, poco después, le haría reincorporarse sobre las cuatro extremidades, dar la vuelta con cautela, levantarse sobre sus dos piernas y recorrer penosamente los metros que faltaban para alcanzar la cima.

Ya en lo más alto, pudo ver el claro alfombrado de hierbas bajas, con una piedra enorme en el centro, abierto al espacio desconocido como una plataforma de despegue. Sonrió con tal placidez y deleite que casi se orina encima. De haber fallecido en la ladera, descoyuntado, con las babas resecas en las comisuras de una mueca grotesca, su plan habría podido acabar en maliciosas interpretaciones que le calificarían de incauto y estúpido por andar solo a su edad por el monte. Y aunque probablemente fuera una, o incluso las dos cosas, no quería que lo recordaran así. Ciertamente no debería haber esperado a ser y sentirse tan viejo para emprender una acción de aquellas características; pero él se justificaba en que su hijo no se había estabilizado laboralmente hasta entonces a pesar de su buena formación, y su esposa, su querida Sandra, había estado dándole forma a un proyecto empresarial largamente postergado. Todos en casa estaban embarcados en una prometedora etapa vital de la que él ya no formaba una parte constructiva, sino más bien el objeto de preocupaciones que estorbaban el discurrir natural del entusiasmo. De modo que había llegado la hora de cumplir con la promesa hecha más de treinta años atrás, aunque le cogiera un poco más viejo de la cuenta para corretear por el monte; pero qué se le iba a hacer, lo importante y definitivo era que ya estaba con la espalda apoyada en la piedra, sacando, como en un ritual, las cosas celosamente guardadas bajo cremallera en los bolsillos de su chaqueta verde. Las dejó colocadas cuidadosamente a un lado, luego se quitó la cantimplora que llevaba en bandolera y la puso con lo demás. Entones sí que pudo expandir los pulmones y apreciar la mezcla de aromas de romero, tomillo, jara, pino, tierra. El mar quedaba muy lejos de allí.

La luna de miel la pasaron en Menorca. En la playa de Macarella, Sandra se había metido en el agua hasta la cintura y, mientras su cuerpo se adaptaba al cambio de temperatura, jugueteaba haciendo enérgicos movimientos semicirculares con los brazos hasta crear a su alrededor un efímero círculo espumoso. Alberto la observada desde las rocas, sentado con las rodillas apuntando hacia arriba entre los brazos. De repente, pensamientos y emociones que se debatían en su interior desde que la conoció, vinieron a conformarse en algo tan perfecto y significativo como el propio círculo de agua desde donde Sandra se zambulló con un movimiento de delfín. Entonces se hizo la promesa, encontró la respuesta que estaba buscando, la solución a los diecisiete años que les distanciaban. Él tenía cuarenta y tres al casarse, una barriga incipiente, un atractivo achacoso, una chepa de las que se alimentan de la tristeza y sentimientos de inutilidad y fracaso crónicos, brazos endebles; tenía una figura que en el acto de lanzarse al agua resultó simpática. Era tanto el agradecimiento y la alegría que sentía mientras daba brazadas torpes para acercarse a Sandra, que el sabor del agua salada grabó en los circuitos de su cerebro un camino que podía recorrer a discreción, y siempre con la misma sensación de liberación.

Pero lo de añorar el mar era algo circunscrito al momento en que se preguntó cuándo había empezado todo. La conclusión se aproximaba desde esa misma mañana cuando cogió el coche viejo y salió de la ciudad por la carretera comarcal que le llevaría a la sierra. Sobre la mesa de la cocina había dejado una carta manuscrita, sabiendo que Sandra sería la primera en leerla. Después de cerrar la floristería los viernes a las ocho de la tarde, su mujer se pasaba por los invernaderos para despedirse de las dos empleadas encargadas de cultivar las diferentes especies de plantas que abastecían la tienda. Después, de camino a casa con su Astra gris, se detenía en el supermercado a comprar lo indispensable para el fin de semana. De modo que, al ir a la cocina para colocar la compra, vería sobre la mesa la carta de Alberto pisada por una jarra de agua con rosas rojas dentro.

Querida Sandra, sé que lo que te voy a decir aquí te va a resultar extraño y doloroso, porque nunca te lo he insinuado siquiera. Sí que te había comentado muchas veces que, por favor, si caía muy enfermo o tenía un accidente grave, no me dejaras morir en una de esas habitaciones blancas, asépticas y frías de hospital; que, si yo no podía, me llevarais al campo y me dejarais allí para que las alimañas pudieran alimentarse de mi carne muerta. Tú siempre ponías esa cara arrugada de cuando algo te disgusta y hacías ese gesto lánguido tan tuyo de la mano, que tanto te sirve para espantar una mosca como para zanjar cualquier tema incómodo.

Lo que voy a hacer es una manera de agradecimiento profundo, aunque no lo parezca, por haberme regalado la vida feliz que ya no esperaba. ¿Recuerdas tu primer día de trabajo en la oficina, con aquella falda estampada de flores y la blusa blanca, y que me miraste con esos ojos tuyos de caramelo de café y la sonrisa tímida? Ni se me pasaba por la cabeza que acabaríamos juntos; o no, al menos, fuera del ámbito de la fantasía al que uno se acostumbra pasada una edad sin haber aprendido a manejar ciertas emociones y complejos. Y mírame ahora, he llegado a viejo, he sido feliz a tu lado, he tenido un hijo amable e inteligente. Así que sentaos los dos juntos y tratad de comprender que me haya ido para siempre, ahora que empiezo a sentir que entorpezco y que voy a condicionar vuestra vida mucho más de lo que puedo soportar. Era algo relativamente previsible que yo me hiciera viejo, y que tú, mucho más joven que yo, tuvieras ganas de seguir disfrutando de la vida. De manera que encontré la solución hace ya mucho tiempo para poder vivir a tu lado sin remordimiento. La salud me ha permitido poder cumplir con la promesa que me hice de que, llegado el momento, me iría, y lo haré como quiero irme, lejos de un hospital, en medio de la naturaleza, y feliz. Te quiero, os quiero muchísimo, y si me queréis, por favor, no os sintáis tristes.

 Luego, lleva esta carta a la policía y que hagan lo que tengan que hacer. No creo que se molesten demasiado en buscarme: Señores, lo van a tener complicado dar conmigo. El coche está oculto en algún punto de la geografía española, y piensen que, aunque puedan saber cuál y, al final, lo localicen, luego hay que encontrarme a mí, lejos de aquel lugar —¡que menuda caminata me espera!— hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales. En fin, que déjenme en paz, que me coman los buitres y los cuervos me saquen los ojos.

A ti, Sandra, y a ti, Alejandro, no sé cómo agradeceros haber sido mi familia. Os quiero más que a nada y me voy feliz gracias a vosotros. Adiós.

En una nota aparte había añadido otras palabras.

Esto no se lo enseñes a nadie. He dejado en la carpeta de las facturas el dinero ahorrado poquito a poco por si hubiera que cubrir las consecuencias legales de todo esto. Ojalá todo quede en nada y podáis disfrutar de ello.

Alberto miró las cuatro cajas de Lorazepam 1 mg que tenía amontonadas a su lado. Una la había conseguido alegando unos ineludibles viajes en avión que le daban pánico. Otra la tenía porque, según le había explicado al médico, una serie de problemas familiares le habían arrebatado por igual el descanso y la claridad de pensamiento. Las otras dos se las recetaron para paliar el estrés por el acoso de un vecino inmigrante que le acusaba injustamente de haberle denunciado a la compañía eléctrica. Nada de ello era cierto, y por eso esbozó una sonrisa pícara antes de ponerse a buscar a su alrededor alguna piedra con forma de cuenco. Tuvo que levantarse emitiendo gemidos de perro apaleado para encontrarla finalmente debajo de un pino, parcialmente cubierta por la hojarasca seca. De vuelta a su ubicación inicial, fue sacando las pastillas de la primera caja y las puso en el cuenco de piedra. Luego las machacó con otra cualquiera para crear una especie de arenilla. Acercó la cara a ella como si pretendiera observar si había demasiadas impurezas; sin embargo, a lengüetazos la fue introduciendo en la boca, donde la disolvía haciendo movimientos suaves de mandíbula. A continuación tragó con ayuda de un poco del agua que le quedaba en la cantimplora. Toda la secuencia la llevó a cabo otras tres veces más. Finalmente, se recostó sobre la piedra, mirando hacia una nube solitaria en mitad del cielo. Uno de los últimos pensamientos que se abrió camino entre la nebulosa mental fue que lamentaría causar algún daño a cualquiera de los seres que se encargan de limpiar el mundo de los desechos de la vida.

 


 

Pedro Javier Martínez Aguilera, nació en Menorca. Estudió Psicología en la Universidad Complutense.

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Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

relato La promesa Pedro J. Martínez Aguilera

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 124 · septiembre-octubre de 2022

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