relato por
Paula Villanueva Rabotnikof
-¿
Ya a descansar, señorita? —me pregunta el conductor del uber después de confirmar el destino.
—A descansar, sí —contesto cortante.
—Qué bueno, señorita, seguro se lo merece. ¿Mucho trabajo?
—¡Ojalá! Preferiría trabajar una semana seguida, sin descanso, sin agua y bajo el sol antes que volver a pasar por lo de hoy. Ahí le encargo ayudar a mi papá a mudarse…
—Ay, señorita, no puede ser tan grave. Pasar tiempo con la familia siempre es bonito.
—Depende de la familia…
Me merezco el descanso aunque no venga de trabajar sino de pasar todo el día con mi papá. Tal vez por eso me lo merezco más. Estoy agotada. Temo por un instante que el conductor me haga plática todo el camino. Hoy no tengo ánimo de nada. Me gustaría cerrar los ojos hasta llegar a mi casa, pero a quién se le ocurriría quedarse dormida en un taxi, aunque sea uber. Se mantiene en silencio, parece concentrado en la radio mientras escucha un programa de deporte que no alcanzo a oír muy bien. Creo que hablan de béisbol. Después de algunos minutos, el programa se interrumpe y a través de las bocinas irrumpe un tono de llamada, lambada. Imposible suprimir la sonrisa que anuncia el arribo de memorias de alguna fiesta lejana, donde con las piernas enlazadas e intentando copiar aquellos pequeños saltos coreográficos, con poca gracia, girábamos a toda velocidad hasta tropezar. El poder de la música me sigue asombrando, quizá el de los recuerdos también, aunque estos a veces juegan en contra.
—¿Qué pasó, mi’ja? Estoy aquí con pasaje —contesta el chofer atajando cualquier posible confesión inoportuna.
—Nada, papá. Ahorita que llegues lo platicamos —responde una voz de mujer.
—No, mi reina, dime qué pasa. ¿Te peleaste otra vez con tu mamá?
—Sí, pa, por lo mismo. Dice que con chambelanes, que si no, no es fiesta de quince. Y yo, no mamá, ya no se usa. Solo quiero una fiesta padre, con mis amigas y la familia, mucho baile, pero nada de chambelanes. Ya no es así.
—Ay, mi’ja, al rato platicamos. Yo sé que a tu mamá le hace ilusión.
—Sí, pa, pero porfas ponte de mi lado: una fiesta grande pero no cursi.
—Al rato vemos qué se puede hacer, pero ya sin pelear.
—Sí, pa. Con cuidado que por acá ya se soltó el agua —se despide, y como si lo hubiera invocado, se suelta el diluvio también por acá.
El conductor cuelga la llamada y, un poco apenado, me dice:
—Ay, señorita, perdón. Ya ve cómo son los jóvenes, y peor las mujeres. Que ahora no quiere su fiesta.
—Bueno, fiesta sí quiere, pero no cursi —le respondo.
A pesar del cansancio, pienso que es un buen momento para aportar algo en el combate contra los roles de género establecidos o rendirme de una vez y dejar de compartir comentarios en redes sobre el tema desde donde es sumamente cómodo, y me voy de boca.
—Mire, las celebraciones de quince años eran rituales de iniciación en el México precolombino y más tarde de presentación en sociedad como mujer lista para encontrar un esposo. ¿Usted cree que a los quince años una ya es adulta? Yo creo que hay que extender la infancia lo más que se pueda. No por eso criar inútiles, claro, porque luego hay los que nunca crecen y ahí están en la casa de los papás hasta los treinta. Pero en esas fiestas las familias se gastan el dinero que no tienen, y las que lo tienen, lo tiran por la ventana para exhibir a sus hijas adolescentes y exhibirse ellos mismos frente a los conocidos. Y en todo caso, si ha de haber chambelanes, deberían ser las amigas de la quinceañera, que siempre están ahí para acompañarla y echarle la mano y no quince, siete o cuatro chatos que ahora resulta que la escoltan y acompañan en su transitar hacia la madurez.
Al final de mi soliloquio en voz alta, y para no parecer pedante y más bien respetuosa, más en la tónica de que ésta es mi postura pero no la impongo, cierro con un:
—Pero cada quien, ya sabe: en gustos se rompen géneros.
—No, si ya lo sé, no se crea. ¡Mi’ja no piensa casarse hasta dentro de muchos años! Es muy abusada, quiere estudiar veterinaria cuando acabe la prepa. Pero a su mamá le hacía ilusión. Ya sabe, las tradiciones —responde el conductor resignado.
Sí, las tradiciones, ya sé.
El trayecto es muy largo y lento. Desplazarse desde Tepepan hasta la colonia Juárez un viernes a las siete de la tarde puede ser complicado, sobre todo si es 17 de junio y la lluvia azota a la ciudad como todos los veranos. «El cerebro de los chilangos es hidrosoluble, nada más llueve y todos se vuelven idiotas», decía Martha. Cada verano es lo mismo, caos en la ciudad por las inundaciones y los cortes de luz. Habría que desasfaltar la urbe y volver a las carrozas sobre caminos de tierra, polvorientos en secas, enlodados y pantanosos en lluvias; y ni así. Quizá eliminando al 50% de la población (opción múltiple en la metodología) conseguiríamos una ciudad habitable —suponiendo que quedo entre el 50 % no eliminado—. No sé, el urbanista es mi papá. Con estos aguaceros me viene siempre a la memoria aquel viejo proyecto en el cual se pretendía rescatar los antiguos lagos de la zona y cohabitar con ellos como parte de la ciudad. A pesar de que mi papá me explicaba bien de qué se trataba, yo siempre me imaginaba otra cosa, una fusión entre Xochimilco y Venecia, Xochinecia. Hoy prefiero enfrentarme a esta cruzada, atravesar la ciudad y reconquistar la colonia Juárez antes que quedarme a dormir en casa de mi papá. Podría haberme regresado más tarde quizá, pero cuando viene la claustrofamiliafobia es fundamental huir a tiempo. Existe el mito de que en este horario, siete de la tarde, la dirección sur a centro es contrasentido, porque el grueso de la población regresa a las zonas menos urbanas de la ciudad, a las que todavía guardan reminiscencias de aquel reinado de chinampas, donde sobreviven huertos y terrenos descampados. Sin embargo esto es falso. Hay gente que viene para estos rumbos céntricos también, o tal vez es solo que el tráfico hacia el sur entorpece también el tráfico hacia el norte. No hay peor castigo, pareciera que somos muchos los que andamos pagando karmas, que esos nudos en ciertos cruces importantes, que resultan imposibles de desenredar, y solo queda bajarse del coche —si una es copilota— y hacerla de policía de tránsito: «Usted avance”; «ahora los de este lado»; «ahí párele (baboso), ¿qué no ve que no se puede pasar?». En un nudo de esos estamos liados ahora mi padre y yo, sin avanzar, cada quien jalando para su lado, pero sin copilotos que den indicaciones.
—Periférico está cerrado, señorita. ¿Está de acuerdo si agarramos Tlalpan? —interrumpe mis pensamientos el conductor.
—Usted le sabe mejor… seguro toda la ciudad anda en caos.
Cuando mi mamá cumplió quince años, se fue de viaje a Madrid con sus papás. Eso de la gran fiesta como presentación en sociedad ya a mis abuelos les parecía algo retrógrado y antiguo. Sin embargo el número quince significaba no que ya podía casarse, sino que de alguna manera se hacía adulta y responsable. Era el año 1976 y en España se respiraban nuevos aires. La abuela, después de veinte años en México, quería ir a celebrar con su hermana, quien seguía viviendo en Madrid, la muerte del dictador. Mi mamá guardaba buenos recuerdos de aquel viaje, había sido la primera vez que se subía a un avión. Sin embargo, lo que en realidad la había marcado en aquel viaje era haber sido testigo de cómo se desvanecía el permanente hormigueo que la abuela sentía, aquella intranquilidad que la acompañaba hacía veinte años, la duda por haber dejado España. Al final, había concluido después del viaje, en México estaban muy bien.
Cuando yo cumplí quince años, hacía algunos meses mi mamá se había ido de casa. No se había separado solo de mi papá, eso quizá hubiera sido más sencillo de entender. Se había separado también de mí. No hubo muchas explicaciones: no se sentía bien, estaba cansada, quería encontrar su lugar —¿cuál era el mío sin ella?—, alejarse un rato de mi papá, no de mí pero no había otra forma. No sería por mucho tiempo. Se iría una temporada a Oaxaca con Martha. Era solo una pausa. «¿Una pausa? ¿Cuál es el botón de pausa en una mamá?», había pensado en aquel día inconcebible. La aceptación llegó en algún momento, no me acuerdo exactamente cuándo, creo que cerca de los veinte, cuando pasó el enojo; la comprensión, nunca.
Jamás había pensado en tener una fiesta de quince años, ni chambelanes ni vestido, tal vez organizaríamos alguna comida con mis amigas. Desde mis doce años, habíamos hablado de un posible viaje con mi mamá, como ella había hecho con la suya. Tal vez a España, para repetir tradiciones, aunque siempre nos acabábamos inclinando por Argentina, la tierra de Martha, Buenos Aires, Iguazú, quizá Patagonia. Sin embargo, para cuando llegaron mis quince primaveras no estábamos para viajes, ni siquiera para celebraciones con las amigas. El mero día, me levanté temprano para ir al colegio. Mi papá me había hecho el desayuno, pan francés con cajeta, al que solo di un par de mordidas. Después me fui sin darle las gracias ni la oportunidad de que me abrazara. Quería salir de ahí y perderme, aunque perdida ya estaba.
—Híjole, Tlalpan está muy inundada. En cuanto tenga chance, me salgo y nos vamos por adentro para agarrar Vértiz —oigo de lejos.
—Yo hoy me dejo llevar, usted decide.
La vi varias veces durante los siguientes quince años: tres o cuatro en casa de Martha en Oaxaca, varias en el hospital cuando volvía a ingresar cada tanto y alguna cuando intentó vivir sola nuevamente. En cada una de estas ocasiones me revolcaba una avalancha emocional, algunas veces lograba asomar la cabeza prontamente, en otras me quedaba enterrada por semanas. Quería contarle todo lo que me había pasado en los meses, alguna vez incluso más de un año, en que no la había visto. Y a veces no tenía ganas. El enojo volvía una y otra vez. Y esas visitas tan ansiadas me destruían un poquito; a ella mucho más. La sensación de traicionar a mi padre, quien jamás exigió tomar bando alguno, porque además él siempre estuvo del de mi madre, tampoco me permitía dejarme ir del todo cuando estaba con ella.
Uno de esos encuentros en casa de Martha, sin embargo, corrió suavemente, incluso con entusiasmo y con una sensación cercana la esperanza. Mi mamá llevaba algunos meses con muy buen ánimo. Habían encontrado una nueva medicación y sobre todo una dosis correcta, porque éste siempre era el problema, que funcionaba muy bien. Yo tendría veintiocho años. Pasamos tres días planeando un viaje. «No fue en tus quince, pero será en tus treinta», me había dicho, «dos por uno, elijamos dos lugares». Argentina era casi obligación y como segundo destino, ya que íbamos hacia el sur, nos decantamos por Río de Janeiro, «la alegría no es sólo brasileña», dijo Martha. Tres días estuvimos revisando mapas, lugares por conocer, turísticos y no tanto. Quizá Martha podría unirse algunos días y fungir de guía. Comeríamos pizza sin parar y mucho helado; iríamos a ver tango, pero no para turistas, alguna milonga de barrio sin tanto show. Yo quería hacer algún tour arquitectónico por la ciudad, incluso me acuerdo de haber hecho una lista de algunos edificios emblemáticos de distintas épocas; al final de cuentas había sido criada por mi papá. Caminaríamos por la Boca, conoceríamos la Bombonera, también el Maracaná. “Son esos lugares que hay que conocer, mamá, no importa el fútbol, es la pasión de un pueblo”, la había convencido. Pasearíamos por Ipanema y Leblon, olha que coisa mais linda…
Los primeros meses desde su partida, mi mamá los pasó en casa de Martha, estaba ahí en mi cumpleaños de quince. No fue ella quien llamó, sino su amiga, bien temprano en la mañana, antes del desayuno. No la había visto desde aquel día en que había decidido marcharse. Aunque habíamos intentado hablar un par de veces, ninguna llamada había resultado muy provechosa, y ese día de mi cumpleaños mi mamá no logró ponerse al teléfono. «Tu mamá te piensa mucho», me dijo Martha. Después de eso, el pan francés no fue suficiente, tampoco lo fue mi papá ese primer año, a quien atormentaba con desgarradoras preguntas que él no podía responder. La tristeza y el dolor interminable que sufría no fueron razón suficiente para estar enojado, nunca lo estuvo. No se dio oportunidad de caer del todo. Quizá la única estrategia que encontró fue la de aquella especie de suave negación que lo acompañó siempre. Como hoy en su casa, cuando empacando sus cosas para su próxima mudanza a un lugar más chico —después de la muerte de mi mamá por fin había aceptado, por obvias razones, que ella no volvería—, retomamos la discusión sobre la muerte de mi mamá: «No se quitó la vida, murió de neumonía», insistió. Sí, ésa es una forma de ver las cosas.
—Papá, ¿no pensarás llevarte esos vestidos al nuevo depa, verdad?
—Hice una selección de ropa de tu mamá, es poquito, Antonia. Sí cabe.
—Pero, pa, ya hablamos de esto. No se trata de si cabe o no. Ella ya no está. Hace mucho que no estaba, pero ahora ya tampoco en el plano terrenal, en esta dimensión. Se fue. No quiso más estar aquí.
—Pero ¿qué dices? Siento que es muy pronto. Dos años no es nada para deshacernos de todas sus cosas.
—¿Dos años, papá? ¿Dos años? Se fue hace más de quince de esta casa, y no volvió más. Ahora sí no puedes pensar que regresará porque entonces tendría que preocuparme en serio. Más todavía.
—No, Antonia. No tienes que preocuparte. Ya sé que tu mamá murió. Fue una pena que muriera así, por una infección hospitalaria. Qué tontería.
—Bueno… ésa no la forma más objetiva de ver el asunto.
—No discutamos eso otra vez, Antonia, por favor. Ayúdame a guardar los libros.
—Está bien. Los libros, pero deja la ropa. Si quieres quédate el vestido de novia, no sé, o algún otro, pero no una caja completa. Es absurdo.
—Ella siempre te quiso, Antonia. Y siempre lamentó no poder estar contigo.
—Ya no importa, pa. No tienes que seguir defendiéndola. No pudo, no quiso, no sé. Pero no estuvo. Y para cerrar con broche de oro, después decidió irse otra vez. Esta segunda vez para siempre.
—¡Pero, Antonia! ¿Cómo puedes decir eso?
Después de sobrevivir al primer golpe de su partida, y una vez pasado el maremoto que significó, la vida de a dos con mi papá se fue acomodando. Apuntalamos como pudimos nuestra relación, algunos polines, yeso en algunas zonas, vigas de hierro en las áreas más dañadas, y si bien en general la vida se mantuvo sólida y estable, siempre quedaron algunas grietas sin resanar. Siempre bajo ese manto de «aquí no ha pasado nada grave, necesita espacio, ya volverá», aprendimos a darnos esos espacios nosotros también, pero sin alejarnos demasiado. Algunas temporadas fueron los museos los miércoles por la tarde, en otras fueron las funciones de cine los domingos por la noche. Tuvimos varios maratones de películas en casa algunos fines de semana. Cuando entré a diseño gráfico, me acerqué más a él a través de algunos proyectos a los que me invitó para que ganara algunos pesos, preparando presentaciones y logos. Fue en ese periodo quizá, cuando más cerca hemos estado, pero para entonces yo había decidido no indagar más y dejar que mi papá envejeciera calmo con la táctica que había elegido para sobrevivir, aquel reposado y persistente bloqueo.
Solo una vez en todos estos años nos reunimos los tres juntos, cuando me titulé de la carrera. Fuimos a comer para celebrar, nos acompañó Martha, su soporte vital y moderadora ideal. No tengo un recuerdo muy emotivo de la fecha, tampoco triste. Conservo una sensación agridulce de incomodidad. La emoción de mi papá, que de alguna forma seguía guardando la ilusión de algo que ya no era hacía tanto tiempo, era palpable, así como lo era la ausencia de mi mamá. No sé si en las pocas ocasiones que ellos se encontraron, quizá una vez por año, hablaban de lo que había sucedido. ¿Alguien lo tendría claro? ¿Surgían reproches y culpas o solo cariño, apoyo y resignación? Tampoco sé si habría algo que decir o mi papá se conformaba con compartir reportes de mi ánimo, de mis estudios, de mis novios. Podría preguntarle.
Mi mamá murió hace dos años, dos meses antes de mi cumpleaños número treinta. Tuve oportunidad de despedirme cuando llegó al hospital, después de haber ingerido un número infinito de pastillas para dormir. Después del lavado estomacal y el suero, había despertado por unas horas: «Antonia, no es que no quiera vivir, solo quiero dejar de sufrir. Sé que no he estado contigo. No pude, pero tú me has acompañado cada día, cada hora de mi vida. Te amo, linda». Ese día no llovía, pero yo me ahogaba con mis lágrimas, y seguía, sigo, sin entender, «te amo, mamá». Después de unos días hospitalizada, en los que parecía que quizá salía airosa, o más bien fracasaba, de su intento, le dio una neumonía severa y murió.
—¿Usted tuvo fiesta de quince? —el conductor le ha estado dando vueltas al asunto; cada vez está más cerca de llegar a su casa y tendrá que enfrentar el desacuerdo familiar.
—No, no hice fiesta. Me fui de viaje con mi mamá, a Argentina.
—¡Ah! Qué buen plan eso del viaje. Pero acá sería imposible, no sé quién mataría primero a quién. Son bien difíciles las relaciones, señorita. Yo con mi hija no la llevo mal, pero si viera los problemas que tiene con mi esposa. Parece usted muy joven, ¿tiene hijos?
—No, por ahora no —contesto. Una cosa es hablar del origen y significado de las celebraciones de quince años, y otra muy distinta, tratar de explicar por qué no tengo ni quiero tener hijos. Tiempo para contarle hay, aunque llevamos ya una hora de camino, falta otro tanto todavía para llegar a la Juárez, pero prefiero hablar de otra cosa.
—¿Sabe que en algunos países están desentubando y limpiando los ríos? Y en otros hasta demolieron vías rápidas, así como el segundo piso, para hacer parques. Estaría bonito que lo hicieran aquí, ¿no?
Paula Villanueva Rabotnikof. «Durante los últimos 30 años he incursionado en distintos ámbitos y dejado atrás diversos anhelos, desde intentar salvar al mundo a través de la bioquímica y la epidemiología, hasta convertirme en señora de mi casa y regar las plantas, pasando por aprender a, o al menos intentar, lidiar con el mundo de las relaciones públicas y la farándula, editar publicaciones sobre cine y tratar de captar el mundo con una cámara. Después de un recorrido quizá un poco vagabundo y sin rumbo, y tal vez acercándome más a un expediente médico de un paciente esquizofrénico que a una novela de romance y aventuras, he llegado a las letras en sus variadas modalidades, y no tengo ninguna intención de moverme».
🖲️ Web de la autora: https://horadelte.com.mx/
Ilustración relato: Rainy Day (M. Vorel). Free image en LibreShot ▪ Fotografía de la autora traída desde su página web. © Derechos reservados
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 135 · 👨💻 PmmC · julio-agosto de 2024
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