relato por
Guillermo Martínez Collado
A
bro un ojo y me desperezo. Me quedo un rato en la cama mirando al techo y giro para observar la hora en el teléfono. Todavía no son las siete de la mañana, sin embargo me levanto y pongo la cafetera de goteo. Mientras echa a andar me pego una ducha rápida. Me visto con el chándal y preparo una mochila con un chubasquero, una botella de agua y un poco de fruta. Meto también unos espráis de pintura y los tapo con una sudadera. Saco el termo del armario de la cocina y echo dentro el café. Huele fenomenal, es un grano especial que compra mi tía abuela Keltse. Se lo manda una tienda de Barcelona que importa productos de comercio justo desde los países de origen. Este en concreto, su favorito, viene de una recóndita zona de las montañas colombianas. Keltse aparece por la puerta de la cocina despeinada y con cara de pocos amigos. El olor del café la ha despertado. Se planta delante de mí y me habla en lenguaje de signos.
«No me jodas, Amets».
Se cruza dos dedos por debajo de su cara para hacer la palabrota. Me hace gracia que sea tan mal hablada. Subo mis hombros y le contesto vocalizando mucho para que me entienda.
—Es por una buena causa. Lo siento. Te quiero.
«¿Era imprescindible usar ese café?».
Sube su mano izquierda y alza el puño contrario haciendo un gesto con el pulgar.
«Idiota».
Me río de nuevo. Le doy un abrazo y un par de besos.
—Me tengo que ir, me espera Alicate.
«Deséale suerte a María Alejandra».
—Se lo diré.
Me doy la vuelta y bajo las escaleras. Salgo del portal en dirección a la estación de tren. La casa de mi tía está pegada a las vías. Siempre digo que si no fuera sorda se volvería loca. Empieza a verse movimiento porque llegan los primeros trenes llenos. No es que se baje mucha gente, pero esto es una auténtica encrucijada de caminos, vías y apeaderos.
En el aparcamiento veo la furgoneta amarilla de Ultramarinos Aguirre. De la ventanilla del conductor sale una densa nube de humo blanco. Abro la puerta del copiloto y lanzo mi mochila dentro. Alicate fuma un cigarro de la marca Lola y bebe zumo de melocotón. Su mote viene de lo separadas que tiene las piernas. Nadie se acuerda ya de que se llama Alfonso. Ni siquiera él atendería a ese nombre. Me pregunto si en su casa la señora Aguirre llama a su propio hijo Alicate.
—Buenos días, camarada. Entra, no hagamos esperar a la dama.
—Vamos allá. Gracias otra vez.
—Ahí detrás tengo una caja de Pago de melocotón. Coge uno si quieres.
Salimos a toda velocidad y cruzamos hacia el arroyo para recoger a Alejandra. Sube a la furgoneta después de darme un beso. Se acomoda apartando los zumos de un manotazo.
—Cógete un Pago de melocotón si quieres.
—No, gracias. Llevo una botella de litro y medio con una infusión de tila y melisa.
—¿Nerviosa?
—Pues sí. Me voy a poner los auriculares si no os importa. Así voy escuchando los audios de Estructura Sociocultural.
Alejandra se presenta por segunda vez a las oposiciones de conservador de museos. Es la chica más inteligente que conozco, y es mi novia desde el instituto. Alicate coge la autopista y ponemos rumbo a la ciudad. Sincroniza el teléfono con el equipo de música para reproducir una canción de NoFx.
2
Ruedo paralelo al río en mi long board. Llego al templete de la plaza y me siento a esperar al Zanahoria. No tarda ni diez segundos en llegar. Hablamos del partido mientras se lía un cigarro y lo coloca encima de su oreja izquierda. Los dos patinamos en dirección al bajo cuando de la nada sale un grupo de ancianas con las que casi chocamos. Nos empiezan a reñir y de la avenida se acerca un policía municipal en moto. Se trata de Ariel, o como nosotros lo llamamos, Ari «El Sucio». Aparca a nuestro lado y se baja como si viniera de montar a caballo toda la tarde. Quita sus gafas Ray Ban dejando a la vista unos ojos diminutos.
—A ver chicos. Lo primero, ya no sois unos niños. No tenéis edad para andar patinando por ahí a lo loco.
—Sí, señor. Perdón.
—Segundo, en la acera está totalmente prohibido. Y ya que estamos también en La Casa de la Cultura, que es patrimonio monumental. Y en los soportales del Ateneo, que allí han aparecido baldosas y cristales rotos. Tenéis el skate park y La Plaza para hacer el mono.
—Sí, perdón. Solo íbamos al bajo de la asociación.
—Pues ya estáis desapareciendo de mi vista. Y caminando. No quiero tener que poneros una multa que va a acabar pagando vuestra familia.
Nos ponemos a andar y llegamos tarde a la reunión. El bajo lo ocupamos oficialmente el grupo social Patinete Rojo. Tenemos una vieja televisión de tubo catódico con la Play Station tres y unos juegos. Un trivial, el parchís y una mesa de ping-pong. En la nevera hay un surtido de zumos Pago, cervezas y refrescos de cola caducados que nos regala Distribuciones Aguirre. Encima de la mesa el expositor de Matutano está relleno de paquetes de patatas rancias. En la esquina hay tablas, ruedas, tornillos y material para trabajar la madera. A los cinco nos une el skate y todo lo que lo rodea, pero en realidad es una pequeña tapadera. Alicate cierra la puerta.
—Vaya horas de llegar.
—Ari «El Sucio» nos estuvo dando la turra.
—Bueno, vamos preparándonos.
Pillo una caja de plástico translúcido de debajo de la mesa. Del interior sacamos unos cuantos espráis de pintura y los metemos en nuestras mochilas. También las sudaderas negras y los pasamontañas. Salimos de la lonja para subirnos a la furgoneta amarilla. Yo me siento delante. Detrás van Zanahoria, Coto y Markeli. Enciendo el radio CD para poner algo de música. Alicate arranca el motor y nos ponemos en marcha.
—El tipo tiene una pequeña frutería. Antes trabajaba con una franquicia, pero hace tiempo se puso por libre.
—¿Qué franquicia?
—Eso da igual. El caso es que hace tiempo que le vendemos algún producto. Aparte de fruta tiene zumos, yogures, azúcar, ya sabes. El otro día estaba colocándole unas cajas en el almacén y lo vi. Un maldito calendario con el careto de Franco, y debajo en grandes letras: España, una grande y libre.
—Me cago en la leche.
Cruzamos el puente sobre el río. Alicate circula despacio. Pasa la tienda y aparca al lado de un bar cerrado. Zanahoria se queda fuera del coche con el móvil en la mano, por si nos tiene que avisar. El sitio es tranquilo, de noche no parece haber un alma. Saco mi libreta para enseñarles el dibujo. Ellos van pintando las letras con los espráis negros. Yo hago un gato gigante. Mientras colorean las letras de blanco y gris y le suman unos brillos, relleno el dibujo de morado y le añado un texto. Damos unos pasos hacia atrás para ver como nos ha quedado. Se puede leer, ocupando toda la fachada de la frutería, Asturias Antifa. La Villa Crew. A la derecha un enorme gato que dice This Cat Kill Fascist.
—No entiendo lo del gato. De todas maneras ha quedado genial.
—Vámonos.
Nos subimos a la furgoneta y salimos hacia la nacional. Los chavales abren unos Pago de melocotón entre risas y bromas. Alicate enciende un cigarro y me mira.
—Estás muy serio. Lo del gato era broma.
—Ha aprobado la oposición. Le dan la plaza en Madrid.
—Pero eso es genial.
—Quiere que me vaya a vivir con ella.
Se parte de risa mientras trata de sincronizar su teléfono.
-No tienes ninguna gana de irte, ¿eh capullo?
Cruzo mis brazos dejando unos cuernos en mi mano izquierda, para llamarle estúpido en lenguaje de signos.
3
Doblo mis dos pantalones negros con cuidado. Los coloco al fondo de la maleta y me pongo a hacer lo mismo con las sudaderas. También son oscuras. Meto un par de zapatillas Vans en una bolsa de plástico y las dejo encima de la ropa. No me está costando mucho organizarlo. Las camisetas sí son un problema. Están las de fútbol, aunque no creo que las lleve todas. Puede que solo la de esta temporada. Luego está la de Red Hot Chili Peppers y la de Negu Gorriak. Las de Santa Cruz y Trasher. La chaqueta de Volcom. De repente ya no me queda sitio y ni siquiera he metido la ropa interior. Además llevo una mochila con espráis y un skate. Salto encima de la maleta intentando cerrarla cuando entra Keltse dándome un susto de muerte.
«No te quería sobresaltar».
—Menos mal. ¿Cómo será cuando lo hagas a posta?
«Ese disco suena genial».
—Sí, son System of a… un momento.
Se parte de risa y me frota el pelo como si fuera un niño. Vuelve a colocar la ropa, pero esta vez sobra espacio para calzoncillos y calcetines.
«Estoy muy contenta de que vayas a Madrid con María Alejandra. Aquí no haces más que ir de trabajo en trabajo sin ningún futuro. Aunque echaré de menos el caos en el que vives».
La casa vibra porque pasa el tren de las doce. Keltse me da un paquete. Dentro hay una foto enmarcada en la que salgo con mis padres.
—No sé si me acostumbraré a estar lejos de aquí.
«Tonterías. Y no te olvides de llevar tus malditos dibujos. A ver si después de todo le sacas partido a todo ese tiempo con los rotuladores».
Poso la foto encima de la mesita cuando se da la vuelta. Cojo la carpeta con los dibujos y la maleta y Keltse me ayuda con el skate. Dejo el equipaje en la consigna y tomamos un café en la estación. Ella se pide uno solo, pero no se lo puede acabar.
«Nunca recuerdo lo horrible que es este brebaje. Debí pedir lejía».
Yo le echo varios sobres de azúcar hasta que logro camuflar el sabor amargo por completo. Sé que me va a salir con lo de siempre. Que yo no tomo café, sino agua turbia muy dulce. Sin embargo esta vez no dice nada. Imagino que algo pasa por su cabeza.
Mi móvil empieza a sonar. Es una llamada perdida de Alicate. Me despido de Keltse y salgo al parking. Veo la furgoneta amarilla aparcada en doble fila, con la música saliendo a todo volumen.
—Aúpa camarada.
—Vamos allá.
Salimos hacia casa de Alejandra, una zona de chalets un tanto alejada del centro.
—Vaya kelos hay por aquí. Menudo nivel de vida.
Pasamos por una casa en cuyo garaje hay una pintada de La Villa Crew. Nos miramos y nos da la risa. Todavía hay que seguir conduciendo un poco más hasta llegar a la finca de su familia.
—Es a la derecha.
Entramos por un camino sin asfaltar, unos cien metros de grava que suena bajo las ruedas. Saco la cabeza por la ventanilla y hago sonar el interfono. La verja se abre y rodamos despacio en dirección a la entrada. Me dispongo a picar a la puerta cuando Alejandra nos abre. Nos damos un beso y pasamos detrás de ella. Alicate no deja de mirar hacia arriba con la boca abierta.
—Gracias por venir a buscarme chicos. Estoy en un segundo. Podéis esperar en la salita.
Sube por las escaleras mientras nosotros miramos la decoración. Todo muy sobrecargado y excesivo. Tras una puerta hay una habitación con estanterías llenas de libros.
—Es el despacho de su padre.
—Menuda pasada, tío. A ver si puedo robar alguno.
Alicate empieza a pasar los dedos por los tomos. Yo miro la decoración de las estanterías y los cuadros. Veo varios objetos militares y una bola del mundo.
—¿Habías visto alguna vez la colección de libros de su padre? El mito del votante racional. Contra la democracia. Mentiras de la izquierda. ¿De dónde decías que venía el tipo?
Señalo un cuadro que preside la mesa. Un retrato de Augusto Pinochet.
—Su familia viene de Chile.
4
—Es un trabajo muy… interesante. Tus dibujos son muy buenos y tal. Lo que pasa es que no veo la manera en la que podríamos encajarlos en nuestra revista. Son muy bizarros.
—Entiendo.
No tengo ni idea de lo que significa esa palabra, así que tomo nota mental para buscarlo en Google. El tipo fuma tabaco con un deje amanerado.
—Te voy a dar la tarjeta de un colega. A veces da salida a cosas raras. Puedes probar. No pierdes nada, cielo.
Salgo de la oficina gruñendo. Miro la dirección de la tarjeta y la consulto en el teléfono. Me pilla más o menos de camino al trabajo así que me cuelgo la mochila y patino hacia allí. En Madrid está prohibido hacer skate por la acera. Uso el carril bici, pero está muy transitado por patines eléctricos. Llego al sitio, que tiene la puerta del portal abierta. Subo en ascensor y pico al timbre. En la placa pone que es una editorial. Le explico a la chica lo de mis dibujos y que me manda el tipo de la revista. Me dice que espere un poco, que su jefe está hablando por teléfono. Mira el reloj y se disculpa porque tiene que hacer un recado urgente. Al poco, de un despacho del fondo sale un hombre vestido de manera informal, con la pulserita de la bandera en la muñeca.
—¿Dónde está Sandra?
—¿La chica de recepción? Dijo que tenía que hacer algo urgente.
—¿Y quién eres tú?¿Por qué estás aquí?
—Verá, me mandan de la revista Subterfuge. Soy dibujante y me dijeron…
—No tengo tiempo de tonterías. Hasta nunca. Largo.
Se gira y vuelve a su despacho. Siento tanta rabia que no puedo evitarlo. Saco mis espráis de la mochila y les hago un grafiti en la puerta. Escucho que alguien llama al ascensor, así que guardo mis cosas a la carrera y bajo por las escaleras. En la calle me subo al patín y salgo de allí a toda leche. Tardo más de lo esperado en llegar al trabajo. Hago un turno por horas en una pizzería. El encargado, un chaval de rasgos asiáticos, está hecho una furia.
—Llegas muy tarde. Ni te molestes en cambiarte. No respetas a los compañeros, ni a mí, ni a la marca. Mejor te largas. Pásate mañana a por el finiquito.
Me subo la mano a la cabeza y hago un gesto con la palma abierta. Patán en lenguaje de signos. El trabajo era una basura, pero es el tercero que pierdo. Además nadie les hace caso a mis dibujos. Echo de menos a mi pandilla de amigos. La Plaza, el bajo, patinar al lado del río. Incluso el café de la estación.
Voy al metro para cruzar la ciudad. He quedado con Alejandra y unos compañeros suyos del museo. En el vagón recuerdo la vibración de los trenes en mi antigua casa, eso me reconforta. Me pongo los auriculares y busco una canción en el móvil. Miro las caras de la gente. Cansados, aburridos, enchufados a sus pantallas. Veo una familia sudamericana. La madre abrazada a sus hijos. Entonces caigo en que desde que estoy en Madrid no había vuelto a pensar en mis padres. Me toco la cicatriz de la quemadura en el brazo.
Salgo del metro y voy hacia la vinatería. Cuando llego hay un grupo grande alrededor de una mesa. Todos bien vestidos. Trajes elegantes, pañuelos al cuello, zapatos. Un chico muy alto lleva un sombrero ridículo. Se hace un silencio cuando Alejandra me presenta como su novio. Siento las miradas que me escrudiñan de arriba abajo. El camarero me mira como un marciano cuando le pido un Kalimotxo.
—Vino con coca cola. Cualquier vino perronero que tengas servirá.
—Aquí no tenemos vinos perroneros, señor.
—Hielo, el vino tinto que quieras y coca cola.
Me trae el Kalimotxo con una rodaja de limón, que saco inmediatamente. No soy capaz de seguir el hilo de la conversación porque hablan de algún pintor holandés. Entonces Alejandra dice que yo hago dibujos y cómics y me pide que enseñe mi cuaderno. Me da vergüenza pero acepto. Por más que busco no lo encuentro en la mochila. Debió quedarse en la editorial cuando hice el grafiti. Menuda cagada. Un montón de viñetas, las mejores. Mucho esfuerzo tirado al retrete, porque ni de coña puedo volver por allí. Echo unos tacos y la gente se me queda mirando. Alejandra me lleva a un lado y me pregunta qué me pasa.
—Yo… creo que lo he perdido. Además me han vuelto a despedir del trabajo. Estoy harto de estar aquí.
—¿En la vinatería? Si acabas de llegar.
—Harto de la ciudad. De estar lejos de mi sitio y de mis amigos, y de las cosas que me importan y me gusta hacer.
—Por el trabajo no te preocupes. Tengo dinero de sobra, ya aparecerá algo.
—No es eso. Quiero irme.
—¿Y qué vas a hacer?¿Volver a Asturias?¿Dedicarte a hacer pintadas antifascistas? Creéis que cambiáis algo y en realidad no hacéis nada. Es una chorrada, una niñería. Supera lo de tus padres. ¡Madura de una vez!
La miro unos segundos. Las últimas frases las ha dicho gritando. Cojo mi mochila, mi skate, me doy la vuelta y me alejo de allí.
5
Damos vueltas por La Plaza patinando. Zanahoria intenta un switch ollie por encima de una boca de incendios. Lo hace con miedo, porque unas semanas atrás se dio un golpe contra un bordillo y se le saltaron los paletos. Está pasando una fase de transición. Se gira, pisa la tabla y enciende el cigarro que llevaba en la oreja. Lo sujeta en el hueco libre que le queda en la dentadura mientras sonríe.
En la esquina de la plaza Coto y Markeli están arreglando los bordillos. La asociación Patinete Rojo hemos decidido hacer algo real y tangible por la comunidad. Reparamos las aceras que están estropeadas en los sitios en los que dejan patinar, así los chavales lo tienen mejor para practicar. Coto lija el bordillo y lo limpia bien. Después pone cinta americana y echa un poco de masilla.
Al fondo de la calle asoma una furgoneta amarilla con la música a todo volumen. Se baja Alicate. Trae bolsas de deporte con coderas y rodilleras y algunos patines viejos. Se acerca a los críos que le esperaban en la plaza y empieza a hacer trucos con ellos. Les explica cómo es un ollie. Básicamente los pone a saltar con la tabla y a hacer pop. Al poco tiempo se aparta agotado, con un ataque de tos. Saca de su mochila un Pago de melocotón y viene con un cigarro electrónico en la mano.
—Da gusto ver la plaza así.
—Sí. Esto está lleno de críos. Ahora sí que parece que estamos haciendo algo por el pueblo.
—Así que definitivamente Alejandra es historia.
—Creo que sí. Sobre todo después de lo que le hicimos al coche de su viejo.
Alicate se ríe y vuelve a tener un ataque de tos. Se frota los ojos y le da un trago al zumo.
—La verdad es que quedó genial. Todavía está en el taller de pintura. Cada vez que lo veo me parto de risa.
—Quizás lo mejor es dejar de hacer las tonterías de La Villa Crew. Cualquier día nos pillarán.
—Si tío, a ver si maduráis de una vez y encontráis trabajo.
—Vaya morro. Para dos repartos que haces al día en esa furgoneta.
Me voy con los chicos a hacer unos trucos. Les enseño el kickflip. Le doy la vuelta al patín raspando con la punta de mi pie delantero hacia atrás. Los más pequeños se tropiezan y se caen de manera muy graciosa, pero los mayores lo acaban sacando. Zanahoria lo graba con el móvil para editar un vídeo. Miro la hora, es algo tarde. Me despido de los chicos y de mis amigos. Abrazo a Alicate y me voy con el skate en la mano para evitar movidas.
Cuando estoy cerca de casa me acuerdo del bar de la estación. Entro a tomarme un café y estoy a gusto. Las caras conocidas, el entorno, el sonido de los trenes, saber que estoy en casa. Aunque ahora no puedo evitar la tristeza al acordarme de Alejandra. Parece una maldición eso de no estar nunca conforme. En la televisión tienen puesta una carrera de ciclismo. La clientela está animada porque hay un chico de aquí. Echo un vistazo a mi teléfono. Entro en Instagram y veo las historias al tuntún. Me doy cuenta de que tengo un mensaje sin abrir. El nombre me suena, es de una editorial.
Hola. Hace unas semanas olvidaste tu libreta debajo de un grafiti que nos dejaste en la puerta. He visto tu trabajo, me gustaría hablar contigo. Espero tu respuesta.
Lo vuelvo a leer un par de veces. Me pongo nervioso. No sé si contestar, podría ser una trampa para hacerme pagar los desperfectos de la pintada. Me pienso bien lo que puedo escribir. La gente en la cafetería se pone a aplaudir.
EPÍLOGO
—¿Puedes poner para Pablo?
—Claro, sin problema.
La cola da la vuelta a la esquina y gira hacia la entrada, avanza muy despacio. La mano me duele solo con sostener el bolígrafo. Es la nueva edición del festival del cómic de Madrid. Estoy en el estand de una de las editoriales más solicitadas. Es una sensación extraña esto de firmar tantos ejemplares. La novela gráfica funcionó muy bien, pero el auténtico éxito llegó con su adaptación para una serie en una plataforma de streaming. Es algo surrealista.
—¿Puedes poner para Alejandra?
Levanto la vista y la veo. Tardo en reaccionar. Lo dedico y se lo devuelvo. Una gran barriga adorna lo que antes era un cuerpo fino y estilizado.
—Estás estupenda. ¿Para cuándo es?
—Para final de año.
—Seguro que serás una mamá estupenda.
Coge el cómic y lo mira sonriendo.
—Cuando lo leí no lo podía creer. Un grupo de amigos que se dedican a combatir el fascismo por toda la galaxia… El protagonista que pierde a sus padres en un incendio… Patines voladores…
—¿Insinúas que puede haber algo autobiográfico?
—Viajan en una nave amarilla y beben zumos de melocotón.
—Qué cosas.
—Eso sí, creo que le falta una historia de amor.
Nos miramos unos segundos sin decir nada.
—Me alegra que te vaya bien. Ya nos veremos por ahí.
Se aleja despacio, caminando de manera torpe. La está esperando un hombre muy elegante, parece el tipo alto del sombrero que trabajaba en el museo. Algo me dice que pasará mucho tiempo hasta que volvamos a hablar. El organizador del evento me avisa de que es mi turno de subir al escenario. Saco un café en la máquina y subo los peldaños. Busco la silla que lleva mi nombre. Está en el centro, entre los actores y el director de la serie. Un youtuber presenta el evento y se dedica a hacer las preguntas. Me dan un micrófono y el tipo se pone a mi lado.
—Vengadores Intergalácticos es el cómic del momento. La serie es un éxito en varios países. Estás en la cresta de la ola. ¿Se puede pedir algo más?
Miro hacia el público amontonado delante del escenario. Al fondo veo a Alejandra llegando a la puerta. Se gira antes de salir, espera un segundo y se va.
Guillermo Martínez Collado nació en Madrid, en 1983. Cursó estudios en la Universidad de Oviedo, la cual abandonó antes de licenciarse. Ha publicado sus relatos en distintas antologías de concursos, como el Antonio Trueba, el concurso de la Biblioteca de Almería o el certamen internacional Cuando Puedas. También se pueden leer sus relatos en las revistas digitales Almiar, Alhucema o El Caminante.
Contactar con el autor: amayamier [at] gmail.com
Ilustración: Imagen por dany1624, en Pixabay
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 129 • julio-agosto de 2023
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