(Un relato cubano veraz)
por Jesús Greus

 

C

orre el verano de 1819 por la ciudad de Baracoa, en el Oriente de Cuba, pequeña urbe colonial arrebujada entre los ríos Miel y Macaguanigua. Por sus soleadas callejas discurren guajiros a lomos de mulas, tocados de sombreros de paja; esclavos negros cargados con sacos de aguacates, fruta bomba, yucas y boniatos; guardias civiles, terratenientes criollos a caballo, ataviados con pulcras casacas, y damiselas que se guarecen del fuerte sol oriental bajo blancas sombrillas o caminando al abrigo de coloreados soportales sostenidos por columnas. En medio del genterío, el doctor Enrique Faber cabalga un mulo, cargado con su maletín de cuero bruñido, a lo largo de la calle Mayor. De tanto en tanto alza su sombrero para saludar a conocidos con quienes se cruza. El doctor lleva tan sólo medio año en Baracoa, pero ha sabido ya ganarse el respeto de todos. Atraviesa el Parque Central y prosigue en dirección a la playa de Miel, para, por fin, abandonar el pueblo por un camino que se adentra en campo abierto.

Don Enrique atraviesa una naturaleza exuberante, erizada de palmas reales entre matas de mango, bejucos trepadores, árboles de caoba y de incienso. En el horizonte se alzan los montes espesos de selvas, cascadas y plantaciones de cacao y de café. A sus espaldas, kilométricas playas se extienden bajo cocoteros, no lejos de ríos navegables, como el Yumurí, cuyas frías aguas discurren encajonadas entre farallones recubiertos de lianas y maleza. Baracoa, piensa con deleite el doctor suizo mientras respira el aire perfumado de incienso natural, es un paraíso en la tierra. Jamás sus ojos, que han recorrido mundo, han visto nada tan hermoso.

Esa mañana, entre sus diversas visitas profesionales por los aledaños de la ciudad, don Enrique Faber detiene su montura ante un humilde bohío de madera con techo de guano de palma. Apenas se distingue entre matas de plátanos y carnosas hojas de malanga. Reside allí cierta lavandera que tiene recogida a una muchacha huérfana, llamada Juana de León Hernández, desprovista de bienes y aquejada de tisis. El doctor Faber es un alma caritativa que, a menudo, ejerce su oficio por compasión. Haciendo gala de delicadeza, efectúa un reconocimiento del consumido pecho de la enferma. Corrobora el pronóstico, le practica una sangría y, por último, receta diversos remedios naturales que pueden hallarse a mano: ajo, plátanos, chirimoyas y jugo de naranja. Durante la auscultación, no pasa desapercibido a la enferma Juana un peculiar fulgor en los ojos del facultativo. ¿Adivina acaso, en subrepticias miradas del hombre, un cierto brillo libidinoso mientras recorren su cuerpo magro pero joven, no exento de atractivo? La visita deja un poco desconcertada a la paciente, que tose repetidas veces mientras el doctor anuncia que regresará la semana siguiente.

La visita profesional del doctor Enrique Faber al bohío de la lavandera se repite en diversas ocasiones. Nace, así, una natural simpatía entre el facultativo y la enferma. Habla él muy correcto español, si bien con notable acento afrancesado. Una tarde, hallándose ambos a solas en la cabaña, don Enrique carraspea, parece dudar y, por fin, propone a Juana que se traslade a vivir con él, alegando que así podrá atenderla mejor. Juana queda perpleja, pero aún más al escuchar proponer al ilustre galeno que acceda a contraer matrimonio con él. Sobrepuesta de su primera sorpresa, Juana cavila: el hombre no le desagrada. Es alto y bien plantado, si bien resultan llamativos aquellos ojos suyos, zarcos y como rasgados, una cierta mirada esquiva, su peculiar quijada, sus manos asaz delicadas para un hombre. Hay en su persona un aura indefinible. Quizá no sea el marido soñado, piensa Juana, pero, al fin y al cabo, ¿cabe imaginar para ella un mejor arreglo a su situación desprovista de bienes, familia y porvenir? Conque la muchacha acepta con gesto azarado. Sonríe complacido don Enrique, y queda convenido que él se ocupará de los pertinentes preparativos y gastos para el enlace.

Sin mayor dilación, el desposorio se efectúa el mes de agosto siguiente en la iglesia parroquial de Baracoa, ejerciendo como padrino de la novia un tal licenciado Garrido, conocido suyo. Pero ya el primer día de matrimonio deparará una ingrata sorpresa a la recién desposada. Esa misma noche, reunidos en el que será su hogar conyugal, don Enrique hace una extraña confesión a su mujer: «Para el mundo seremos esposos, Juana, pero, en la intimidad matrimonial, seremos sólo dos amigos. No habrá entre nosotros contacto carnal alguno». Juana queda confusa, no acierta a responder. Se le cae el mundo encima. ¡Que desilusión: no habrá noche de bodas! Su marido añade entonces con su acento afrancesado: «No debo revelarte, al menos por ahora, cierto secreto terrible que atañe a mi persona». ¿Qué clase de declaración es ésta, se pregunta Juana, y qué suerte de matrimonio le espera? Consciente de su impotencia y de su sumisión, se ve en el menester de doblegarse al peculiar trato. ¿Qué otra cosa puede hacer?

Los primeros meses de matrimonio transcurren felices. Cuando no atiende a sus pacientes en su consulta del domicilio, Enrique Faber parte, a lomos de mula, para hacer su ronda por la ciudad y el campo circundante. A pesar de los pesares, Juana se siente afortunada. Se ocupa del hogar, una casa de medianas proporciones, situada tras la primera fila de viviendas que miran al mar. Acude al colorista mercado local, en compañía de su mucama negra, para elegir las mejores vituallas. Dispone con primor el almuerzo de su marido, presentado en una mesa con cristalería de baccarat y cubiertos de plata. Pero, en la intimidad del hogar, Juana no termina de conformarse con las esquiveces del marido. Se siente mujer, es joven y desea tener hijos. Sin resignarse, pues, al impuesto celibato, cada noche hace avances a Enrique, quien evita su roce físico como con repeluco. ¿Acaso se espanta de las mujeres?, recela Juana con horror. ¿Será…? Ni se atreve a terminar de formular la conjetura.

El caso es que, según transcurren los meses, Juana empieza a mudar de carácter. Se vuelve sombría. ¿En qué puede consistir aquel misterio que impide a Enrique cumplir con sus deberes maritales? ¿Acaso impotencia, o una enfermedad venérea, o un defecto físico? Juana, inculta y poco imaginativa, no acierta a explicarlo de otro modo. En cuanto a Enrique, demostrando un pudor innecesario entre cónyuges, se asegura de jamás mostrarse en cueros ante la esposa. Esta actitud recatada y superflua no hace sino acrecentar los escrúpulos de Juana. Vive sumida en una creciente ansiedad. ¿Quién es en realidad esa persona con quien comparte vida y techo? En realidad, ¿sabe algo de él? Como todo el mundo, sólo que es suizo y llegó un día de Europa empujado por el afán de buscar nuevos rumbos.

Obsesionada por desentrañar el vergonzoso enigma oculto tras tan inusitado comportamiento, Juana no puede evitar caer en la tentación de espiar los movimientos del marido por la casa. Lo acecha a Enrique, y hasta procura escuchar las conversaciones que sostiene con los pacientes en su gabinete. Ninguna información relevante obtiene por estos medios. A veces, mientras él lee en su mecedora del porche durante las veladas, intentando tomar el fresco procedente del mar, Juana, que zurce sentada a su lado, lo vigila de reojo, como si un gesto al azar pudiera revelar lo insondable. Enrique, ajeno a aquella mirada clavada en su perfil, permanece impertérrito y concentrado en su lectura. A veces, alarga una mano y toma en ella la de Juana. Pero ésta es casi su única demostración de afecto, aparte algún que otro casto beso posado en la frente de la esposa antes de dormir. Por lo demás, es en todo un compañero atento, educado y respetuoso. Jamás pierde los nervios, y Juana no puede tener queja de él. Es un caballero.

Cada vez más atormentada, Juana busca consejo en su amigo el licenciado Garrido, aun sin revelarle toda la hondura del caso. El licenciado, sin dar mayor importancia al asunto, le recomienda paciencia. Enrique es un científico, un sabio distraído. Debe darle tiempo a habituarse a su nuevo estado civil. Sin duda, se preocupa en exceso de sus obligaciones médicas.

Si hay un rasgo que caracteriza a la mayoría de las mujeres es su curiosidad, de sobra justificada, por cierto, en el caso de Juana de León. Un día, por fin, la desventurada esposa logra desentrañar el espantoso secreto que oculta la dulce y bonachona persona de su marido. Alegando fatiga, Juana se acuesta antes de lo acostumbrado. Al entrar Enrique en el dormitorio, y creyendo dormida a su mujer, osa hace algo que jamás había realizado antes en su presencia: se desnuda allí mismo, junto al lecho. Juana contiene la respiración, permanece con los ojos entornados, y procura no hacer el menor gesto que delate su desvelo. Entonces, a la débil luz amarilla de la palmatoria, Juana contempla algo que jamás hubiera imaginado, por mucho y que haya dado vueltas a las más peregrinas ideas en su caletre: Enrique porta en torno al pecho una a modo de faja, muy ceñida. Al desatarla, ésta revela pechos de mujer. ¡Sí! Unos senos pequeños, fláccidos y atrofiados por la estrechez del ceñidor. Entonces sí que no puede reprimir Juana un suspiro de espanto. Se incorpora en el lecho y observa la escena con expresión desconcertada. Enrique, viéndose descubierto, queda petrificado. Ninguno de los dos pronuncia palabra. Juana no logra apartar la vista de aquellas ubres laxas. Enrique, entonces, se desmorona. «Ahora conoces la razón de mi incapacidad para el cumplimiento conyugal, que yo deseo hace tanto tiempo como tú. Sí, hija mía, soy mujer. Debes comprender, debes hacer un esfuerzo por sobreponerte»… Y rompe a llorar estremecido. Llora como un niño desvalido, o peor, piensa Juana horrorizada, ¡como una mujerzuela! A continuación, presa del pánico, Enrique se arrodilla junto al lecho conyugal, toma las manos de Juana entre las suyas y, envilecido, le ruega que no revele a nadie la verdad. Si lo hace, arruinará su vida para siempre. Incluso propone, si así lo desea ella, desaparecer de inmediato y para siempre, esa misma noche, amparado en las sombras. Así jamás conocerá la población su repugnante artificio.

Juana lo mira presa, a su vez, del más terrible desconsuelo. No atina a expresarse. Apenas puede razonar. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? Abatido, Enrique se incorpora, se sienta al borde del lecho y procede a relatar a su esposa la increíble historia de su vida peregrina. «Escucha, querida mía, y verás que nada de esto lo hice movido por maldad o perversidad».

Su verdadero nombre es Henriette Faber, viuda de un tal Jean Baptiste Renau, oficial francés muerto en la guerra contra Alemania. Viuda a los dieciocho años, Enriqueta, joven inteligente y deseosa de cursar estudios de medicina, cosa inconcebible para una fémina, no tuvo mejor idea que la de disfrazarse de hombre. Acto seguido, se dirigió a París y se matriculó en la facultad de medicina de La Sorbona, donde estudió varios años hasta salir convertida en cirujano diplomado. Una vez en poder de su título académico, estampado a nombre de Henry Faber, se alistó en el ejército napoleónico, siendo enviada a participar en la desastrosa campaña de Rusia. Allí coincidió con un tío suyo, junto a quien padeció horrible frío, hambre e indecibles trabajos. De milagro sobrevivieron ambos a las extremas condiciones climáticas. A su regreso de Rusia, el soldado médico Enrique Faber y su tío fueron asignados, sin dilación, al ejército francés que luchaba en España por mantener en su trono al hermano de Napoleón. El pobre tío murió de bala durante una refriega. El soldado médico Enrique fue detenido por las fuerzas españolas en la villa de Miranda de Ebro, y arrojado a prisión. Tras la vergonzosa expulsión de los franceses del territorio español, Enrique recuperó su libertad y pudo regresar a Francia. Siempre disfrazado de hombre, y dispuesto a labrarse un nuevo destino más halagüeño, se embarcó con destino a la isla de Guadalupe, dispuesto a probar fortuna en las colonias de ultramar. Por desgracia, las cosas no le fueron allí a pedir de boca. Sin arredrarse por sus fracasos, Enrique abordó el velero La Helvetia con destino a Cuba, arribando a la ciudad oriental de Santiago allá por el mes de enero de 1819.

No hallando terreno abonado para sus pretensiones de ejercer la medicina en la segunda urbe del país, Faber decidió probar suerte más lejos, en la ciudad de Baracoa, para lo cual debió atravesar el imponente paso de montaña que aísla en gran parte a aquella población del resto del país. Hubiera sido más fácil llegar allí por vía marítima. Una vez instalado en un humilde hostal, Faber se aplicó a ejercer la medicina en la pequeña población. Dotado de ojo clínico, su ciencia le deparó algunos éxitos, y no tardó en empezar a ganarse cierta reputación, a la que no en vano contribuyó el que no tuviera reparo en prestar servicios, a módico precio e incluso gratuitos, a los guajiros y a la población negra más desfavorecida. Se ganó así fama de buen hombre y de buen facultativo, si bien no dejaría esto de atraerle pronto los celos de sus propios colegas españoles. No tardó, pues, en notificársele que, como extranjero, no estaba autorizado al ejercicio de la profesión médica si no disponía de un permiso oficial que sólo podría obtener en La Habana. Además, los propios médicos corrieron la especie de que el título del doctor Faber era falso, probablemente perteneciente a un pariente suyo fallecido en las guerras napoleónicas. No iba a arredrar este nuevo contratiempo al decidido médico suizo. Ni corto ni perezoso, Faber emprendió, en coche de postas, el largo camino hasta La Habana, a unos mil trescientos kilómetros de distancia. Una vez en la capital, Enrique removió Roma con Santiago hasta conseguir entrevistarse en persona, según se contó después, con el propio Teniente General Juan Manuel Cagijal, máxima autoridad de la colonia, a quien solicitó residencia permanente en la isla, así como que le fuera validado su título académico ante el Protomedicato. Puestas sus gestiones en buenas manos, Faber regresó a Baracoa, donde reemprendió sus actividades médicas y contrajo matrimonio. Por fin, el 27 de marzo de 1820 se le concedió carta de ciudadanía y, un mes después, el título de Cirujano Romancista. Al mes siguiente le fue otorgado, muy a pesar de las reticencias de algunos colegas, el honroso título de Fiscal de la Facultad de Cirugía de Baracoa. Su carrera estaba hecha. Enrique Faber era ahora considerado una eminencia médica en aquella extrema y bella región oriental. Esto explicaba, sin duda, que, a efectos de su ascenso profesional y social, un hombre de su posición y merecimientos debiera tomar, el año anterior, la resolución de casarse, a fin de ofrecer a la sociedad una imagen de mayor respetabilidad. Y ahí surgió el funesto enredo con la tuberculosa Juana de León, quien vino a caerle como anillo al dedo para sus propósitos. Hasta esta fatídica noche, nadie en Baracoa parecía haber dudado de la hombría de Enrique. Todo hay que decirlo: tan hombrunos eran sus rasgos y tan acertado el disfraz.

Juana, la esposa despechada, ha escuchado el relato con el alma en vilo. ¡Es todo tan extraordinario, que aún no lo creería de no verlo con sus propios ojos! No obstante tanta desfachatez, no puede dejar de admirar, embelesada, la tenacidad de aquella mujer fuera de lo común a la que tiene por marido. Captando rauda la incertidumbre en el rostro de la esposa, Enrique se aplica de inmediato a persuadirla de que guarde silencio por el momento. Le besa las manos, que Juana retira con repugnancia, mientras aduce él que a ninguna de las dos conviene el escándalo. ¿Se imagina el alboroto que se formará en el pueblo si se divulga la noticia? ¿Será Juana capaz de afrontar con la cabeza alta su propio bochorno? ¿Cómo explicará haberse dejado engatusar durante tanto tiempo en el propio hogar conyugal? «¿Eres consciente, además —prosigue Enrique— de que tú misma habrás de hacer frente a graves cargos ante la justicia? Ni siquiera tú saldrás indemne de esto. Hemos vivido dos mujeres en concubinato. Nos enviarán a presidio». Juana lo mira aterrada. Duda, se reconcome. ¿Qué hacer? Se prolonga un angustioso silencio, sólo roto por el rumor cansino de las olas que golpean la playa cercana. Oscila la vela agitada por la brisa marina que se cuela por el balcón abierto a la noche. La sombra grotesca de Enrique se proyecta sobre el muro, sus infamantes senos fláccidos pegados a un pecho enjuto. Por fin Juana, apocada de carácter, decide aceptar la reserva que le impone su fingido marido. Sí, sellará sus labios, anuncia en un susurro. Seguirán representando ambos aquella desatinada comedia de un matrimonio convencional.

Resignada y sumisa, Juana sigue viviendo junto al monstruo durante dos años más. Nada altera, en apariencia, la paz de aquel hogar decente y sin fastos, que se ha ganado el respeto de la sociedad criolla local. Sin embargo, sabiéndose ahora condenada para siempre a la infelicidad, el despecho va ganando terreno en el corazón de Juana de León. Ni será mujer de verdad, ni podrá tener hijos, su mayor aspiración en la vida. Algunos se preguntarían después como justificación de su sometimiento: ¿Cabría la posibilidad de que albergue ella misma deseos homo eróticos? ¿Sigue sintiéndose atraída por aquel hombre ambiguo? ¿O bien mantiene su mutismo movida acaso por una secreta aspiración a algún tipo de futura compensación económica? En las presentes circunstancias, no podrá declararse heredera de un marido ilícito. Separada de Enrique, ¿de qué viviría? Las presentes circunstancias se prestan a convertirse en un provechoso medio de sacar raja de semejante ultraje. Es evidente que es la víctima de una inicua superchería. Pero Juana es mujer apocada. Mejor aguardar.

Dos años después, Juana no resiste más su humillante situación. Tras horas de reconcomios durante largas tardes de soledad, se resuelve a solicitar la anulación de su matrimonio. En enero de 1822 presenta querella criminal contra Enrique Faber mediante un poder notarial conferido a su único valedor, el licenciado Garrido. Este requiere de la autoridad pertinente un rápido escarmiento de los excesos cometidos en la persona de su representada por el susodicho marido postizo, «al objeto de evitar que se repitieran en el porvenir con alguna otra infeliz, para mayor gran escarnio de nuestra religión y del orden social». Y así vienen a hacerse públicas las astucias perpetradas por Enrique Faber para «consumar su perversa maquinación». Como es de esperar, la noticia levanta un indecible revuelo entre la población de Baracoa. Todo el mundo se hace lenguas de tan increíble suceso. ¡Y más de uno se ha dejado auscultar por aquellas manos pecadoras! Juana no osa abandonar su domicilio, ni siquiera asomarse a los balcones, asediados a cada hora por una turbamulta de curiosos, niños y damas que escudriñan con expresión de odio. ¡Todos quieren ver a la mujer disfrazada!

En seguida se abre expediente criminal en la Comisión de Asuntos Políticos contra la ahora llamada Enriqueta Faber, acusada de haber andado vestida con ropas masculinas. A estas alturas, el susodicho falso doctor ha huido de la villa con alevosía y nocturnidad, yendo a instalarse en la lejana población interior de San Anselmo de los Tiguabos, en el término de Guantánamo. No puede evitar Enrique, conmocionado por su inesperado cambio de suerte, y según corre el rumor hasta Baracoa, de relajar allí sus costumbres: arruinada su prometedora carrera médica, y siempre disfrazado de varón, empieza a juntarse con tipos de mala catadura, guaposos y pendencieros, con quienes sostiene airadas discusiones. Quiere así la mala fortuna que, cierta noche de excesos alcohólicos en el pueblo de Caney, sus compadres de jarana, sospechando su dudosa varonía, den en desnudarlo por averiguar su verdadero sexo. Varios pretenden violarla allí mismo. Enriqueta se defiende, y, no falta de arrestos, hasta amenaza de muerte a uno de sus agresores. Pero la situación es ya insostenible. Siguiendo la demanda interpuesta por su esposa oficial, Enriqueta Faber es arrestada antes de que termine el mes, y enviada a prisión preventiva hasta la vista del inminente juicio.

A principios de febrero de 1823 se inicia la audiencia. El reo es conducido a juicio bajo el nombre de Enriqueta Faber, de 32 años de edad, viuda de Jean Baptiste Renau. Al objeto de determinar científicamente el verdadero sexo del acusado, se convoca a los profesores de cirugía y medicina don Bartolomé Segura, don José Fernández y don José de la Caridad Ibarra. Los tres galenos proceden al reconocimiento físico del malhechor, concluyendo que «el expresado Henrique Faber se halla dotado de todas las partes pudendas propias del sexo femenino, e igualmente acompañado los pechos en estado de lascitud y relajación propia de una parte que ha sufrido una compresión permanente».

Calificándola de «monstruo artificial», el acusador se obstina en todo momento por demostrar, además, que la acusada se sirvió de la fuerza con su desdichada y engañada esposa al objeto de dar rienda suelta a sus viciosas inclinaciones y consumar aquel matrimonio contra natura. En consecuencia, se le acusa de los cargos de falsificación de documentos, perjurio, práctica ilegal de la medicina, violación, profanación del sacramento del matrimonio e impostura.

Juana de León, en su declaración, confirma: «En el verano de 1819 me solicitó compromiso de matrimonio una criatura vestida de hombre, que se nomina Henrique Faber y se titula profesor de cirugía y dice ser natural de los Cantones de Suiza… Matrimonio a que me reduje atenida a las circunstancias de horfandad y desamparo en que me veía».

Ni que decir tiene la agitación que el juicio contra la Faber levanta en la provinciana ciudad abrasada de calor y aburrimiento, tan alejada de los atractivos de las grandes urbes de Santiago de Cuba o La Habana. El pueblo entero sigue con fruición el proceso, que aún se prolonga varios meses.

Declarada culpable de haber ejecutado «actos contra natura», Enriqueta es condenada, en el mes de junio, a doce años de prisión, debiendo cumplir obras públicas. Dicha condena se verá seguida de destierro de todo territorio español. Queda la procesada despojada de sus títulos académicos, se confiscan sus bienes y es condenada a pagar perjuicios a Juana de León. Vilipendiada por sus antiguos vecinos y pacientes, que tantas bondades y sinceros desvelos médicos le debieron en su día, Enriqueta Faber es enviada bajo escolta hasta La Habana, donde deberá cumplir su pena.

Pasado un tiempo, Enriqueta apela a la Audiencia de Puerto Príncipe mediante el defensor licenciado Manuel Vidaurre. Éste, hombre inteligente y sensible, es el único que capta la motivación tras la actitud de su defendida, por mucho que la sociedad la condene. El susodicho licenciado presenta un ingenioso informe en los siguientes términos: «Enriqueta Faber no es una criminal. La sociedad es más culpable que ella, desde el momento en que ha negado a las mujeres los derechos civiles y políticos, convirtiéndolas en muebles para los placeres de los hombres. Mi patrocinada obró cuerdamente al vestirse con el traje masculino, no solo porque las leyes no lo prohíben, sino porque, pareciendo hombre, podía estudiar, trabajar y tener libertad de acción, en todos los sentidos, para la ejecución de las buenas obras. ¿Qué criminal es ésta que ama y respeta a sus padres, que sigue a su marido por entre los cañonazos de las grandes batallas, que cura a los heridos, recoge y educa a los negros desamparados y se casa nada más que para darle sosiego a una infeliz huérfana enferma? Ella, aunque mujer, no quería aspirar al triste y cómodo recurso de la prostitución…».

El fiscal salta con sorna: «¡Vamos, que ahora resulta ser una santa!». Hay risas entre el público asistente, que el defensor corta al replicar: «O, mejor, una víctima».

En consideración a tan novedoso y brillante alegato, las autoridades consienten rebajar la pena a cuatro años de servicio en el Hospital de Paula de La Habana, eso sí, «vistiendo traje propio de su sexo». Y allí es enviada Enriqueta. Con intención de reformarla, la obligan, además, a dejarse crecer larga melena. Esta condena, a pesar de sus ventajas, supone el derrumbamiento final de las aspiraciones de Enriqueta, de todo aquello por cuanto había luchado durante años. Debía aceptar que no podría volver a vivir como varón, a lo que estaba habituada por larga práctica, así como a ejercer la medicina, su verdadera vocación.

Aquel, hasta entonces, hombre pacífico y bondadoso médico pasa a convertirse en una mujer irascible y pendenciera. Trata de escaparse del hospital en repetidas ocasiones, por lo que es recluida en la prisión llamada Casa de Recogidas, con fama de severa. Allí, Enriqueta protagoniza diversos escándalos, hasta el extremo de que los propios oficiales a su cargo recomiendan se la destierre aprisa a Nueva Orleáns, donde cuenta con parientes que pueden acogerla. Así se hace al fin, con tal de quitarse de encima a un personaje que se ha vuelto incómodo. Y Enriqueta Faber desaparece para siempre jamás de la isla de Cuba, que fue testigo de sus aptitudes para la medicina.

Andando el tiempo, rumores llegaron hasta Baracoa de que la susodicha Enriqueta Faber contrajo votos de religiosa en la ciudad de la Nueva Orleáns, emigrando después a México, donde se dedicó a cuidar enfermos como monja hasta el final de sus días.

Tales fueron la vida y hechos singulares de la primera mujer médico de Cuba. En cuanto a Juana de León, señalada como estaba por el oprobio, llevó una existencia anodina en su villa natal. Jamás volvió a contraer matrimonio ni cumplió su sueño de engendrar descendencia.

 

*  *  *  *

(Enero 2019)

Fuentes:
  • Abel Sierra Madero. Del otro lado del espejo. La sexualidad en la construcción de la nación cubana.
  • Roig de Leuchsenring. La primera mujer médico en Cuba.

 


 

Jesús Greus

Jesús Greus. Nacido en Madrid, es escritor, licenciado en lengua inglesa por el Institute of Linguists de Londres. Ha sido colaborador de los diarios ABC, El Día del Mundo, Diario 16 de Baleares, Libération du Maroc, de la revista digital española Narrativas y, actualmente, de la inglesa LSD Magazine. Ha trabajado como traductor para diversas editoriales españolas. Como conferenciante, ha sido invitado por el Institut du Monde Arabe en París; la Universidad de la Sorbona; la fundación Le Monde autour du Livre, en Burdeos; el Centro de Estudios Luso-Árabes de Silves, Portugal; la Fundación Arte y Cultura de Madrid; la Universidad de Marrakech, etc.
Ha sido gestor cultural del Instituto Cervantes de Marrakech, ciudad donde reside actualmente. Es, asimismo, autor de los guiones cinematográficos Snapshots from Marrakech y The City of Flowers, ambos en proceso de preproducción. Es autor de:
Ziryab (Editorial Swan 1988). Novela ambientada en Córdoba en el s. IX. Éditions Phébus, Francia 1993. Editorial Entrelibros, 2006.
Junto al mar amargo, Hakeldama Editor, 1992. Novela.
Así vivían en Al-Andalus, Ediciones Anaya, 1988. 13 reimpresiones. Nueva edición revisada bajo el título Así vivieron en Al-Andalus, Anaya 2009.
Claro de luna. Obra poética.
De soledades y desiertos, Ediciones La Avispa, 2001. Teatro.
Laberinto de aljarafes. Editorial Sirpus, 2008. Relatos.
Rebuscar entre las nubes. Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores. Ensayo. Huerga & Fierro, mayo 2015.
Aquella noche en el mar de las Indias. Novela. Editorial Stella Maris. Mayo 2015.


Contactar con el autor: jessgreus [at] gmail.com

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Ilustración relato: Baracoa, Isla de Cuba; Perkins, Granville, 1830-1895 (artist); L. Prang & Co. (publisher) [Public domain], via Wikimedia Commons.

biblioteca relato Pasmosa historia de un galeno en Baracoa

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 102 · enero-febrero de 2019

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