relato por
Ricardo Rodríguez Boceta
A
parco donde siempre, en el faro. Aunque, en realidad, el faro queda a unos cinco kilómetros del lugar donde dejo el coche. Yo lo llamo así y todo el mundo me entiende cuando digo que he dejado el coche allí, en el faro. Podría aparcar mucho más cerca si buscara con más ahínco, si permaneciera en el coche más tiempo y diera vueltas por la ciudad buscando un hueco, pero lo odio. No me gusta dar vueltas con el coche buscando aparcamiento, prefiero ir al faro directamente. El trayecto hasta allí es bastante grato.
Salgo de mi pueblo y enseguida tomo una de las carreteras que van a la ciudad. Como el faro está en la costa, nunca llego a entrar plenamente en el núcleo urbano y solo lo rodeo, evitando la mayor parte del tráfico que se genera a las seis y media de la tarde. Paso por el polígono y me fijo en las naves con enormes letras chinas. Dos caracteres en blanco sobre un fondo azul, un cartel sobre la pared mohosa. Cerca de esa nave, un par de naves idénticas más allá, hay un negocio de reciclaje, de chatarra. A veces se ven vagabundos con el carrito que van a vender sus rapiñas allí. Otras veces son individuos más profesionales que han robado cobre, aluminio o hierro de alguna parte. Allí todo se compra y las expresiones de los presentes es distraída, como si no estuvieran haciendo lo que hacen, como el que está en un lugar por casualidad, sin intención.
Yo lo sé porque durante una época de mi vida acompañé a unos tipos a que vendieran lo que habían robado. Luego compraron tabaco y con lo que les sobró fueron a por algo de comer. No sé ahora qué será de su vida, las cosas han cambiado mucho para todos. Yo, de hecho, paso de largo con mi coche y cruzo el río que separa la ciudad de las afueras.
Se ve el club de remo. Se ven los almacenes del puerto y la entrada donde suele estar parada la policía. Se ven los barcos pesqueros amarrados en el muelle. Lo han arreglado todo. Antes ese barrio era un lugar lleno de borrachos. Pero, en cierta manera, aún lo sigue siendo. Hace unos años arreglaron la calle principal por donde transitan los coches y el lugar quedó muy diferente a como lo recuerdo en mi infancia. De todas formas, no es muy difícil evocar las imágenes de cómo era todo aquello, basta cruzar un par de calles paralelas donde la reforma no llegó. Siguen llenas de mugre, humedad, ratas, borrachos. Pero cuando paso con el coche solo veo la cara bonita y esta es preciosa.
Un poco más allá están los tinglados, las naves del siglo XIX. Ahora se hacen exposiciones culturales dentro, o conciertos. Pero antes eran naves donde trabajaban los estibadores, que es como se llama a los obreros que trabajan en lugares así, y me gusta imaginarlas con su trajín decimonónico. Hay unas grúas. Ahora hay yates billonarios amarrados en esos muelles porque es un puerto de lujo donde los jeques atracan sus juguetes por varios meses porque es mucho más barato que dejarlos en Barcelona, que no está tan lejos en barco. Me gusta verlos allí, no les tengo ninguna inquina. Que estén.
Si puedo, aparco donde la torre del reloj. Es una construcción del siglo XX, no le echo más de cincuenta o sesenta años, pero quiere ser más antigua. Seguramente tenía el sentido utilitario de que los trabajadores supieran la hora que era. Hoy que todos tenemos la hora encima, cumple una función bastante anacrónica. Pero es una construcción coqueta. Con la primavera, hay mucha más gente por esa zona y a veces no puedo aparcar junto a la torre del reloj que tiene un mapamundi pintado en una de sus cuatro caras. Pero hoy he tenido suerte: he aparcado cara al mar y veo la tarde declinar sobre el agua púrpura de la bahía artificial donde ahora atracan los jeques.
Bajo del coche y cojo mi cartera. Tengo una cartera de cuero marrón que compré en la parte alta —por alta y antigua— de la ciudad. A veces se fijan en ella y me dicen que es molt xula. Yo siempre doy una explicación de donde me la compré, no sé muy bien por qué. Supongo que así mi interlocutor puede ir a por otra si quiere, pero no estoy seguro de que sea por eso. Me gusta el lugar donde la adquirí como me enamora el lugar donde aparco el coche. Respiro el aire impuro del puerto, el olor a sal, a roca, a gaviota, a cemento, a alquitrán, mientras camino en dirección a la ciudad. Siempre sopla una brisa agradable que me acaricia el pelo. No me estoy quedando calvo, por eso no me molesta.
Voy un poco tarde, pero camino sin prisa. Me cruzo con transeúntes y runners bien equipados. Yo mismo voy a correr allí los fines de semana. Si no fuera por el sitio, seguramente me quedaría en casa, pero es genial ir allí y les comprendo. Miro a los y las viandantes con cara de «te comprendo, qué lugar más maravilloso», pero ellos y ellas o no me miran, o lo hacen con una expresión de desconfianza. Nadie se fía de nadie, la vida.
La zona portuaria y la ciudad están separadas por la frontera que dibujan la vía del tren. No hace tanto había un semáforo y los peatones y los coches esperábamos, si estaba rojo, a que pasara el tren antes de cruzar. A veces eran trenes interminables. Mientras el semáforo estaba en rojo, uno siempre tenía la tentación de cruzar antes de tiempo. El tren no se veía por ninguna parte, tardaría minutos en llegar, entonces cruzabas y ya. Pero normalmente todo el mundo retenía el impulso y esperaba pacientemente. Ahora todo eso ha cambiado, hay un paso subterráneo —lleno de cámaras de seguridad— por donde se pueden cruzar las vías sin necesidad de esperar a que no venga el tren. De hecho, a veces, mientras uno recorre los pocos metros de túnel, el tren pasa por encima con estrépito y es fácil ver a alguien dar un brinco, o darlo uno mismo. Se siente a la máquina atravesar el espacio infinito que suele haber encima de las cabezas, el cielo.
Una vez pasada la frontera, se llega a una plaza ancha. Hay muchos árboles y estos están llenos de pájaros que dejan los coches llenos de mierda. A pesar de eso, los coches siguen aparcando en esa plaza por ahorrarse los cinco minutos que hay desde el faro, donde aparco yo, o por desconocimiento del poder fecal de las aves. Para espantarlas, el ayuntamiento ha dotado a los árboles de altavoces que simulan el graznido de otras aves enemigas. Así los animales se espantan y no van a cagar allí. La canción es horrible y empieza siempre puntual a las seis y media de la tarde. Los vecinos prefieren soportar el dichoso estrépito que los excrementos de los pájaros. Pero hoy llego tarde y la canción no se escucha. Evito pasar por debajo de los árboles, siempre hay pájaros valientes.
Al fondo hay una calle recta, muy larga, que es la arteria principal del Barrio del Puerto. Sé que el barrio se llama así porque hay pancartas blancas con letras en negro donde se anuncia que los vecinos quieren un barrio digno. Me fijo en los edificios. Son antiguos y están muy machacados por el salitre y la vida dura del barrio. Eso atrae a las clases más molestas por todos, las clases bajas, que anidan en los bloques sin ascensor llenos de ratas. Se ven grietas en las fachadas desconchadas. Balcones que llevan veinte años sin abrirse. Edificios poco funcionales donde seguro no llega la fibra óptica del wifi. En las calles suelen pasear muchos negros, sudamericanos y viejos del barrio. Hay problemas y pocas soluciones para la masa. Seguro que suele haber jaleo. Pero a mí me gustan las casas, las gentes, los coches pasando constantemente: olor a hormigón, sabor a barrio.
Mientras recorro la calle principal me fijo en los establecimientos, son extraños y llaman mi atención. El primero de todos es un bar cuyo interior es oscuro a cualquier hora del día. En la terraza, minúscula, siempre están los mismos hombres y mujeres, avejentados o viejos, bebiendo cerveza y fumando. Todos beben y fuman y por eso el interior del bar siempre está vacío. Hay un viejo de unos cien años que siempre está allí.
Justo al lado hay una tienda de loterías y un cartel de los años, imagino, setenta que en letras pasadas de moda dice «TELÉFONO». En el escaparate de la tienda hay artículos del puerto: barquitos, relojes marineros, navajas de toda clase. Una vez entré y pregunté si vendían mecheros. Había tres viejas de toda la vida hablando y pasando la tarde con la dependienta que, muy amablemente, me dijo que sí y me vendió un encendedor azul.
Pero como ya no fumo, paso de largo. Más adelante hay una tienda de animales, de pájaros y peces, concretamente. Siempre he oído a las viejas de mi familia que los pájaros y los peces dan mala suerte. En todo caso, el dependiente debe tener toda la mala suerte del mundo y ahí sigue: en una silla, en medio del establecimiento, mirando la gente pasar, mirándome a mí pasar mientras yo lo miro a él. El ruido de la tienda es ensordecedor. Los pájaros de colores pían y graznan en multitud de alaridos tropicales. Los peces van de un lado a otro con nerviosismo. En esa tienda solo el señor está tranquilo, él y los cactus de la entrada. Me paro a mirar los cactus. Temo que el viejo se levante de su asiento para darme conversación, lo he visto otras veces hablar con los vecinos. Estoy seguro de que me conoce de vista, de verme pasar dos veces por semana.
Más adelante hay una peluquería canina. Siempre que paso, hay un perro de distinto tamaño cortándose el pelo. Es muy curiosa la inocencia de los animales en ese lugar, para ellos extraño. Siempre miran hacia la calle y siguen con la cabeza a los transeúntes. Yo también suelo mirarlos mientras paso y nuestras miradas se encuentran a menudo. Nunca hay el mismo perro, pero siempre hay un perro allí. Algunos me ven y ladran, otros me miran curiosos, otros lo hacen asustados. Hoy hay uno pequeño con un pequeño bozal. Tiene los ojos salidos y en su mirada se percibe el odio y la rabia estúpida e inocente de algunos perros. Me hace mucha gracia y paso más despacio.
Camino un poco más y encuentro un Spar en un edificio muy singular. La fachada es roja, pintura de barco. Parece que el edificio está vacío si no es por el supermercado. Sería imposible vivir en él. Entro en el super y compro caramelos de menta. He dejado de fumar, pero no me acostumbro a tener la boca vacía. Conozco un poco a la dependienta. Tuvo granos de joven, pero tiene los ojos azules. Dios a veces es justo.
Salgo de la tienda con un caramelo en la boca. Vuelvo a cruzar la calle. Me quedan unos pocos metros para llegar a mi destino. Antes, encuentro una plaza llamada de los infantes. La plaza es amplia y siempre hay gente. Se pasea al perro, se toma algo en la terraza de los bares, se pasa de largo, como yo, hacia alguna parte: ese es el ambiente.
Llego a la antigua fábrica de Chartreuse. Durante muchos años ese edificio había sido un misterio para mí. El negocio estaba abandonado, hacía muchos años que el Chartreuse se fabricaba en Francia, pero parece ser que también se hacía allí. Había un patio grande que siempre me encontraba cerrado en mis visitas a la ciudad. Ahora han puesto la Escuela Oficial de Idiomas y se imparten cursos de inglés, francés, ruso, etc.
Me alegro de que hayan reformado la antigua fábrica y le hayan dado un sentido. Es más fácil construir un nuevo edificio que reformar uno antiguo. Deberían haber hecho lo mismo con la tabacalera y haber puesto la universidad allí, pero hicieron un edificio nuevo. Es curioso lo bonitas que son algunas construcciones antiguas destinadas a dudosas funciones hoy en día: fábrica de tabacos, de licor, antiguos mataderos públicos.
Cruzo la puerta y me dispongo a subir las escaleras, llego bastante tarde. Antes de enfilar el primer peldaño, veo una estantería a la derecha repleta de libros. Me acerco. Es uno de esos puntos donde la gente deja un libro y se lleva otro. Yo no llevo ningún libro encima, pero decido ver si hay algo interesante. Veo un volumen bastante ajado, como el barrio, de los años sesenta. En la portada hay fotos en blanco y negro, como en negativo, y sale un tipo con un peinado raro y gafas de sol de la época. En letras rojas se lee: «PETER HANDKE». Lo abro y el libro está en inglés. La undécima edición es del año 83, pero la obra es de los sesenta, no me equivocaba. Hojeo las páginas y veo que alguien ha subrayado, como hago yo, el volumen. Hay un nombre escrito que no consigo descifrar de pie. Decido llevarme el libro, aprovecharé para mejorar mi inglés leído que no es nada malo para el nivel que tengo en general. Subo las escaleras despacio porque voy mirando las páginas. Han escrito en los márgenes, en las hojas de cortesía, en su momento fue un libro trabajado. Tengo mucha curiosidad. Entro en clase.
La profesora está hablando de Juego de Tronados. No he visto la serie así que el speech no me interesa. Vuelvo al libro y veo que es bastante raro. Sé que no me gustará, pero me ha gustado el modo como me lo he encontrado. Parece que la clase empieza, por fin.
Al cabo de unos días, terminé de leer el libro. Efectivamente, era bastante raro y malo. El autor, entonces, un joven de mi edad —ahora un viejo de setenta años—, escribía obras de teatro. El texto consistía en entremeses vanguardistas. No me gustó la obra, pero creo que siempre recordaré el modo como la encontré. Y el paseo que me llevó hasta ella.
Contactar con el autor: ricardorodriguezboceta [at] gmail.com
ⓘ Leer otros textos de este autor: Una casa junto al Tragadero · Un andar solitario entre la gente · El fuego invisible · Música de cañerías · Ordesa · Un café para con Platón
Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 104 · mayo-junio de 2019
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