relato por
Sergio Borao Llop
E
n la intersección de las calles Julio y Levrero hay un pasaje. Una abertura diminuta, casi inapreciable para quien no esté lo bastante atento. Su existencia, en apariencia, carece de lógica, por cuanto en su interior no hay locales ni ventanas ni puertas. Diríase que es apenas un error de construcción, ya que no cumple función alguna.
Esta última afirmación no es del todo correcta: Algunos días, al final del pasaje se abre en toda su magnitud el parque abstracto.
Aunque la mayoría de las veces, cuando uno se interna en él, descubre que el pasaje queda bruscamente cortado tras un recodo. Un muro impenetrable bloquea el paso.
He tratado de racionalizar este fenómeno. De averiguar qué días o en qué circunstancias el parque es accesible, pero no he conseguido sino malgastar mi tiempo y emplear mis energías en algo insignificante. Lo verdaderamente importante (ahora lo sé) es la existencia del parque, no los pormenores del acceso.
El parque está rodeado por una serie de edificios unidos entre sí. Su altura es uno de los muchos misterios que encierra este lugar. Sin embargo, en el interior del parque siempre luce el sol y solo pueden apreciarse las sombras de los árboles, arbustos y demás objetos que hay en él. Como si los edificios, en realidad, no existieran.
En su interior hay una iglesia, aunque jamás he visto abiertas sus puertas ni escuchado el sonido de una misa. También he podido ver un colegio, pero no parece que se impartan clases en él. Asimismo, hay una biblioteca, que siempre está cerrada. Los bajos de los edificios están ocupados por diferentes comercios: Tiendas de comestibles, papelerías, bares, un gimnasio, peluquerías, un centro veterinario, un supermercado… Y una comisaría de policía, aunque la forma de entrar en ella también es un misterio, ya que no existe puerta alguna en su exterior.
Por supuesto, siempre hay gente paseando por el parque. Y perros. Multitud de perros. Perros de todas razas y tamaños. De hecho, cada persona que he visto en mis múltiples incursiones en el sitio, va acompañada de uno o varios canes. Al principio no me fijé en ese detalle, pero después de un tiempo fui percatándome de que nadie va o viene sin su mascota. Excepto yo. Tal vez sea ese el motivo de que los habitantes de este lugar me miren con cierta desconfianza. Temo que algún día alguien me pregunte por mi presencia allí y yo no sepa responder.
La forma del parque es variable (suena a locura, lo sé, pero no puedo explicarlo de otro modo). No siempre las cosas están en el mismo lugar. La disposición de los árboles y zonas de recreo infantiles se transforma de un día para otro. Los senderos también cambian de forma y de dirección, incluso de sustancia: El que ayer era de cemento, hoy es de tierra, y viceversa. Alguien más pusilánime que yo habría renunciado hace tiempo a estas incursiones, pero no siento ningún temor a tales mutaciones. La vida, dijo alguien, es evolución; es decir: un constante cambio.
La frondosidad de sus arbustos y rosales contrasta con la ausencia de pájaros. Esta anomalía despertó mi curiosidad y durante unos días me dediqué a comprobar, disimuladamente, que esas plantas fuesen reales. Lo son. Su tacto, su fragancia, la fragilidad de los pétalos… no cabe suponer un artificio. Solo queda anotarlo en la interminable lista de sucesos inexplicables.
Las gentes de este lugar tienen un rasgo común: Todas pertenecen, a juzgar por su vestimenta, a eso que llamamos clase acomodada. El aspecto elegante de los edificios también confirma esa hipótesis. Aunque al acercarme yo suelen guardar silencio mientras me miran expectantes, algunas veces puedo escuchar fragmentos de conversaciones: Hablan de viajes, automóviles, ciudades o países lejanos, montañas o mares; pero lo hacen con un deje de nostalgia, como si (pero esto es solo una impresión mía) todo eso apenas fuese posible en su imaginación o en esas conversaciones que el parque absorbe. ¿Cómo será la vida de estas personas?, me pregunto. En otras ocasiones, cómo no, el diálogo versa acerca de sus mascotas, tema en el que parecen expertos y que se diría inagotable.
Uno puede caminar durante horas por el parque sin pasar por los mismos lugares (o sin reconocerlos). La inquietud nace al pensar en la salida. Al buscarla y verificar que no existe. La primera vez, lo confieso, me atemorizó esa idea. El tiempo pasaba y no conseguía saber dónde estaba ni a qué lugar iría a parar si, finalmente, encontraba la forma de salir. Caminé al costado de los edificios, buscando entre ellos una rendija que condujese al exterior; examiné con cuidado cada portal, cada rincón, pero no conseguí hallar nada. Las puertas de acceso a los edificios estaban sólidamente cerradas y no pude averiguar si existían puertas que dieran al otro lado (si es que había otro lado).Cuando ya me asaltaba el terror, de pronto me vi entre las calles de un barrio lejano. El parque había desaparecido.
Otro, quizá, hubiese pensado que todo fue un delirio. Hubiese procurado olvidar el asunto y no se hubiese aventurado nunca más en tal sitio. Pero ya me conocéis: me atrae lo mágico, lo incognoscible, lo que no soy capaz de comprender. Así que, como era previsible, volví. No una, sino muchas veces. De hecho, a estas alturas me siento una parte más del paisaje inescrutable del parque. He aprendido a no esperar nada, a disfrutar simplemente del paisaje, del silencio apenas quebrantado por algún ladrido o el eco de conversaciones en voz queda. A caminar por sus veredas hasta que, sin previo aviso, me hallo en cualquier otra parte de la ciudad sin tener la menor idea de cómo he llegado allí. En algún momento, he llegado a temer que, en lugar de a un barrio cualquiera de mi ciudad, el parque me transporte a otra ciudad, a otro país. ¿Cómo iba a volver, entonces? A pesar de ello, no cejo en mi empeño de internarme en él siempre que me es posible.
A veces, me atormento pensando en mis motivos. ¿Acaso ansío formar parte de este mundo que, a pesar de todas las aparentes pruebas de lo contrario, presiento limitado? ¿Dejar transcurrir los días en esta frondosidad no del todo real, en esta cárcel infinita? ¿Pienso, por el contrario, que este deambular indefinido se parece de algún modo a la libertad? ¿Deseo, inconfesablemente, que una de estas veces el parque me conduzca, en efecto, a un país lejano del que no me sea posible regresar? ¿O me fascina la idea de quedarme atrapado para siempre en un mundo cuyas reglas no comprendo y que, en cierto modo, parece rechazarme?
Sea como fuere, lo cierto es que, todas las mañanas, después de desayunar, salgo a caminar y mis pasos me conducen, inexorablemente, a esa esquina y ese pasaje. No siempre es accesible, ya lo dije. En tales casos, me dejo llevar por las calles del barrio, sintiendo una especie de nostalgia. Cuando el pasaje está abierto, penetro en el parque abstracto y camino aspirando profundamente el aire respirable y mirando el verdor inmaculado del césped y pensando que quizá eso sea todo: La sensación que, durante ese tiempo variable, me envuelve y me transporta. Pero yo sé que hay algo más: La convicción de que el parque es un abismo, de que mi destino es caer, de que algún día, en alguna revuelta del camino, envuelto en el aroma indefinible del parque, encontraré el sentido de esa caída que sospecho interminable.
🖥️ Web: Desiertos que habité, oasis que entreví: https://sergioborao2011.blogspot.com/
Ilustración relato: Fotografía por Anastasia Makarevich [en Pixabay]
👀 Otras obras de este autor (en Almiar): Destiempos ▪ Una conversación ▪ Como si fuésemos inmunes
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 137 · noviembre-diciembre de 2024
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