artículo por
Gustavo Catalán

 

P

ara cada cual, hay unas cuantas de sarpullido. Producen el efecto del agua que entrase por la nariz durante el baño. Hagan memoria y lo comprobarán. Quizá molesten a causa de la antipatía que se siente por quien las repite como un bordón, por el mero sonido o sin motivo alguno: porque sí. Y no me refiero exclusivamente —aunque también—  a esas palabras que guardan cola para entrar en el diccionario. Para mí, que —como probablemente a muchos de ustedes— la filología me pilla a trasmano, lo que me resulta imposible es separar algunas de las palabras que escucho, que leo, de la cara o tonillo de sus autores.

Una sola  puede bastar para justificar el juicio que me merezca el personaje, y las palabras que aborrezco transformar la indiferencia en desprecio. Si ya detestaba previamente a quien las profiere, ¡qué incomparable placer!  Algunos infinitivos me irritan tanto que pellizcaría al sujeto en cuestión. Le retorcería la nariz. Es el caso de los «procrastinar», «desescalar»… Un colega —condición ésta de colega muy proclive al dime y al direte, pero no me odien por escribir direte, háganme el favor— no impartía conferencia en la que no resilienciase varias veces. Señalaba la diapositiva con el puntero, decía «Con la obligada resiliencia» e indefectiblemente echaba hacia delante el labio inferior, soplaba, su flequillo ondeaba y yo me retorcía en la silla como aquejado de un retortijón.

Es demasié para el cuerpo, frase equiparable en su idiotez a la de «alucinar por un tubo» y ambas más odiosas, si cabe, que las muletillas. El impacto emocional de éstas depende del aspecto de quien las diga, y los «vale», «superguay» o «¡mola!» no suenan tan mal si surgen de una boquita mona, pero, ¿qué me dicen de «implementar»? No hay gestor de tres al cuarto que no la saque a colación, y los políticos la han hecho suya junto al repertorio que incluye, junto a los repugnantes infinitivos antes mencionados,  «dimensionar», «relativizar» y otros por el estilo que estarán presentes, absolutamente todos, en cualquier informe o memoria que se extienda más allá de un folio.

Sus competidores para la poltrona (hablar de adversarios ideológicos es una quimera) nunca mienten, sino que faltan a la verdad. Todos ellos sustituyen postura por «posicionamiento» y prefieren «seguimiento» a observación o vigilancia, pero es demasiado fácil sacarles punta e injusto cebarse en ellos y no mencionar el «letraherido» de algunos críticos. Es la de «letraherido» una palabra-aguijón, tan irritante como lo ergonómico de un teclado, una silla o el váter, que no sé por qué extraña razón se aplica únicamente al mobiliario y no al culo, que ése sí que es ergonómico cuando el volumen de las nalgas almohadilla con generosidad  los huesos que cubren.

Pero nada comparable al fastidio que puede ocasionar la charla de la famosa y la cursilería con que maneja «el desamor», un ajustado sustantivo al que he tomado injusta ojeriza —lo reconozco— de tanto oírselo pronunciar mientras las veo componer la mueca que exprese a un tiempo la pesadumbre superada y el lancinante dolor que les tocó vivir. En un santiamén comprendo el desamor de su pareja, y que pusiera pies en polvorosa para huir del nuevo look con que la entrevistada atavía su bobalicona tristeza: el look y su firme intención de darse a los demás —¡horror!—  y vivir el futuro «en positivo»: la definitiva puntilla.

Todo lo dicho es, no obstante, un incordio evitable porque se lee o escucha voluntariamente. El asunto cambia cuando uno decide ir a comprar un objeto de cierto precio al Corte Inglés, visita la tienda de muebles o solicita un préstamo al banco, porque, en esos casos, será excepcional librarse del «caballero»: «Siéntese usted, caballero» o, si delegan en un tercero, «Fernández: el caballero desearía…».

El almibarado «caballero» puede ser peor que el tuteo y algunos lo emplean a la vez. Es el caso de los guardacoches. Con estos últimos sales del paso por un euro y pocos segundos de atención, pero un empleado de corbata no se conforma. «Permítame, caballero…». Tampoco es cuestión de rendirse y salir de estampía a las primeras de cambio o iniciar una discusión, pero puede venir al poco el definitivo mazazo: «Caballero, considérelo usted en positivo» y, en ese momento, el suicidio aparece como la única alternativa que no acaba en cárcel.

Yo creo que todo lo dicho es enfermizo por mi parte, pero no lo puedo evitar. Por eso no leo revistas del corazón, tampoco compro muebles y espero librarme de un préstamo hipotecario. En cuanto a los políticos, ya se pueden ustedes imaginar. Pero no habrá quien se libre de ellos. Nos van a seguir implementando hasta la saciedad, y enfatizarán las priorizaciones hasta convertir en demostrable su íntima convicción de que la ciudadanía traga lo que le echen. Quizá debería acudir a un amigo psicólogo, pedirle que atenúe el desamor que siento por esa panda y, para mejor resistirlos, que aumente mi resiliencia a través de la hipnosis.

 


 

J. Gustavo Catalán Fernández. Es Licenciado en Medicina por la Universidad de Barcelona, y Doctor en Medicina (1990) con la calificación de Apto Cum Laude. Médico Residente y después Adjunto en el Servicio de Oncología del Hospital de San Pablo de Barcelona. Es también especialista en Medicina Interna y Endocrinología (Univ. de Barcelona), diplomado en Metodología Estadística por la Universidad de París y en Sanidad (Escuela Nacional de Sanidad, 1982).

🔗 Web del autor: Contar es vivir (te)
(https://gustavocatalanblog.com/)

👁 Leer otro artículo de este autor (en Almiar): La R.A.E.: ¿Al rincón de pensar?

 Este artículo fue publicado originalmente el 13.02.2021
en el blog Contar es vivir (te).
🖼 Ilustración artículo: Dibujo por Gerd Altmann / Pixabay [dominio público]

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