relato por
Óscar A. Martínez Molina

 

Tus labios siguen goteando miel del panal,
oh novia mía.
Leche y miel hay debajo de tu lengua. 

De Salomón a la Sunamita
(El Cantar de los Cantares)

 

Cuénteme su vida! —le dije tratándola de usted a pesar de que era una joven que, quizás, apenas rebasaba los dieciocho años de edad. Me miró intrigada—. No se crea, dígame lo que quiera —agregué.

—Escapar de aquí —dijo ella de inmediato—. Por favor lléveme con usted —agregó mientras desviaba la mirada de mis ojos y los dirigía al cerro, señalando hacia el castillo de San Jorge.

—Lisboa me asfixia —dijo entonces ella y suspiró profundamente—. Me asfixia —repitió.

Se había pegado a mi costado y caminaba a toda prisa junto a mí. Caía la tarde y llovía, no era una lluvia fuerte pero tampoco una brisa. Mojaba sin lugar a dudas.

Abrí mi abrigo y la cubrí abrazándola por la cintura. Era menuda y delgada. El cabello largo cubría hombros y espalda.

—Por favor lléveme con usted —volvió a pedir, acercando sus labios a mi oído.

Caminamos por rua da Comercio asomándonos por el arco de rua Augusta y enseguida la praça do Comercio.

La gente corría a uno y otro lado buscando cobijo, las aceras se llenaron pronto de paraguas negros, «todos negros», pensé y caí en la cuenta de que los hombres y mujeres a mi paso, vestían tan solo ropa negra. Trajes, vestidos, faldas y abrigos negros.

Se pegó más a mí. Sentí su aliento en mi cuello, el calor emanando de aquel juvenil cuerpo, sus labios, incluso el roce de sus pestañas. ¡Los senos! Clavados en mi costado.

Ese «por favor lléveme con usted» martillando mi cerebro. Acepto que soy ya un hombre viejo, acepto también que no tenía por qué hacer lo que mi instinto me ordenó llevar a cabo pero… tal vez lo que estaba viviendo, no era más que un sueño.

Subimos al paquebote amarrado al poste de concreto. Para entonces la lluvia había arreciado, dos o tres relámpagos, la gente corría para guarecerse, las cuchillas de los transformadores eléctricos saltando, Lisboa cayó entonces, en una oscuridad impenetrable.

El paquebote surcando con nosotros a bordo, aquel rítmico vaivén de las olas, el sonido del agua golpeando la barcaza. De nuevo las luces de la ciudad ahora alejándose, alejándose.

En línea recta y con uno que otro cabeceo del bote, el ronco y casi apagado sonido del motor con el esfuerzo para ir remontando los vientos y el oleaje en contra, veinte minutos más tarde y allí estábamos tumbados, tumba de su juventud, tumba de mis ansiedades. Viejas fábricas de la posguerra inservibles, viejos edificios abandonados y ahora, pletóricos de grafitis. Y allí entre esas paredes derruidas, bajo esos techos destejados, allí en esa puerta de madera que fue nuestro lecho, allí bajo ese cielo de oscuridad y lluvia, y de silencio y frío la hice mía.

—Por favor lléveme con usted —había dicho mientras corría en paralelo mío, en las mojadas calles de Lisboa, no hace mucho, hace apenas unas horas, esta tarde.

Repito, acepto que ya soy un hombre viejo pero también habrá que decirse, que fui sincero con ella.

—Iremos allí —le había dicho mientras señalaba el lugar con mi dedo. Y ella quiso venir conmigo aquí, en la otra orilla del Tajo.

II

—Y qué tal le fue con la tormenta de ayer —me preguntó el hombre sentado junto a mí. La mañana lucía con un cielo despejado y límpido, de un espléndido azul.

—Justo alcancé a llegar a la casa —le respondí.

—Hacía tiempo que Lisboa no pasaba por esas tormentas eléctricas, bueno, usted debe saberlo —dijo—. Lo de la lluvia sin problema pero, repito, esa andanada de truenos y esas descargas de relámpagos, y a todo esto ¿viene usted acá seguido? —agregó.

—Sí, vengo y me siento aquí en esta misma banca, y respiro los aromas del Tajo y miro cómo fluyen sus aguas, y todo el canturreo que lleva al paso, y me deleito con esos brillantes que chispean allí —y señalé hacía el río—, gotas que saltan y se enredan con los rayos del sol al despuntar el alba —dije.

—¡Ah! Es usted poeta por lo que veo —exclamó el hombre y al mismo tiempo hizo un guiño con los ojos.

—Uhm solo lo intento, sabe usted, pero cierto, hago notas, saco apuntes y de vez en cuando escribo. Es la hora —dije entonces y comencé a descalzarme, arremangué enseguida mis pantalones por encima de las rodillas, tomé mis zapatos y caminé hasta la orilla del Tajo. A medida que metía mis pies descalzos sentía sus cálidas aguas acariciándome. El hombre me miraba un tanto sorprendido, yo tan formal con mi traje de lana y mi camisa blanca, y mi corbata, y con mis zapatos en la mano.

—¿Supo usted lo de la chica que mataron? —gritó el hombre desde la banca—, la encontraron allá en las viejas fábricas —agregó y señaló con la mano hacia los viejos edificios que alcanzábamos a ver a la distancia.

—¿Y qué hacía allí en la otra orilla del Tajo? —pregunté sin voltear a verlo.

—Es lo que están investigando —dijo el hombre mientras se ponía de pie, dispuesto a marchar.

—Encontraron a la deriva un paquebote de correos y cuatro barcazas de pesca, por lo de la tormenta, sabe usted —agregó, y dándome la espalda se fue alejando.

III

Mis pasos resuenan al golpear los adoquines de piedra, he dejado la estrecha banqueta y camino sin cuidado alguno a media calle. Mi vista se queda fija en la casa azul de la esquina de Erasmo, esos azulejos abigarrados que forman figuras geométricas encuadrando la ventana blanca de madera. Los cuatro balcones pequeños con herrería saliente. El bar de barrio alto. Son las seis con veinte de la tarde, el bullicio, el olor a sardinas con aceite y ajo, el chisporroteo sobre la parrilla en las brasas. Los trozos de bacalao fresco. Las torres de patatas fritas. Mi tercero o mi cuarto vaso de vino verde, ya perdí la cuenta. Después del encuentro en el muelle esta mañana, caminé sin rumbo por calles y callejuelas del centro de Lisboa, allí en La Baixa. Una y otra vez me asomé hasta el pequeño muelle en praça do Comercio, los señalamientos a las barcazas de pescadores, el paquebote de correos, todos, cinco en total, a resguardo de la policía. Mis oídos prestos a cualquier detalle. Y volvía a recorrer otras calles y recaía de nuevo en el muelle, nuevas caras indagando, nuevas personas en pequeños corrillos, murmurando, fisgoneando, buscando.

Hace treinta minutos el elevador da Glória me acercó a Barrio Alto. Comenzó la lluvia de nuevo, olvidé traer mi abrigo, sí, el mismo de la tarde de ayer. En el televisor del bar las noticias, mucho ruido aquí dentro.

—Algo de una linterna de mano, de las que acostumbran en los botes de pesca —me dijo el de al lado—. No la encuentran en el bote de correos —agregó.

Al fondo una guitarra portuguesa y un bajo, la voz de una chica, el doloroso lamento del fado. De vinos dos o tres tragos más, de las sardinas apenas el lomo de una de ellas, camino bajo la lluvia que cada vez arrecia. Otra vez como ayer, la gente buscando refugio, los pasos acelerados que pasan junto a mí para perderse enseguida bajo el quicio de alguna puerta o al doblar la esquina. Bajo por travessa da Cara hasta rua da Sao Pedro de Alcántara y rua da Misericordia y de allí me pierdo entre calles y recovecos durante dos horas y de nuevo praça do Comercio, y de nuevo el muelle con sus postes de concreto y de nuevo las barcazas de los pescadores y el paquebote de correos del que, ahora sé, que le falta una lámpara sorda de emergencia.

IV

Al respirar tarde en la noche
tiro al suelo mi cansancio
y mis manos agitadas
siente el hambre de abrazos
siento el vacío en mi alma / como un barco hundido
siento el hielo, siento el frío.[1]

Uno a uno los versos en mi cabeza, uno a uno como punzantes llamadas, como eterno recordatorio. Las calles de Lisboa se fueron quedando vacías, se fueron quedando en silencio. Me siento, me paro y camino, doy cortos pasos, enciendo un cigarro, me acurruco en un portón, y escucho, solo escucho. Ese rumor del río Tajo, ese sensible pero insistente ir y venir de las olas, el murmullo al golpear contra los muros, contra los barcos, contra mi alma. Acepto que soy un viejo y que a estas alturas ya no debería tener miedo pero, esto tengo que decirlo, tengo miedo y mucho. A medianoche solo quedamos aquí los tres policías de guardia y yo, los cuatro fumando, ellos toman de vez en cuando algún trago de café desde sus termos, y yo —acurrucado y fuera de sus miradas— suspiro y sollozo quedo. Cierro los ojos y la veo, tan menuda y hermosa, ese cabello cubriendo hombros y espalda. Suspiro y sobre todo lloro.

V

—Agostinho Mendes da Costa, del barrio de la Alfama, señor, a los pies de San Jorge —dije al agente de la policía.

Setenta y cuatro años, respondí enseguida mostrándole mi Bilhete de Identidade, el hombre miraba la fotografía del carnet y luego volteaba a verme y así, dos o tres veces.

—Siéntese allí —dijo por fin y señaló una silla al fondo. Allí en la silla de al lado el hombre de la banca junto al muelle, el mismo de aquella mañana. Esta vez serio, con la mirada esquiva, un imperceptible movimiento de cabeza a modo de saludo. No contesté el saludo y fijé mi vista en el cuadro que colgaba en la pared. Era un barco pesquero que iba surcando las aguas del Tajo, bueno, lo de surcar lo intuí por el movimiento que el pintor hizo al cortar las olas con la quilla, y lo del Tajo lo pensé porque no podía ser otro río, ¡nunca! Estando aquí en Lisboa.

No había acusación alguna, solo vagas indagaciones. Desde hacía doce días, a partir de la desgracia en la otra orilla del Tajo, la policía había pedido, por la radio y los periódicos, que la gente se presentara a ofrecer alguna pista. La que fuera, decían.

El agente nos pidió acercar nuestras sillas hasta ponernos de frente a él.

Primero el hombre aquel de la banca junto al muelle. Describió la escena con lujo de detalles. Mi traje de lana, mi camisa blanca, el acto perverso de descalzarme. Mi triunfal entrada a las aguas del río Tajo. Expresó también lo de mi pinta de poeta.

—¡Lo más extraño de todo! —exclamó—, es que me dijo que él iba todas las mañanas allí, a esa misma banca, y jamás ha vuelto. Y mire que yo sí que he estado allí sentado, desde que despunta el alba y hasta bien entrada la mañana.

—Un fuerte resfriado —contesté cuando el agente me preguntó la causa de mis ausencias a aquellos paseos cotidianos.

—¿Un fuerte resfriado? —repitió él y dejó entrever una sonrisa. La primera de aquella álgida mañana. Volteó a ver al hombre, se encogió de hombros, hizo algunos gestos con las manos. Enseguida rayoneó la hoja en la que escribía, hizo una pequeña bola con el papel y lo tiró al bote de basura.

Vá com Deus, vovô —dijo, y se puso de pie señalándome la puerta de salida.

De vuelta a la calle empecé a vagar sin rumbo.Vaya con Dios, abuelo, la expresión del agente al despedirme repiqueteando dentro de mi cabeza.

VI

¡Abuelo, abuelo! ¡Viejo! Esa expresión en la cara, el recuerdo de aquellas carcajadas desencajando el rostro. Un rostro hermoso, bello, apenas reflejado por la luz de la lámpara de mano. Aquel cuerpo tan joven y tan fresco, ella de pie frente a mí. Los relámpagos iluminando el cielo, iluminando nuestra guarida sin techo, iluminando nuestros cuerpos, iluminando los senos redondos y firmes, el vientre plano, las caderas, el amoroso triángulo del pubis, las blancas piernas, descubriendo mi pudor en la cara, las angustias de saberme un viejo sin carnes. El sentido sollozo al saberme un viejo decrépito, un pobre viejo, mi dolorosa tristeza al vestirme y mirar sobre aquel tablón allí junto a mí, el cuerpo de ella inerte.

VII

—La verdad es que la lujuria no se les quita a ustedes con los años —dijo ella, y siguió con esa risa tan particularmente aguda, una puntilla para el orgullo de cualquiera. Intenté llevarla por el mismo camino con el que había hecho mella en su alma esta misma tarde, mi plática tan interesante, según sus propias palabras.

Tenedor de libros de la vieja fábrica de armas y enseres militares en aquellos años de la guerra, mil novecientos cuarenta y dos o cuarenta y cuatro, la ansiada transformación industrial de Portugal y en especial de Lisboa, con los dineros de uno y otro eje con los que, nuestra neutralidad, parecía bendecirnos. Mis ansias por salir de la pobreza a mis escasos doce años de edad.

—Lisboa era otra —le dije—, los lisboetas éramos otros —puntualicé. Nos movíamos entre fascistas y republicanos, entre reyes depuestos e ingleses que nos cobijaban, entre judíos que huían a Nueva York y potentados que lo compraban todo, particularmente el arte que escapaba de Europa, y también las mentiras de espías y contraespías. La gula durante el día, la lujuria por las noches, parecía ser este el lema en aquellos tiempos y no se alejaba para nada de la realidad. Alemanes trasnochados en busca de jóvenes efebos, cuerpos atléticos para pasar la noche y, al llegar a este punto, los ojos de mi joven acompañante se abrieron desproporcionadamente.

—¿Usted fue uno de ellos? —preguntó intrigada. Asentí con un discreto movimiento de cabeza.

–Había que cubrir necesidades —respondí, y maticé enseguida—, pero solo fue un tiempo pasajero, ¿sabe?, supervisor de personal de la oficina de recursos humanos durante cuarenta años en la fábrica de pinturas y solventes, lector y asistente cotidiano de cafés y bibliotecas una vez jubilado —agregué.

—¡Lector! —exclamó ella— ¿y qué lee?

—Lo que caiga en mis manos —dije—, Pessoa, sí, particularmente Pessoa.

Había que verla esta tarde, tan ensimismada con mi plática, tan atenta. Celebraba cualquier gesto mío, reía discreta. Quizás en el café pensarían que nosotros éramos el abuelo y la nieta. La confianza con la que me abordó interrumpiendo mi lectura y mis apuntes. La fresca propuesta así como si nada. —Hola, ¿puedo acompañarle? Y yo con la misma soltura, respondí: –Por supuesto que sí, por favor, siéntese.

Pero esta noche de tormenta se ha ido aquella joven que me abordó, desamparada. Por favor lléveme con usted, había pedido. Y ahora no son tan solo las palabras, si no en especial, la risa desbocada.

¡Abuelo, abuelo! ¡Viejo!, había dicho, y enseguida todo aquello de la lujuria. ¿Y la lujuria sin par de no tener ya esperanza? —escribió Pessoa en algún poema—, pero yo jamás he sido proclive a ello, me recojo de tarde en tarde en el cobijo de un libro, en el tranquilo caminar por La Baixa, en el retiro de un cafetín en el barrio. En el anónimo deambular con mi traje oscuro. Jamás una mujer, como esta noche, reventó la calma y la quietud en la que vivo.

VIII

Como aquella mañana del día siguiente y mi encuentro con el hombre de la banca, volví a retomar mis paseos. Los días han pasado engarzándose en enredos, la policía sin hallar pistas, los diarios y la radio poco a poco olvidándose del caso. De vez en cuando alguna nota al paso, algún detalle nuevo. Terezinha Pereira, saltó por allí nombre y apellido y al escucharlo, o leerlo, no recuerdo bien, se abatió sobre mi alma una enorme tristeza.

«Terezinha, Terezinha», repetía incontables veces mientras iba de calle en calle y es que, ponerle nombre a la pena, pesa y pesa mucho. Han pasado seis meses de aquellos días de la tormenta, mis hombros han caído, mi cuerpo se encorva en un puntual afán de pasar desapercibido. Setenta y cinco años y miro al otro lado del Tajo, y me descalzo y entro al agua y camino por la orilla, este peso del muerto que dobla mi cuerpo, este latir eterno entre el desasosiego y la culpa por la que, más de una vez, he considerado hundirme en mi querido río.

IX

Por un momento pensé echar marcha atrás, cuando salimos del café empezaba la lluvia. La ternura con la que se abrazó a mi cintura, la mirada limpia, la risa hasta entonces tímida. Su paso intentando seguirme. El calor emanando de ella, una fuente térmica, una luminosa fuente de emotivas sensaciones pero, sobre todo, la confianza con la que se dirigía a mí. Al cruce de la rua Pedras Negras y travessa do Almada pasó por mi cabeza soltarme de su abrazo y seguir solo rumbo a casa. Aquello era mucho más fuerte que cualquiera de las experiencias de toda mi vida. Un hombre de más de setenta años y ella apenas una jovencita y, además, hermosa. Desistí dejarla y seguir mi camino de soledad. Llegamos al muelle cerca de praça do Comercio, allí algunos botes de pescadores, y el paquebote de correos. No me era ajeno el asunto de surcar las aguas y mucho menos, en aquel cruce por los que había ido y venido de la fábrica. El oleaje y el viento estuvieron a nada de hacernos dar la vuelta pero, las ansias encerradas en mi alma durante toda mi vejez me dieron fuerzas para seguir adelante. Atracar en el viejo muelle de la fábrica, sentir su mano mientras la ayudaba a salir del bote, de nuevo su abrazo y su aliento cálido. La vergüenza de saberme inexperto en esas lides. Allí el silencio y la oscuridad, las paredes derruidas, los techos abiertos al cielo, los relámpagos y la lluvia. Nuestra linterna sorda. Treinta y tantos años sin estar a solas en presencia íntima con una mujer. Antes sí, quizás alguna puta. El silencio y la pausa con la que se fue quitando la ropa, primero la blusa para mostrar al cielo el encanto de sus senos, cubriéndose coqueta con el cabello, la pasión en mi alma. Y después la falda al suelo. El vientre plano, el triángulo de su sexo, la firme estructura de sus muslos, diosa del parnaso. Me cubrí entonces con ese manto de locura, con esa enjundia de varón en celo hasta mostrarme como el más servil de los amantes.

—Volvamos —dijo entonces ella, e hizo el intento de empezar a vestirse.

¿Cómo puede alguien tomarse la libertad de entrar al café, de mirar cómo lees, de interrumpir lo que escribes, de robarte la tranquilidad con la que has vivido cada día, de decirte que caminar solo por las calles es de lunáticos, volver —en apenas un par de horas—, todo tu mundo de cabeza, de nublar tu entendimiento, de hacer de ti el más miserable de los hombres?

¿Cómo puede alguien tomarse la libertad de tronar los dedos y convertirte de un hombre viejo con todos sus defectos, en una bestia humillada y brutal?

«La verdad es que la lujuria no se les quita a ustedes con los años», fue lo último que dijo, y claro, también quedó en el aire lo de su risa, esas carcajadas que, aun a la distancia, martillan y martillan.

X

Cuántas vueltas habré dado por las estrechas calles de la Alfama, mi barrio. Cuantas tardes me habré refugiado aquí en estos quebrados recovecos de callejuelas empedradas para mirar, desde esta atalaya, cómo van cayendo las sombras de la noche sobre La Baixa, cómo se va ocultando el sol hasta hacer del río Tajo, una inmensa charola de plata. Bajé del tranvía 28 y continué mi camino. Mis pasos cada vez más lentos, un poco de fatiga, pero sobre todo el dolor en el alma. El recuerdo vivo de Terezinha, esa mujer que cambió mi destino con un solo golpe de timón. La tarde aquella en el café, su presencia irrumpiendo abruptamente en mi vida, esa mirada y esa sonrisa, los gestos de sus manos al hablar, el chasquido misterioso en los labios al pronunciar ciertas palabras al pedir si podía sentarse allí junto a mí. Esa burbuja que nos envolvió en esa estancia. Todo el mundo pareció haberse detenido, el tiempo solamente existía para ella y para este pobre viejo. Cómo poder imaginar, en esos momentos, que unas horas después aquella mujer sería mía, cómo imaginar que caminaríamos juntos por las calles de Lisboa, que se pegaría a mi costado, que rodearía su cintura con mi abrazo, que surcaríamos el Tajo en un bote, que nos entibiaría la lluvia.

Ahora mis pasos golpeando con fuerza las piedras de la calles. La Alfama mi cuna, cuna también de pescadores. Las sombras de la noche, las sombras que son otros hombres que como yo, se van ocultando al doblar la esquina. Que conversan con sonidos apagados, que murmuran, y, aquí dentro de mi cabeza, la sombra de ella dando vueltas y vueltas, enredándose. Sus besos que avivaron mi adormecida calma, mis manos y su cuerpo desnudo, mis ansias, mis angustias, mi dolor de viejo. ¡Terezinha, Terezinha! Repito a cada paso y vuelvo a revivir la inocencia infantil al irla penetrando. La inocencia de niño que vuelve y vuelve y vuelve, con el recuerdo de ella que me mantiene vivo.

 XI

Pai Nosso, que estais no Céu Santificado seja o Vosso Nome Venha a nós o Vosso Reino Seja feita a Vossa Vontade…

En mi memoria, reminiscencias de mi infancia, la plegaria que aprendí de mi madre. Mis ojos anegados en llanto, la rabia haciendo un nudo en la garganta, mis manos apretando más, y más, y más su cuello hasta que cesaron sus esfuerzos por soltarse de mí. Y de nuevo sobre el tablón húmedo yace el cuerpo inerte, ese cuerpo apenas unos minutos antes tan fresco, tan brutalmente hiriente.

—¡Volvamos a Lisboa viejo! —esa expresión que resuena en mi cabeza, ¡viejo, viejo! Y la burla en sus gestos. Mientras reía se había apropiado de mi cartera y mis dineros, se había apropiado de mi orgullo, se había cobrado cada uno de mis sueños, cada una de las ilusiones despertadas en mí a partir de su llegada, apenas unas pocas horas antes.

Vestí mi ropa húmeda, tomé la suya y cuidadoso hice un hatillo con ella, me coloqué el sobretodo y sin voltear a verla, encaminé mis pasos hasta el bote. Eran las dos con doce minutos de la madrugada cuando crucé el arco de rua Augusta de la praça do Comercio y, tirando a mano derecha, empecé a subir la cuesta rumbo al barrio de la Alfama, no hallé a nadie, todas las luces de la ciudad estaban apagadas, de vez en cuando un relámpago, la lluvia fina, la lámpara sorda en mi mano, el toc, toc, toc, de los tacones de mis zapatos, mi paso lento, la fatiga. Pai Nosso, que estais no Céu Santificado seja o Vosso Nome Venha a nós o Vosso Reino Seja feita a Vossa Vontade… todo lo que cuesta cargar con el peso de un muerto prendido en el alma.

XII

Al año de su muerte me presenté a la agencia, el policía se mostró atento y consecuente conmigo. Abuelo, viejo, anciano, con esos términos se refería a mí. Bajo mi brazo la linterna sorda del paquebote, la saqué cuidadosamente de una bolsa.

—Allí deben seguir mis huellas —dije. El agente sonrió y me dio un par de palmadas en la espalda.

—Se agradece, abuelo —dijo el policía—, se agradece por su aniversario —agregó señalando una mesa en la que, por lo menos, se encontraban arrumbadas una veintena de lámparas, similares o idénticas a la mía. Allí mismo en la mesa de las lámparas, una fotografía de ella, Terezinha Pereira.

—Le conté al hombre aquel —a modo de confesión—, todos los pormenores de mi historia con ella, el corrillo de tres o cuatro agentes más estampándome en mi cara sus burlas.

—Terezinha murió de un sofoco, de una asfixia, la encontramos desnuda en una fábrica, al otro lado del Tajo —agregó el policía.

—¡Hala, vejete! A otros tontos con su historia —dijeron en coro y mientras reían me fueron echando fuera de la oficina.

Vá com Deus, vovô, fue lo último que oí de aquella gente. Vaya con Dios, abuelo. ¡Abuelo!

Pensé dar la vuelta y decirles que la ropa de Terezinha, con la que me quedé aquella noche, me arropa día a día con sus olores pero en fin, qué caso tiene.

XIII

Extrañará saber por qué escribo esto, extrañará quizás conocer esta historia, un embuste, un invento de mis sueños de poeta. La vida en soledad de un viejo como yo sumido en la tristeza da lo mismo vivirla en prisión que fuera, los miedos y las angustias son las mismas. Las callejuelas de Lisboa son mi celda, la única libertad que me permito es la visita matutina al muelle desde donde escucho el rumor del río, como si fuera mi breve salida al patio de la prisión. Ya no me permiten descalzarme y sentir las frescas aguas del Tajo, hay reglas y ordenamientos de convivencia que lo prohíben.

La sombra y el espíritu de Terezinha no ha dejado de seguir mis pasos desde aquel día, y la veo como la vi en el café y como la vi caminar junto a mí por La Baixa, pero el dolor arriba al cerrar los ojos y allí otra vez su risa de burla, y mi rabia, y mis manos sobre ella, y la palidez en su cara, y su risa por fin apagada. Sé que el tren de la muerte se acerca, sé que ya no tarda, sé que el recuerdo de ella fue mi condena y sé también que, a pesar de todo, no tengo ni remordimiento, ni culpa, porque su presencia de apenas unas pocas horas, dio todo el sentido a mi existencia. Mi prisión no es una cárcel de muros y rejas, mi prisión está aquí dentro del alma. Mis carceleros, mis jueces y verdugos no son los de uniforme, si no la gente que camina junto a mí, la que me señala con la mirada, la que me niega la palabra, la que me tiende trampas, la que me persigue, la que me acorrala como animal herido, como presa de caza.

 

[1] Porque me visto de fado, letra de la canción por Alexandrina Pereira.

 


 

Óscar Martínez Molina

Óscar Antonio Martínez Molina (Yajalón, Chiapas, 6 de marzo de 1958). Residente de la ciudad de México. Es médico Cirujano Ortopedista por la UNAM. Coautor del libro: Patologías del hombro (Ed. Alfil). Ha participado en los talleres de escritura: Laboratorio de Escritura Autobiográfica, Literatura y violencia en el Cuento Contemporáneo de la Facultad de Filosofía y Letras UNAM y del curso de cuentos de la Escuela de escritores Sogem. Formó parte de los autores en la antología Más cuentos irónicos (Ed. Selector). Sus cuentos, El viejo profesor de narrativa, Posesos de lujuria, y el Grito de Independencia de México, fueron publicados en la revista El Búho, dirigida por el Profesor René Avilés Fabila. Los libros: Aromas de café (colección de cuentos) y Le juro que fue la luna (colección de cuentos) actualmente publicados en Amazon. Recientemente su libro Le juro que fue la luna, fue presentado como parte del proyecto «Coyoacán en tus letras», por parte de la Dirección de Cultura de la alcaldía de Coyoacán en la ciudad de México.

🖥️ Web del autor: http://medicosmexicanosporlacultura.blogspot.com/

👀 Leer otros relatos de este autor (en Almiar): La aguja de arria · Kintsugi (En el último trago nos vamos)

 Ilustración del relato: Fotografía por Óscar A. Martínez (© Derechos reservados)

 

Relato Kintsugi

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™ · 👨‍💻 PmmC) · n.º 121 · marzo-abril de 2022

Lecturas de esta página: 422

Siguiente publicación
Desde lo técnico, intento leer lo más posible para encontrar…