relato por
Álex Pizarro González

A

hora que no puedo andar bien recuerdo mucho mi último viaje. Añoro todos esos días en la Montaña Nevada. Mi piel desnuda necesita una identidad, algo que la esconda y la haga desaparecer, que la proteja del frío y le dé confort. Ansío volver a ponerme mi abrigo, mis botas, y fundirme en la nieve.

El tiempo en la montaña parece no existir, las cosas importantes parecen no importar, todo lo que allí sucede se reduce a lo primitivo. La libertad más real se encuentra donde no es necesaria buscarla. Se respira libertad en el agua que fluye imparable entre las rocas, se siente uno inamovible al frente de una ventisca que le empuja.

La nieve es un lienzo en blanco, dibujar por ella puede ser algo magnifico, o puede ser algo letal. Todo depende del artista, del autor, de sus pasos y de su camino. En la nieve se refleja uno, y al adentrarse en ella no se hace más que sumergirse en uno mismo. Es un grito de soledad, es una mística magnética que te atrapa y te libera; es pura contradicción, es lo que soy, es lo que no soy, es todo o nada, es lo que yo quiera que sea. Es indescriptible, lo que siente un hombre al subir una cumbre, no hay palabras. No se siente más vitalidad que estando cerca de la muerte. Es el destino humano la conquista, la superación; la autodestrucción, el renacimiento. La naturaleza contra el ser, lo creado contra el creador. Coronar una cima es rebelarse, es el acto más antinaturalmente humano posible. No hay otro ser viviente que obtenga placer al escalar una montaña, es lo que nos hace diferentes; aunque yo ahora mismo no soy más que un perro encadenado.

LA RODILLA

Paso los días sentado en el sofá, con la pierna en alto y envuelta en hielo. Todo me irrita, cualquier inconveniente, cualquier detalle que escape a mi paciencia basta para hacerme estallar. La única actividad que me saca de casa es merodear por las calles de Salto con Said y mi muleta. No hacemos gran cosa, del barrio al centro y del centro a los bares. A veces cambiamos de rutina, cuando pasamos frente a la tienda del padre de Said y este al verle le encomienda recados.

Todavía me quedan muchos días hasta poder volver a mi antigua normalidad, aunque no me engaño a mí mismo, la vida de espectador me agrada, lo único que añoro es actuar según mis condiciones.

Mientras dure mi lesión y siga dependiendo de mi trabajo para vivir, debo cumplir las pautas que la ley impone a cualquiera que se encuentre en esta situación: limitar el ocio y la actividad laboral en la medida que la lesión repercuta en estas. La situación se traduce a que tengo más tiempo libre, pero menos libertad. Cuando trabajaba esos conceptos se invertían, sacrificaba mi tiempo libre por libertad. Libertad y tiempo libre no son sinónimos, no en mi caso.

El tiempo libre es lo único que tengo para conseguir dinero, y el dinero el medio que me da la libertad. Por supuesto hay excepciones, hay personas que gozan de una libertad total sin sacrificios, y personas que ni aun sacrificándose disfrutan de la libertad. Ese es el motivo por el cual la montaña esta por encima de todo, porque no hace diferencias, ofrece todo lo que es a ningún precio.

LOS AMIGOS

Estaba aseado y mejor vestido que de costumbre, era sábado y Said me había convencido para salir. Íbamos al pub Flash, un bar de copas a las afueras del barrio. Solían frecuentarlo los jóvenes del centro que querían rebelarse, pero no demasiado. Allí Said quedaba con su novia, Laura, una chica adinerada de la ciudad. Llevaban mucho tiempo juntos aunque nadie lo sabía. Said no podía permitir que su entorno supiera sobre la relación con una mujer no acérrima a su religión.

Esa noche Laura llegaría más tarde, había salido con sus amigas a una discoteca del centro. Para hacer tiempo y mientras Said la avasallaba a mensajes, fui a la barra y me pedí un vaso de whiskey con hielo. A mi derecha sentado en un taburete estaba Óscar, un viejo compañero de clase que si no siempre, casi siempre se encontraba en el Flash. Al yo hablar me reconoció la voz, y su mano, aún con restos de nieve, me tocó el hombro.

—Qué gusto verte, ya apenas se te ve por Salto, ¿Te has mudado? —me dijo Óscar con una voz raspada.

—A ti tampoco te veo mucho, ¿Te has mudado, a este bar? —le respondí cortante.

Nunca me había caído bien, y me costaba mantener un papel cordial en mi tiempo libre con la gente que no soportaba, y todavía más cuando invadían mi espacio tocándome.

No había llegado a la mesa y ya estaba Said haciéndome señas para que nos fuéramos. Laura no iba a venir, y como yo no estaba allí para beber, dejé la copa y me fui con Said.

—Laura me ha dicho que vaya allí con ella, ya sabe que no nos pueden ver juntos pero insiste, está cansada de esto, pero yo no puedo hacer nada… ¿Irías tú a hablar con ella? —me dijo Said mientras subíamos al coche.

Yo sin nada mejor que hacer accedí sin poner trabas, aunque temía que me viera quien no debía tanto como Said. Hablaría con Laura mientras Said esperaba en el coche, e intentaría convencerla para que viniera con nosotros. Pretendía no estar demasiado, ella estaría esperando en la entrada de la discoteca, así que sería breve.

Según llegaba a la puerta Laura se iba acercando. Quedamos bastante lejos del tumulto y de los fumadores, el ruido era el justo y necesario para que pudiéramos hablar sin gritar.

—Estoy harta de esconderme, de vivir mi vida en función de la suya, de dar y no recibir, estoy cansada. Dile que se vaya, que le llamaré cuando haya aclarado mis ideas. No puedo más —me decía Laura borracha y sollozando.

Sin añadir mucho y asintiendo con la cabeza me despedí de ella, y al esperar a que entrara de nuevo a la discoteca vi a un hombre que le hacía señas. Yo no lo había visto nunca, pero a juzgar por la forma en la que Laura se lanzó a sus brazos desconsolada, diría que o se conocían muy bien o desde hacía mucho. No era mala chica, pero su dependencia hacia Said le hacía dar bandazos.

Llegué al aparcamiento y Said no estaba. Cogí el móvil para llamarlo y vi su mensaje. Su padre le había llamado, debía volver a casa, no eran horas para estar por la calle. Allí me quedé, expectante, esperando sin saber por qué a algo que no sabía qué era. No tenía nada que hacer al día siguiente, me sentía ligero, descansado, era un goce ser un espectador. Anduve un poco, pero enseguida llamé a un taxi para volver a casa.

EL TRABAJO

Tenía visita con mi doctora, era la última consulta con ella. Estaba decidida a darme el alta, y aunque en un principio me pareció bien, tenía ciertas dudas. Mi rodilla no tenía problema alguno ya, pero el volver a madrugar, a tener responsabilidades, me aterraba visualizarlo. Quería seguir siendo un espectador, pero también añoraba salir de vez en cuando de Salto, y eso solo era posible trabajando.

La incorporación al servicio se daría a los pocos días del alta. Volvía un sábado por la tarde a Les Bois, una multinacional francesa dedicada al bricolaje. La labor que llevaba a cabo en Bois no tenía relación alguna con el bricolaje, yo trabajaba para otra empresa, SEGUTIC, que brindaba los servicios de seguridad. Éramos tres compañeros en cada turno. Esa tarde trabajaba con Alonso, que estaba en la entrada principal conmigo, y con Lorena, que visualizaba las cámaras desde el despacho.

Las tardes con Alonso eran problema asegurado, tenía un carácter demasiado explosivo. Las situaciones sencillas las complicaba; intentaba provocar, y si no lo conseguía optaba por ofenderse. En cualquier caso su objetivo siempre era el mismo, buscar una excusa para excederse.

Acababa de llegar al relevo, todavía me estaba enfundando los grilletes que ya vino Alonso a recibirme. Sonrió y me estrechó la mano con solidez; dudaba de si al estrecharme la mano apretaba de manera inconsciente o por el contrario quería aparentar fuerza. No era un hombre muy musculoso, más bien lo opuesto, tenía una estatura baja y un cuerpo fino, a su lado yo me sentía imponente. Preguntó sobre mi rodilla como quien habla del tiempo y enseguida me atrapó en una conversación laboral.

—Este mes escasearé en horas, hasta ahora he estado cubriendo tu turno. Necesito llegar a las trescientas ya sea aquí o en otro servicio. De hecho estoy algo cansado de este sitio, Lorena no deja de meter mierda sobre mis intervenciones. Yo soy un profesional tu lo sabes, y me niego a aguantar estas cabronadas —Alonso divagaba en su bucle mientras yo le asentía con la cabeza y mantenía la mirada clavada en el frente.

—Oye Alonso voy a ir a hacer una ronda así veo cómo está la cosa por dentro después de tanto tiempo, cualquier cosa dame un toque por radio —le decía a la vez que me alejaba por el pasillo.

El silencio me arropó al adentrarme en la muchedumbre. La tienda había cambiado mucho desde mi baja, apenas reconocía al personal, todas las secciones se habían movido de lugar. Era una sensación agridulce, sentía familiaridad pero a la vez extrañeza.

La reincorporación me había abrumado un poco, necesitaba evadirme un rato, y vagar por la sección de ferretería entre cadenas y clavos no me proporcionaba alivio alguno. Fui a la puerta de emergencia mil catorce que solía estar omitida, o al menos lo solía estar antes de que me largara. Apenas dudé, fue empujar la barra y ya pisar el exterior, sin alarmas, cero ruidos. El cielo estaba nubloso y caían algunas gotas, pero me apetecía mucho fumarme un cigarrillo. Me recosté sobre la pared apoyando el pie y me encendí un par a caladas hondas. Entré peor que salí, ahogado y con la americana húmeda.

—V1 para V2, ¿me recibes? —comunicaba Lorena por radio.

—Aquí V2, adelante —le dije.

—Tenemos un positivo, acércate a la entrada, rápido —no llevaba ni una hora en el centro y ya me hacían trabajar.

Llegué a la entrada y vi al fondo del pasillo de cajas a Alonso haciéndome señas para que me acercara. No tenía alternativa, debía ir y entrar a la sala de intervenciones.

—El tipo ha hecho saltar el arco del ascensor. Justo antes de que intentara huir le he cogido y le he metido aquí. Todo lo que ves sobre la mesa lo llevaba oculto en los calzoncillos. No tiene tique de compra —me decía Alonso a la oreja mientras me señalaba los productos.

No sabía muy bien cómo debía reaccionar, estaba oxidado después de tanto tiempo sin intervenir. La tensión abarrotaba la sala, no se podía ni respirar. La pierna inquieta del detenido zapateando contra el suelo, la voz en off de Alonso, el pitido de las pistolas de picking, las miradas curiosas que se colaban por la apertura de la puerta; me quede paralizado, la vista se me nublaba, no veía más que la piel de mi parpado al palpitar.

—¡Compi! —me gritó Alonso mientras me tocaba el hombro.

El detenido se sobresaltó con el grito y levantó la cabeza; su cara era inconfundible. La ropa que llevaba desprendía un aroma familiar, olía a bar, a mala vida. Le miré la manga del abrigo y ahí estaba, la misma mancha de nieve que tenía la noche que me saludó en el Flash. Óscar también me reconoció, pero ninguno de los dos dijimos nada.

Aparté la mano de Alonso de mi hombro y me acerqué a la mesa para echar un vistazo de cerca a los productos hurtados.

—Compi, ¿a cuanto asciende el valor de lo sustraído? —pregunté a Alonso.

—Son 19,14 euros —dijo.

Repudiaba a Óscar, a la gente como él, pero por un momento, cuando alzó el rostro, pude ver su alma, y en ella me vi a mí mismo. Los dos teníamos adicción a la nieve, éramos esclavos de sus caprichos, y haríamos cualquier cosa por llegar hasta ella. Nos daba mucho, pero nos quitaba todavía más. No conocíamos otra cosa, pero yo cada vez tenía más claro que la cima no hacía justicia al camino. No tenía sentido sacrificarse por algo tan efímero.

—Hemos recuperado el producto, no vale la pena enredarse en un juicio por menos de veinte euros —dije a Alonso.

—Compi ya sabes cuál es el protocolo y lo que debemos hacer —me dijo.

—Es una cabronada, estoy a cargo del servicio, soy el que tiene más antigüedad, y digo que se largue. Pongámonos a trabajar de verdad, la tarde acaba de empezar —respondí.

Alonso se apartó de la puerta y salimos del cuarto. Óscar no dijo nada y se marchó a un paso apresurado; antes de que llegará a la salida se detuvo y pegó un silbido que me hizo mirarle. Di un par de pasos adelante y le vi llevarse las manos al corazón en señal de gratitud.

—El gran jefe se acabará enterando de esto, Lorena es una bocazas —me decía Alonso mientras le daba la espalda.

Era consciente de lo que acababa de hacer. No sabía muy bien por qué lo había hecho, pero lo hice. Llevaba mucho tiempo siendo espectador, y seguía viendo a través de los ojos de alguien que no tenía responsabilidades. Tenía que tomar decisiones, pero ya no me molestaba pensar en las consecuencias.

LA FAMILIA

Las nueve horas se me hicieron eternas, no llegué a casa hasta media noche. Entré al comedor para ver la tele un rato mientras cenaba y vi a mi padre durmiendo en el sofá; habría llegado poco antes que yo con la misma idea. Él trabajaba en el matadero de Salto durante casi todo el día. Cuando llegaba a casa estaba agotado, y por más que el quisiera hacer, su cerebro solo le hacía dormir.

Sentí pena por mi padre, verle tan devastado, sin energía tan siquiera suficiente para poder ir hasta la cama. No le quise despertar, sabía que si lo hacía no podría conciliar el sueño después, y mi padre solía madrugar los domingos para ir en bici. Recalenté la comida en el microondas y acabé cenando en la cocina.

El despertador sonó a las doce en punto, aunque lo pospuse varias veces. Me levanté algo cansado, como si no hubiera dormido. Los turnos de tarde rompían mi ciclo del sueño; me dejaban demasiado despierto para dormir y demasiado dormido para despertar.

Hacía un sol brillante para ser invierno. Tenía tiempo libre y tenía libertad, al menos hasta la tarde del día siguiente. No podía ir muy lejos, dadas las circunstancias me conformaba con salir un rato con Said. Iba a llamarle, pero vi en su muro de Instagram una foto con Laura, se habrían reconciliado, otra vez.

Era raro, volvía a tener tiempo libre y libertad, pero me sentía atado. Algo me ataba, y no eran las personas, no era el trabajo, no era mi lesión, no era la montaña; eran las mentiras, era yo mismo. Vivir como el espectador de mi propia película era autoengañarme. Pasaba los días esperando a que pasaran hasta estar de nuevo en la Montaña Nevada, de treinta días vivía tan solo dos.

Las personas, mis amigos y familia, creía que era distinto a ellos. Había escalado tan alto en mis mentiras que apenas veía el suelo. El mar de nubes no me dejaba ver más allá, pero no estaba lejos de la celda en la que se encontraba mi padre, Said, Alonso… Tenía mi propia jaula con la puerta abierta. Había vivido mucho tiempo ahí adentro, cómodamente con el calor del engaño, pero no le tenía miedo al frío; esa era la única verdad que conocía.

YO

Había escuchado la llamada de la montaña, y no podía hacer oídos sordos. Estaba dispuesto a hacer del camino mi hogar, y de la cima mi cama. Me puse las botas, guardé lo esencial en la mochila, abroché mi parca y colgué las llaves para ya irme. Al abrir la puerta desperté a Ninfa, la staffy que quedó a cargo de la familia cuando mi hermano se mudó. Todavía no había salido a pasear, faltaba bastante para que mi padre llegara a casa para sacarla. La cara de Ninfa se me hizo irresistible, así que le puse el collar y la llevé conmigo. Estaba entusiasmada sin siquiera saber a donde íbamos, contoneaba la cola de felicidad con solo mirarme. Ninfa era un regalo de la naturaleza.

Dejé una nota en el frigorífico para mi padre;

«He ido a pasear con Ninfa y no creo que lleguemos a tiempo para comer. Hoy es un domingo divino papá, disfruta y dedícatelo a ti mismo. Volveremos tarde».

Cuando llegamos a Montaña Nevada ya era de noche. La luz de la linterna no podía abarcar ni un palmo de oscuridad. Solo se veía con claridad el valle que daba paso a la ruta, ahí quedaba reflejada toda la luz de la luna.

Ninfa se quedó un poco atrás, semihundida en la nieve, mirando hacia arriba a los ciervos que bajaban a beber. Se quedó expectante, sin darse cuenta de que quedaba atrás. Pegué un silbido fuerte, tan fuerte que llegó hasta la cima, y Ninfa, de una carrera, se puso a mi lado. Di un suspiro hondo, y comenzamos a ascender.

 


 

✉️​ Contactar con el autor: apizarro616 [at] gmail [.] com

Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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