relato por
Lucía Oliván

 

L

a delicada joven se dispone a empolvarse la pálida tez de su cara en el bello y antiguo espejo que ha pertenecido a su abuela. Mientras, una doncella cepilla su larga y rubia cabellera que le llega casi hasta la cintura y otra prepara el vestido de gala que va a estrenar para la fiesta. Huele a jazmín. Esa noche es la apertura del baile oficial en el castillo. Cecilia acaricia su collar de perlas de nácar mientras piensa en los acontecimientos que están por venir.

Édouard va a venir. Bailarán el vals de apertura, que le corresponde a ella como hija del anfitrión de la fiesta, el conde, y a él como su futuro esposo. La boda será el mes que viene y su corazón no para de latir cada vez que piensa en ese momento tan especial. Habrá varias fiestas en su honor: baile de máscaras, conciertos de piano y arpa, números cómicos y de circo, marionetas y títeres para los niños. Será la mujer más dichosa del condado.

Risas y gritos de júbilo, pastel de nata y almendras, olor a azahar y pétalos de rosa y una explosión de fuegos artificiales… Una estrella fugaz surca el cielo. Trae buena suerte. Los niños juegan y gritan. Juegan y gritan. Juegan y gritan. Hay unos olores muy fuertes. No logra identificarlos. Varios enmascarados bailan a un ritmo vertiginoso. La música sube de volumen. Ya no es armónica, sino estridente. Se escucha el eco de unas risas. Otra vez percibe ese chirrido. Primero suave; luego más fuerte e intenso, como si se tratara de un hierro que le marcara todas las partes del cuerpo, arrancándole las uñas y la piel, dejándoselas en carne viva. Unas carcajadas. Cecilia grita, chilla, y ¡zas!, cae al suelo.

Las doncellas le dan pequeños cachetes en la mejilla. Sus ojos se llenan de lágrimas. La joven no se levanta. Su collar de nácar empieza a sangrar. El resto de las partes de su cuerpo también. Un charco rojo inunda la habitación, la va llenado, inundando. Hay manchas en el espejo, en el vestido de gala, en la cama. Las doncellas piden ayuda, acaloradas. Ha vuelto a ocurrir. Otra vez.

Cecilia abre los ojos. Está en la cama. Tiene una gasa en la frente y un camisón blanco de lino. El médico está a su lado. Ha tenido de nuevo una recaída. Debe descansar. Habría que aplazar la boda, sugiere. ¡No! ¡De ninguna manera! Se estremece y acaricia su collar blanco. Respira. No hay sangre en las perlas.

Se levanta. Vuelve al espejo. Se empolva otra vez la nariz. La doncella entra en la habitación y le cepilla el pelo con sus delicadas manos aterciopeladas. Olor a jazmín. El vestido es perfecto. Gasa y seda. Y brillantes y perlas de nácar, como las de su collar. Hoy es la fiesta. Édouard aparecerá. Será el baile. Música de violines, olor a vainilla y perfumes mezclados, aplausos y exclamaciones de admiración.  Él está allí. Le sonríe y se acerca. Ella se ríe. Bailan. Dan vueltas. Cada vez más rápido. Los invitados se funden en una masa multicolor y las conversaciones en un murmullo agradable. Campanadas de medianoche. Risas y más risas. La vida parece un vals. Su cuerpo parece flotar, volar. Está por encima de toda esa masa de gente disfrazada. Solo ve máscaras difuminadas. Carcajadas.

De pronto, el ruido de un cristal. De otro más. Las copas de los invitados van cayendo al suelo de una en una y cortan los pies de la gente. Gritos. Pánico. Olor fuerte a sangre. Cecilia toca su collar; es de color burdeos, como su vestido, y su cuerpo. Chilla. Está sola en la sala. Silencio. Solo silencio. No, no está sola. Los invitados siguen riendo y bailando, pero solo ella está sangrando. Nadie repara en su presencia. Édouard no está.

El médico recoge a Cecilia del suelo y la vuelve a colocar en la cama. Explica a las doncellas que no deben dejarla levantarse. Necesita reposo: los nervios. En cualquier momento le puede volver a pasar. Las doncellas asienten. La muchacha se sumerge en un profundo sueño.

Empieza a anochecer y los invitados llegan. Es la gran noche. Suenan trompetas de fiesta y se lanzan los primeros fuegos artificiales. Édouard es el primero que aparece, con su elegante traje y su bonito pelo moreno. Sonríe. Édouard siempre sonríe. Ella lo recibe con su vestido de gasa y de seda, después de haberse empolvado la nariz en el espejo y que la doncella le haya cepillado la cabellera con sus finas manos de terciopelo que huelen a jazmín. Música de fondo. Violines.

Pasan a su habitación. Se besan tiernamente, luego apasionadamente, pero después esta lo empuja, lo golpea. A Cecilia se le nubla la vista. Se desmaya. Se despierta.  Sus ojos se inundan. Édouard está tumbado en el suelo. No se mueve. No habla. Ella tiene sangre en su collar, y en las manos, y un cuchillo. Olor a podrido, y a sexo y muerte. No están solos.

De nuevo ese ruido, el chirrido estrepitoso de un metal que le hace estremecerse por todas las partes de su cuerpo. Unas punzadas le atraviesan como agujas el cráneo. Y, repentinamente, una imagen la abofetea, haciéndole caer al suelo: el rostro de Édouard, unas manos suaves y aterciopeladas rodeando su cintura, unos senos desnudos, olor a sexo apresurado y a jazmín. Y el cuchillo que maneja la rabia. Su propio cuerpo cubierto de sangre. Y el de otra mujer. Chillidos y voces, más voces.  Música de funeral, los pasos apagados de la procesión, tres ataúdes llenos de orquídeas, el negro instalado en las calles y en los corazones de los habitantes del condado. Silencio que solo encierra dolor. El cielo se hincha como la panza de un animal y brama. Una estrella fugaz surca el cielo. Es un buen presagio.

La delicada joven da puñetazos y patadas en todas direcciones. Se lesiona. Solloza, gimotea, se acurruca en sí misma, balbucea, se calla. Silencio. Los minutos y las horas se escurren y se derriten en su cuarto como la lluvia que azota la aldea sin clemencia desde hace un rato.

De repente, una luz pálida. Édouard, la sangre, el collar, el cuchillo y los ataúdes se desvanecen. Cecilia respira. Otra vez. Coge aire. Sus pulmones se hinchan, se inflan.  Se vacían. Otra vez. La muchacha flota, se mueve y gira al ritmo de un vals frenético. Luego se queda en suspenso en el aire. El collar de perlas cae al suelo. Estas se rompen, pero ella no se percata. Atraviesa los muros del castillo bajo el manto de agua que llora. Se aleja. Cada vez más y más. Sonríe. Silencio.

Por fin, la paz.

Requiescat in pace. Misericordiam.

 


 

Lucía Oliván Santaliestra. Es licenciada en Filosofía por la Universidad de Barcelona y en Traducción e Interpretación por la de Pau, Francia.  Desde hace ocho años reside en Alemania, donde es docente en las materias de Filosofía, Plástica, Música, Francés y Español en una escuela de secundaria de reciente creación, de allí que imparta asignaturas tan variadas en este país.
Le gusta mucho leer, viajar y escribir relatos. Desde que se dedica a escribir relatos, hace unos meses, ha recibido algunos reconocimientos:
Relato El otro lado. Ganador del IV Concurso de Relatos Antonia Ruiz Bujalante.
Las visitas al cuarto de Mauricio. Finalista en el Concurso de Relatos Juan Martín Sauras.
Beberse la vida. Fue publicado en el mes de junio en la revista argentina Extrañas noches.

📧 Contactar con la autora: luciaolivan [at] yahoo [dot] es

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 112 · septiembre-octubre de 2020

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