relato por
Miriam García González

 

M

e mudé al sureste de la ciudad, a las afueras de un pueblo rural donde lucía, solitaria, en un terreno esquinado a la izquierda, la casa ciento setenta y cinco, el hogar que me esperaba. Al principio me mudé como quien decide probar algo nuevo; después, cuando Juan (el trabajador de la inmobiliaria que tenía asignada dicha venta) me llevó en coche y pude conocer —a través de la ventanilla medio bajada— el olor a heno disperso en el aire, a las collejas empujándose por salir sobre los bordes de la carretera, a los oscuros campos de hierba y cipreses altísimos y al cielo extenso sin contaminación lumínica en el que ya había estrellas a la hora del atardecer, cuando descubrí todo aquello, quise cambiar de vida y vivir una vida diferente.

La visita a la casa ciento setenta y cinco fue el día antes de firmar los papeles de compraventa y de hacer la mudanza. No resultó para mí mucho trasiego porque apenas tenía dos cosas contadas en mi anterior piso, situado en un bloque céntrico construido en los años cuarenta. Nunca me he encontrado allí a disgusto, solo aburrido; aburrido de tanta gente a todas horas, de asomarme a la terraza para respirar aire fresco y solo ver un rosal de copa que imita a las vistas campestres. Era bonito, acogedor, cómodo y recogido, pero yo necesitaba algo distinto; posiblemente fue solo un capricho.

Me cambié rápidamente, y en tres días ya estaba habitando mi reciente casa. Las primeras noches transcurrieron difíciles, echaba de menos, ante mi asombro, la compañía de las farolas, las voces juveniles y vecinas como remolinos por las escaleras; en definitiva, echaba en falta la luz tenue de mi escritorio, a pesar de tener el mismo escritorio y la misma luz, pero en una habitación impasible, fría y enorme.

Desde luego, todas las habitaciones me parecían lúgubres, frías y solitarias, porque se encontraban aún vacías, casi sin muebles ni atrezo, tan solo con algunos cuadros repartidos. Los cuadros me causaban impaciencia, no me gustaban en absoluto. Hubo un cuadro que tuve que quitar y esconder bajo la cama de uno de los dormitorios de la planta de arriba. Pasé toda una mañana buscando una sábana, una manta o una colcha con la que taparlo; no era suficiente que estuviese bajo la cama, ya que bocarriba sin nada que lo cubriera, me parecía de una agonía amenazante. Entonces, encontré, o salió a mi encuentro, una sábana de color rosa pálido que estaba hecha un ovillo en uno de los cajones del armario de mi dormitorio. Desprendía un aroma entre alcanfor y humedad, como si las hubiesen guardado húmedas; el segundo matiz me asqueó, mas no evitó que las agarrase de un puñado y las arrojase sobre la escena de los nenúfares de Monet. Al cabo del tiempo, quité también las demás pinturas porque acabaron contagiándose de la misma intranquilidad que me produjo la primera. Las retiré poco a poco, porque iban apareciendo en los rincones que creía haber mirado; surgía así una mujer con sombrilla al lado de un ojo de buey, un estanque de Ninfeas sobre la chimenea, el jardín del artista en Giverny al lado del armario de mi dormitorio, y amapolas frente al frigorífico, en la cocina. Todo era Monet, y Monet acabó siendo para mí terrorífico, y terminé odiando a Monet.

Me fui acostumbrando a las noches y a las mañanas; sin embargo, no a las tardes, pues las pasaba fuera mayormente, en el jardín con las malezas y las hierbas secas que intentaba domar y arreglar, o lejos de casa, por los caminos de tierra que a menudo confundía los unos con los otros y no sabía a ciencia cierta cuándo uno era nuevo o cuándo había pasado por él más de dos veces. Eran caminos de tierra que llevaban tanto a terrenos cercados y en venta como a espacios de árboles salvajes y en grupo que simulaban los bosques de las cumbres más verdes.

Nunca olvidaré las tonalidades de aquella caída de la tarde, cuando me disponía a volver. Las hojas de los árboles oscurecían como si la sombra de una nube se desplomase sobre ellas, y el sol se marchaba rabioso a mi oeste, dejando una rosácea herida en el cielo. Conforme avanzaba entre terrenos abandonados, más estrellas se hacían presentes sobre mi cabeza. Podía ver ya la cancela de hierro pintada de negro y pálidamente iluminada por el farolillo de la entrada; apenas transcurrieron unos minutos cuando me encontré abriendo el candado con la llave que tenía atada por una cadena a mi bolsillo. Recorrí el trayecto hasta la puerta del porche bajo el rumor de las copas de los árboles, ese ruido que hacen las hojas ante el vuelo de los pájaros que se ocultan. Cerré la puerta de madera basta que daba al jardín y fui a la cocina para servirme un vaso de agua fresca. Saqué del frigorífico una botella de cristal de medio litro que contenía agua fría. Bebí rápidamente mientras miraba con cierta pausa somnolienta el techo agrietado y la lámpara de pergamino amarillenta que colgaba de un cable. Ahora mantenga la atención quien me esté escuchando, pues fue justo al girarme y dejar el vaso vacío sobre la encimera, en la que apoyaba la espalda, cuando volví a ver el frigorífico de frente y a su lado sobresalían los tulipanes, blancos y rojos, los colores propios del ocaso más violento. Acudió a mí la sorpresa y noté la sangre ardiente recorrer mi estómago, mis brazos y mis piernas. Tuve que asimilar que el cuadro se había colocado de nuevo en donde estaba antes de que yo lo apartara de allí y lo escondiese bajo la cama, con los demás cuadros. Estaba confundido, y empecé a dudar de si lo había guardado realmente o si se quedó en un propósito. Luego, me acosaron pensamientos desagradables que cuestionaban mi lucidez, ya que llegué a pensar que mi otro yo, es decir, un doble, había devuelto la pintura a su lugar, o que alguien se había colado en casa aprovechando que estaba fuera, —aunque no podía tener idea de quién podría haber sido porque vivía a las afueras del pueblo, donde nadie habita más que yo—, que en parte tenía sentido; podría haber corrido a los oídos de algún delincuente que la casa había sido comprada. Sin embargo, nada me había sido robado, sino cambiado de sitio. Tampoco tenía demasiada lógica la figura de un bandido irrisorio; entonces, solo me quedaba pensar que era obra de un fantasma o que yo estaba loco. No obstante, cualquier opción remitía a la última.

Agarré con enojo el jarrón de tulipanes y no lo llevé esta vez bajo la miserable cama solo vestida con una sábana blanca que aguardaba al resto de las escenas, sino que me dirigí afuera, al jardín; cogí una pala y empecé a escavar la tierra dura e insensible. Había anochecido completamente, y en vez de guiarme por un candil o por una linterna como hacen los asesinos que van a deshacerse de sus víctimas, me iluminé con un mechero. La arena caía como descosida encima de las hojas y de los capullos trazados a óleo, caía tapando la boca de Monet, los ojos de Monet y la nariz de Monet.

Con la calma instaurada en mi cuerpo, regresé adentro y cené una lata de anchoas con tomate y queso. También tomé una manzana y una naranja que exprimí sobre la manzana. Me acosté en cuanto cené y me puse a leer Al filo de la navaja. Aparecí pronto en las regiones del sueño, y recuerdo a la perfección lo que viví porque fueron en su mayoría pesadillas. Primero, a cierta distancia, contemplaba —sin poder evitarlo— que mi casa era tragada por la tierra a causa de un terremoto; la casa se encontraba en la cima de un acantilado, y los alrededores poseían un aire fantástico amargo, pues en los troncos de los árboles anidaban criaturas que soy incapaz de describir y que me hacían gestos con sus cabezas y extremidades, algo parecido a las manos y al rostro, como si de un lenguaje de signos jeroglíficos se tratase. Más tarde, no era la casa, ¡sino yo a quien sepultaban y vivo! Angustiado y horrorizado movía las puntas de los dedos, pero era tal el peso de la arena sobre mi piel que por más que lo intentaba, no conseguía salvarme porque en este tipo de sueños horribles ni la fuerza ni la voz parecen existir. Gracias a Dios, me desperté y respiré profundo cuando fui consciente de que todo había sido un mal sueño. Mas, ya no pude dormir, me quedé durante un rato mirando la ventana de mi derecha que tenía la persiana bajada, aunque por los huecos traspasaba la luz de las farolas del jardín que, junto a los pinos, tomaba un matiz oliva agradable. Noté que me escocían los ojos así que entorné los párpados y los rectángulos verdosos se volvieron un telón negro que no tenía intención de dar paso a un segundo acto. Una de las perchas del interior de mi armario, donde colgaba mis ropas, se cayó, y el negro telón que cubría a mis pupilas desapareció. La escena que vi a continuación me espantó, me escandalizó hasta el punto de pegar un respingo que me causó un dolor intenso en el centro del pecho. Mientras mi corazón se aceleraba mis ojos observaban el jardín del artista en Giverny; no solo me horrorizaba el hecho de que el cuadro volvía a estar al lado del armario de mi habitación, en el mismo sitio en que se encontraba el primer día que me instalé, sino que el camino de gladiolos y los eucaliptos desvanecidos sobre la lejana casa blanca del artista, me resultaron una vista perturbadora. ¿Qué podría significar todo aquello? ¿Que había perdido la razón? ¿Que era sonámbulo? Si con la pintura de los tulipanes dudé de si realmente lo había evacuado o solo lo había pensado, esta vez estaba completamente seguro de que aquel cuadro que pendía de una alcayata, al lado del armario de madera de raíz con cuatros espejos verticales, lo había descolgado y lo había guardado bajo la cama, con el resto de Monet.

La única explicación para mí era que algo invisible (y en cierto modo rector) me llevaba la contraria, para asustarme o para enrabiarme, y ambas emociones las sentía profundamente. ¿Qué fue lo que hice? ¿Arrancarlo de allí como si le arrancase un órgano a aquella casa que manifestaba estar viva? No, lo que hice fue bajar a toda prisa las escaleras, salir al campo y a las malezas que ahogaban mi jardín, tomar la pala apoyada en la pared trasera de la casa y con el mechero de mi bolsillo, desenterrar para averiguar si el cuadro de los tulipanes seguía allí. Más fácil hubiese sido haber ido a la cocina y comprobarlo allí mismo; sin embargo, tenía la intuición de que aquella pintura si regresaba no iba a regresar a la cocina.

La tierra crujió cuando se agolpó contra las ortigas, la llama del mechero apenas alumbraba y a esas horas de la noche hacía frío afuera, de manera que las piernas me temblaban, de frío y de miedo. Poco a poco entre la oscuridad del hoyo aparecían retazos de verde ceniza, bermellón y amarillo cadmio, hasta que las manchas se apropiaron de la forma de las flores en un jarrón y pude ver, desde arriba, desde la distancia entre mi altura y el agujero, a los tulipanes yacer sobre el lienzo, semejantes a las flores marchitas prensadas en un libro. Metí las manos en el hoyo y saqué el cuadro porque me propuse devolverlo a la cocina, frente a la nevera, ya que hasta ahora la intervención divina o maligna había discrepado conmigo en todo y sentía ahora, más que temor, curiosidad por saber si las cosas igual que aparecían podían desaparecer. Mi estrategia era aquella: hacer desaparecer a los tulipanes y al jardín del artista en Giverny, pero ya que yo no tenía el poder de hacerlo posible, me creí audaz, en un duelo imaginario, jugando psicológicamente con mi adversario para hacerle mover de nuevo a los tulipanes que ya había colgado en la cocina penumbrosa. Me lavé las manos con energía bajo el fregadero; pasé mucho tiempo frotándolas en el agua que se desprendía gélida; quedé ensimismado, perdí la consciencia, quizás absorbido por el sueño que me envolvía de nuevo. Subí las escaleras con pesadez, y era capaz de escuchar los latidos de mi propio corazón, porque el silencio y la soledad eran igual a un abismo.

Me tumbé en la cama deshecha, en la que percibí una agradable frescura, pues la brisa había estado entrando por las ranuras de la persiana durante toda la noche y también en mi ausencia; mis huesos se acomodaron poco a poco, un leve dolor placentero ahogó mi agotamiento y me dormí. Despuntó muy pronto el alba, los débiles rayos del sol se hundieron como clavos en mis párpados. Me incorporé con dificultad, me sentía fatigado. El jardín del artista en Giverny continuaba en su sitio; lo miré con indiferencia. Llegué a la cocina y también estaba el jarrón de tulipanes —los cuales me dieron la sensación de estar más vivos, menos marchitos— frente a la nevera, con sus tallos orientados hacia la luz. Experimenté el impulso de dirigirme a la sala que se suponía era un saloncito en la que apenas pasé una hora durante toda mi estancia en aquella casa. Tal y como lo sospechaba, el cuadro del estanque de Ninfeas se encontraba encima de la chimenea, como en un principio. Lo digería con naturalidad porque aquel pasatiempo del destino ya había perdido su factor sorpresa en mí. Recobré imprevisiblemente las fuerzas y organicé en la mente las tareas que me propuse cumplir ese día: desayunar y visitar el pueblo. En cuanto al desayuno, comí un trozo de tarta de manzana que traje bajo el brazo cuando me instalé. Todavía saboreaba la manzana en mi paladar cuando cerré la verja y emprendí el camino hacia el pueblo, una aldea pequeña que estaba a tres kilómetros de mi hogar. Los pájaros cantaban contentos entre las hojas de los olivos y de los cipreses; el cielo era un espejo de nubes pintadas en un fondo celeste. El trayecto se desarrolló ameno. Atravesé las calles principales con sus panaderías, pescaderías, farmacias y peluquerías. Yo lo que deseaba encontrar era un bar. Pregunté varias veces por uno, y en todas me contestaban lo mismo:

—¿Busca la taberna?

—Busco un bar para tomar un café.

—¿La taberna, pues?

—Deberá ser la taberna.

—Siga derecho por donde va, y cuando le interrumpa el paso las antiguas vías del tren, vuélvase hacia su izquierda, y entre una hilera de casas bajas, la encontrará.

Deduje por las palabras, de los extraños (para mí) rostros de aquel lugar, que lo único que existía en aquel pueblo era una taberna a la que acudiría todo el vecindario. Y así fue, la taberna se hallaba a la izquierda de las antiguas vías del tren reducidas a una escabrosa vegetación en la que florecía una humilde florecilla silvestre de color amarillo.

La puerta de la taberna era madera pintada con un pigmento estridente. Debo confesar que me transmitió cierta desconfianza, pero duró poco mi recelo, en cuanto entré. El bar era lo más normal que puede ser un espacio destinado al café, la comida, la cena y las copas. Me senté en una silla al lado de la barra y le pedí al camarero que me pusiera un café solo con hielo. Mientras lo preparaban, eché un vistazo a mi alrededor para analizar a las gentes y todas eran personas de entre treinta y cinco años y sesenta y ocho años. Yo pertenecía a esa franja de edad. La verdad que tengo curiosidad por saber si el lector intuye mi edad o acaso la desconoce por completo. El caso es que fijé mi atención en un hombre de barba canosa, con la piel del rostro manchada por el sol; llevaba una camisa de cuadros de colores intensos y una boina. Él también me miró. Como no aparté los ojos de él —algo que hice a propósito— se acercó a mí.

—Hola, caballero, me está usted mirando descaradamente, ¿es que nos conocemos? Yo, no le he visto jamás.

Me sentí violentado, incluso amenazado; me causó una impresión honda su voz rasgada apenas imperceptible. Sin embargo, dejé de alertarme en el momento en el que esbozó una pequeña sonrisa que le describió amable.

—No, buen hombre, no nos conocemos. Me he mudado hace poco a la casa ciento setenta y cinco, ¿sabe de ella? Estoy a unos tres kilómetros de aquí; es una zona muy solitaria, no la esperaba tan tosca.

Él arqueó las cejas en un signo que denotaba osadía por mi parte, entonces cesó de resultarme amable y me arrepentí al instante de haber ido al pueblo y de haber dado datos tan concretos de donde me hospedaba.

—Caballero, por supuesto que conozco la casa ciento setenta y cinco. Lleva años y años cerrada, ni siquiera sabía que estaba en venta. Cierto es que casi nadie ronda las afueras.

—¿Se conocen todos aquí?

—Bueno, eso creía antes de verle.

—Pero antes de verme, ¿sí se conocían todos?

—Casi todos. Sabe, hay un extravagante de un lado a otro. Siempre lo veo hecho una alimaña. Huele a aguarrás y a pintura y nunca habla. Por eso le digo que casi todos nos conocemos, porque al que llamamos «esperpento» solo de él sabemos su nombre.

—¿Y cuál es su nombre? —le interrumpí.

—Esperpento, ya se lo he dicho. Y déjeme decirle que habita las afueras; las veces que se le ha visto va en esa dirección.

—¿Lo que me quiere decir es que posiblemente ande cerca de la casa ciento setenta y cinco? Escuche, desde que me he instalado me pasan cosas muy extrañas. Al principio creí que me estaba volviendo loco, después pensé en un fantasma…ya ve qué excentricidad, qué disparate. Y ahora que ha compartido conmigo todo esto presiento que es ese insensato quien entra en mi casa.

El hombre de la camisa de colores rio de forma ridícula ante mi desesperación, dio unas palmaditas que me parecieron aún más ridículas y terminó su interpretación de «ser sorprendido» con un suspiro, que fue lo único que sentí sincero.

—Perdone, pero no he podido evitar reír. ¿Qué cosas extrañas son esas que le ocurren?

—Fuera de toda diversión, los cuadros se vuelven a colocar; los quito y se vuelven a su lugar. Son todos pinturas de Monet, y lo más curioso es que esta noche, cuando fui al jardín y desenterré el de los tulipanes, pude ver con atención que no se trataba de una lámina, de una ilustración, sino de una copia idéntica al óleo en lienzo.

—Espere… que desenterró el ¿qué?… Que se mueven los cuadros, que están pintados al óleo en lienzo… ¿Qué quiere expresarme con todo esto? Mire, ya le han puesto su café. Voy a ir con mi mujer que está impaciente, ¿la ve? Hoy vienen los niños de la ciudad y hay que estar pronto en casa para comer.

—No se vaya, por favor. Deme una explicación.

—Lo siento mucho, pero no puedo ayudarle. Si teme a algún intruso contacte, antes que con la policía, con la inmobiliaria que le facilitó las llaves o márchese. Pero aquí nadie le va a hacer daño, y creo, permítame la confianza, que está usted desvariando por el terror, aún no sé hacia qué.

El hombre patético se fue. Me quedé solo bebiendo el café a toda prisa para irme de aquella taberna de mala muerte cuanto antes. Me distraje por las calles de la aldea acaso por comprobar su relato y hacerme el encontradizo con el bohemio, con Esperpento. Las ancianas de las casitas bajas se hallaban sentadas con sillas de plástico en sus puertas, para ser testigos de cualquier novedad o forastero, y yo era un «forastero»; me sentía intimidado por sus miradas. Y para colmo, no sirvió de nada mi vagabundeo: no tuve la suerte de cruzarme con el esperpento.

Tomé el itinerario para regresar, y cuando fui a abrir el portón de la casa ciento setenta y cinco, escuché unas pisadas. Me detuve de inmediato y giré mi cabeza hacia la izquierda, para orientar el oído derecho hacia donde provenía el sonido. Los pasos variaban de ritmo; o bien eran rápidos, o bien se frenaban. Excitado por el misterio, prorrumpí de golpe y de un salto me encontré en el terreno de la casa. No vi nada. Aparentemente no había nadie. Observé inquisitivo ambos lados, a mi derecha y a mi izquierda, hasta que volví a escuchar un ruido que me paralizó. A decir verdad, eran muchos los ruidos que allí sucedieron, percibí el jardín alborotado, ya que de cuando en cuando crujían las ramas de los árboles y me sobresaltaba, asustado, pensando que pudiera ser mi inquilino; mas era un pájaro, en concreto un mirlo, que onduló las alas entre las hojas verdes de los álamos asemejándose a las crestas oscuras de los rizos de un mar calmado, tocado por la brisa de poniente. Desistí de esperar y de buscar, así que me encaminé a la puerta y a punto estuve de meter la llave por la cerradura, pero algo insólito congeló mi existencia, y si no hubiese reaccionado, en la eternidad habría figurado como el ademán imperecedero del estupor: unos lengüeteos se producían en el muro lateral de la casa; pude oír con claridad rasguños contra la pared. Me asomé despacio, con temor por lo que iba a ver, y desde luego, volví a desconcertarme y a asombrarme: era un perro. En cuanto me vio, echó sus patas sobre mis piernas aún trémulas y sacó la lengua blanca de haber estado lamiendo cal. Pensé que era un perro extraño, el pelo le brillaba a la luz del sol; le daba un tono canela, mientras que a la sombra era pardusco. Lo acaricié, me sentí contento al verle; caí en la cuenta de que quizás ya no estaría tan solo: deseaba a partir de ahora su compañía. Le invité a entrar, pero no quiso. Lo contemplé con detenimiento y más de cerca (el perro me seguía mirando ingenuo, con sus dos ojos redondos y negros apuntando directamente a mis pupilas, con sus dos ojeras bañadas en lágrimas). Me percaté de que llevaba un collar azul. ¿De quién diantres era aquel perro que había ido a parar allí, a las afueras de las afueras?

De manera inesperada, salió corriendo. Por un momento me quedé como inmovilizado, tal cual si la arena del desierto más árido me hubiese atrapado los pies y hubiera dejado a cualquiera de mis movimientos estériles. Retomé la consciencia de mí mismo y de mi alrededor cuando el viento azotó mi cara y me vi completamente solo otra vez. Salí detrás del perro. Cuando comencé mi persecución no lo encontraba con la mirada, hasta que apareció, espontáneo, ante mi vista, entretenido con unas hojas secas del suelo; miró hacia atrás, y en cuanto se percató de mi presencia, echó a correr. Esta vez logré seguirle. Estuvimos corriendo alrededor de quince minutos. Las yerbas salvajes del camino se obstinaban en flagelarme los muslos como un intento débil y desesperado por ralentizarme. Fue entonces cuando oscureció, y el nuboso y negro séquito de las cosas desdibujó el paisaje. El perro se inmiscuyó en un agujero más profundo que el sombrío verde abeto de los árboles y de la tierra. Sin razonar, me introduje por aquello que parecía una cueva. Una vez dentro, pude oír el timbre que produce la colisión forzada entre dos objetos; parecía madera contra lata oxidada. Me inquieté, me acobardé, ¿qué era aquel ruido extraño que provenía del interior más hondo del túnel? Vi al perro tumbado; contrastaba conmigo, ya que yacía relajado, como quien se encuentra a salvo. Entonces… oh, entonces. Me retiré instintivamente hacia atrás porque la silueta de algo que había estado agachado se alzaba para atraparme. El espanto me dejó inmóvil, lo cual me permitió observar, pausado, que aquel algo era un hombre de desproporcionada complexión; tenía torcidas las piernas y en conjunto, se percibía como un ser contrahecho. Me dijo una palabra, creo que salut y yo no le respondí. Vi una llama minúscula en sus pupilas: sus ojos eran un espejo en el que se reflejaba la lumbre de la vela que estaba colocada en la base de un caballete. Miré el caballete, y vi un cuadro. El cuadro estaba a medio hacer, pero bastaron solo el puente y el agua reposada, para reconocer que se trataba del Estanque de Ninfeas de Monet. Salí de la mudez porque el asombro venció al miedo:

—¿Quién eres? —pregunté, convulso.

—¿Quién eres tú? Yo soy el pintor.

‒¿Por qué, Monet? ¿Has entrado en mi casa? —quise saber con impaciencia ante su insolente evasiva.

—¿Quién les llama casa, acaso hogar, a los museos si no sus obras, cuando sus obras son sus autores? —respondió volviendo la cara hacia el extremo opuesto a mí, en un gesto que me resultó primero despreciativo; sin embargo, después, lo intuí como la expresión máxima del desaliento.

—No comprendo qué quieres decir, ¿mi casa un museo? ¿Mi casa tu hogar?

—Ese caserón, cuyo número es el ciento setenta y cinco, es una galería de muebles viejos y camas deshechas que conmemoran la presencia de lo ausente. Las cortinas desconciertan, amarradas en un sugerente descuido, a cualquiera que, aun sabiendo de lo solitario de aquel espacio, le sea posible adivinar las vistas, a través de la ventana desplegada. Por si lo desconocías, la nevera todavía enfría un vidrio con agua, y los armarios guardan sábanas del color del alba recién nacida. Los cuadros de Monet representan la ausencia de Monet por medio de su presencia inesperada. Mis cuadros imitan a Monet, porque solo mediante Monet, mi ausencia desaparece por su presencia. Expongo en las paredes, a escondidas, antes de que tú existieras; y ahora cuando duermes, las pinturas que tanto te obsesionas por destruir, se han visto interrumpidas por el sosegado descanso que representas sobre el lecho, como una escena forzosa.

—Eres Esperpento.

Y fue lo único que alcancé a decirle. Escapé de aquel lugar aceitoso y enloquecedor. Me sentí un extraño, y la placidez que creí en aquella casa me turbó. No tardé mucho en volver a mudarme a la ciudad. En la ciudad no suelen ocurrir esta clase de accidentes.

 


 

Contactar con la autora: 📩 mmarbonachera [en] gmail.com

Ilustración: Claude Monet – Nymphéas bleus, Adrian Scottow from London, England, CC BY-SA 2.0, via Wikimedia Commons.

TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

Hilo de oro Hilo de oro, por Pedro M. Martínez Corada. En Margen Cero (Magazine – 2000)
La mar tenebrosa (en Anacoreta) La mar tenebrosa, por Raúl Roldán García. En Margen Cero (Taller literario de El Comercial – 2002)
Fragmentos de nada (en Anacoreta) Fragmentos de nada, por Alberto Solanes. En Margen Cero (Relatos 6 – 2005)

Anacoreta (Miriam García González)

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 129 · julio-agosto de 2023

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