relato por
Luz Saltalamacchia

 

L

a psicóloga me dijo: «Hacé la carta y traela el jueves». Según mamá a esta persona le pagamos para que me ayude con mis problemas. Para ellas, hay que hablar y hablar de vos. Del «duelo», como le llaman. No dicen tu nombre. Nunca.

En el momento en el que me enteré de lo que pasó, no me sentí triste. Es más: creo que no sentí nada. Recuerdo que era sábado. Llegaba desde la ventana el fresco olor a hojas quemadas. Mamá me acompañó al sillón del living con un papel higiénico en su mano, y me dio un beso en la frente. Yo enseguida percibí esa mirada tan mamá que distingue entre los antes y los después. A lo que yo le pregunté qué pasaba y me explicó que te fuiste, que no te podíamos velar porque estábamos en cuarentena, y que vos siempre ibas a estar en nuestros corazones. Creo que ella se esperó un brote de dolor tan lacerante que tuvo la necesidad de equiparse con papel higiénico; yo, en realidad, solo asentí. Luego de una hora de charla intensa (sobre Dios, la amistad, las ventajas de llorar y esas cosas), le pedí si me podía ir a mi cuarto a descansar y ella me soltó.

Yo te dije, Milagros. Que cuando salieras tuvieras cuidado. Y vos me respondiste (ese adagio recurrente) que nunca te iba a pasar nada. Nos creíamos invencibles. Con un gas pimienta del tamaño del dedo meñique y las llaves entre los dedos. Pero ahora ya está.

Cuando me senté en el borde de la cama, me di cuenta de que no tenía ganas de llorar. No me dolía el pecho. No quería lanzarme sobre tus fotos. Y me sentí orgullosa. Sacudí la cabeza cuando creí escuchar tu voz y enseguida prendí la tele. Todos los programas me parecían entre aburridos y más aburridos, y los que me gustaban eran los que te gustaban a vos. Agarré un libro, pero lo dejé cuando leí los problemas de los personajes y pensé «Qué pelotudez». Iba a ponerme a escuchar música y, después de haber pasado quince canciones, solté los auriculares y los tiré por ahí (ahora sigo tratando de encontrarlos). No podía ni cerrar los ojos porque tu cara surgía entre las sombras del inconsciente. En primer plano, con todos los colores vívidos y el sonido de tu risa haciendo eco detrás, como cuando nos conocimos en primaria y jugábamos a saltar la soga en los recreos. Yo no pretendía acordarme de eso. Te lo juro. O cuando te quedaste a dormir (la semana anterior, o sea, hace mil años) y decidimos tener hijos al mismo tiempo así se hacían amigos. O cuando elegimos sus nombres. O cuando… Y así. Así estuve por un par de horas. Mientras más lo intentaba esquivar, más me estrellaba. Si mi cuerpo y mi mente me odiaban, ya no había duda: su principal objetivo era que sufriera porque sí, porque era lo esperado, porque eras vos, Mili. Y tuve bronca. Me daba impotencia reparar en que cada cosa que tocaste iba a ser tuya para siempre.

Ahora estoy tan triste que no siento nada, pero en ese momento no sabía eso, o que era normal que mi mente todavía creyera que te iba a encontrar al día siguiente en el colegio. La psicóloga me lo explicó. Entonces, me acosté sobre la pared de mi cuarto, junto al marco de la puerta entreabierta, y escuché a mi mamá hablar por teléfono. Tenía (o tiene) esa manía de orar como un profeta, como si quisiera que todo el edificio le prestase atención. Y su conversación era un rejunte de mil cosas y nada a la vez, entre ese vecino de cincuenta años que te esperaba a la salida del colegio, tus padres, el velorio que nunca pudo ser y la situación de todas las demás compañeras. Y ahí fue cuando mi mamá lo dijo. Te lo cuento porque vos sabés que no soy agrandada. Pero mi mamá alzó la voz y dijo: «Mi hija es una chica fuerte. Va a poder salir de esta». Y yo le agradecí por dentro, aunque tuviera una mano en la boca, otra en el pecho y los ojos cerrados con fuerza.

Esa noche me levanté sudando frío y con la boca seca. Mamá me sirvió un té acidulado y se acostó al lado mío, con el cuerpo girado hacia mí. En ese momento me pareció innecesario.

Al día siguiente, cuando me levanté y tuve que pelearme con ella porque no quería desayunar, leí (o mejor dicho, me estrellé contra) tu nombre en la tele. Yo me sentía como si me hubieran golpeado durante horas; como un galgo sobre la banquina de la autopista. Cada vez que levantaba la taza me agarraba un tirón en todo el brazo, que le seguía al pecho, que terminaba en la cabeza y me forzaba a dejar la taza en su lugar. Entonces todo se volvía un intento fallido y yo, en ese estado, entre elegir si respirar bien o tomar un vaso de agua, leí tu nombre en las noticias y el título que le seguía. «Adolescente viola la cuarentena y muere luego de encuentro con su vecino».

 


 

Luz Saltalamacchia (La Matanza, Buenos Aires, 2000). Es estudiante de la Licenciatura en Artes de Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Ha publicado la trilogía de género fantástico Dion (Universo de Letras, Sevilla, España, 2018).
luzsalta [at] hotmail [dot] com

Ilustración: Fotografía alojada en pxhere.com [Public domain]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 113 · noviembre-diciembre de 2020

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