relato por
Alicia Ramos González

 

L

levan días acarreando piedras. Son todas calizas, enormes y angulosas, con un brillo metálico, como si tuvieran vetas de sílex o de cuarzo. El primer barco remolque llega al atardecer.

Hay una montaña de piedras en aquella esquina del muelle. Las traen en unos camiones alargados de esos que parecen acordeones. La procedencia de estos es distinta entre sí. Ningún camión viene del mismo lugar.

Los barcos remolque, que son alargados y negros, llevan colgando unas enormes plataformas flotantes en las que caben al menos siete camiones. Pero tan solo las piedras viajan en ellas. Unas excavadoras levantan las piedras de la montaña y las introducen en la plataforma para soltar allí su carga. Así, poco a poco, las oxidadas plataformas se van llenando, hasta que parece que sin el apoyo que les da el hormigón del puerto, se hundirían sin remedio.

Entonces es algo mágico. El barco remolque se pone en marcha y arrastra la plataforma por la superficie del mar dejando tras de sí ni siquiera una ondulación, es como si estuvieran planchando el mar. La marca que dejan se puede ver durante un rato. Pero pronto anochece, y la luna se eleva marcando la diferencia entre el mar y el cielo. Entonces, el mar se mueve distinto, creciendo en mareas que inundan la caleta de poniente y borrando para siempre el rastro planchado de los barcos remolque.

Yo llego todos los días al espigón al atardecer. El sol a esa hora es una bola anaranjada que marca el mar con una enorme raya de luz. Una raya larga, ancha, que desprende tanta luz que es imposible mirarla más de un segundo. Si lo haces, o sea, persistes en el afán de mirar al sol reflejado en el mar, cuando dejes de mirar y desvíes los ojos hacia el espigón o hacia la tierra, no verás más que la raya de luz. Y tendrás que sentarte un rato, hasta que se te pase y la raya de luz se vaya haciendo estrecha y pequeña y vaya perdiendo su brillo hasta volverse azulada y luego blanquecina y luego invisible.

Yo llego, me siento, miro al sol un momento y luego a la raya de luz. Después miro la silueta de la Virgen del faro que se recorta sombría y alargada en el fondo azul del mar y rezo una oración. Padre nuestro, que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino; y  entonces, en ese momento pasa el barco remolque planchando el mar cargado de esas piedras con vetas brillantes como de oro, y mientras se pierde en el horizonte, hacia el poniente, yo termino el padre nuestro; hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo, y danos el pan de cada día, y el barco remolque se va haciendo pequeño; perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden; y la cabina despide un brillo intenso al internarse en la raya de luz del reflejo del sol,  no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén. Ya solo queda un retazo de mar planchado.

Mientras lanzo mis cañas de pescar o mientras las recojo, o cuando engancho la carnada en el anzuelo, escucho de cuando en cuando el leve rumor de apisonadora del barco cargado de piedras. También oigo a todas horas las excavadoras que trabajan sin cesar hasta el amanecer. Cuando soy capaz de distinguir el cielo, comienzo a recoger las cañas. Luego meto los peces en bolsas y las bolsas en cubos. Me levanto y camino pesadamente por el espigón.

Al pasar por la esquina donde están apiñadas las enormes piedras desafiando la gravedad, me gusta calcular cuántas toneladas debe pesar cada una de ellas. Siempre recuerdo unas piedras gigantes que están colocadas formando la puerta de acceso (dos de jambas y una más grande aún de dintel), de una ciudad llamada por los antiguos Micenas. Esta ciudad también tiene unas murallas construidas con piedras de este calibre a las que llaman ciclópeas. Que quiere decir hechas por los cíclopes, que son unos seres gigantes que poseen en sus bárbaras caras un solo ojo que resulta ser la parte más débil de su cuerpo.

Otro pescador que se coloca más allá, al otro lado de la Virgen del faro y que también ha visto los barcos remolque, dice que cuando pasan cerca de las cañas pican muchos más peces, pero yo no he notado nada al respecto.

Un día de estos voy a seguir a uno de esos barcos. En cuanto reúna un poco más de dinero y tenga para comprar una barquita. De esas pequeñas, en la que quepa solo yo y mis enseres. Con un motor de los que no hacen ruido y no agita las aguas. Que esté pintada de blanco con una raya verde y que tenga escrito su nombre con letras negras, de esas que parecer haber salido todas de un cuadrado.

¿Qué nombre le pondré a mi barca? La Buena Mar, sería un bonito nombre pero quizás no muy apropiado, porque la mar extrañamente es buena y hay quien diría que trae mala suerte porque nombra La Buena. Aunque yo no soy supersticioso. Quizás podría llamarse La Pesquera, pero pasaría lo mismo, dirían los viejos pescadores que tiene bajío, porque nombrando la buena pesca de seguro no pescaré nada. Otro nombre podría ser Micenas. Como la ciudad ciclópea, puesto que con ella seguiré al barco remolque y  podré ver a dónde lleva las piedras. Nadie sospechará por qué se llama Micenas mi barca, nadie conoce siquiera la existencia de esta ciudad. Porque yo la vi en sueños tan sólo una vez. Y los sueños son todos propios, o sea que no se pueden compartir y ninguna persona puede soñar lo mismo que otra, como los camiones que cargan piedras no comparten la procedencia.

Cuando tenga mi barca Micenas y cuando al atardecer el primer barco remolque pase por el espigón, yo estaré apostado bajo la imagen de la Virgen. Con mi barca allí parada, esperando. Rezaré un padre nuestro y cuando lo acabe, o sea cuando diga Amén, encenderé el motor y al internarme en la huella de mar planchado me santiguaré. Miraré por última vez la cara de la Virgen con sus ojos tallados como dos almendras y evitando que me ciegue la raya de luz del sol reflejado seguiré el mar planchado.

Solo espero que mi barca Micenas pueda atravesar el mar planchado, porque si fuera verdad lo que dice el otro pescador… Eso de que los peces pican más cuando pasa el barco remolque. Quizás significaría que los peces no pueden pasar por el mar planchado y se ven desviados hacia el espigón. Si no fuera posible y el mar planchado estuviera duro como un espejo yo tendría que seguirlo por los lados y quizás la corriente me desvíe.

Creo que tendría que llevar un farolillo para comprobar si voy por el mar planchado. Uno pequeño que funcione con aceite y que no alumbre demasiado porque el mar es plano y de noche las luces se ven desde muy lejos. Si desde el barco remolque se percataran de que los voy siguiendo quizás cambiaran de rumbo o se parasen a esperar para preguntarme: —«¿Por qué en vez de pescar anda usted siguiéndonos?». Y sería muy desagradable para mí. A unas malas, podría contestar que ando pescando los peces que desvía su huella de mar planchado. Pero para eso tendría que ir navegando por los lados y no por el centro. Quizás sea lo más seguro. Aunque sigo pensando que es mejor ir por dentro porque por los lados es más fácil perder el rastro.

También sería un problema que los barcos remolque navegaran más de una noche. Porque si fuera así podrían verme de día. Pero creo que es imposible. Algún pescador los habría visto. Además si zarpan al atardecer, es para perderse de vista al anochecer. Y eso quiere decir que no quieren que nadie sepa a dónde van. La mar está llena de barcos, toda ella, ya no queda ni un solo trozo de mar que no haya sido navegado. ¿A dónde irán los barcos remolque que nadie conoce su camino?

Debe de ser que no navegan por el mar que conocemos sino por otro desconocido. Recuerdo una de las historias de las que contaban los viejos pescadores. Esa historia era una leyenda sobre la raya de luz del sol reflejado. Mirarla no se puede porque se mete dentro de ti, de tus ojos y ya no te abandona impidiéndote ver todo lo demás: la realidad. Porque en verdad un reflejo es solo eso; un reflejo y no una realidad. Quizás los barcos no naveguen de noche, sino que ahora que recuerdo, los vemos desaparecer al internarse en la raya de luz del sol reflejado. La historia decía que los pescadores debían evitar no solo mirar la raya sino también navegar sobre ella, porque se apoderaba de ti, convirtiéndote en invisible para el mundo real e internándote en otro mar, uno lejano y poblado de otros animales, con otros países y otras ciudades. Ese es el mar que habitan los dioses del mar. Solo ellos pasan de un mar a otro por la raya de luz del reflejo del sol. Solo los dioses y nadie más.

Menos mal que no tengo mi barca Micenas. Porque perseguir al barco remolque hubiera sido una blasfemia para con los dioses. Pero aun así, ¿con qué fin acarrean los dioses esas piedras tan enormes? ¿Y cómo es que he recordado esa ciudad de mis sueños llamada Micenas? ¿Será que los dioses están reconstruyendo Micenas? Porque nuestros sueños nunca se refieren a la vida de aquí sino a la del más allá. A lo mejor hubiese sido buena idea ir con mi barca Micenas hasta el mar que habitan los dioses. Vaya cara que habrían puesto al ver mi barca con su nombre en letras salidas de un cuadrado. ¿Se habrían sorprendido de que un simple mortal hubiese descubierto sus intenciones?

Luego al amanecer, cuando pase junto a la montaña de piedras con vetas brillantes como de oro o sílex o cuarzo, voy a mirar a los ojos al capataz. Me voy a quedar mirándolo fijamente, desde lejos hasta más cerca, hasta acercarme mucho y le voy a decir muy alto:  —¡Adiós Micenas!

 


 

Alicia Ramos González. Nació en La Línea de la Concepción, al sur de la península ibérica. Es licenciada en Historia del Arte y Doctorada en Filosofía. Ha realizado varios cursos de creación literaria y ha publicado en diversas revistas literarias relatos y poesías. También en dos libros de relatos conjuntos. El mar forma parte constituyente de su experiencia en la vida.

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Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 115 · marzo-abril de 2021

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