relato por
Pablo Sandino Chevez

 

E

l rifle reposaba sobre un árbol caído justo enfrente de él. La mañana era gris debido a la lluvia del día anterior. En medio de la vegetación y los árboles, se escuchaba el zumbar de los insectos, el sonido de la chicharra y la respiración pesada y profunda de su padre, justo a su lado. Se tumbó, tomó el rifle, cerró su ojo izquierdo y mantuvo el derecho bien abierto en el punto de mira del arma.

El animal se movía delante de él, entre los árboles, con sigilo.

Era su cumpleaños número catorce. Como regalo, su padre le concedió el «privilegio» de llevar el alimento a casa.

Él no quería hacerlo, la idea de matar animales le provocaba repugnancia, pero no tenía otra opción, quiso hacérselo entender a su obstinado padre pero no consiguió persuadirlo, todo lo contrario, lo obligó a hacerlo de una forma sutil, sin golpes, sin amenazas, simplemente con hambre.

—Si quieres comer, tendrás que buscar tu propia comida —le dijo hace ya tres días.

Intentó apaciguar el hambre con frutas y agua, pero encontrar frutos le era cada vez más difícil, y su estómago rugía con más intensidad, estaba acostumbrado al exquisito sabor de la carne, que le preparaba su mamá. Y ahora que recordaba el olor del hígado (que era su parte preferida), no le importaba si el animal moría.

En un punto donde se separaban los árboles, el animal quedó vulnerable a su visión, no lo pensó dos veces y disparó, justo en la cabeza.

Después de la detonación, el bosque quedó en  completo silencio por unos segundos, cómo si diera su pésame al animal abatido.

Su padre se levantó de inmediato, le dio una palmada a su hijo y se dirigió al encuentro de la presa tirada en el suelo. Él no se movió, aún tenía el ojo puesto en la mira, observó cómo su padre caminaba delante de él, la espalda cubría casi todo el ángulo de visión, por un momento sintió el deseo de volver a disparar, pero… era su padre, todavía le guardaba cierto respeto, incluso cuando a él y a su madre los mantenía apartados de todo, su mundo era el bosque y la casa donde se caía la madera podrida con tantos inviernos.

Su padre llegó donde estaba el animal, quien estaba tirado donde los árboles no le permitían ver. Vio cómo llevaba sus manos a la cintura, moviendo su cabeza en negación pero con una sonrisa.

—¡Oye hijo, aún se mueve! —gritó su padre.

Sintió un escalofrío que lo hizo vibrar, junto con su estómago vacío. Sabía que si el animal seguía con vida, él lo obligaría a terminar sus obligaciones. Una cosa era verlo cazar, pero otra muy diferente cuando tuviera el gran cuchillo de su padre en sus manos para degollarlo.

—Pero… le di en la cabeza —se dijo a sí mismo, mientras se levantaba y caminaba a paso lento.

Cada vez iba acercándose más y el cuerpo del animal se hacía más visible.

—Creo que el rifle se movió cuando disparaste —dijo su padre, sin dejar de ver cómo el animal se movía con dificultad, haciendo sonidos extraños—, pero no hay problema, con más disparos irás mejorando —siguió diciendo mientras desenfundaba el gran cuchillo que llevaba en su cintura.

Los ojos del animal se toparon con los del joven, le salía sangre por la boca y la nariz, se ahogaba. Al verlo en ese momento sintió pena, ese disparo que había penetrado en el pecho fue obra suya. Salió de su estupor cuando observó el brillo del metal de la gran cuchilla, que su padre le ofrecía. Miró a su padre, éste lo miró a él, no necesitaba decirle qué seguía ahora, con su mirada le decía «hazlo».

Se dirigió al animal cuchillo en mano, la presa sintió el peligro e intentó moverse con más fuerza, pero sin ningún resultado positivo. Se apoyó con una rodilla en el suelo, tomó por detrás de la cabeza al animal que seguía moviéndose débilmente. Vio cómo unas lágrimas caían de aquellos ojos que se llenaban de sangre, nunca había visto a un animal llorar, su padre sí tenía buena puntería y no llegaban ni siquiera a eso. Escuchó los pesados pasos de su padre acercarse, vio su sombra cubrirlo a él y a su presa, con la respiración agitada hundió el cuchillo en el cuello de su comida, desgarrándolo a ambos lados, mientras la sangre aún caliente emanaba a borbotones impactando en su cara.

Su padre terminó de llenar la botella con la sangre del animal, le gustaba tomarla aún caliente de regreso a casa. El muchacho ató una soga alrededor de su cintura y el otro extremo en los pies de su comida. Quien cazaba, debía cargar con el alimento.

—Estoy de suerte, creo que esas botas me quedan a mí también —dijo su padre cerrando la botella.

Camino de regreso miró hacia atrás, la cabeza apenas se unía en hilitos de carne del cuello mutilado. El rastro de sangre se hacía cada vez menos, claro, su papá lo había casi vaciado y lo sorbía mientras caminaba. Miró a su padre quien iba delante de él, se dio cuenta de que no era tan difícil matar animales, incluso con el hambre que tenía quiso pedirle la botella a su padre para empezar la cena, pero no quería arruinarle el momento, sabía lo orgulloso que estaría de él. Recordó la vez que le preguntó a su padre, por qué no comían de los otros animales que sí abundaban en el bosque, su padre solo lo miró y rió a carcajadas. Ahora él reía también.

 


 

«Mi nombre es Pablo Sandino Chevez. Nací en Granada, Nicaragua, un 28 de noviembre de 1988. Actualmente resido en Costa Rica. Soy asistente de abogacía. Comenzaré la carrera de Derecho. Soy un amante de la lectura, específicamente del género de terror en el cual baso una gran parte de mis relatos. Mi meta es publicar mi primera novela muy pronto».
pablos28 [at] hotmail.es

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Ilustración: Detalle de fotografía por Harrison Haines / Pexels  [public domain]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) n.º 109 marzo-abril de 2020

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