relato por
Lluís Llurba Torre

 

Porque solo son sinceros los salvajes y los animales.
La desgracia. Antón Chejov

 

L

levaba años sin tener noticias de Ramón. Fuimos compañeros en la EGB. Yo había conservado alguna amistad de esa etapa de mi vida, pero no había vuelto a ver a casi ninguno de ellos. Ramón y yo tuvimos una buena relación, pero no íntima. Él perdió a todas sus amistades porque su familia se trasladó a Wolfsburgo; el padre era ingeniero industrial y aceptó una suculenta oferta para trabajar en el grupo Volkswagen. Justo ese año tendría que haber empezado el instituto en Barcelona.

Ramón volvió a la Ciudad Condal seis años después con su madre tras el divorcio de los progenitores. El padre se quedó en Alemania y, a partir de ese momento, la relación con su hijo perdió la fluidez de los tiempos anteriores. Ramón estudió, una vez instalado de nuevo en Barcelona, la Formación Profesional de Prevención de Riesgos Laborales; al finalizarla, empezó a trabajar en Ergasia, una empresa de servicios de prevenciones, formada por técnicos y médicos. Allí conoció a Maribel, la que sería su esposa y madre de sus dos hijos.

Mi excompañero, como la mayoría de la humanidad, se abrió una cuenta en Facebook. Le divertía buscar a personas a las que hacía años que no veía. Encontrar a una era encontrar a cinco. Al principio solo lo hacía para curiosear en sus muros y saber cómo los había tratado la vida. Pero un día, Alfredo, uno de los alumnos de nuestra clase, le escribió por el Messenger de Facebook. Se contaron por encima sus vidas y no perdieron el contacto, aunque tampoco se atrevieron con los temas personales.

En pocos días habló atropelladamente con cuatro más y a la semana siguiente crearon un grupo del curso en la red social. Fui invitado a entrar en el grupo por África, que es una de las pocas amistades que no murieron después de la escuela. Yo también había vuelto a retomar el contacto con ciertos compañeros, pero con Ramón, no sé porqué, no me había escrito.

Fue la misma África quien propuso organizar una cena para vernos las caras. Casi todos aceptaron, aunque costó encontrar una fecha para coincidir. Quedamos en abril de 2009, cuando la cena se había ideado a finales del año anterior.

Y la tan ansiada noche llegó. Todo fueron abrazos fraternales, besos cariñosos y mucha alegría. Los caballeros piropeamos a todas las damas por conservar su belleza y las damas alabaron nuestra defensa exitosa contra el desgaste del tiempo. No obstante, entre hombres hubo alguna burla inocente como la violencia. A mí, por ejemplo, uno me dijo que mi alopecia era la evolución de la humanidad; según él, los hombres como yo estábamos un peldaño por encima de los melenudos como él.

Con quien más disfruté de las conversaciones fue con Ramón, África, José Manuel, Pepe y Jessica. Estos expresaban un humor inteligente parecido al mío, charlábamos con mucha ironía, pero sin ataques personales. Quizás a África fuera la que más le costaba nadar por ese caudal, la que menos controlaba la fuerza de un río tan peligroso como es la ironía.

De camino al restaurante organizamos pequeños grupos en aquella manada de treinta personas. Al que más le costaba integrarse en una divertida conversación era a Alfredo. Cuando alguien le había explicado lo bien que le había ido la vida —nadie quería hablar de sus desgracias personales—, su mirada se había arrugado hasta la vejez. No sé la causa, pero al entrar al restaurante y sentarnos en la mesa, Alfredo ocupó una silla al lado de Ramón; puede ser que le cayera mejor que todos los demás.

Como he escrito anteriormente, éramos muchos y, por lógica, era difícil entablar una única temática para que habláramos todos; en cada mesa había un tema diferente y, más o menos, nos íbamos entendiendo.

Explicamos nuestras vidas. Yo; que, por cierto, me llamo Toni, comenté que era un novelista y profesor de Literatura en un instituto, lo que llamó la atención de mis compañeros. Todos contamos nuestras vidas: las parejas, los hijos, los trabajos, los suegros; y también opinamos sobre la evolución del mundo durante estos años y el cambio de los profesores de nuestra escuela. En fin, tuvimos que eliminar ciertos capítulos de nuestras vidas porque si no nunca hubiéramos salido del restaurante.

Fueron las relaciones personales las que destacaron por encima de cualquier tema. Cada miembro vigilaba sus palabras, porque tampoco había una confianza soldada, pero sí que dijimos las típicas bromas. Todo empezó por un comentario mío:

—El secreto de mi matrimonio ha sido tener la última palabra. Ella decide algo y yo digo: «vale» —todos los de la mesa rieron.

—En mi caso no era muy diferente —empezó a hablar Alfredo—, yo mandaba y ella decidía. Hasta fue ella quien inició el proceso de divorcio.

Este último comentario fue un arsénico que intoxicó la cena, aunque África endulzó la noche.

—Vamos, no os quejéis tanto. Mi marido tiene una amante, una puta barata que se llama cerveza. Si por él fuera, estaría más con ella que conmigo.

—Y no te olvides del fútbol. Fútbol en casa para ver al Barça y fútbol los sábados por la mañana para ver jugar a los niños. Eso sí, tengo que reconocer que mi marido friega y cocina: sabe freír los huevos —todos, excepto Alfredo, volvimos a reír tras el comentario de Jessica.

—Sí, claro, queréis igualdad, pero luego nosotros tenemos que fregar y seguir arreglando el grifo o cambiando la bombilla —dijo José Manuel.

—Cualquiera diría que cada día estáis cambiando o arreglando las cosas del piso. Pero cocinar y limpiar es cada día —se defendió África con un tono más serio.

—Yo tiemblo en vacaciones porque mi mujer me ordena pintar el piso, compra muebles y los tengo que montar, se inventa cualquier trabajillo… Pero es por mi bien, para no enriquecer a los bares del barrio —dijo Pepe, ganándose nuestros aplausos.

—Y no solo por eso. Así no piensas todo el día en sexo y no tienes tiempo de mirar a las veinteañeras —dijo Jessica con gracia y causó una nueva oleada de risas, excepto de Alfredo.

—Es que vosotras pasáis de nosotros después del parto y ya se acabó la vida sexual.

—Alfredo, disminuye, es cierto, pero nuestro cuerpo es diferente al vuestro y por eso chocamos. Tenemos que entendernos y sacrificar un poco nuestro egoísmo.

—África, aquí entraríamos en una discusión perenne: ¿quién es más egoísta? —pregunté retóricamente. Me callé y miré a Ramón. En ese momento me di cuenta de que no había abierto la boca en toda la charla—. Y tú, Ramón, ¿qué opinas? Tú has dicho antes que solo has estado con una mujer, ¿no te pica la curiosidad de estar con otra?

»Yo, por ejemplo, empecé con mi mujer a los treinta y ya estaba aburrido de mi vida sexual desenfrenada, necesitaba amor y abrazos. Uno se cansa de estar cada noche hablando con muchas chicas y acabar en la cama con mis dedos como los amantes insaciables. Eso me ha dado una seguridad en mí mismo brutal, una seguridad de que no puedo dejar a mi esposa porque mis opciones del ligue son nulas. Pero quizás en tu caso la esperanza manipula tus interpretaciones de la realidad y crees que tienes opciones de una vida sexual desenfrenada.

—La verdad es que yo no me puedo quejar de mi vida sexual —respondió con una sonrisa abierta como la flor que recibe los rayos del sol por la mañana.

—¿Por qué?

—Pues, Alfredo, es verdad que hay bajones en la vida matrimonial. Nosotros tenemos cuarenta y cinco años, no somos unos chavales y tenemos que tener la sensatez de la comprensión. Después de dos partos nuestra vida sexual bajó mucho, pero con el tiempo y los detalles hemos vuelto a disfrutar el uno del otro.

—Pues yo a veces soy el que rechazo el polvo cuando noto que tiene el coño seco.

—José Manuel, yo también he vivido eso. Sé que desespera, seguramente que me he tocado tanto o más que vosotros —entonces me miró a mí—. Bueno, más que Toni no creo. Pero poco a poco, y con paciencia, reconstruimos nuestro matrimonio.

—¿Cómo? —pregunté yo, por primera vez, en un tono serio.

—Utilizamos juguetes, cremas, ceras, lo que haga falta. Nos hemos abierto a casi todo, menos al intercambio de parejas. Todo lo demás lo hemos probado. Sin prejuicios —dijo Ramón sin orgullo ni soberbia.

—¿Por el culo? —preguntó Pepe.

—Sí.

—¿Ella te ha metido el dedo en tu culo?

—Sí, Jessica.

—¿Beso blanco?

—Sí, José Manuel.

—¿Sois fetiches? —preguntó África.

—Me encanta que me masturbe con sus pies y a ella le gusta que le coma los dedos de la mano y, sobre todo, que me concentre en lamerle las uñas.

—¡Y yo que pensaba que dirías que era comerle el culo! —dije con guasa. Continué hablando—. ¿Y con todo eso nunca has pensado en ser infiel a tu mujer?

—Tuve una época de crisis, como he mencionado antes, así que no puedo decirte que nunca lo haya pensado. Pero ahora estoy cómodo con nuestra vida sexual, por eso cuando no quiere nada la respeto, y ella respeta que me acaricie porque sabe que pienso en ella.

—¿Aún piensas en ella follando o pajeándote? —preguntó sorprendido José Manuel.

—Sí, todavía nos queremos. No hablo de amor, pero sí de querer. Sobre tus comentarios de antes, Toni, eso de que tienes claro que no dejarás a tu mujer porque no te comerías ni un rosco, piensa lo siguiente: es más fácil hacerlo con más de doscientas mujeres que hacerlo con la tuya más de mil —sus palabras nos embelesaron a casi todos como un perfume suave y dulce.

La conversación se agitó como un cóctel molotov. Todos mirábamos con escepticismo a Ramón. No éramos niños y conocíamos a la perfección la vida conyugal. Pero habló con tanta seguridad, sin vacilar en ningún momento, muy calmado y con una alegría tan bondadosa que casi me hizo confiar de nuevo en la humanidad. Alfredo le pidió que no mintiera, que no dijera la típica broma que se hace en reuniones con personas a las que hace años que no ves; sus palabras estaban corrompidas por la cal de alguna frustración que yo desconocía, seguramente que se moría de envidia.

Después de la cena fuimos a beber a un pub. Ramón estaba hablando con otros compañeros, que se habían enterado por Alfredo de la relación amorosa que vivía con su mujer, y le preguntaban para descubrir si era un bicho raro o era el primero de la historia que había sabido qué tecla tocar.

Yo estaba en otro corrillo. José Manuel y África explicaban lo sucedido a Manolo, Ángel y Mónica. Al principio, estos últimos habían creído que se estaban riendo de ellos, pero los otros habían insistido tanto que acabaron por dar veracidad a la historia.

—Ramón es muy romántico —dijo Mónica.

—No, es un pervertido —respondí yo con buen humor.

—Deberíamos ponerlo a prueba —era Alfredo. Había llegado justo cuando hablaba Mónica.

—¿Cómo? —preguntó Ángel.

—Podría yo ir a tirarle los trastos. Estoy divorciada y no perdería nada.

—No es un buen plan, Mónica —dijo José Manuel sin argumentar el porqué.

Todos le dimos la razón, pero ninguno dijo el verdadero motivo: era una mujer con un cuerpo que asustaría a Ramón.

Estuvieron pensando durante varios minutos y yo intenté quitarles esa tontería de la cabeza, pero no hubo manera. Alfredo, por fin, tuvo una idea: contratar los servicios de una prostituta y ver si Ramón se resistía a los encantos de la damisela. Entre todos podríamos hacer una broma y no sería costosa económicamente. Alfredo no había hablado con raciocinio para convencerlos, pero el alcohol fue el Demóstenes que persuadió a todos ellos, excepto a mí. Yo prometí que no le diría nada a Ramón, porque había un cabrón dentro de mí que sentía curiosidad por saber si el pervertido sería fiel a su amada mujer. Reconozco que actué como un hipócrita.

Alfredo salió a la calle para llamar a un burdel para que enviara una chica. Salió solo, porque nos dijo que la llamada tenía que aparentar ser seria. Volvió a los tres minutos.

—Ya está. Vendrá una chica rubia, con un vestido rojo y el pelo recogido. Pero eso será ya en la discoteca, aquí ya no le da tiempo de llegar. Son veinte euros por cabeza.

—Has tardado muy poco en volver —le dije yo a Alfredo mientras los demás le daban el dinero.

—¿Por qué dices eso?

—No entiendo cómo demonios has conseguido el número de teléfono tan rápido.

—Da la casualidad de que ha llegado un taxista para dejar a unas chavalas y he aprovechado para preguntarle —dijo empujando a las palabras para que salieran lo más rápido posible.

—Ya —no dije nada más, pero todos entendieron mi propósito y sus miradas no dieron credibilidad a la respuesta de Alfredo. Siempre queda la posibilidad de que mi imaginación de escritor me jugara una mala pasada, aunque lo dudo.

De lo que me enteré con el tiempo, al final de esta historia contaré cómo lo hice, fue de que la artista cobraba doscientos euros. Alfredo pagaría cien euros sin que se enteraran sus cómplices. Sabía que era mucho dinero y los otros no habrían aceptado; eso frustraría sus planes y era algo que no toleraría.

La discoteca era un convento de jovencitas y jovencitos cuerdos que respetaban el vicio como un don celestial. No obstante, había allí restos de paganismo, como ocurre con los católicos que veneran a vírgenes en las procesiones. Dionisio era una de esas veneraciones en las que se había llegado al mayor éxtasis. Gracias a Dionisio y a Érebo, que nos ayudan a creer que vemos un cuerpo atlético, Eros juega con sus títeres a su voluntad. Era un escenario romántico ideal para curar la perversión de Ramón.

La rubia llegó a los pocos minutos de que nosotros lo hiciéramos. Alfredo fue a buscarla. Nos fijamos que hablaba con ella con bastante confianza, gastando bromas cuando él no era bromista. Le indicó quién era Ramón, que estaba hablando con Jessica en la barra y, por tanto, no vio a Alfredo dándole el dinero a la chica. Alfredo nos comentó, cuando volvió con nosotros, que ese dinero solo llegaba para una hora.

Ramón ciego no era y vio aquel espectacular cuerpo en toda esa oscuridad de corrupción. Tenía la cara de una niña inocente, pero la mirada de una mujer poderosa. Era un contraste que seduciría a cualquiera: joven, maduro, ajuntado, casado, separado, divorciado o viudo. Sin olvidar su cuerpo de noventa, sesenta, noventa; en otras palabras, era un cuerpo diez.

La diosa no estaba acostumbrada a entrar a los hombres y eso se notaba, porque se la veía perdida para iniciar una conversación coherente. Es lógico, una mujer como ella está acostumbrada a ser cortejada, ya sea por piropos o por billetes. No obstante, al cabo de cinco minutos, llamó la atención de Ramón cuando dijo que su novio la había dejado. Había interpretado, con acierto, que Ramón era una buena persona y que victimizándose le prestaría atención para ayudarla. Ese sería el momento de seducirlo.

Mal actriz no era, porque lloraba. De pronto, abrazó a Ramón. Lo soltó de inmediato y le pidió perdón por el atrevimiento. Lo había hecho porque veía en él a un hombre maduro y no al típico niñato aprovechador.

—Gracias. Tengo una idea, espera un momento —respondió Ramón. Se fue a buscar a Alfredo y le dijo que lo acompañase. Este se negó con tanta vehemencia que Ramón al final cedió y volvió a hablar con la chica—. ¿Ves al tipo con el que he hablado? Ese hombre ha pasado por un divorcio y seguro que te aconseja mejor que yo, pero me parece que le da vergüenza venir.

—Pero, para mí, tú eres el hombre ideal, cariño.

—No, guapa. Te aseguro que no.

—No dejes de sonreír así —dijo la rubia con una mirada que nos hechizó a todos los que curioseábamos la escena sin disimulo, pero Ramón parecía estar en otro mundo. De repente, sonó una canción de reguetón. Me encanta esta canción. Bailemos para que yo pueda olvidar mis penas.

La rubia lo dijo mientras con sus manos subía sus dos potes de silicona para aumentar el zum. Se dio la vuelta y movió sus nalgas hasta rozar la cintura de Ramón. Pero este rechazó a la joven con una calma que nos chocó a todos y le explicó que estaba casado.

—Como muchos —respondió ella.

—Tú eres una diosa, puedes tener a cualquier hombre.

—Menos a ti.

—Yo soy feliz con ella, la quiero.

—Seguro que llevas mucho con ella.

—Y lo que queda.

—Ojalá conozca a alguien como tú —dijo la hechicera hechizada.

—Amén.

Ella se fue sin mirar a nadie. Aún no había pasado la hora, pero estaba claro que Ramón no era ningún impostor, había rechazado a una mujer que pararía el mundo con su manera de caminar. Todos los burladores acabamos sin reír y fuimos a hablar con Ramón para agasajarle, excepto Alfredo. Yo fui el primero en caer rendido a sus pies.

—Eres increíble, Ramón. Antes, en la cena, pensaba que era mentira lo que habías dicho de tu vida sexual, pero si has rechazado a esa diosa —cuesta creerlo, sí, pero la has enviado a freír espárragos—, seguro que dices la verdad. Nadie en su sano juicio rechazaría a esa bendición de la naturaleza.

Unos minutos después, salimos el grupo de burladores a fumar a la calle. Alfredo quería probar a Ramón con otra broma, pero los demás nos negamos, porque no encontraríamos una mujer más bella. Así que acordamos no provocarlo más. Alfredo no puso buena cara, pero cedió.

La fiesta siguió con buen humor. Alfredo parecía más relajado y nos invitó a unas copas para celebrar el reencuentro, o eso dijo él. Dionisio y Alfredo nos hicieron la zancadilla y salimos muy borrachos del convento.

—No puedes ir con esta pea a casa, Ramón.

—¿Por qué no? Alfredo, no voy tan mal.

—No te engañes, vas fatal. Tu mujer te echará una buena bronca.

—Un poco sí.

—¿Qué propones? —pregunté yo. Sabía que Alfredo tenía otro plan.

—Vamos a un after.

—¿A cuál? —preguntó Jessica, que mostraba interés en ir.

—En la calle Balmes hay uno, podemos ir caminando.

—Por mí, sí —dijo Jessica.

—Por mí, también —dijo África.

—¿Tú quieres, Ramón?

—Deja primero que llame a mi mujer.

Alfredo lo dejó, según mi percepción, para que no descubriera su ansia porque él viniera. Así sabría qué relación tenía Ramón con su mujer.

—Hola, amor. ¿Cómo estás?… Yo muy bien… Sí, voy un poco borracho, pero nos lo estamos pasando muy bien y queremos ir a un after. Si tú estás muy preocupada no voy… Gracias, cariño… Sí, te llamaré en dos horas para que sepas que estoy bien.

Alfredo no pudo evitar gesticular su asombro al escuchar que iría con nosotros al after.

Solo fuimos Ramón, Alfredo, Jessica, África y yo. Nos despedimos de los demás con las frases empalagosas de volver a vernos lo más pronto posible. Era una discoteca menos iluminada de lo habitual, ninguno podríamos describir con acierto la pista de baile o la barra. La oscuridad de ese local no era una fiesta alegre y juvenil como en el anterior sitio. Allí se percibía un síntoma de autodestrucción de los parroquianos, es decir, se respiraba a excesos y a una muerte buscada. No me gustaba estar en esa pocilga, pero fui porque estaba convencido de que Alfredo planeaba algo. Ramón me había caído bien y no quería que le pasara nada.

Alfredo se apartó del grupo y saludó a un conocido. Yo oteé como un cazador en el bosque para saber lo que pasaba, pero había tanta gente en medio que fue imposible. Alfredo vino contento y con una chica, aunque esta no era tan guapa como la prostituta; tenía una cara de tomate aplastado y no paraba de tocarse la nariz a causa de la cocaína.

Él fue a la barra para invitar a otra ronda y la chica, para mi sorpresa, me empezó a hablar a mí. Expulsaba de su boca un hedor a vertedero que me molestó tanto que no me fijé en nada, y cuando me quise dar cuenta estábamos bebiendo una copa más gracias a Alfredo. Este se fue al lavabo con la chica y tardó en volver; por suerte, la cocainómana ya no estaba con él.

Un poco después, Ramón empezó a encontrarse mal. Decía que se estaba mareando. Salimos a la calle y nos sentamos en la esquina de la manzana. Allí vomitó y nos dijo que veía juntarse las líneas de las baldosas. Vino el guardia de seguridad. Lo que había visto no le gustó y nos ordenó, como si fuera un general y nosotros los soldados, que nos fuéramos de esa calle, porque perjudicaba la imagen del after.

Nos fuimos. Ramón se encontraba peor, veía las imágenes triplicadas, había tres Áfricas o tres de mi persona. Nos asustamos un poco, pero tampoco sabíamos lo que le pasaba. Yo no dije nada, aunque creía que la culpa era de Alfredo. Decidimos llevarlo a su casa. Como pudo, nos indicó su dirección.

De repente, sin más, parecía que se encontraba mejor. Caminaba solo y erguido como un deportista. Bromeaba como un niño y se iba corriendo por las calles, chillando que iba «a casa a hacer el amor a Maribel», su esposa. Costó controlarlo. Antes de llegar a su casa, nos dijo que quería beber una copa más en el bar que había debajo del bloque. Nos chocó por su contradicción. ¿Ya no pensaba en su mujer? Fue tan cansino que nos tomamos unas cervezas. En ese momento estábamos más tranquilos, porque parecía que se encontraba bien. Alfredo se reía mucho, más que en toda la noche, y parecía disfrutar del momento.

Ramón no paraba de hablar de Maribel y de sus hijos. Nos explicó que las únicas discusiones que habían tenido en los últimos años habían sido por los niños. Y otra vez nos sorprendió a todos: sacó el teléfono móvil y llamó a Maribel para que bajara al bar. Ella estaba preocupada y bajó en un abrir y cerrar de ojos. Cuando vio a su marido no chilló de milagro. Supo controlar la situación.

—Vamos a casa, amor. Ya no estás para beber más.

—Yo me encuentro muy bien.

—Podemos privar otra birra en tu casa, Ramón —dijo Alfredo.

—Bueeeeena… idea.

—Está bien —respondió Maribel. Sabía que era la única manera de que Ramón subiera a casa.

—Yo estoy que no puedo más y solo me he quedado por Ramón. Ya que tú has venido y vivís encima de este bar, me voy —dijo África.

—Yo también —dijo Jessica.

—Yo subo —dije yo. Creía que irme sería dejar libre a Alfredo para continuar con su broma.

Nos despedimos de África y Jessica. Subimos al piso del famoso matrimonio. Yo estaba muerto, me moría de sueño, pero sacaba fuerzas de donde fuera.

El piso era un lugar agradable. Respiré un ambiente familiar de los que se ven en las series navideñas. Los hijos no estaban, se habían ido a pasar el fin de semana al chalé de un amigo. Con la claridad del piso, pude apreciar la belleza de Maribel. Para ser una mujer de cuarenta y cinco años se conversaba bien. Sufría la violencia del tiempo como cualquier persona normal, pero se notaba que se resistía a envejecer y que hacía bastante deporte. La vi una persona coqueta por su forma de vestir y el maquillaje que la embellecía un domingo por la mañana.

—Bueno, Alfredo, vámonos. Ramón ya ha llegado a salvo a casa.

—¡No! ¡No! ¡Otra birra! Saca la cerveza para mis amigos. Os voy a enseñar dónde hago el amor con Maribel —señaló con el dedo índice el sofá, la mesa y la alfombra, hasta que Maribel agarró a ese dedo traidor.

—Toni, creo que mejor que nos quedemos un poco más, más que nada para tranquilizar a Ramón —me dijo quedamente Alfredo.

—Voy a por la cerveza para ver si a Ramón le entra sueño.

—¡Claaaaaaro que… sí! —gritó Ramón y golpeó las nalgas de Maribel.

Otra cerveza más. Todavía hoy, no me explico cómo mi cuerpo toleró tanto alcohol. Nunca más he vuelto a beber tanto, ese día me quité diez años de vida. No recuerdo exactamente la conversación, pero Alfredo reía y hablaba mucho con Maribel; no paraba de decir tonterías, pero no recuerdo cuáles eran. Cualquier frase de Maribel era bendecida por Alfredo.

Estábamos en un sofá más largo que un jugador de la NBA y acabó encharcado porque Ramón gesticulaba demasiado con los brazos. Maribel ya no tenía la misma cara de paciencia. Lo peor fue cuando acabamos esa ronda y Ramón seguía insistiendo en otra cerveza más. ¡Qué horror!

—Maribel, guapa. Ya voy yo a por las birras. No te preocupes. Supongo que en la nevera tienes más. Cuida a Ramón y yo os sirvo, siempre con tu permiso.

La mirada sádica de Alfredo es lo único que recuerdo. Sí, no tengo ninguna duda. La mirada de violador del personaje Stanley Kowalski —no me refiero a la obra de teatro, sino a la interpretación de Marlon Bando en la película Un tranvía llamado deseo—, no es nada comparada con los ojos de Alfredo. Maribel no se había fijado porque estaba preocupada por su marido, que no paraba de moverse y de decir que la quería mucho.

Bebimos otra cerveza y no aguanté más. El sueño me encadenó. No solo a mí, Ramón se quejaba de que no podía más. Yo dije que me iba a mi casa. Ramón me dijo que era lo mejor. Y ya no recuerdo nada más.

 

Desperté en el hospital. Mi mujer, Katia, estaba muy preocupada por mí. No me dijo nada. Yo le pregunté qué me había pasado. Ella empezó a llorar.

—¿Ha sido una intoxicación etílica?

—No.

—¿Entonces?

—Te han drogado para dormirte.

—¡Alfredo! —chillé sin pensarlo.

—Sí…

Katia me explicó la historia como pudo, y conseguí entenderla a pesar de la dificultad que tenía para expresarse. Alfredo, en el after, compró una droga que se llama cristal, con la intención de echar una dosis fuerte en el cubata de Ramón. Alfredo sabía que yo estaba observándolo y pidió ayuda a una conocida suya. Se ve que era un asiduo de ese local. A cambio de darle un poco de cristal, la cocainómana me tenía que distraer para que él pudiera echar la droga en la copa de Ramón. Cuando los drogadictos fueron a los servicios, ambos tomaron su dosis, pequeña comparada con la de la víctima. Por eso Ramón actuó de esa forma tan extraña. Primero su cuerpo no toleró una dosis tan alta y, horas después, le pasó el bajón.

Alfredo, cuando estábamos en casa de Ramón y Maribel, nos drogó a todos cuando fue a servir las cervezas. A Ramón y a mí un sedante, y a Maribel la GHB, en otras palabras, la droga que utilizan los violadores para bloquear a sus víctimas. Esta droga también la compró en el after.

El efecto del sedante fue rápido para nosotros dos por nuestros estados. Por lo que me dijo Katia, entre Alfredo y Maribel llevaron a la cama a Ramón. Cuando se preguntaban qué hacer conmigo, Alfredo aprovechó para abusar de Maribel. Creía que ya le habría hecho efecto la droga. No fue así, por suerte. Maribel pudo defenderse y, aunque no era una luchadora profesional, pudo deshacerse fácilmente del criminal. Lo agarró del falo y lo estranguló como si fuera su cuello; cuando Alfredo se agachó del dolor, Maribel cogió los vasos y se los tiró a la cabeza, hasta que perdió el conocimiento. Alfredo casi no tenía reflejos porque iba muy pasado.

Maribel llamó a la policía. Mientras los esperaba, fue a ver a su marido. Lo tocó, el cuerpo estaba frío, no respiraba, no tenía pulso; había fallecido de tanta droga que tenía en el cuerpo. Paro cardíaco, dijo el médico forense.

La policía llegó. Detuvieron a Alfredo y se encargaron de todos los trámites del cadáver. Alfredo fue al hospital y a las pocas horas recuperó el conocimiento. Los mossos lo interrogaron allí mismo y él, que no quiso llamar a un abogado, lo confesó todo: desde el tema del dinero del pub con la prostituta, a emborracharnos a todos para quitarnos de encima y sus crímenes. Cuando recibió el alta del médico, fue directamente a prisión.

Yo, en un principio, no me había creído lo que me contaba Katia. Siempre uno escucha que hay violadores en el mundo, pero encontrarte con uno es muy diferente que ver su cara en la televisión. La policía no pudo demostrar que Alfredo fuera un violador reincidente; él siempre lo negó, espero que sea verdad. Bastante daño causó esa noche.

Katia me habló rápidamente y luego avisó a los mossos para que me hicieran unas preguntas de rigor. Les contesté lo que viví. Me avisaron de que tendría que ir de testigo en un juicio. Yo les respondí que diría lo mismo que en ese momento y mi opinión sobre el criminal.

Estuve dos días en el hospital. Unas horas antes de que el médico me diera el alta, vino a verme Maribel. Mi sorpresa fue mayúscula.

—¿Cómo estás? —preguntó Maribel.

—Estoy bien. Siento mucho… te acompaño en el sentimiento.

—Gracias.

—Ramón era una gran persona.

—Sí —dijo. Maribel había venido para hablar de un tema, pero no se atrevía a comenzar.

—Yo… yo me siento culpable.

—¿Por qué?

—Porque sabía que Alfredo tenía alguna oscura intención, pero jamás creí que llegaría a eso.

—No es culpa tuya. Nadie podía imaginar algo así. Hay gente que no soporta que  al  vecino  le  vaya  bien  la  vida —hubo  un  silencio  que  me  chirriaba  los oídos y, al final, Maribel se atrevió a hacerme la pregunta que la torturaba—. ¿Puedes explicarme lo que pasó esa noche? Sé la versión de Alfredo, bueno, sé lo que me ha dicho el policía que ha interrogado a Alfredo. Por favor, dime cómo lo viste tú —se lo expliqué todo, sin censurar ninguna escena. Ella no reaccionó tan negativamente como yo creía—. Siempre le decía a Ramón que no hablara de nuestras intimidades, porque hay gente muy mala que no soportaría nuestra felicidad. Como cuando la gente mira mal a esa pareja joven que pasea irradiando felicidad cogidos de la mano, o se besan en el metro. Él me respondía que yo era una exagerada.

»Sé porqué Ramón se portó en la calle de una manera tan loca y gritando que me haría el amor. No es solo por la droga, sino porque es… porque era una persona muy sensible y, seguro, que notaría vuestro escepticismo. Lo entiendo, yo sería la primera en llamar fanfarrón a alguien que cuenta eso. Pues a él eso le dolería, porque él estaba orgulloso de la superación de nuestras crisis. Pero no entendía que la gente reaccionara así, no entendía que no todo el mundo era tan bueno como él. Sabía la teoría, pero la práctica no.

—Yo al principio creía que era un fantasma, a pesar de que hablaba tranquilo y con una serenidad humilde. Pero, luego, en la discoteca con la prostituta, fue cuando me di cuenta de la autenticidad de ese gran hombre.

—Gracias, Toni.

—Maribel, no nos conocemos, tu situación y la de vuestros hijos debe ser muy trágica y quiero que sepas que puedes contar con mi apoyo; si necesitas hablar con alguien o, no sé, lo que sea, da igual. Apunta mi número en tu móvil.

Ella apuntó mi número. Se despidió deseándome suerte. Nunca me llamó y yo fui tan estúpido que no le pedí su número, pero quizás yo no hubiera podido ayudarla en nada, al fin y al cabo, no nos conocíamos.

Declaré en el juicio y la vi, pero no hablamos. Alfredo fue condenando por homicidio involuntario —su abogado defensor argumentó que solo buscó dormir a Ramón y no asesinarlo—, e intento de violación. Por el primer delito le cayeron diez años, y tres y medio por el segundo.

Han pasado seis años y hasta ahora no he sido capaz de escribir esta historia. Aún pienso en Ramón, de Maribel no sé nada y Alfredo sigue en prisión. Los compañeros de E.G.B. quedaron atónitos en su día. No tengo actualmente ninguna relación con ellos, excepto con los de siempre.

Al final he podido escribir este cuento gracias a una canción. Hace semanas compré el CD Lo que aletea en nuestras cabezas, de Robe Iniesta. Escuché la canción Por ser un pervertido y pensé en mi broma a Ramón. La letra parecía estar escrita para él:

Pensaba que todo era amor.
Pensaba que solo era amor.
Lo tengo merecido
por ser un pervertido.

Y le estoy buscando explicación
y no la encuentro alrededor.
Lo tengo merecido
por ser tan primitivo.

He escuchado esta canción antes de escribir el cuento. También me ha ayudado La desgracia de Chejov y la frase que encabeza esta composición.

Perdona, Ramón, por haber tardado tanto, pero tu persona me impactó y no quería escribir una vulgar historia.

Este es mi pequeño homenaje a una gran persona.

 

Quintanilla de Tres Barrios/L`Hospitalet de Llobregat.

Miércoles 23 de agosto de 2017.

 


 

Lluís Llurba Torre nació en Barcelona (1983). Escritor con varias influencias: desde clásicos como Cervantes y Dostoievski hasta escritores actuales como Roberto Bolaño y Luis Landero. Autopublicó Federico Verano Caliente, una novela hedonista, en el 2007 con la editorial Nuevos Escritores. Estuvo varios años sin publicar nada y durante este período cambió su estilo, en sus escritos de los últimos años se nota una madurez y una riqueza literaria que faltaba en la primera obra. Publicó varios cuentos en revistas literarias digitales: Una frase en Mimeógrafo y Un mal ejemplo para los niños en Mis repoelas. En febrero de 2015 publicó Interiores en Amazon como libro electrónico. Interiores es una recopilación de cuatro relatos, que tratan sobre cuestiones sociales mezcladas con las relaciones personales de los personajes. Estos reflexionan sobre su vida en un momento de crisis personal y cambian para seguir adelante, otros, en cambio, se estrellan por su falta de autocrítica. Literaturismo es su última obra, otra recopilación de cuatro relatos. Los dos primeros no tienen diálogos y en los dos siguientes, en cambio, abundan bastante; son: «Literaturismo», «La ladrona de vidas», «Barbecho» y «El sacrificio». Todos los personajes principales son escritores, unos consolidados y otros aficionados. Estos últimos intentan publicar su obra, o aceptan que nunca lograrán ganarse la vida con la escritura. En cada trama se lee una subtrama que enriquece la historia.

Blog del autor: http://lluisllurbaescritor.blogspot.in/?m=1 ▫ Twitter: https://twitter.com/LlurbaLluis ▫ Facebook: www.facebook.com/lluis.llurbaescritor ▫ Página de Facebook: www.facebook.com/Lluís-Llurba-187115461496438/?ref=bookmarks ▫ Amazon: www.amazon.es/s?__mk_es_ES=ÅMÅŽÕÑ&url=search-alias%3Daps&field-keywords=lluís+llurba+torre&sprefix=Lluís+Ll%2Caps%2C175&crid=2CKXBKIYRJ62D

Ilustración relato: Fotografía por Rafixx / Pixabay [public domain]

 

biblioteca relato Lluís Llurba Torre

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 104 · mayo-junio de 2019

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