artículo por
Luis Méndez
L
a libertad de expresión se plantea como una cuestión resuelta. Pero en este mundo traidor no hay nada resuelto ni garantizado. Al revés, parece que entramos en un periodo de arbitrarias animadversiones, tendentes al tratamiento distinto de cosas iguales.
Parcelar la libertad de expresión es acabar con ella. Es problema similar al de la justicia: parcialmente aplicada (no juzgo a mis amigos y persigo a mis enemigos por los mismos delitos) fácilmente puede degenerar en arbitrariedad.
La libertad de expresión ya no se enfrenta a unas tijeras y brochas que eliminan caso por caso renglones indeseados: el sistema se ha simplificado: mejor hacerlo a montones, es decir, grupos de animadversiones que no necesitan ni de argumentos ni de pruebas justificativas previas: incluimos a esta dictadura en la cumbre de las democracias porque es nuestra amiga y excluimos a aquella democracia porque es nuestra enemiga. ¿Acaso hay arte más noble que el de ayudar a los amigos y sancionar a los enemigos? A esto se une el sistema de echar montañas de paja sobre las agujas (las veracidades) al modo de esos bufetes que aportan carros de expedientes innecesarios para complicar las auditorias.
La política actual ha dejado de regirse por aquello que en un principio nos desconcertaba. Inglaterra lo plasmó con toda sinceridad: no tenemos principios, tenemos intereses. Esto, que parecía inmoral, se ha degradado aún más. La justificación que representaban los intereses de la nación quedó pulverizada por el método de globalizarlo todo. ¿Acaso hay algo más noble que anteponer el mundo a la patria? Perfecto sofisma. Pero ¿quién es el mundo?
Lo que ahora se manifiesta con naturalidad ha necesitado un largo proceso de aculturización. Lo del choque de civilizaciones de Samuel Huntington no va a resultar tan peregrino. No porque sea así, sino porque así se quiere. Es la exaltación del sinsentido. Una buena prueba es la de la U.E.: no persigue una política egoísta, persigue un noble y desinteresado suicidio en beneficio ajeno. Bush hijo lo simplificó perfectamente: es una lucha entre buenos y malos (como en las cruzadas). Y los malos, ya se sabe, provocan animadversión. Lo hemos olvidado, pero es bueno recordarlo: él también distinguía entre la vieja y la nueva Europa, entre los menos buenos y los buenos. Lo que ha tenido que degradarse aquella Europa para estar a la altura de esta. No cuentan los porqué, ni falta que hace, lo importante es la animadversión. Animadversión que repite y repite hechos de unos y entierra y entierra hechos de otros. ¿Alguien habla de las hambrunas que Gran Bretaña provocó en la India, con millones de muertos, para fomentar una agricultura exportadora. Pero no, Gran Bretaña por el contrario nos provoca simpatía. Nada que objetar a pesar de su hostilidad histórica con nosotros.
La política que se está desarrollando contiene elementos prefabricados de racismo, xenofobia, integrismo religioso, belicismo (fomentado por los que nunca irán al frente), ideologismo (es decir, apartamiento del necesario realismo en la política y en la economía), generismos (que en casos obstaculizan la unión de trabajador y trabajadora y propician la imposible de millonaria bancaria con su sirvienta), nacionalismos pequeños que no soportan la hermandad con sus hermanos mayores pero que estarían dispuestos a soportar la tiranía de sus aliados grandes, indigenismos problemáticos con su propia patria y amigos de ong extranjeras que los quieren separar de ella (tenemos el antecedente histórico de Hispanoamérica o el menor de los misquitos contra la revolución en Nicaragua). Todo esto adobado con una soberbia inmadura y un masoquismo inaceptable. ¿Por qué inaceptable? Porque a sus artífices seguramente no les alcanzarán las consecuencias de lo que están provocando, y por tanto no les dolerá. Quizás esta última frase se pueda poner ya en presente. Si Volkswagen despide a X trabajadores, ningún miembro de la Comisión irá al paro.
La cuestión es que se le tiene animadversión al mundo malo porque se ha establecido así por decreto cuasi imperial. Ya lo hemos dicho: esta dictadura, sí, aquella democracia, no. Lo importante es que figure o no en la bolsa de los animadversibles. Pongamos un ejemplo enorme: el Gran Dragón que echa inversiones por la boca y al que se le reconoce un derecho de unidad territorial sólo teórico. Lo que todo país defendería en su caso (salvo España, hablamos del Sáhara y de Gibraltar), a él lo convierte en enemigo estratégico, es decir, en malo. Recordemos de nuevo a Jimmy Carter: «Desde 1979, ¿sabes cuántas veces ha estado en guerra con alguien? Ninguna. Y nosotros hemos estado en guerra todo el tiempo». ¿Son verdaderas las justificaciones contra ese dragón milenario? No: lo malo es su desarrollo (como lo era el de Europa, hasta que cayó en la trampa). La libre competencia no siempre es una razón del neoliberalismo. Esto toca la soberbia de quienes se creían elegidos por los dioses.
Es decir, trazado el círculo que separa a buenos y malos, no hay necesidad de perder tiempo con justificaciones ni tachaduras y emborronamientos: bastan montañas de paja y en casos de estiércol. Todo esto protegido por leyes que con odio combaten los delitos de odio. Humano, demasiado humano. Vulgar, demasiado vulgar. ¿Para esto civilizaciones milenarias?
En la actualidad, muchas de las denuncias que se hacen no son mentiras totales. Estamos en un mundo imperfecto en el cual a todo se le puede sacar punta. El problema es que se denuncia lo que el propio denunciante hace en mayor proporción. Pero el espectador descuidado no tendrá que esforzarse para saber quién tiene razón: todo está previamente clasificado. ¿Está entre los animadversionables? Pues todo resuelto; no importa que —según datos de Ignacio Ramonet en Le Monde Diplomatique (grupo Le Monde)— otro malo haya derrotado a la delincuencia y la inseguridad. Que su capital sea una de las ciudades más seguras. Que haya derrotado a la hiperinflación. Que en 2023 obtuviera el mayor índice de crecimiento de América y que la previsión para este año sea del 8 por ciento. Que haya conseguido el pleno empleo con subida notable de salarios e ingresos. Que el 96 por ciento de su alimentación se produzca en el país (soberanía alimentaria. ¡Ay Europa!). Que haya relanzado la producción petrolera: un millón de barriles diarios. Que haya relanzado las ayudas sociales. Que el país vuelve a tener recursos suficientes y que gran parte de ellos los invierta en programas sociales y misiones de solidaridad. Estos son los malos, y Marruecos, con sus miserias y agresividad, los buenos. No hablemos de los casos en que lo denunciado ha sido causado por el propio denunciante, lo cual, además, le procurará solvencia moral ante un mundo despistado o cínico.
A esto se le unen ingenuas creencias como que todo lo legal es justo y que la censura es la reacción legal contra lo injusto. A este tipo de mentalidad le costará creer que se puede legislar contra una supuesta mentira ajena para precisamente ocultar una mentira propia. Conspiraciones, se dirá, ignorando que todo esto tiene un efecto degenerativo muy peligroso: que la mentira, sin reacciones éticas, se convierta en la medida de las cosas.
Libertad de expresión y democracia
Decíamos que la censura de hoy no necesita ni tijeras ni brochas. Más sutil, le basta con volcar toneladas de paja sobre la aguja de oro (la información veraz) y a su vez fomentar animadversiones contra aquellos que no comulguen con ruedas de molino. Todo esto tiene un efecto degenerativo: que la mentira consentida o compartida, sin reproches morales, impregne todo el pensamiento. Amoralidad y ausencia de reflexión crítica.
En un documental inglés (reciente) sobre el desastre de la Armada española los historiadores que lo narran reconocen que muchísimos de ellos saben la realidad de lo sucedido, pero que esa mentira se mantiene porque cohesiona a la nación y fomenta la idea de invencibilidad (se ve que Boris Johnson sí la ha creído). Pero esto tiene sus peligros. ¿No puede llevar a actitudes como las del chihuahua que provoca inconscientemente al pitbull? Los españoles solemos caer en el error contrario: por un realismo excesivo aceptamos con fatalismo dictados internos y externos que no nos convienen, sin pensar que también hay bulldogs. Nunca hemos sabido jugar al contrapoder.
La cuestión es que la mayoría no ve la libertad de expresión como un elemento indispensable. ¿Para qué más información si lo que hay que saber ya está dispuesto en papel y tinta? En cierto sentido ven esa libertad como un adorno para diletantes que tratan cosas que no interesan (ni afectan) al común de los ciudadanos. ¿De qué sirve saber que lo de Isaac Peral fue un delito de alta traición, con enriquecidos huidos a EE.UU., aparte de la demostración del grado de inepcia que pueden alcanzar los gobiernos? ¿Quizás para que no vuelva a ocurrir? Peral, Sanjurjo Badía, Monturiol, De la Cierva, totalmente ignorados, mientras que Suecia y Países Bajos, nuestros amigos, se han unido para exportar sus Expeditionary C-71 y boicotear el submarino S-80 de Navantia. Doce unidades seguramente perdidas.
Sin embargo, la libertad de expresión es una pieza esencial en el reloj político. Si se la altera se descompone el resto del mecanismo. Sin ella no es posible esperar que la mayoría sepa cuáles son sus verdaderos intereses y los haga valer. Aparte de que su ausencia es una prueba evidente de que el sistema general de libertades falla.
La libertad de expresión articula al resto del sistema democrático, considerado este como un mecanismo no sólo de elección, sino también de prospección y de reflexión. Hay diversas formas de interpretar la democracia: bien como un resultado aritmético obtenido de cualquier forma para lo que sea; bien como un mecanismo de decisiones cabales basadas en previos y completos análisis colectivos. Por cierto, en la actualidad hay más libertad de información sobre lo nacional que sobre lo internacional. Cosas que se pueden decir sobre los reyes (a veces de forma improcedente) no se podrían decir sobre presidentes extranjeros. Una prueba del debilitamiento de la soberanía y de que esta ha pasado a un segundo plano.
De la libertad de expresión depende que aparezcan en el escaparate del pensamiento político todos o sólo algunos de los elementos que luego configurarán las opciones. Sin ella, o recortada, se conculcan el pluralismo y el necesario proceso (pro -para adelante- y cere -, caminar-) de contradicción de ideas. ¿Cómo elegir sin una información previa, abundante, contradictoria? ¿Cómo ignorar que nosotros y no ellos —los que decimos que mandan— somos los jueces? ¿Quién llena el 80 por ciento de las arcas públicas? ¿Quién da cuerpo a nuestra sociedad? Sin esa libertad el mundo se reduce, queda sumido en una oscuridad que se traga continentes enteros y miles de millones de seres, importante no sólo por su humanidad, sino porque forman inevitable parte de nuestro destino . Se actúa como si lo minoritario fuera el todo y la mayoría la nada. Pero la nada existe, por mucho que una libertad de expresión recortada intente ignorarla.
Sin elección entre contrarios no hay democracia, al menos así lo plantea siempre, para los demás, nuestra propaganda liberal. Nos han venido a la mente las acertadas y recientes palabras de la secretaria general de la OMC, de nacionalidad nigeriana: «Cuando negociamos con los chinos recibimos un aeropuerto, cuando negociamos con los europeos recibimos una lección». Cierto, todos sentimos lo mismo. ¿No estamos sobrados ya de teoría inaplicada?
Por cierto, atendiendo al proceso democrático culminado, para esta mentalidad liberal-humanista sólo cuenta el número de escaños. En una reducción más, el número de votos es irrelevante. Pero, ¿lo es si el número de votos y de escaños no se corresponden? Otra discusión eliminada: el sistema electoral (mayoritario o proporcional). En Gran Bretaña, por ejemplo, supuesta cuna de la democracia moderna, sorprende que un partido con nueve millones setecientos mil votos obtenga 411 escaños y otro con cuatro millones obtenga 4 (cuatro). ¿Una diferencia de 165 escaños es democráticamente justificable? ¿Cómo pesa la democracia el valor de sus ciudadanos? ¿Es irrelevante?
La abstención es otro asunto eclipsado. Antes era objeto de debate, hoy, cuando precisamente aumenta, se ha eliminado su significado. ¿No deberían estar en el parlamento «desocupando» escaños sobrevalorados?
Nadie quiere analizar por qué toda la franja de países de la Europa oriental —salvo Rumanía y Hungría, y ya se sabe qué significa el voto húngaro— ha tenido (ha sufrido) en las elecciones europeas una abstención que rondaba entre el 60 y el 70 por ciento. ¿Será un no a la belicosidad? Desde hace décadas se ignora este asunto. No votar significa quedar congelado. Las causas no interesan.
En EE.UU., democracia que vigila a las demás democracias, sus electores eligen compromisarios que a su vez elegirán al presidente de la nación. ¿No se fían de sus ciudadanos? Son elecciones indirectas en las que además, como en Gran Bretaña, la mitad más uno lo absorbe todo. ¿No deberían ser las democracias cosa de proporciones?
Y esa libertad de expresión, adulterada, ¿qué produce? No sólo destrucción de la veracidad, sino también desorganización del pensamiento. Si desaparece el sentido de lo correcto no habrá necesidad de mentir. Podemos comprobarlo en las capas más externas (popularizadas) de la cultura. Dirigida por muñecos artista (no es expresión peyorativa, sólo pretende definir algo muerto con apariencia de vida y con la finalidad de distraer de lo que debería preocupar) esa cultura superficial introduce modelos sin sedimentación. Anuladas las reglas de raciocinio que los tiempos han ido cribando habrá que pensarlo todo de nuevo y volver a tropezar en las mismas piedras. Esta es otra cuestión: como si se tratara de una pescadilla que se muerde la cola cabe preguntarse de dónde surge la legitimidad de los que se arrogan la representación y el control del pensamiento y de la expresión. ¿Del sistema democrático que tantas dudas plantea? ¿No son suficientes los escándalos que vivimos mundialmente para que se repiense todo el sistema?
¿Y qué antitribunal se puede establecer para evitar la inquisición informativa que no reproduzca lo que quiere evitar? Sólo cabe ejercitar y fomentar un alto nivel formativo y crítico (y autocrítico) en todos los niveles de la sociedad. No hay pastillas para la lucidez. Cuesta trabajo conseguirla, si es que se consigue. No obstante, si los medios se inundan de pajares, que los buenos periodistas los inunden de agujas de oro. Y que el público decida.
Luis Méndez Viñolas. Graduado en Derecho. Exfuncionario de carrera. Publicaciones en Diario Sur, de Málaga; Sol de España, época Haro Tecglen; Ideal de Granada, Revista del Ministerio de Educación; Periodistas.es; Xornal de Galicia; Nueva Tribuna; El Obrero Periódico Transversal; Rebelión; autor de El Club de los suicidas o el malestar de la conciencia (Universo de letras/ Planeta).
📭 Contactar con el autor: luis-mv-2018 [at] hotmail.com
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Ilustración artículo: Fotografía por Timi Keszthelyi, en Pexels.
Revista Almiar • n.º 136 • septiembre-octubre de 2024 • MARGEN CERO™
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Luis, hube de dejar su artículo para aplaudir en la intimidad varios de sus párrafos.
No se canse de seguir escribiendo sobre este inacabable y profundo asunto.
Siempre contará con un lector más.
Felicidades por su demostrada honradez intelectual, tan escasa, a mí parecer, en estos convulsos tiempos.
Un abrazo. Vicente.
Muchas gracias. Ante este ambiente (han abierto un museo de la felicidad que más bien es un parque de atracciones con risoterapia abrazoterapia, etc. que pone en duda si hay tanta felicidad) ya no se sabe si el anormal es uno. Un abrazo.