relato por
Lía Romero Valle
T
enía los ojos rojos. Rojos como dos rubíes brillando en la más impenetrable oscuridad, dos perlas de fuego helado derramando vida sobre su rostro. Tenía los ojos rojos y los dientes húmedos de un sabueso, pero el rostro, alargado y compungido, de un lobo gris. Se cernía sobre su cuerpo, cosiendo el aire a dentelladas, rompiendo en un parpadeo el contacto visual, hundiendo sus garras sobre su abdomen. Irradiaba una mezcla de calor y miedo, una atmósfera opaca que hacía brillar la ausencia de luz. Aeris se limitaba a observar, paralizada por el terror, desde su nido de sábanas. La mirada fija sobre la criatura, que husmeaba y la regaba con su saliva. Los músculos en tensión luchando por efectuar un mínimo movimiento, pero todo era en vano. Estaba a merced del miedo, hundida en un abismo insalvable, no era más que una gacela huyendo de la tempestad. Pero fue en ese momento, en el que cada una de sus células aullaba de pánico, cuando logró abrir los ojos, abrir los ojos a la oscuridad.
Lo primero que vio fue la mirada del gato. Sus ojos verdes bailaban con un destello felino, como riéndose en una broma privada. Aeris inhaló bruscamente, hipnotizada por la selva que sus iris susurraban, pero pronto el animal desapareció debajo de la cama, sigiloso como una polilla. Solo entonces, Aeris se permitió volver a exhalar. Gotitas de sudor perlaban su nuca, su frente y la parte alta de su espalda. La joven miró a su alrededor, encontrándose solo con un manto de oscuridad, iluminada tenuemente por la luz de la luna que se filtraba a través de la ventana entrecerrada. Sombras alargadas se proyectaban sobre la pared, temblorosas como la llama de una vela encendida. Aeris creyó distinguir en ellas el contorno de la criatura que la acechaba en sus sueños, cerniéndose sobre ella con sus colmillos de aguja y su piel lustrosa, pero todo era confuso y se desdibujaba cuando era alcanzado por la vista. Es en este momento, en el que la conciencia humana juega las peores pasadas. Las meras sombras se convierten en sigilosos espectros, y las pesadillas toman forma humana para materializarse debajo de la cama, arrastrando sus largas pisadas, arañando el suelo con las uñas, arrastrando sus cadenas sin engrasar. Es en estos momentos, cuando cada frágil sonido, el piar de un pájaro o el crujir de una rama, el susurro del viento entre las hojas o el ladrido de un perro lejano, se convierten en gemidos de espíritus que merodean en los límites del subconsciente, taladrando tus cinco sentidos hasta que el día le gana la batalla a la noche y el primer rayo de sol cae sobre tu ventana. Aeris vagaba por este páramo del terror cuando el alba estiró sus brazos sobre el cielo, y la joven pudo por fin reunir el valor suficiente para retirar las pesadas mantas y dirigirse a la habitación contigua.
Su abuela dormía plácidamente, en ese estado de paz que solo se adquiere mediante la voz de la experiencia. Aeris se arropó entre sus sábanas con olor a lavanda, suaves y cristalinas, y se encogió entre los brazos de la mujer, que murmuró algo entre dientes y la rodeó con los brazos. Solo entonces, Aeris fue capaz de dormir.
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Aeris se deslizó entre las puertas de la casa, dejándose llevar por los primeros rayos de luz, la hora dorada, su favorita para correr entre los árboles. Cuando pasó por el jardín, en donde una pequeña fresneda crecía salvaje a ambos lados de un sendero empedrado, una veloz figura negra como la noche pasó ante sus ojos, para perderse entre las ramas de un frondoso seto. Aeris escuchó el arrullo de las ramas al ser sacudidas por la presencia, que dio paso a un silencio todavía más lúgubre, uno de esos silencios en los que faltan palabras y sobran sonidos. Los zapatos de la joven golpeaban rítmicamente el camino, y Aeris casi pudo creerse que se trataba de una melodía que sonaba solo para ella, la melodía del alba.
Se perdió entre callejones, guiada solo por las sombras proyectadas por los altos muros de piedra que bordeaban las chabolas, y por el resplandor del sol en el horizonte. No fue hasta un tiempo después cuando se dio cuenta de que se encontraba en el barrio chino. Restaurantes y supermercados se hallaban allí donde alcanzaba la vista, creando un sobrecargado mosaico de colores, figuras y texturas que nunca antes había visto. Rótulos incomprensibles ocupaban cada espacio antes vacío. Aeris corrió durante largo rato, tratando de sacudirse las tinieblas del cuerpo con cada paso, zigzagueando entre locales repletos de juguetes y libros de títulos incomprensibles. Corrió hasta que olvidó a la bestia que poblaba sus sueños y la parálisis que la invadía cada noche cuando intentaba conciliarlo. Cuando regresó a su casa, el sol se alzaba alto sobre el horizonte, el tiempo se había esfumado como una mariposa y su piel estaba cubierta por una fina capa de sudor.
Sin embargo, había algo que desentonaba en el ambiente normalmente desenfadado de su hogar. Un silencio tenso e incómodo, espeso como la mantequilla, una expresión de devastación en el rostro de su madre. La mujer la miraba con los ojos desbordantes de lágrimas, gotitas incipientes que amenazaban con derramarse por sus mejillas. Y cuando habló, su voz sonaba temblorosa y tenía un punto de dolor.
—Se trata de tu abuela. El doctor… le ha dado dos semanas de vida.
. . .
A partir de ese momento, los espíritus se convirtieron en parte del día a día de Aeris. Se acostumbró a aguardarles en las noches de luna llena, a tentar al monstruo de debajo de la cama, a vigilar la puerta del armario, en búsqueda de la criatura de sus pesadillas. Se sumió en una profunda depresión, se ahogó en lágrimas ácidas, en cada rayo y en cada lluvia pesada. Se sumergió en vasos de agua en busca de un fin perfecto, lloró en silencio y poniendo la voz en el cielo, dejó pasar los días como quien ve una película, atribuyéndoles un filtro dicromático y un regusto acibarado. Se hundió en su cama como quien se hunde en arenas movedizas, se perdió en el camino directo al sol, vertió su desgracia en tinta negra sobre el papel. Dejó de comer, de dormir, comenzó a derramar noches ácidas en el humo de un cigarrillo, retorciéndose y tergiversándose en el aire, formando una lenta cascada que brotaba de su boca triste. En este estado de desamparo y aflicción, transcurrió jornada tras jornada, cayendo lentamente al ritmo de las agujas del reloj, arrastrándose moribundas al caer el sol. Los espíritus se habían materializado de la nada más atroz, danzando en su pared, dibujando tirabuzones de humo negro, bailando un vals con la desdicha. Las pesadillas se sucedían una tras otra, atrapándola entre sus garras de amianto. Arrastrándola a las tinieblas hasta que las luces se apagaban y solo pervivía el susurro de los monstruos que poblaban sus sueños. Vívidas como bestias acechando tras los árboles, jugaban con su subconsciente, zarandeándola como una muñeca de trapo, transformando sus miembros trémulos en figuras de hojalata, pendiendo de hilos de cobre, movidos por el regusto ácido de la sangre que manaba de su boca, de sus uñas destrozadas, de sus mejillas mordidas. Aeris se dejó llevar por la pena hasta que las lágrimas dibujaron surcos en sus mejillas, hasta que su voz se quebraba y rompía el hablar, la figura de su abuela se materializaba durante las noches en vela y el arrepentimiento se hundía como mil cuchillas cobre su tez.
El gato de su abuela era una sigilosa presencia constante, acechando entre las sombras de debajo de la cama, con sus ojos de un verde intenso brillando en la oscuridad, dos diamantes en bruto que parpadeaban al ritmo del latido de su corazón. Al abrir una puerta o entre las sombras que arrojaba el armario sobre el suelo, testigo de la danza de la muerte con la vida, de la silenciosa disputa en la mente de Aeris. El miedo se materializaba en los espejos, tras su figura, cuando se lavaba la cara o peinaba su cabello, colocando una mano sobre su hombro, tomándola del brazo y arrastrándola hasta ese laberinto de las pesadillas, ese que Aeris solo había conocido en las películas o en su imaginación. Sin embargo, lo más doloroso eran las noches. Esas noches de recuerdos y luna llena, que arrastraban consigo el recuerdo de su abuela que, como el tictac de un reloj roto, repetía siempre la misma nota discordante. Agujas se clavaban como púas en su corazón, espinas en el fondo de su ser.
Hasta que finalmente, el temido día llegó, y Aeris, sentada a los pies de la cama de la mujer, sostuvo con los ojos impregnados en lágrimas la mano de su abuela. Su voz había adquirido un regusto amargo mientras conversaba con ella, con un tono tembloroso que translucía parte de su desconsuelo.
—Y recuerda, pequeña, que, aunque no permanezca aquí, siempre estaré a tu lado. Hay quien dice que aquellos que se van, solo trascienden a otro plano de la existencia, desde donde cuidar a sus seres queridos mudamente. Tal vez mi destino, siempre haya sido cuidar de vosotros.
Una lagrimita se había formado en el lagrimal de Aeris, primero pequeña como una gota de rocío, después más grande, humedeciendo al caer sus mejillas, resbalando por su rostro.
—Yo no quiero que trasciendas a ninguna parte. Quiero que te quedes aquí, a mi lado, como tantas noches en vela en las que eres tú mi pequeño remanso de paz, como tantas tardes de lluvia junto al fuego, solo tú y yo. No soporto la idea de que me dejes.
La mujer llevó la mano al rostro de la joven, y suavemente acarició su mejilla.
—No me voy para siempre, querida. Este es el viaje de la vida. El círculo de la resurrección. Hoy me ves aquí, postrada en esta cama, pero mañana seré agua, seré luz de luna, podré correr directa al sol. Y tú también lo harás, llegado el momento. Y entones, estaremos juntas de nuevo.
—No puedo, no quiero. No soportaré la espera.
La anciana sonrió tristemente.
—Claro que lo harás. No tienes más que escuchar a los espíritus, hija. Ellos te guiarán. Porque los espíritus son sabios. Vård siempre estará a tu lado.
Aeris frunció el ceño, pero su abuela ya había cerrado los ojos. El agotamiento había hecho mella en su rostro, visiblemente más cansado, que mostraba unas profundas ojeras y surcos en la piel. Sostuvo su mano durante toda la noche, durmiendo a cabezadas sobre la cama de la anciana, soñando con espíritus y ánimas danzando en torno a la habitación, tomando la mano de su abuela, tirando de ella para llevársela al más allá. Y cuando la luz del nuevo día se derramó a través de la ventana, Aeris fue consciente de que ya no había vuelta atrás.
. . .
Cuando era aún pequeña, Aeris había perdido a su prima mayor. Estaba a su lado cuando el disparo golpeó su pecho, haciendo brotar un río de sangre de sus heridas. La muerte se la había llevado sin contemplaciones, sin preguntar su edad o su sexo, sin previamente avisar. Y Aeris jamás olvidaría aquella sensación, la impotencia que apuñalaba sus huesos, el dolor que había acuchillado sus entrañas, el macabro grito de la mujer resonando en sus oídos. Jamás se había perdonado por haber sido ella quien sobreviviese, por sin querer llevarse la mejor parte y permitirse perderla para siempre.
La que tuvo tras la muerte de su abuela fue una sensación similar. La lágrima constante que bailaba en su lagrimal le gritaba culpable, le susurraba que no había aprovechado lo suficiente el tiempo a su lado. Pues la vida es frágil como las hojas secas en otoño, y se desvanece cuando la intentas rozar. Para Aeris, la pérdida de la anciana fue un golpe de realidad, uno de esos eventos que dan un vuelco a tu vida y la transforman en un desgarrador eco de lo que otrora fue. Durante las noches, derramaba ríos por los ojos, y su corazón roto se aceleraba al ver por las calles el destello de una blanca cabellera o de unos ojos castaños. No le habló a nadie de su estado. Lo guardó como uno de esos secretos que valen más porque no se cuentan, que dejan de susurrarse por las esquinas por temor a que puedan volverse realidad. Durante las noches, su cuarto se convertía en el hogar de las ánimas y el corazón del miedo, la parálisis le daba la mano y las pesadillas inundaban su cabeza en un lento vaivén, como las olas del mar meciéndose en la orilla. Lloraba bajo la ducha, se encerraba en su habitación.
Hasta que un día, algo en su pecho mustio cruzó una línea insalvable, el dolor le arrancó la cordura de la cabeza y Aeris tomó la decisión más impulsiva e imprudente que pudo tomar. Movida por la desesperación y la aflicción, aguardó a que sus padres abandonasen la casa y tomó entre sus manos una sábana. En ese estado de automatización que corresponde a la despersonalización, que llega cuando el dolor es demasiado grande para soportarlo, tanto que rebosa de tu pecho, que desborda y salpica a tu alrededor, la anudó a la lámpara, que se tambaleó ligeramente, pero finalmente resistió. Cuando colocó el lazo alrededor de su garganta, solo podía pensar en acompañar a su abuela al más allá, en perderse con ella por los páramos del limbo o alcanzar el paraíso. En volver a verla. Gimió al quedarse sin oxígeno, gritó de dolor. Súbitamente, escuchó un estruendo al otro lado de la puerta cerrada con llave, un golpe seco, después otro. Voces teñidas de miedo y preocupación. Pero el reborde de su mirada ya se había comenzado a teñir de un negro frío y mortal. Su visión se volvió progresivamente más difusa, y Aeris contuvo una sonrisa, segundos antes de perder el conocimiento.
. . .
La joven se levantó del suelo, flotando en una nube ligera de humo y gas. Cuando se observó las manos, vio a su alrededor brillar un aura cristalina, pura, que rodeaba todo su cuerpo y la cubría de arriba a abajo. Miró hacia abajo, hacia su propio cuerpo que, tendido en el suelo, mostraba la palidez de un cadáver, y un ligero escalofrío recorrió su columna vertebral. De repente, escuchó un maullido amortiguado, como procedente de otra dimensión, y sus ojos se cruzaron con los del gato negro. Su corazón dio un vuelco en el pecho, al tiempo que sus ojos se anegaban en lágrimas. ¿Qué acababa de hacer?
El felino la observaba con intensidad, como si quisiera transmitirle algo mudamente, como si pudiera verla flotar en el aire rodeada de su aura de nostalgia. De repente, echó a correr, dobló la esquina y se detuvo en mitad del pasillo, girándose para observarla de nuevo. Aeris frunció el ceño y se acercó, provocando un ronroneo en el animal, que apretó de nuevo el paso, tirando de ella como si de un hilo se tratase, hipnotizándola con sus ojos verdes, conduciéndola fuera de la casa, a través del frondoso jardín y por el camino empedrado, sobre el que los pasos de Aeris flotaban como globos de helio. La joven avanzaba con el corazón en un puño y un deje de curiosidad e incertidumbre. No fue hasta veinte minutos más tarde, cuando averiguó cual era el destino del gato, dónde la estaba conduciendo. Se trataba del cementerio de la ciudad, un recinto frío y hermético, rebosante de lápidas color carbón sobre las que brillaba reflejada la luna. En algún punto del camino, se había levantado una espesa niebla, que hizo que se perdiese entre las lápidas. Caminó durante mucho tiempo, vagando entre los árboles y las placas metalizadas o grabadas en piedra, bajo la tenue luz e inhalando la fragancia de las flores, que estiraban sus pétalos hacia el cielo nocturno. Y entonces la vio.
Se trataba de la lápida de su abuela. Aeris sintió cómo se comenzaba a marear, el mundo empezó a girar alrededor de un eje, sus ojos se nublaron y la joven cayó de rodillas al suelo ante la tumba. En ese preciso momento, arreció un fuerte viento, una serie de ráfagas que sacudieron sus cabellos salvajemente. Todas las campanillas del cementerio habían comenzado a sonar, tintineando desde sus respectivas tumbas, acompañadas por un murmullo sordo que se extendió por toda el área. Aeris tenía el corazón encogido por el miedo, y solo tras inhalar profundamente se atrevió a mirar a su alrededor. Lo que vio la cautivó por completo. Decenas, cientos de espíritus se habían alzado de sus tumbas, girando a su alrededor como si de un huracán que gira en torno a su ojo se tratasen. Blancos, pálidos y translúcidos, con su belleza muerta despuntando y sus reflejos plateados, seguían una coreografía de un lado a otro del cementerio, un intrincado patrón de humo gris. Y de repente, en un suspiro y helando la sangre en sus venas, todos los espíritus se giraron para mirarla, clavando sus ojos carmesíes en ella. El suelo se abrió bajo sus pies, y Aeris cayó hacia el infinito, y mientras caía, escuchó un eco, una voz lejana que gritaba su nombre.
. . .
El piar de los pájaros, cantando a la madrugada, era audible desde la pequeña habitación en la que Aeris se despertó, rodeada de flores y sus densas fragancias inundando el ambiente. La joven apretó los párpados, cerró el puño en torno a las sábanas, como tratando de aferrarse a ellas, se arropó y giró sobre sí misma y, finalmente, abrió los ojos. Al instante, la luz que se colaba entre sus párpados se volvió más intensa y acabó por arrancarla de la pesadilla. Durante varias horas, Aeris fue alternando periodos de sueño y de vigilia, de ansiedad y descanso. La realidad se fusionó con la ficción hasta que todo cuanto veía se tornó falso y adquirió un regusto amargo. Persiguió a conejos blancos por los páramos de su subconsciente, cazó mariposas con las manos desnudas, huyó del monstruo de debajo de la escalera una y mil veces. Vivió los más fantásticos sueños, y también las más terribles pesadillas. Fue tanto y a la vez tan poco, solo una niña febril en la cama. Finalmente, fue despertada por el maullido de un gato, de un gato negro que dormitaba enroscado sobre su pecho, meciéndose suavemente al ritmo de sus respiraciones. La observaba con sus ojos selváticos, dos caleidoscopios girando sobre sí mismos, con ese destello de inteligencia que a Aeris le resultaba abrumador. El felino dio un ágil salto sobre sus patas traseras y se desvaneció, fundido con las sombras que poblaban el suelo. La joven se estremeció, inquieta. Lentamente, salió de la cama, y al descubrirse desnuda se vistió con un ligero vestido de algodón. El recuerdo del cementerio todavía seguía grabado en su lóbulo frontal, repitiéndose como un disco rayado en su cabeza.
Tras meditarlo unos segundos, se encaminó al jardín, donde esperaba recolectar algunas flores para llevárselas a su tumba. Pronto el penetrante aroma de los jazmines y las margaritas inundó sus fosas nasales, susurrando una cantinela de vitalidad y armonía. Las flores crecían salvajes por todo el seto que rodeaba la casa, como una verja de rosas y espinas, la belleza dándole la mano al dolor. La primera flor se separó de su raíz con un chasquido. Aeris recordó aquello que alguien le había dicho una vez: «Existen dos maneras de conservar una rosa: Puedes dejar que crezca y se marchite, que florezca y muera a su ritmo, o puedes hacer de su cuerpo un santuario, volverla eterna, acabando con su existencia». No estaba hablando de rosas. Sus ojos se cubrieron de lágrimas. Y entonces, al apartar la mirada del rosal, fue cuando la vio. Una pequeña puerta tallada a los pies del fresno, del fresno más grande y anciano de todo el jardín. Aeris se acercó, curiosa, y observó que estaba entreabierta, como si una criatura diminuta hubiese entrado a toda prisa, dejando un rastro detrás. Sin pensárselo dos veces, la abrió del todo, descubriendo un tortuoso túnel que zigzagueaba en la oscuridad. Al introducir la cabeza, vislumbró una luz sutil al fondo del camino. La pequeña entrada se abría a un recinto más amplio, por el que Aeris pudo arrastrarse con facilidad, y pronto se encontró al otro lado, mirando cautivada a su alrededor. Detrás de sí, se alzaba un frondoso seto con espinas en las ramas, donde la joven logró entrever la entrada por la que acababa de salir.
Sin embargo, pronto la puerta pasó a carecer de interés, y es que se encontraba en el bosque más mágico y onírico en el que jamás había estado. Una ligera neblina se había alzado, cubría sus pies y parte de sus piernas, pero no le dificultaba la visión. Los árboles eran altos y rozaban el cielo, con sus hojas de un verde intenso como coronas. Sin embargo, lo impactante eran las ánimas. Aeris buscó en vano otra palabra para describirlas, pero no logró encontrarla. Entre los árboles, descalzas sobre la hierba, alzando sus finos brazos hacia las copas de los árboles, danzaban decenas de mujeres, de figura etérea y translúcida, bellas como flores de porcelana perdidas en mitad del bosque, fundiéndose armónicamente con la vegetación. Al fondo, en el límite entre la realidad y la imaginación, en ese punto que te hace pensar que tal vez sea tu cabeza la que te está confundiendo, escuchaba una suave melodía, una dulce canción entonada por una voz melódica y tierna. Las notas brotaban como una cristalina cascada de agua, enroscándose sobre sí mismas, dibujando un paisaje cautivador, de ensueño. Aeris la siguió, serpenteando entre las ánimas, que se cruzaban, arrastrando sus túnicas blancas de algodón, en su camino. Buscó la voz como quien está sediento busca el agua, se dejó llevar por sus agudos de terciopelo, caminó largo rato, hasta que los espíritus dejaron de llamarle la atención y se convirtieron en un elemento más del paisaje surreal.
Solo al cabo de un rato, de cientos de pasos entre los árboles, llegó a un claro en el bosque. La luna se apreciaba clara y nítida sobre el horizonte opaco, proyectando sombras casi imperceptibles sobre la vegetación. Bajo el tenue resplandor, una muchacha cantaba junto a una hoguera. Estaba vestida con un manto negro, que fundía su silueta vaga con el fondo gris, y Aeris al principio pensó que se trataba de alguna criatura. Sin embargo, al acercarse pudo distinguir su rostro níveo y sus finas extremidades, moviéndose ágilmente bajo las gruesas vestiduras. Aeris contempló largamente sus rasgos esculpidos, sus ojos rasgados y sus pómulos de porcelana. Sus labios rosados y el verde de sus ojos, que centelleaba como un faro. Tenía una presencia casi mística, la fragilidad de un ave y la confianza de un puma, cantando su balada a las estrellas. Se trataba de una nana triste, pronunciada en un dialecto que Aeris jamás había escuchado. Las palabras se anudaban las unas con las otras, se solapaban y se volvían a separar, creando un arcoíris de tonalidades, evocando escenas lejanas que atravesaron la mente de Aeris de manera fugaz, como estrellas caídas. El dialecto tenía algo de nórdico, un regusto tribal y antiguo cuyo origen no había podido discernir. Sin embargo, un susurro vago retumbaba en el fondo de su cabeza, y la joven se dio cuenta de que entendía la letra como si de su idioma materno se tratase. Cantaba a un amor marchito, desaparecido en la guerra años atrás. Clamaba a la luna por su piedad, por su protección y su paz. Se fundía con los árboles en un abrazo invernal. Aeris, extasiada por su melodía, aguardaba detrás de un matorral, casi temerosa de contemplar aquella belleza prohibida. Y entonces, con una voz suave y sedosa, sedienta de arte, la muchacha interrumpió su canción, y habló.
—La vida y la muerte no son, si te paras a pensarlo, más que dos caras de una misma moneda. Las dos máscaras de un danzarín que baila con destreza el baile de la vida. Existir, dejar de existir. Al final todo se reduce a eso. Fragmentos de tiempo suspendidos en el aire. Ah, pero el tiempo… El tiempo debería ser tu verdadero enemigo. Debería ser el objeto de tus pesadillas y el monstruo de debajo de tu cama. El tiempo, marchita las flores y corrompe los metales. El tiempo mata, por eso debes aprovecharlo. Y tú, querida, sabes eso tan bien como yo.
Mientras hablaba, la muchacha se había dado la vuelta, para mirar directamente al lugar en el que Aeris se encontraba, bañada por las sombras. No aguardó a su respuesta, sino que se levantó y, prosiguiendo su canto, desapareció detrás de un árbol. Aeris se acercó lentamente al lugar, con las palabras de la muchacha bailando todavía en la cabeza. Se sentó junto a la hoguera, cuyo rítmico crepitar resonaba en la nada que circundaba al claro. Y allí, sentada en el mismo lugar que la aparición había abandonado segundos atrás, fue cuando vio el árbol. Se alzaba alto e imponente frente a sus ojos, un fresno milenario de hojas doradas y brillantes. Su tronco, cubierto de hendiduras y recovecos, estaba dividido verticalmente a la mitad. La de la izquierda estaba muerta, era negra y lúgubre, y sus ramas desnudas hendían el aire como cuchillos. Entre sus hojas habitaban cuervos y buitres, que volaban alrededor arrojando al aire sus graznidos, augurando un mal presagio. Sin embargo, la mitad de la derecha desprendía vida y vitalidad. De hojas lustrosas y centelleantes como las estrellitas que arrojaban luz sobre ellas, anidaban en él águilas y palomas, revoloteando sin rumbo fijo en la noche.
«Algún día te encontrarás ante el árbol de la vida. Confío en que, llegado el momento, realices la elección adecuada». Las palabras de su abuela atravesaron su cabeza como dardos impregnados de veneno. El simple recuerdo de la anciana hizo que una lágrima brotara del lagrimal de Aeris, tibia y transparente, y cayera sobre la tierra humedecida por las lluvias torrenciales. En ese momento, un maullido conocido la sacó de su ensoñación. Alzó la cabeza, para toparte con los ojos titubeantes del gato negro, que la contemplaba junto a un matorral. «El árbol de la vida». Aeris se levantó y se dirigió hacia el tronco, hacia la hendidura que separaba ambas mitades, donde se fusionaba la muerte con la vida y todo se volvía vago y difuso. En el suelo, junto al árbol, yacían dos frutos. Uno era negro y redondo, con su par de hojitas rojo sangre. El otro era más alargado, como una piña, y dorado como el sol. Aeris titubeó unos instantes, y finalmente escogió el fruto dorado. Se lo llevó a la boca, y ante de morderlo vislumbró la mirada aprobadora del felino, que se desvaneció entre las hojas.
Aeris se despertó en su cama, envuelta en finas mantas de algodón. Al instante, un tenue resplandor cegó su mirada cansada y, al sentir una opresión a sus pies, se irguió para observar a la mujer que la contemplaba en silencio. Su corazón dio un salto en el pecho al ver el rostro afable y cubierto de arrugas de su abuela. La anciana sonreía, envuelta en ese lejano halo que envuelve todos los sueños. Cuando habló, sostenía la mano de Aeris firmemente entre las suyas, y tenía una voz que la joven no había escuchado nunca.
—Has hecho la elección correcta. Ahora cuida tu tiempo, no dejes que los buitres lo corrompan.
Aeris sintió cómo inmediatamente los ojos se le inundaban en lágrimas.
—No quiero que te vayas.
La anciana sonrió con ternura.
—No me iré. Mi tiempo aquí ya se ha acabado, pero estaré en el bosque de los espíritus, donde danzan las ánimas, velando por la tuya, creyendo fervientemente que seguirá adelante.
La mujer había comenzado a despedir un brillo más tenue, como apagándose, y Aeris apretó con fuerza su mano.
—No puedo seguir sin ti. Eres mi mejor amiga, mi otra madre, la luz de mis pesadillas.
—Tus pesadillas son tus amigas. Están ahí para guardarte durante la noche, si tú se lo permites. Ellas, al igual que tú, se sienten solas. No las rechaces, sino acéptalas como aceptas a esa parte de ti que no acaba por gustarte.
Aeris la miró, sin saber qué responder, a medida que el brillo que emitía su abuela se hacía más y más suave.
—Ahora, Aeris, debo despedirme de ti. Esto es un adiós, de momento. Espero que obtengas todo lo que te mereces. Estoy segura de que lo harás.
Y, tras estas palabras, sin dar siquiera tiempo a la muchacha para despedirse, se desvaneció sin emitir un solo sonido.
Aquella noche, Aeris convivió con sus pesadillas. Pero no escondida debajo de las sábanas, como acostumbraba a hacer, sino de pie, ofreciéndoles la mano y guiándolas por el bosque de los espíritus hasta el árbol, hasta la vida, hasta la luz. Pronto salió el sol, y disipó todos sus miedos. Y Aeris se dio cuenta de que las pesadillas que siempre habían estado debajo de su cama, se encontraban realmente en su cabeza, y solo ella podía dictar cuando debían salir.
«Mi nombre es Lía Romero. Nacida en 2003 (Gijón, España), y estudiante de segundo año de Lengua y Literatura, soy una persona con un gran interés en las artes y la literatura. En 2017 resulté ganadora del Premio Jóvenes Talentos de Coca-Cola, que me permitió acceder a varios cursos de formación en ese ámbito. Además, en el año 2022 publiqué mi primer libro, Metanoia, un escrito en prosa poética que versa sobre las dificultades de una vida como paciente de salud mental. En esta obra, Donde danzan las ánimas, exploro temas como la muerte, la pérdida de un ser querido y el malestar emocional, todo desde un realismo mágico».
Ilustración relato: Imagen realizada mediante técnicas de IA.
👀 TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)
El espejo, por Emilse Zorzut. En Margen Cero (Biblioteca de relatos, 2005) |
De plumas malditas, por Rubis M. Camacho Velásquez. En Margen Cero (Certamen de relatos «La barca de la cultura», 2005) |
El revólver, por Víctor Montoya. En Margen Cero («Cuentalia», 2002) |
Revista Almiar · n.º 137 · noviembre-diciembre de 2024 · 👨💻 PmmC · MARGEN CERO™
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