relato por
Ëlke Tejedi
J
uani y yo nos conocimos el primer día de la universidad. Los dos empezábamos la carrera con un año de retraso, por razones diferentes, y desde aquel día hicimos todo juntos: nos matriculamos, estudiábamos, rendíamos exámenes, hacíamos trabajos de grupo, todo juntos. Juntos fuimos a la sesión de información sobre las maestrías en el extranjero, llenamos los formularios de los trámites y solicitamos las mismas becas (él recibió dos, yo ninguna). Fuimos juntos, también, a informarnos por los visados en el consulado. Era una colaboración tan divertida como productiva.
Juani era el hermano que nunca tuve. Yo era el hermano que él hubiera preferido haber tenido. Tuvimos vidas muy diferentes, pero tenemos algo en común: a ninguno nos gusta mucho la familia que le ha tocado. Incluso el hecho de que ninguno de los dos quisiera que el otro conociera a su familia parecía unirnos. Nunca hablamos del tema. Bastaba con saber que al otro no le interesaba meter a los amigos en su espacio familiar para no querer saber, mucho menos preguntar, por qué. Saber que el otro no necesitaba ni quería indagar nos unía más, incluso, que el sentirnos comprendidos y acompañados. También, quizá, porque cierto grado de desconocimiento ayuda a proteger a las amistades.
Llegamos a la Facultad de Economía por razones y caminos distintos. Cuando empezamos, yo era —sin saberlo— un liberal clásico, y Juani era —por convicción y compromiso— un marxista ortodoxo. Con el tiempo fuimos acercándonos el uno al otro: yo ahora soy más bien keynesiano, él es gramsciano y heterodoxo. Es decir: yo me desplacé hacia el centro, y él se hizo menos dialéctico y más dialógico. Yo antes me declaraba apolítico, y ahora me considero socialdemócrata.
Juani me dijo que «solo los (neo) liberales más ignorantes [somos] capaces de creer[nos] la locura de que alguien puede ser a – o postideológico», y que «en todo caso, ser[emos] postintelectuales que [nos] jact[amos] de [nuestra] propia ignorancia». Y ahí fue cuando empezamos a hacernos amigos. Yo fui la única persona en la clase que no se escandalizó ni se ofendió. Debo haber sido el único que no se lo tomó a pecho al darse por aludido (quizá porque a más de uno no le daba el seso para darse por aludido). Me gustó que me hiciera reírme de mí mismo.
Yo me había matriculado en la Facultad de Economía en cuanto terminé el secundario y me dieron los resultados de los exámenes de ingreso. Siempre había querido estudiar Economía. Al principio, porque pensaba que era una manera de entender el dinero y de hacerse rico, que en mi familia es el oficio tradicional de los hombres, sin importar sus carreras. Con el tiempo, empezó a interesarme más hacer una carrera académica y dedicarme a la investigación, quizá incluso en el extranjero.
Pero poco antes de que empezaran las clases, mi viejo se fue durante un año a trabajar en la central de su empresa en Estados Unidos, y yo aproveché para ir con él y estudiar inglés. A pesar de que no me lleve muy bien con él, fue una oportunidad que no podía dejar pasar. Por eso empecé la carrera un año después de lo previsto.
La situación de Juani fue totalmente opuesta a la mía.
Su familia es muy humilde. Dice él que, si pudo terminar la secundaria y plantearse ir a la universidad, fue porque su hermano mayor dejó los estudios para trabajar, y le dedicó gran parte de sus ingresos a asegurarse de que Juani no tuviese que hacer lo mismo. Se hizo cargo de todos los gastos escolares que sus padres no podían asumir. Eso a Juani lo marcó mucho.
Desde chico, desarrolló un sentido de la responsabilidad muy fuerte. Con once años, cuando la mayoría de los chicos no tienen ninguna perspectiva de lo que puede implicar su rendimiento escolar a largo plazo, Juani empezó a estudiar como un animal. Con quince años, participaba en todo lo que podía: torneos de ajedrez, certámenes literarios, proyectos de cívica premiados por el gobierno de la ciudad… en todo se metía y en todo tenía como mínimo una mención especial. De más está decir que fue abanderado todo quinto año.
Cuando nos conocimos, Juani estaba muy por encima de nuestros compañeros, incluso de otros troskos (léase: adolescentes con un intelecto y un sentido del compromiso social hipertrofiados) como él.
Como tantos adolescentes que no tienen nada mejor que hacer y caen en la intelectualidad, sin guías ni programas para orientarse, Juani iba a buscar obras fundamentales mencionadas en algunas de sus lecturas de introducción a ciertos temas. Y así terminó leyendo el Manifiesto comunista, y de ahí a Lenin, Gramsci, Trotski, y todo lo que se encontrara a su alcance relacionado con la política y la Revolución con r mayúscula. Con dieciséis años, en unas vacaciones de verano, fagocitó los tres libros de El Capital. Ahí decidió que se iba a dedicar a la economía. Pensaba que, junto con el arte, la economía es la única manera de poder comprender verdaderamente la realidad en la que vivimos, y que por ende era la única vía de formación personal y profesional para quien quiera empezar a cambiarla. (Según Juani, el estilo de vida de cada persona es una manifestación de su ideología. Por eso, dice, el individuo consciente de sí mismo asume su propia ideología, y el sujeto comprometido consigo mismo debe hacer de ella un estilo de vida: dice que para él «No hay vida fuera de ella» —es decir, de la ideología—, y que él «[tiene] que forjar cada día [su] espíritu». En fin… ideas suyas).
Él también había tenido que trabajar, junto con su hermano, en un taller mecánico del centro, para poder comprarse una computadora y ahorrar para la carrera. Había ahorrado todo el dinero de los premios y las becas que se había ido ganando para poder ir a la universidad sin que su familia tuviera que desembolsar nada, pero había perdido gran parte del valor de los primeros años de ahorros con la crisis, la devaluación y la subsecuente inflación. Por eso se puso a trabajar seis días a la semana. Pero eso no lo desanimó. Todo lo contrario: lo convenció aún más de la validez de su perspectiva revolucionaria, de sus ambiciones, y del propósito que le había encontrado a su vida. Mientras trabajaba, adelantaba lecturas de los programas de estudios de las clases que tomaría al empezar la carrera. Se pasaba los almuerzos y los días libres en la biblioteca, escribiendo resúmenes a mano para prepararse para exámenes y trabajos prácticos que no tendría que hacer hasta el año siguiente.
* * * *
Juani nunca me contó todo lo que había trabajado. Fue su hermano, Ezequiel, quien me lo dijo una vez que lo conocí, sorprendido de que yo no lo supiera ya.
Bajo la estricta condición de que no hablase demasiado y que no le preguntase nada sobre la vida en casa, Juani me había dejado acompañarlo al taller para llevarle a su hermano el almuerzo que se había olvidado al salir por la mañana. No lo encontré extraño, porque yo tampoco quería exponer a mis amistades a mi ámbito familiar. Pero cuando conocí a Ezequiel me di cuenta de que Juani era menos «humilde» en términos de dinero que en términos de modestia respecto de sus logros y sus capacidades.
Debo admitir que, recién cuando comprendí cómo esos aspectos de la vida de Juani habían determinado su perspectiva, yo mismo empecé a madurar un poco intelectual e ideológicamente. Siempre había dudado del dogma de «querer es poder» que mi padre y mis abuelos profesaban como yanquis, y que en Estados Unidos tenía más peso en el pensamiento económico y moral que las teorías de Adam Smith y la Biblia. Pero conocer a Juani me hizo descreer por completo de ese mantra. En la trayectoria de Juani vi la evidencia más clara de que la libertad del ser humano para aprender y pensar y tener una vida intelectual depende totalmente de cuán liberado está de sus necesidades materiales más elementales.
Me acuerdo de que cuando le dije a Juani que había empezado a entender ese aspecto del determinismo económico marxista, él me dijo: «Eso no tiene nada de Marx. Eso es Aristóteles puro y duro». Y lo dijo tan casualmente, que no me hizo falta comprobar si era cierto.
Pero nunca he llegado a estar del todo de acuerdo con Juani. Porque donde él ve una urgencia revolucionaria, yo veo la necesidad de que el cambio se dé progresivamente y dentro del marco económico existente.
Juani insinuó varias veces, sin nunca echármelo en cara, que esa forma de ver las cosas es un lujo que me puedo dar yo porque mis necesidades materiales básicas siempre han estado satisfechas. Para alguien que ha pasado frío o hambre, decía, es más fácil comprender la urgencia y la inmediatez de la necesidad de cambio. Eso me gustaba mucho de Juani: que esas cosas siempre las decía bien.
Si algo aprendí de nuestros diálogos, es que nuestras diferencias ideológicas radicaban en aspectos fundamentales del carácter de cada uno. Creo que, en gran medida, nuestras personalidades determinan las teorías que estamos (o no) dispuestos a aceptar.
* * * *
Cuando ya cantábamos victoria porque las becas de Juani resolvían, al menos en parte, la cuestión económica, surgió otro impedimento, quizá menos difícil de superar pero igual de problemático.
Había un pequeño gran detalle por el cual yo no me había preocupado (porque no necesitaba preocuparme) y que Juani pensó que no sería de mayor importancia. Era el tema del inglés.
Resultó ser que, entre que nos presentamos al programa y que nos aceptó una universidad española (la única que nos aceptó a los dos juntos), entró en vigor un reglamento que hacía obligatorio tener un nivel mínimo de inglés acreditado para acceder a las maestrías de Economía y Finanzas. Aunque no hubiéramos tenido que presentar una prueba de nivel de lengua a la hora de enviar nuestras candidaturas ni de pedir las becas, sí íbamos a tener que entregar los certificados cuando fuésemos a matricularnos.
Yo, por suerte, ya había hecho un par de esos exámenes, y el último seguía siendo válido. Pero Juani no había hecho uno en su vida. Para colmo, no había abierto un libro de inglés desde la secundaria. Aunque era muy aficionado a varios autores ingleses o estadounidenses —incluso indios y sudafricanos—, nunca había tenido ningún interés por aprender la lengua. Acaso leía algún texto con la ayuda de un diccionario bilingüe, cuando los estudios lo habían puesto entre la espada y la pared, y si se trataba de un tema que conociera de antemano lo hacía más o menos de corrido.
En cualquier caso, en cuanto vimos que el tema del inglés iba a ser un problema, intenté buscar una solución y ayudarlo como pudiera.
Un día, estábamos tomando un café en un bar, y se notaba que Juani estaba preocupado pero no sabía cómo (o no quería) sacar el tema.
—Juancho —le dije— no te preocupes por esto del inglés. Vas a ver que tiene solución.
—No, si no me preocupo por lo del inglés —dijo él, haciéndose el desinteresado—. La cuestión ya está resuelta. No me voy, y listo. Haré la maestría acá. Yo no quiero estudiar inglés.
Yo me quedé anonadado un momento. Le pregunté: —¿Pero cómo que no vas a ir a España? No puede ser que te pierdas esta experiencia por semejante tontería. Es algo que podés hacer sin ningún problema, si te ponés las pilas.
—A mí nunca me ha interesado el inglés. En la escuela aprobaba la materia porque no me quedaba otra. Ahora puedo leer algo, pero hasta ahí nomás. No tengo el nivel para esos exámenes. Ni pienso dedicarle tiempo y dinero que no me sobran para matarme estudiando, si igual no tendría el resultado que piden. Es una pena, pero no es el fin del mundo. En serio, no pasa nada.
—Mirá —empecé a hacer la presentación que había ensayado mentalmente en el camino de mi casa al bar—, estos exámenes en realidad no están hechos para medir tu nivel de inglés. Están hechos para medir tu capacidad de hacer el examen, ¿entendés? Están pensados para que tengas que pagar el curso de preparación y el manual de ejercicios y la matrícula del examen. Un nativo también tendría que prepararse para sacar una nota de «avanzado» o lo que sea. Lo mismo nosotros si hiciésemos el examen de castellano.
—Peor me lo ponés, entonces —me interrumpió—. Es una estafa para que la gente pague para poder demostrar que sabe lo que sabe. Y encima, no miden tu rendimiento real. Visto así, lo que se evalúa es que tengas los recursos económicos y el tiempo necesarios.
—Y, sí, la verdad que es una mierda. Aristóteles no deja de tener razón —yo quería que entendiera que tampoco era tan ingenuo, porque además de estar de acuerdo con él, quería que confiase en mi criterio. Seguí adelante, para no perder el impulso—, pero para vos no tendría que ser ningún problema. Mirá: yo tengo los manuales y los cuadernos de ejercicios. Y vos sos más que capaz para estas cosas, incluso con poco tiempo para prepararte. Hagamos esto: yo te ayudo todos los días, de acá a dos meses. Si podés hacer la prueba, la hacés, y si no, esperamos un mes más y la hacés ahí. Igual, si te sale mal la primera, vas a saber qué te espera en la segunda. ¿Qué te parece? —y me quedé mirándolo, con una sonrisa entre entusiasmada y ansiosa, esperando ver que se contagiara de mi motivación.
Su respuesta fue tan inesperada como descolocadora:
—Pero vos estás totalmente en pedo, hermano —parecía insultado—. Mirá que yo voy a gastar tanta guita en un disparate que ni siquiera me interesa.
—Tampoco es para tanto, che —insistí. Yo pensaba que si lograba convencerlo de que el proyecto era factible, la cuestión económica tendría solución—. No te ofrezco la plata para pagar el examen porque sé que no la aceptarías. Pensalo como un gasto más del viaje que cubren las becas…
—No me estás entendiendo —me cortó—. A mí no me preocupa hacer bien o mal el examen. Tampoco me importa la cantidad de dinero que haya que pagar. Es una cuestión de principios, ¿entendés? Me jode tener que pagar para que un instituto yanki se beneficie del hecho de que yo tenga que demostrar cierta capacidad de comunicarme en un idioma en el que ni siquiera voy a estudiar.
—¿No te parece que, dentro de todo, es una tontería menor? Y por esa tontería te perderías una oportunidad de hacer algo que te aportaría mucho más de lo que ese examen te exige. ¿Por qué no lo pensás como una inversión?
Juani pareció irritarse aún más. Tensó la mandíbula, inspiró largo y hondo por la nariz, expiró lentamente, y dejó caer los hombros para distenderse. Me miró fijo y me dijo: —Te digo que es una cuestión de principios. Es una decisión que tomé hace mucho, cuando leí a Nebrija.
En ese preciso instante, supe que me estaba adentrando en terreno patinoso, hacia el centro de un lago congelado. Pero estaba dispuesto a tragarme el sermón que se divisaba sobre el horizonte. Decidí dejar al descubierto mi ignorancia y le contesté sin más: —No, no sé qué es eso.
—Nebrija —empezó Juani, con la actitud que asumía cuando daba por sentado que se entendía que lo que estaba por argumentar era lo último que podía decirse sobre el tema—, le dedicó la primera gramática de la lengua castellana a Isabel la Católica. Y empezó la dedicatoria diciendo que la lengua es compañera del imperio, y que así como crecen juntos, también caen juntos. No era por nada eso, ¿entendés?
Quería decirle que no entendía una mierda, pero me contuve.
—Nebrija era un agente de un imperio naciente y si para algo sirve es para identificar a cualquier otro cipayo intelectual que se vende al servicio ideológico del imperialismo, no por ganancias materiales, pero porque se identifica con su causa y su ideología. Lo de la caída de la lengua con el imperio es la clave que nos deja el padre del imperialismo cultural moderno para salvaguardar la subjetividad del propio individuo periférico, cuando la revolución armada y el cambio de las bases de producción económica no son posibles dentro del horizonte histórico inmediato. ¿Ahora entendés?
—No, te entiendo menos que antes, hermano —le contesté. A esta altura ya daba por perdida la causa, pero quería saber hasta dónde llegaba el razonamiento por el cual Juani estaba dispuesto a sacrificar sus ambiciones en nombre de un compromiso ideológico cuya lógica me eludía por completo.
—Pensalo bien: el mayor triunfo del imperialismo yanki no es haber penetrado todos los mercados del mundo sin que se le pueda oponer resistencia alguna. ¡No!: es que hoy en día consumimos más cultura yanki que argentina o latinoamericana, o incluso que española o europea. Miramos riálitis diseñados para un público yanki, con formatos importados por cadenas nacionales que les pagan a los medios del imperialismo yanki para poder emitir acá con presentadores locales. Comemos hamburguesas producidas en cadenas teiloristas de comida rápida yankis, aunque ya tengamos una cultura culinaria carnófila muy superior a la de ellos. Tomamos, en un país donde la diabetes afecta a casi el diez por ciento de la población, gaseosas cargadas de azúcar y vaya uno a saber qué otras mierdas, que, para colmo, son producidas por una multinacional yanki que en algunos países latinoamericanos practica la desaparición forzada de sindicalistas por parte de fuerzas paramilitares. ¿No es una ironía muy triste eso? Y, como si todo eso fuera poco, además de perder el tiempo enterándonos de las vidas miserables de nuestras celébritis nacionales, seguimos los cuernos y la drogadicción de famosos de la farándula yanki, y deseamos que algún día nuestros propios famosetes de segunda reciban el mismo nivel de cobertura y reconocimiento internacional que los de ellos, como si eso reflejara nuestros méritos culturales en el plano internacional. Y así, hasta que ya desde chicos se nos enseña que lo que marca el estatus y la buena educación de una persona no es lo bien que hable y se exprese en su propio idioma, ni cuánto conozca la realidad y la historia de su país. Y poco a poco, cada uno se va negando a sí mismo, hasta que todo el país termina negando lo que somos todos, incluso los que no nos entregamos como un sacrificio voluntario al desarrollo que nos venden desde afuera, y a partir de ahí ya podemos olvidarnos del desarrollo del país, porque no somos capaces de construir un futuro, porque ya no somos nada, y es imposible construir algo desde la negación.
»Y yo no podré levantarme en armas contra un Estado colaboracionista, pero puedo combatir al imperio defendiéndome de su invasión de mi identidad, y eso empieza por la lengua. Y si más gente hiciera lo que hago yo, en un mundo ideal, quizá en lugar de que la lengua cayera con su imperio, el imperio caería con su lengua. Y aunque yo sé que eso no va a pasar, al menos en mi fuero interno, dentro del poco espacio liberado que representa mi subjetividad, yo mismo puedo ser un pequeño foco de insurrección identitaria. Y eso para mí vale mucho más que un año de estudio en el extranjero.
»Así que no, no pienso estudiar inglés. Eso sería someter voluntariamente la constitución lingüístico – dialéctica de mi propia subjetividad al poder del imperialismo yanqui. Y, encima, ¡pretendés que lo haga para estudiar en España! No me digas que no es el colmo de la capitulación total del sujeto subalterno frente al Imperialismo con i mayúscula, última etapa del desarrollo del capitalismo global. Así que sori, gordi, pero es tú-mach.
¿Qué podía decirle yo? Parecía tener razón. Y, aunque no la hubiese tenido, siempre que él pensase que la tenía no habría manera de convencerlo de nada. Ni de plantearle el más mínimo argumento, por muy racional que fuese. Así que intenté hablarle en sus propios términos: —Pero Juani, pensá en lo que esto significaría. La experiencia de vivir afuera, de ser testigo de cómo un centro del capitalismo emplea la plusvalía extraída de la periferia. Y, encima, en la antigua metrópolis colonial. Es parte de tu formación, ¡de tu sueño revolucionario!
No estaba preparado para la reacción de Juani. Me podría haber esperado cualquier contraargumento dialógico (o dialéctico, o lo que fuese). Pero no podía imaginar que iba a reaccionar como hizo.
—No puede ser que seas tan imbécil —se indignó, como nunca, conmigo—. ¿No te das cuenta de que eso de que hay que tener un sueño, de que hay que matarse trabajando para seguir un sueño1 y dejarlo todo de lado para que ese sueño se haga realidad es la mierda más mierda que los yankis se inventaron para someter a su propio proletariado y hacerlos creer en algo, para que no se den cuenta de su propia alienación y que no cuestionen nunca la hegemonía de su oligarquía nacional? Y se lo venden al resto del mundo, y lo que es peor: el resto del mundo se lo compra —por imbécil, como vos— a un precio altísimo, más alto incluso de que el que piden por ese sueño americano de mierda. Y encima, como si no fuese poco ir por ahí como imbéciles, pagando por sus sueños con sus vidas, encima van y se ponen a aprender inglés, a dedicarle el poco tiempo libre que tienen, para ver si así pueden irse a estudiar a una universidad de allá, para aprender de los mismos intelectuales mercenarios que producen las teorías económicas y culturales de la dominación y del neocolonialismo, pensando que es mejor que aprenderlas de los cipayos de acá, aunque sean la misma mierda. Y después lo único que van a hacer, cuando vuelvan, con todo ese inglés, es leer el manual de instrucciones de la lap-top en inglés y tener la pantallita y los programas en inglés, y trabajar en inglés en sus propias casas, y hacerse los que hablan en inglés con sus amigos, hasta que terminan medio pensando en inglés, y ahí se dan por satisfechos, y por cultos, y por gente progresista y educada que se merece lo que tiene porque alguna vez, hace mucho, cedió sin saber que estaba cediendo, ni qué estaba cediendo, y se puso a estudiar inglés como imbécil que es. Pero yo no. Yo, por esa mierda, no caigo. Y no me sorprende que vos sí. Y aunque me des pena, igual no quiero estar tomándome un café con alguien como vos, ni mucho menos viajar hasta Europa para estudiar con vos y vivir en un departamento lleno de burguesitos tercermundistas semicoloniales imbéciles. Si eso, me ahorro el viaje y me mudo a Barrio Norte. Y ya está. ¡Chau!
Y con un gesto brusco, se levantó, dejó el dinero de su café en la mesa, y se fue caminando atropelladamente del bar.
Fue la primera vez que una discusión entre Juani y yo terminaba mal. Fue la única vez que sus diatribas anticapitalistas habían ido dirigidas contra mi persona y contra las decisiones que yo había tomado en mi vida. Nunca antes había recurrido a la insinuación o al insulto, ni siquiera en discusiones con algunos de nuestros compañeros a los que a mí mismo me costaba tolerar por ignorantes y reaccionarios.
Pedí la cuenta, pagué y me fui a mi casa. Estaba desconcertado y nervioso, pero más que nada, estaba triste.
* * * *
Estuve dos semanas sin noticias de Juani. Al principio, pensé que debía llamarlo y pedirle disculpas. Hasta que me di cuenta de que el desubicado había sido él.
Me costó entenderlo, porque Juani había parecido tan indignado e insultado por mis sugerencias, que había logrado que yo me sintiera responsable por el tono hostil que él había tomado. Pero después me di cuenta de que se había sulfurado solo, y que me había convertido a mí en el blanco del desquite de una frustración de la que yo no estaba al corriente. Así que se me fueron las ganas de verlo para pedirle perdón. Y eso fue peor, porque mi desconcierto se fue convirtiendo en una necesidad de saber qué fue exactamente lo que le había hecho perder las riendas. Fue por eso que, a los catorce días, decidí romper nuestro acuerdo tácito y fui al taller donde trabajaba su hermano para preguntarle cómo llegar a su casa.
—Está un poco lejos —me dijo Ezequiel—. Mejor vení acá cuando yo salga a las siete y te llevo. Después podés volver vos en colectivo.
La casa de Juani estaba en Barracas, casi saliendo a la provincia. Ezequiel estacionó su Peugeot de cuarta mano delante de una puerta entre dos casas. Mientras bajaba y pisaba el asfalto, me di cuenta de lo poco que conocía yo la ciudad; nunca me había ni acercado a la zona, y lo único que sabía del barrio era que ahí había nacido ese rebelde al que le dicen El Matador. Entramos por la puerta y desfilamos, él adelante, por un pasillo a cielo abierto con paredes pintadas con cal, que terminaba en una puerta de chapa.
Ezequiel abrió la puerta y gritó «¡Holaaa! ¡Vengo con visita!». Y me llevó a través de un patio de tres metros por cuatro, lleno de trastos y deshechos oxidados, hasta la puerta abierta de una cocina hacinada de gente, muebles, y estampitas de santos y recortes de revistas y parafernalia de Independiente. Una mujer —la madre, supuse— cocinaba un guiso, mientras otra señora mayor —la abuela, supuse— cebaba mates y leía una revista del corazón un tanto gastada. Una chica un poco menor que yo, con una bebé en brazos, miraba la televisión mientras le ponía una mamadera en la boca a la criatura, intentando callarla. Ezequiel les dio un beso a cada una y llamó por una puerta que daba a un pasillo oscuro: «Hermano, vení acá que está ese amigo tuyo para verte», prendió un cigarrillo y le dijo a la chica: «Dejala que llore, que si le das cada vez que llora la malcriás», y desapareció por la penumbra que recortaba el marco de la puerta, seguido por una estela de humo.
La madre de Juani dejó el guiso para saludarme y darme un beso.
—Así que vos sos amigo de mi hijo —me dijo, entre preguntando y afirmando—. Qué lindo conocerte, querido. Él no nos cuenta nada de sus amigos de la universidad.
—Yo pensaba que no tenía —dijo la abuela, que se había levantado para darme un beso—. Pero ya sabés cómo es el Yúnior: no le cuenta a nadie nada nunca. Supongo que por allá tampoco dirá nada de la familia que tiene —se rió suavemente—. Si por él fuera, sería huérfano de puertas para afuera, ¿o no?
—No sé —le contesté. No sabía si la pregunta iba dirigida a mí, pero tenía miedo de no contestar y que pensaran que era grosero o, peor, tonto. Intenté mostrar más interés por la conversación: —No sabía que a Juani le decían Junior. Entonces, ¿se llama Juan Ignacio por su padre?
Y ni bien terminé de hablar me sentí como un imbécil. Porque, al mirar casualmente la pared plagada de fotos familiares, vi que se repetían dos chicos: uno claramente era Ezequiel, y el otro, que en algunas fotos salía con un libro en la mano y una boina estrellada a lo Guevara, solo podía ser Juani. Una de las fotos, de los hermanos tomando mate en la playa, ya mayores, tenía un marco de madera y una leyenda en letras quemadas a soldador que decía Eze y Yúnior, Mar del Plata 2004.
Y en el momento en que leía la fecha, se oyó una voz seria a mis espaldas decir: —Yo solo me llamo Yúnior en esta casa.
Y cuando me di vuelta lo vi entrar a Juani en la cocina, el rostro ofuscado y el ademán arrogante, alargando el brazo para aceptar el mate que le ofrecía su abuela, quien sonrió y le dijo: «Ay, querido. Vos podés cambiarte el nombre las veces que quieras, pero mi nieto nunca va a dejar de llamarse Yúnior».
Y ahí entendí por qué Juani no quería estudiar inglés, por qué estaba tan mal con su familia, y por qué había tardado un año más de lo debido en poder empezar la carrera.
No era que hubiera tenido que trabajar y ahorrar tanto para matricularse. La matrícula era nimia cuando se sumaban todas las becas y premios que había ganado.
Había querido ahorrarse el trámite por otra razón:
Porque, cuando terminó la secundaria, con casi —casi— dieciocho años, había optado por no hacer más trámites que los mínimos e indispensables. Porque para cambiarse el nombre, hay que ser mayor de edad, y hay que esperar, mientras se hacen gestiones para manipular y enmendar todos los expedientes, certificados y fojas que conforman la existencia cívica – económico – judicial de uno, y durante ese tiempo se recomienda no iniciar trámites nuevos, como por ejemplo matricularse en la universidad, porque se está en un limbo onomástico.
Y ni hablar del escabeche identitario que se hace uno cuando, encima del doble fin de ciclo que implica terminar la escuela y hacerse mayor de edad, tiene que proyectarse hacia el futuro, elegir una carrera, pensar en su destino y en quién quiere ser y en quién será en un futuro y en ese destino. Y a Juani lo que más le había importado a esa altura, más que la carrera, más que desentrañar los misterios del materialismo dialéctico y del determinismo histórico, no era hacer nada, ni siquiera era ser nada: ni Juan Gutiérrez, ni nadie. Lo más importante, más que el compromiso con su ideología y su causa revolucionaria, más, incluso, que el amor de su familia, había sido dejar de ser Yúnior. Y así, liberándose del yugo de un imperialismo identitario al que su familia lo había sometido —ofreciéndolo en sacrificio, habría dicho él— desde su primer minuto de vida, Juani había emprendido el camino de erigir su mismísima identidad en un acto de rebeldía de la subjetividad subalterna. La pena era que su bautismo de fuego era también su secreto mejor guardado, y su mayor vergüenza.
—¿Querés un mate, querido? —la abuela me despertó de mi estupor. Le di las gracias y aproveché el mate para pasar el momento sin decir nada, sorbiendo el agua lentamente. Estaba más caliente de lo que esperaba, y aunque me quemaba la lengua no me saqué la bombilla de la boca, con tal de tener una razón para no hablar.
No recuerdo muy bien de qué se habló después. La abuela me preguntó por los estudios y cómo estaba Juani en la facultad. Me presentaron a la bebé, y aproveché para interactuar un rato con ella y no tener que cruzarme con la mirada desdeñosa de él. Yo seguía pensando que me debía una disculpa. Y, aunque no sintiera ninguna culpa por haber invadido su intimidad, todavía no sé si la vergüenza que espesaba el aire colmado de vapor del guiso era más suya que mía.
Recuerdo que rechacé la invitación de la madre a quedarme a cenar. Las últimas palabras que intercambié con Juani fueron para preguntarle dónde estaba la parada del colectivo que me llevaría de vuelta al centro.
[1] Pronunciaba sueño con desdén, arrastrando la ñ hacia abajo como por el peso de su odio.
Ëlke Tejedi nació en Argentina. Se radicó en Barcelona, ciudad natal de su esposa, a principios de 2017. Desde la adolescencia ha vivido y estudiado en Norteamérica y España. Vive del ejercicio de la traducción en una empresa informática. Escribe relatos de calidad variable y traduce textos de los que cree que puede aprender algo. Actualmente está escribiendo su primera novela, que espera sea corta.
🔗 Web del autor: facebook.com/elketejeditextos
Ilustración relato: geralt / Pixabay [public domain] · Capa de fondo: P. Martínez
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 98 • mayo-junio de 2018
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