artículo por
Gustavo Catalán
H
ablar en cualquier idioma a quienes son incapaces de entender el mismo, es costumbre extendida. Emplear inglés o castellano con los taxistas japoneses es, como pude comprobar en su día, infructuoso. Al igual que el chino en Palencia, por un decir. Y a los niños/as de pocos meses, susurrarles frases de cariño mientras maman tampoco da resultado otro que acostumbrarlos a la voz humana, lo cual, seguramente, ya sea motivo suficiente.
Con las mascotas podría ocurrir algo parecido, pero de eso a extenderse en consejos y reflexiones (suelo asistir a ello cuando me cruzo con algunos que pasean junto a su perro) creo que media un abismo. «Cariño: no hagas caca ahí, que te lo tengo dicho». «Espera y estate tranquilo que pronto llegaremos a casita. Allí te daré de cenar y luego vemos la tele». «Cuqui: ve despacito y ten cuidado al cruzar la calle…».
Como escribiera Wagensberg, existen tres lenguajes universales: mímica, música y las matemáticas. Sin embargo, y excepto el primero en ocasiones, los demás diría que no han entrado a formar parte del repertorio animal y, respecto al habla, tal vez algunas frases puedan llegar a hacerse inteligibles para canes, hámsteres y gatos, aunque la extensión del obligado monólogo por parte del propietario/a, incluso con incursiones a ámbitos filosóficos, lo hace improbable más allá del «Quieto» o «Dame la patita». Sin embargo, asistimos desde hace años a una verdadera cruzada en favor de la sensibilidad que emerge de cualquier ente vivo —plantas incluidas— y también de sus capacidades comunicativas, al punto de rozarse en ocasiones la frontera que separa sensatez de estupidez. Al paso que vamos, no me extrañaría asistir cualquier día a una solicitud de perdón por parte de la palmera sobre cuyo tronco hayamos orinado a escondidas y, en el curso de una mayor y mejor sintonía con todo cuanto nace y crece, del musgo al caracol, escuchar la lectura de la Ilíada a los geranios mientras los riegan en cualquier balcón. Y empezará a armarse la de Troya —por seguir en la antigua Grecia— de extenderse la costumbre.
J. Gustavo Catalán Fernández. Es Licenciado en Medicina por la Universidad de Barcelona, y Doctor en Medicina (1990) con la calificación de Apto Cum Laude. Médico Residente y después Adjunto en el Servicio de Oncología del Hospital de San Pablo de Barcelona. Es también especialista en Medicina Interna y Endocrinología (Univ. de Barcelona), diplomado en Metodología Estadística por la Universidad de París y en Sanidad (Escuela Nacional de Sanidad, 1982).
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ⓘ Este artículo fue publicado originalmente el 27.11.2023
en el blog Contar es vivir (te).
🖼️ Ilustración artículo: Imagen pública realizada con IA por un usuario de leonardo.ai
Revista Almiar – n.º 131 ▫ noviembre-diciembre de 2023 ▫ 👨💻 PmmC ▫ MARGEN CERO™
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Mejor es ese mundo que se desgañita diciendo: arrímate, pinchale, tal como señalaba Larra con su princesita, que luego se desmayaba por pincharse en un dedito. Se les habla porque te miran esforzándose por comprender. Porque se les quiere (al contrario de aquellos padres romanos y no romanos que podían vender a sus hijos. O aquel piloto, que decia que bombardear era como jugar a los marcianitos). Posiblemente también porque uno está solo, sin que ningún civilizado congénere venga a visitarte. Molestarse por amor que a nadie perjudica, ya define la sensibilidad. Mejor ir de caza y dejar a las crias desvalidas y el campo envenenado de plomo. No debe extrañarnos, el racionalista y metódico Descartes sostenía que los animales eran robots de hojalata y sus lamentos el crujir de los metales. Imaginen esa mentalidad en un laboratorio. Hay una filmación donde se ve cómo se cortaba las orejas a los aterrorizados monos, con gran disfrute del patán titulado. Me quedo con ese señor o señora que es capaz de ver lo que es evidente: que los animales aman, que les duele y que se duelen por nuestros dolores. Por el contrario, a mi médico de la SS, sin segundas, le importa un pito mi malestar. Sospecho que va a heredar el ambulatorio.