relato por
Francisco Juliá Moreno

 

E

l profesor William P. Johnstone había recibido, en 1915, un permiso de la universidad para investigar en el Ashmoleam Museum de Oxford, entre los papiros de Oxirrinco. Aquella era una oportunidad largamente esperada. Significaba un espaldarazo profesional que lo distinguiría, entre la muchedumbre de filólogos sin lustre, en el estudio de los clásicos. Por profesión, dominaba con soltura latín y griego, y esperaba encontrar entre aquella ingente aglomeración de legajos la recompensa de algún papiro traspapelado, con cierta obra ignota de Eurípides, Calímaco o cualquier reputado clásico. El hallazgo de Oxirrinco supuso un revulsivo en el estudio del mundo antiguo. Excerptas de Aristóteles, retazos de comedias de Filemón y Menandro, alguna tardía tragedia incompleta de Eurípides, opúsculos de Filón el Hebreo y el encanto pastoril de Teócrito habían sido sustraídos del olvido. La luz del amanecer había rescatado de las tinieblas seculares el esplendor antiguo. Johnstone no pensaba ser menos que algunos de sus colegas en esta cuestión y no dudaba que sus pesquisas darían un valioso fruto. Planeaba tropezar con algún texto excepcional que diera para una monografía que justificara sus esfuerzos y ayudara a consolidar su carrera.

Con minuciosidad erudita examinaba aquellos antiguos rollos, que había que tratar casi con la delicadeza del entomólogo, cuidadoso de que no se le pulverizaran las alas de la crisálida vegetal entre sus pinzas. En sus manos cayeron cuantiosos papiros sin valor que, si bien despertaban la curiosidad filológica, no justificaban su estudio exhaustivo ni atesoraban mérito suficiente para emprender el análisis ni pergeñar el boceto de ningún estudio previo. Así, día a día, Johnstone visitaba el Ashmoleam y se zambullía en el maremagno de papiros, buscando como entre flores marchitas un capullo aún fragoso sobre el que volcar toda su atención y que fuera digno de su cultivo. Una tarde, cuando ya desesperaba en la infructuosa búsqueda, y especulaba con regresar de nuevo a casa con las manos vacías y temeroso de su fracaso, revolviendo en unos delgados rollos que considerara de menor enjundia, en su mayoría recopilaciones de himnos paganos de poetas menores y pequeños tratados sobre faenas agrícolas, dio con un escrito, bastante bien conservado, en prosa griega de la Koiné, recogido por el erudito alejandrino Ennio Flamígero, quien fue bibliotecario en la ciudad del Delta durante el reinado de Ptolomeo V Epifanes. Por lo que nos ha restado de su escaso legado, situaríamos a Flamígero como compilador de obras rescatadas de la tradición clásica. El escrito presente carecía de título y remontaba a la época de un Egipto de los primeros lágidas. Se ajustaba a la estructura narrativa canónica del Shinué, vestigio del imperio medio, adoptando todas las características de un relato novelado arcaico. Tal vez no fuera más que un pasatiempo profano encargado de amenizar las tediosas tardes palaciegas, pero ahí radicaba su interés. Entusiasmado con su hallazgo, Johnstone comenzó a leer, anhelante y ávido. El texto carecía de introducción y debieron perderse los preliminares ruegos e invocaciones a los dioses acostumbradas.

Desde los primeros renglones Johnstone perdió su reserva crítica y se dejo llevar por la amenidad del relato, más allá de todo análisis. El texto decía así:

En una taberna portuaria de Alejandría, bajo el candente sol del verano, un discreto grupo de clientes entretenía sus ocios frente a un fresco cuenco de cerveza. Ocupaban un reservado, tras las sombras que proyectaba una mampara de caña, que los aislaba de las otras mesas del fonducho. Quien se aproximara a tal rincón, de las voces solo percibiría un murmullo. El grupo lo formaban cuatro dispares individuos, que por sus trazas y acentos se los juzgaría foráneos. No se conocían de antemano y, a todas luces, solo el singular interés por una empresa común los había reunido, en torno a un papiro desplegado sobre la mesa, desde sus lugares de origen. De su hablar quedo, se traslucía que su conversación no debía ser oída. El pliego que tenían ante los ojos reproducía el croquis impreciso de un mapa, salpicado de enigmáticas cruces que parecían determinar la ubicación de un hipotético tesoro. Uno de ellos, envuelto en la túnica de un escriba y con el cráneo rasurado, exponía al resto los pormenores de cierto asunto que reclamaba toda prevención. Los otros tres escuchaban cautelosos, guardando el sigilo e inciertos todavía si refrendarían el negocio, cuyos flecos estaban al cabo sin concretar. El mapa reproducía toscamente una área desértica de las proximidades de la milenaria Tebas, que para un buen conocedor del Alto Egipto circunscribía la zona de las tumbas reales. El propósito de la misión, que no debía trascender a nadie más de los allí reunidos, quedaba tácitamente asumido: saquear uno de tales sepulcros sagrados. Contaban con la certeza de que la sepultura escogida no había sido antes profanada, lo cual era augurio de sustanciosas ganancias, con el respaldo añadido de que verían facilitada la ardua labor por cuanto la dificultad de descubrir la ubicación exacta de su entrada les había sido resuelta por uno de los guardianes reales, sobornado para el propósito. La ambición en el hombre mezquino supera todo deber y toda piedad.

Los cuatro hombres congregados representaban fisonomías y extractos sociales bien distintos. Sefer, el escriba, provenía de un acomodado círculo menfita; hombre instruido, presentaba el cuidado aspecto de quien cumple servicio en ámbitos palaciegos. Quedaba claro su carácter de intermediario en el asunto, de quien representa intereses más elevados, que el decoro aconsejaba mantener anónimos.

A su derecha, se sentaba Masud el caravanero, cuya piel curtida por las largas travesías por el desierto se había vuelto cetrina, aspecto que acentuaban sus carnes entecas. Aunque habituado a los prolongados silencios del erial, tales rigores no le habían vuelto reconcentrado y áspero, pues se manifestaba como hombre afable y locuaz, hábil en el trato y avezado en el trapicheo comercial. Él se encargaría de habilitar los desplazamientos y de proveer de los víveres e impedimenta necesarios.

Frente al escriba se sentaba Aswad, a quien caracterizaba su ojo tuerto, oculto bajo un parche de cuero, y su nariz aquilina, que bajo su blanco turbante y su negra capa recordaba la traza de un buitre carroñero. Disculpe el simil la divina Nejbet.

Llevaba una daga al cinto, curva y muy afilada, y su profesión la conocía todo aquel que osaba adentrarse en solitario por la sendas y desfiladeros del Sinaí. Aunque se le reconocía como hombre de poco fiar, no obviaba que tal ilicitud fuese de lo más recomendable para aquella expedición. Nunca estaba de más una mano diestra con las armas.

El último del grupo era Shadiki, un hombretón oriundo de una aldea del Delta pero criado en los muelles del puerto de Alejandría, donde ejercía como bracero. De fuerza descomunal, había servido también en las obras del faraón y a quien cualquier menester como peón no se le hacia extraño.

Aclarados todos los puntos a tratar, tras varias horas de discusión acalorada, dispusieron poner en marcha aquella expedición cuanto antes. Quedó acordado que el botín se repartiría en partes proporcionales. Siendo Sefer quien más invertía en la expedición, era de justicia que le correspondiera una tajada mayor. Otro tanto ocurriría con Masud y sus aportaciones en cuanto al transporte y vituallas. El resto lo repartirían Aswad y Shadiki a partes iguales, como exigía su condición subalterna. Acto seguido, Sefer entregó una bolsa bien nutrida en manos del caravanero. Apenas amaneciera, Masud se encargaría de ultimar los preparativos, reunir víveres y herramientas, y contratar una faluca que los transportara junto con el material necesario hasta las tierras del Alto Egipto. Como habían acordado, la remuneración real de cada uno dependería de la cuantía del saqueo, que Sefer pronosticaba que debía de ser pingüe, pues le constaba, contando en ello con las más comprometidas fuentes, que el sepulcro a esquilmar permanecía intacto, nunca antes profanado. En otras circunstancias se hubieran encomendado a los dioses, pero en vista de que iban a burlar su custodia, prefirieron hacerlo a la Fortuna, diosa espuria que asienta su trono en todos los reinos. Entrelazaron sus manos, unánimes en un juramento, en tales ocasiones de sangre, y brindaron con cerveza. La sed de oro los había convertido en hombres cínicos que habían dejado de temer la potestad de los dioses.

Una semana después, atravesando en un discreto carruaje el fecundo territorio del Delta, con las primeras luces de la mañana, los tres hombres se dirigieron hasta una gabarra en el río, en un embarcadero próximo a Menfis. Allí, a bordo de la modesta faluca, aguardaba Masud ordenando la carga y platicando con el barquero que los conduciría hasta su objetivo. Sus sentidos habían sido velados con el soborno y su lengua amenazada con la ablación, si se decidiera a delatarlos. Nagi, que tal era su nombre, solía navegar con su hijo como tripulante, pero para tal empresa había preferido prescindir de sus servicios. La nave pertenecía a un tal Asaf, quien usufructuaba parte de los negocios del río y para quien todo buen pagador quedaba libre de sospecha. En cuanto al barquero, víctima de la necesidad, se plegaba dócil a la condena de su salario: un costal de trigo, una vasija de cerveza y un lecho caliente bajo su techumbre de paja.

El sol irisaba las aguas pardas del Nilo, que se agitaron espumosas cuando el barco, avanzada la mañana, zarpó con sus cinco pasajeros a bordo. Les aguardaba un dilatado viaje río arriba, hacia las tierras del Alto Egipto. Atravesarían el fértil valle, remontando la corriente a la que se asomaban templos y poblados, áreas lodosas donde se cultivaba la riqueza de Egipto. El río era agraciado para la navegación, pero no estaba exento de peligros. Había que saber leer en sus aguas, evitar los obstáculos que surgían a su paso: peligrosos bajíos, bancos de arena, el lomo imperceptible de un hipopótamo distraído y no del todo sumergido, la amenaza iracunda de los cocodrilos, capaces incluso de encaramarse hasta la cubierta de la nave y tragarse el miembro de un hombre con una feroz dentellada. El Nilo como cualquier dios tenía dos naturalezas, de luz y sombra. Por tanto, se hacia necesaria la intervención de un barquero experimentado que condujera la faluca hasta buen puerto, como a la barca de Ra en su viaje tenebroso. Fiados en tal solvencia, los aventureros se dejaron arrastrar, con la triangular vela desplegada, por el viento del norte y ocupaban su tiempo en pequeños quehaceres. Habían formado dos parejas bastante obvias, compuesta la primera por Sefer y el caravanero, quienes parecían marcar las directrices de la expedición. Aswad y Shadiki, conscientes de que en ellos recaería el trabajo ingrato, se veían abocados a una forzada camaradería. El astuto Aswad mediante la mentira y la lisonja poco a poco se iba ganando la confianza del sencillo hombretón. Le hacía ver, cautivando su oído con el halago, que si el presente trabajo salía bien, ambos gozarían de una vida regalada bien distinta a la presente. Viajarían, y en las tierras de oriente vivirían como príncipes, en una gran mansión repleta de lujos y concubinas, cuadro ante el que Shadiki, en un principio, asentía con fingido regocijo, pero que con arraigada desconfianza objetaba:

—Hasta que contenga en mis manos la recompensa prometida, no me haré ilusiones ¡Nos sean propicios Seth y Hapi!

—Ellos escucharán tus plegarias —rió Aswad, mientras extraía un sedal con un gran pez que había mordido el cebo—. Este bergante —añadió— llenará por hoy nuestros vacíos estómagos. El mañana tal vez pertenezca a los dioses; pero para mí solo cuenta el presente.

Entretanto, la nave surcaba las aguas turbias impulsada por benigno viento que favorecía la navegación, En el borde fangoso crecían papiros y cañaverales y resaltaba la blancura del loto. Sobre los promontorios destacaban esbeltas palmeras, preñadas de dátiles. La silueta aislada de un templo surgía esporádica y se distinguía en lontananza el pináculo de una pirámide. Una bandada de ibis volaba por el cielo diáfano, en dirección al delta. En las aguas reverberaba el sol cegador. Los campesinos del contorno, afanados en sus parcelas, con la vista clavada en las ancas de sus bueyes mientras sostenían el arado, siquiera prestaban atención a la solitaria faluca que remontaba airosa por el río. Son tan innumerables las embarcaciones de todo género que arrastra el Nilo en dirección a Abydos y Tebas, que una indiferente barcaza bajo el sol aplastante del mediodía apenas llamaba la atención. En la cubierta, los pasajeros apuraban los restos de un caldero en que condimentaron la gran perca de Aswad. Shadiki rebañaba el fondo del plato con media torta de pan. La cerveza no faltaba en los cuencos, y la aventura se prometía feliz. Sefer instruía a Masud sobre los diversos menesteres al llegar a puerto. Precisarían de una recua de mulas para llevar el material hasta el punto convenido. El caravanero insistía en la liviandad del problema. No habrá ninguna dificultad en Tebas de proveerse de lo necesario, afirmaba. La vieja ciudad del señor del alto Egipto aún retiene bastante de su pasado fasto, pues la sigue gobernando la majestad de su templo. Raro sería que los sacerdotes de Amón renunciasen a sus prebendas; con ellos no podrían ni todos los Ptolomeos juntos.

Pero el viaje era largo, todavía no habían rebasado Hermópolis y el viento variable retardaba la navegación. Cada uno atendía sus obligaciones. Sefer repasaba sus cuentas en una tablilla y no perdía el ojo de su bolsa. Masud examinaba la impedimenta para que nada faltase mientras Aswad apuraba el filo de su daga en un esmeril. Shadiki, abstraído del resto, observaba el río y soñaba con pasearse por su amada y odiada Alejandría sobre una litera de acaudalado; imaginaba cambiar su cabaña de adobe por una rica mansión cercana a la costa; después adquiriría alguna tierra en propiedad y la cultivaría y criaría caballos. Sueño de príncipe, demasiado ostentoso para un simple bracero. Sin embargo, en lo más íntimo, era escéptico respecto a que la fortuna le regalase cuanto prometía deparar, convicción que se concretaba en un vago gesto de desdén. A él, un humilde asalariado que debía bregar bajo el sol inclemente para proveerse del costal cotidiano de trigo, que no le vinieran con engaños Solo cuando tuviera en sus manos la parte del botín reconocería haber contado con la bendición de Ptah. Mas ahora llevaban camino del Alto Egipto y habrían de vérselas con otros dioses. Ojalá su magia les fuera propicia, y derramasen estos su misericordia sobre los menesterosos, conforme a Maat.

 

Tras unos días navegación, recalaron en Abydos, cuando la barca solar se hundía en el horizonte ensangrentando el cielo. Ra se preparaba para su periplo subterráneo, lleno de peligros. En la faluca dispusieron esteras para pasar la noche. Tras una frugal cena de tortas de cebada y algo de carne salada, acomodaron sus lechos, mientras de mano en mano circulaba un odre de vino del Delta y Masud relataba anécdotas de su periplos por los confines del desierto. Eran viejas leyendas de los caravaneros, análogas a las que se pueden oír en casi todos los caminos de oriente. Unas hablaban de tesoros, de amores las otras, las menos de aparecidos. Estas últimas tan escabrosas, que la voluntad del grupo impuso callar al narrador y le apremiaron para recibir el sueño, que no conciliarían si siguieran escuchando el horror de tales cuentos. No olvidaban que estaban en la ciudad de Osiris, donde reside su gran templo, levantado por Sethi, bajo el que acecha el abismo del caos. En lo alto, el cielo constelado brillaba remoto y nítido, majestuoso y protector, y bajo cuya confianza, sellados al cabo los labios de Masud, no tardaron en quedar dormidos.

Los despertaron las primeras luces de la mañana, fresca y luminosa. Antes de partir, surgiendo del ajetreo portuario, los sorprendieron dos policías que, conminando con sus estacas, reclamaron una tasa de atraque. A regañadientes Sefer escarbó en su bolsa y depositó en la manos de los recaudadores los pesos que le demandaban. Los contentó con un añadido cuando estos se mostraron especialmente curiosos sobre la naturaleza de su carga. Masud terció en el asunto, argumentando con mansedumbre que eran tan solo una cuadrilla de obreros que se dirigían a Tebas para realizar requeridos trabajos para el faraón. A los guardias les inquietó la fisonomía de Aswad, que disimulaba en la popa tanteando con el sedal. Pero recelosos ante la elevada instancia de la encomienda a tan singular tripulación, se refrenaron entre claros titubeos y les dieron, eludiendo gravosas medidas, licencia para partir. La barca, impulsada por la larga pértiga del barquero, que tanteaba en el légamo, no tardó en alejarse de la orilla y encarar la corriente adversa con la vela desplegada. A la mañana siguiente se abriría frente a ellos la magnificencia de Tebas.

El destino, que parecía próximo, comenzó a reanimarlos de la pereza del viaje. Durante su curso, se reafirmó la desaconsejable amistad entre Shadiki y Aswad, con cuya daga rasguñaron sus antebrazos y los unieron en un segundo juramento de sangre. El sagaz Aswad alimentaba la vanidad del bracero con agudas lisonjas. Se prometían velar el uno por el otro y preservar fidelidad aun en la desgracia. Masud y Sefer, algo más conscientes, templaban sus nervios en una última partida de senet. Hasta ahora se habían dejado mecer por el sagrado Nilo, confiados en la solvencia marinera del barquero. Pero conforme se acercaba la hora señalada cundía el desasosiego. Porque bien sabían que del éxito o el fracaso de su labor dependería su futuro, pues si fueran sorprendidos en su tarea nocturna, su cabeza se vería comprometida. En Egipto no pocas cabezas habían rodado por impiedad (Maat reside en nuestro faraón, de él es la potestad). Sefer, mientras concedía tiempo a Masud para que meditara su próxima jugada, pensaba que su cabeza era codiciable, pues grande sería la adversidad si no le acompañara el éxito. No tenía equivalencia con el valor de la de Aswad, puesta a precio por unos deben, ni con la del bracero, que ni aun los buitres la querrían. Sabía que si la labor resultaba provechosa se le abrirían importantes puertas, en tanto que dejaría de calcular el beneficio que para su señor tenían sus cerdos, y envuelto en vestidos de costoso lino asistiría acaso a las audiencias palaciegas, acariciado por el aire fresco de los abanicos de plumas avestruz. Una dulce esclava calentaría su lecho y un criado fiel guardaría su casa. No sería el primer escriba a quien sus esfuerzos hubieran deparado tan merecido bienestar, ¿no fue acaso el inmortal Senmut también un escriba y gozó la eternidad junto al faraón? Sefer confiaba en no desaprovechar tal oportunidad. Pondría sus cinco sentidos en no tropezar y jugar bien sus bazas. Mientras en esto meditaba, Masud le advirtió que ya había movido ficha. Sefer le contempló con desdén, convenciéndose de que salir airoso del negocio sería tan fácil como ganar aquella partida a Masud.

El barquero ciñó su nave a estribor y buscó un recodo de la orilla para pasar la noche, rendido por el ajetreo de la jornada. Aunque la voluntad de los cuatro era la de haber continuado, cedieron ante las objeciones del marino. Se detuvieron en un brazo muerto del río, entre cañas y zarzas . En su lecho limoso zigzagueaba una serpiente de agua, ululaba algún ave nocturna y zumbaban por doquier los mosquitos. Eran las servidumbres del gran Nilo, sobre el que espejeaba la luna en cuarto creciente. La noche siguiente sería decisiva, pues se verían sumidos en la compleja labor. Sus corazones parecían presentir la excitación que les esperaba. Shadiki, que ayudaba en las tareas marineras, fue el primero en quedar dormido. Aswad contemplaba su sueño tranquilo, rebanando con su cuchillo un papiro. Entre las comisuras de su sonrisa cínica escupía sobre las aguas oscuras y quietas. Sefer y Masud conversaban quedamente escrutando en el misterio de la noche, incómodos por la mirada intermitente de Aswad que los vigilaba desde su rincón. El barquero, dando por cumplida su obligación, se tendió a dormir sobre una estera. Parecía llegar hasta sus oídos el silencio distante pero interminable del desierto, donde se presiente el caos.

Cuando Ra desplegó en el horizonte el esplendor de su barca, después de vencer a la serpiente de las tinieblas, la mañana se liberó de sus cadenas y devolvió las bendiciones del Nilo. Sobre la palidez rosada del cielo brillaba aún la frialdad de alguna estrella. En el tibio amanecer volaban veloces los vencejos. La faluca navegaba perezosa con viento adverso, ayudada por el remo y presintiendo su cercano destino. Pronto se adivinarían los muelles de la ciudad de Amón. Los cuatro soñaban con la populosa Tebas, que aún conservaba algo de su magnificencia. La voluntad de sus templos todavía dejaban sentir algún atisbo de su preponderancia. Sus sacerdotes usufructuaban el pacto con los Ptlomeos para preservar su gloriosa memoria. La faluca se acercó a la orilla y encaró la animación de los muelles, cuya algarabía llegó hasta sus oídos. Inspectores portuarios vigilaban el atraque con celo recaudador. Cuando este se efectuó, ascendieron por su rampa para verificar la incidencia con sus estiletes dispuestos sobre sus tablillas de arcilla. Efectuada la descarga, el navío partió, con buena parte de su misión cumplida. Clandestinamente volverán a ocuparlo los viajeros a una jornada de distancia, donde se pueda embarcar con garantías el fruto de su saqueo.

Masud, adelantándose, había abandonado el navío para ultimar las necesidades de la expedición. A las autoridades se las convenció del carácter provechoso de su visita a Tebas, reiterando el ardid de que su llegada respondía a la realización de unas obras para el templo. Los guardias no se preocuparon en verificarlo. El camino, pues, quedó expedito. Al cabo de dos horas regresó Masud, tirando de una recua de pardas mulas. Éstas venían provistas de voluminosas alforjas que sostenían pesadas tinajas, con las que disimular sus intenciones y donde transportar la necesaria herramienta primero y de cuanto se extrajera del tesoro, después. Una vez el material dispuesto en las acémilas, se dispusieron a afrontar la arriesgada tarea que les aguardaba.

Llenos de ansiedad, se pusieron en marcha. La caravana de los cuatro atravesó la ciudad intentando no despertar excesiva curiosidad. Con las buchacas bien provistas de tortas, carnes y salazones, eludieron dejarse ver en tabernas y mercados, y se dirigieron discretamente hacia la ruta del desierto. Allí tomaron el sendero que conducía hasta el doble valle presidido por la colina piramidal donde reina Osiris. Agazapados tras unos riscos, esperaron a que la noche volviera más impenetrable el silencio del desierto. Los destellos de una luna aún creciente iluminarían su clandestino quehacer. Séfer se adelantó para asegurarse la colaboración del centinela que guardaba el valle, con quien mediaba un pacto y que abriría para ellos las sepulcrales puertas.

Tras darse a conocer con cierta contraseña convenida, se reunieron el guardián y el escriba. La conversación entre ambos quedó solapada por el secreto de la noche. En cuestión de una hora, ultimado cada uno de los detalles, regresó Sefer con el grupo. Anunció a sus secuaces que podrían trabajar con toda impunidad, sin peligro de ser sorprendidos. Con tal garantía, se dirigieron al valle donde gozan la eternidad los viejos reyes de Egipto. Mientras atravesaban las puertas rocosas, a su izquierda advirtieron al centinela sobre un peñasco, armado con lanza y escudo y atisbando con indiferencia el ensombrecido horizonte. El otro componente de la guardia dormitaba sobre un peñasco del lado contrario, acaso narcotizado. El resto del retén dormía a su vez profundamente en la cabaña del puesto, adormecido por las secuelas del vino generosamente servido durante la fajina. Valiéndose de tal impunidad, el grupo avanzó por el estéril valle a cuyos lados se disponían las tumbas, que penetraban en las colinas como una fúnebre colmena, cuya miel podría saciar a cualquier mortal. Algunas ofrecían a primera vista el hueco de su entrada como una invitación. Otras lo disimulaban entre los repliegues de las colinas, hurtándolo a la vista. Sefer, alumbrado por una luz que Masud sostenía, examinó el croquis buscando la ubicación exacta de la tumba a cuyas entrañas debían de penetrar. Una ráfaga imprevista apagó la candela. Orientarse entre las tinieblas complicó la búsqueda. El resplandor de la media luna apenas dejaba distinguir entre las sombras. Lograron prender una nueva llama entrechocando el pedernal. La nueva antorcha impregnada de grasa desprendía la luz necesaria para trabajar. Sefer logró por fin orientarse y condujo a sus compañeros hasta la misma boca de la tumba, junto a un promontorio erosionado. Dicha entrada se hallaba oculta bajo una capa de escombro que no tardaron en apartar con las azadas. A partir de entonces la labor recayó sobre los hombros de Aswad y Shadiki. Ellos deberían penetrar la oscuridad de la caverna, violando un sueño de muchos siglos. Llegado el momento, Shadiki se mostró remiso, temeroso de trasgredir aquel recinto sagrado. Todos los terrores del más allá lo mantenían paralizado, temeroso como un niño. Iracundo, Aswad le recordó el juramento de sangre contraído en el viaje, y le tendió el odre del vino, asegurándole que unos cuantos tragos le infundirían valor. Shadiki, titubeó. Miró a sus compinches de uno en uno, alternativamente. Advirtió en sus rostros la amenaza de que la renuncia tal vez le resultara muy cara. Sin más elección, agarró con fuerza el odre que se le ofrecía y dio numerosos tragos. Aswad le recordó que el vino no tardaría en hacer efecto y alejaría de él cualquier temor. Posibilidad a la que también se sumó Masud, quien requirió a su vez un trago.

Transportando en una espuerta las herramientas menos pesadas, mientras balanceaban en sus manos pico y azada, el tuerto y el bracero penetraron en la tumba con paso precavido. Ésta se iluminó al resplandor de la antorcha que portaba Aswad. Shadiki se adentró cauteloso, rozando con sus hombros las paredes del estrecho corredor, reducido para un hombre corpulento. Temerosos, tantearon con sigilo el pasadizo, precavidos ante lo desconocido, evitando caer en algún pozo bien disimulado en el suelo o ser sepultados bajo la eventualidad de un derrumbe imprevisto. Comprobaron que tras salvar un elevado escalón, el túnel se curvaba hacia la derecha. Apenas iluminó la antorcha el nuevo sendero, sintieron sobre sus cabezas el revuelo veloz de unos seres alados que surgían de las tinieblas, emitiendo agudos silbidos. Shadiki, que había tirado la herramienta, se agachó protegiendo su cabeza con sus brazos. Aswad lo tranquilizó. Lo tildó de gallina por asustarse tan solo por unos cuantos murciélagos. El bracero recogió pico y azada del suelo y reemprendió la angustiosa marcha. A los pocos metros tropezaron con un amontonamiento de piedras que obstruía el camino. Se miraron uno a otro lamentando la labor que les aguardaba. Retirar semejante escollo les llevaría al menos una hora. Al poco de iniciar la tarea sintieron como si les faltara el aire, sudaban copiosamente y sus gargantas secas parecían de lija. Ni se les había ocurrido entrar un odrecillo con agua. Aswad azuzó al bracero para que continuara la faena. Cuando terminaron de retirar el obstáculo de piedras, a unos cuantos metros se toparon con un muro, en el que finalizaba el túnel. Les cerraba el paso una pared sellada, en cuyas esquinas resaltaba el nombre del faraón difunto. Como desconocían la escritura jeroglífica no vacilaron en romper los sellos y utilizar la herramienta para abrir un boquete por donde entrar. Fue Shadiki quien penetró primero. Cuando el hueco permitió introducirse por él, Aswuad iluminó el espacio con la antorcha. Se hallaron en un habitáculo vacío que desde hacía siglos no había conocido la huella humana. Su atmósfera era profunda como el tiempo. Se reconocían a un paso de profanar el misterio de ultratumba, su solemne silencio. A su olfato llegaba un remoto aroma de naturaleza marchita. Acaso porque el vino había hecho su efecto, Shadiki repasó la uniformidad del los muros en derredor. En el de su derecha, palpó un relieve anómalo, Con una escobilla barrió una amplia superficie. En los flancos aparecieron de nuevo los mismos sellos del tabique anterior. Aquel nuevo obstáculo los abrumó. Era como si de nuevo les faltara el aire, en una atmósfera detenida desde siglos, aunque deducían que este debía filtrarse por algún lado pues la antorcha llameaba uniforme. En cualquier caso, la codicia podía más que el reparo, y los empujaba a continuar. Shadiki, golpeando con decisión el punzón con la maza, comenzó a perforar el muro. Su grosor era algo mayor que el del anterior tabique, lo cual les persuadió de que tras él se escondería algo importante. El bracero no cejaba en su martilleo. Al fin abrió el hueco suficiente para introducir una luz. Cuando ésta penetró, quedaron cegados. Sus ojos se deslumbraron por el reflejo del oro. Llenos de ansiedad, derribaron la mitad del muro, hasta agrandarlo lo suficiente para introducirse. Fue Shadiki el primero en entrar. Cuando se incorporó, quedó fascinado por el espectáculo que le rodeaba. Aquella cámara atesoraba más riquezas que las que uno pudiera ambicionar. Definitivamente, agradeció haberse sumado a tal empresa. Allí se almacenaban suficientes tesoros como para enriquecerlos el resto de sus vidas.

Encontró cofres repletos de joyas, muebles del más fino acabado, vajillas de oro, vasos de alabastro y cristal, vestidos suntuosos, recamados y con exquisitos bordados, armas repujadas en preciosos metales, figurillas de ébano y marfil. Al frente, dos estatuas de diorita que custodiaban una recámara adyacente donde reposaba el sarcófago de Osiris. Al primer vistazo, éste semejaba de granito, bajo el cual se encerraría seguramente el féretro de maderas nobles, gemas y macizo oro. A un lado del sarcófago, los vasos canopos; del otro una mesa bien nutrida de viandas para satisfacer la vida imperecedera de faraón. Pero no bien concluyó Shadiki la inspección de tales maravillas, la antorcha que sostenía Aswad se apagó. Entonces quedó en profundas tinieblas, cayó a tierra y su conciencia se desvaneció. Aquel segmento de oscuridad no supo si duró un momento o una eternidad. Desde el suelo, sus ojos tardaron en acomodarse a la impenetrabilidad de aquella noche. Comenzó a percibir los contornos por una luz propia que irradiaban los objetos. En las paredes resaltaban bellas pinturas cuyos símbolos logró entender, dato inquietante para un lerdo. Era como si todas sus facultades se hubieran aguzado. Un aura envolvía a los dos colosos que custodiaban la recámara regia. En el interior percibió como la luminosidad de un fanal que alumbrase el contorno de una figura. En un principio creyó que se trataba de Aswad, pero no era él. Al fin reconoció, no sin terror, tal silueta como la momia del difunto faraón, que se había incorporado desde la inmovilidad de la muerte, dirigiéndose hasta la mesa con los alimentos, dispuesto a comer. Mientras lo observa masticar los manjares, entre las junturas de su vendaje de lino, Shadiki concibió un idea fugaz que esclareció su pensamiento. Comprendió que contemplar la vida del más allá era solo privilegio de los muertos. Entonces cobró conciencia clara de cuanto ocurría, y recordó el odre de vino que Aswad le ofreció a la entrada de la tumba. En ese momento supo que no había bebido el vino del valor sino el veneno de la traición y de la muerte. Cuanto observaba ahora era el devenir del sueño del que no se vuelve a despertar, porque a quien lo contempla ya no le queda el atrás ni el por delante, sino la tiniebla permanente, la exclusión del reino de Osiris.

 


 

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🖼 Ilustración relato: Fotografía por auntmasako / Pixabay (Public domain)

 

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Revista Almiarn.º 114 • enero-febrero de 2021 • MARGEN CERO™

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