relato por
Jonathan Caicedo Girón
Hay cosas que sentimos en la piel,
otras que vemos con los ojos,
otras que nomás nos laten en el corazón.
Carlos Fuentes
A
lgunos presentían su llegada, «¿Quetzalcóatl estaría cerca?», aquel hombre se cuestionaba y pensaba las cuentas que rendiría sobre su mandato. Al paso de diez lunas naranjas, Moctezuma meditaba, de hecho, era un pensamiento diáfano y reflexivo, al mirar al cielo avistó el vuelo de un águila: «¿El revoloteo de aquel animal debería simbolizar una llegada inesperada»?, o ¿«Sus dioses deseaban comunicarle algo»?, dentro de su conciencia solo él lo pudo saber. El desasosiego taladraba su corazón de escarlata, las venas le zumbaban y sus ojos de color cedro parecían de vidrios rotos.
En la hermosa y fértil Tenochtitlán los vasallos del imperio junto con los guerreros aztecas y sus familias trabajaban en los cultivos sembrando maíz para poder sustentar una taza de pozole. Cuando se daba el nacimiento de un varón, era determinado por las leyes a vivir y a morir como un honorable guerrero. La ceremonia de la llegada era adornada por el canto mítico del Cenzontle, que ponía en cintura las tonalidades más tiernas del universo.
Moctezuma era un hombre vanidoso de sangre guerrera, poseía el don de la cosmogonía y la nigromancia, además tenía un poder de liderazgo deslumbrante, audaz para el ajedrez que es la batalla. Un individuo admirado por la mayoría de los pueblos pertenecientes a su interminable imperio. Otros le temían, sabían lo siniestro de su pensar y de su actuar. Conocían perfectamente los mecanismos de tortura que podría ejercer sobre sus adversarios.
No obstante, el gobernante sentía un miedo escalofriante que iniciaba en la punta de su pie derecho y terminaba en sus gruesos parietales. Nunca imaginó que la llegada de algo pudiera amenazar su mandato, pero ahora lo contemplaba. En busca de liberarse de aquellos vagos pensamientos, envió a sus servidores a la frondosa selva de leche para que le trajesen con premura ocho jaguares y seis esclavos, esto con el fin de cumplir un sacrificio que, de seguro, cosecharía algo de paz en el espíritu de los dioses.
Al entrar los vasallos con el encargo, les ordenó que alojaran a los felinos y a los hombres sobre el fino hexagonal de piedra y que le hicieran llegar una filosa daga. Segundos después, y al atravesar sus cuerpos, la sangre rebosaba los guijarros. Ordenó se les amarrase las extremidades y tirase de lo más alto de una de las pirámides: el cielo lacerado de rojo se regocijaba por tanta sangre emanada de los corazones hambrientos, mientras que la luna hacía rodar su barriga de sueño en lo más profundo de los espejos, que eran la medida del tiempo.
En efecto, los invitados atestiguaban una hecatombe. La barbarie era practicada sin escrúpulo alguno. Se podía ver cómo el corazón de uno de los animales todavía latía dentro de las manos de uno de los verdugos. La carne viscosa se escapó herida y rodó por los canales. Las manchas rojas disipadas por el agua dibujaron una línea al horizonte, apuntando justamente al oriente por donde los invasores penetrarían el fortín. —Los dioses, hablaron —apuntó un joven de pómulos quemados que permanecía con las manos chisporroteadas.
Moctezuma sabía que con estos sacrificios sus dioses le ayudarían a sosegar los pensamientos más desaforados. Pero no fue así. Al paso de las quince lunas en la costa del Este de aquel territorio, y a cuatrocientos kilómetros del fortín del soberano, exactamente en el golfo de Veracruz, brotaban lentamente hombres de mar, aquellos hombres muy de carne y de hueso, con barbas frondosas y trajes de exóticas telas. Traían consigo bestias endemoniadas que los cargaban ilusoriamente sobre sus lomos de níquel.
Días después, muchas de sus botas pisaron las tierras de lo que osaron denominar: «el paraíso terrenal». Uno de los conquistadores embelesado por el paisaje que deleitaban sus oscuros ojos, lanzó la sentencia: «Viajero, has llegado a la región más transparente del aire». El cantar de las aves era tan fuerte que sus oídos palpitaban al escuchar las melodías diversas, las baladas excelsas, los sonidos áureos destellados por los picos ávidos de los pájaros que se hallaban encadenados al cielo.
Hay en el mundo eventos sublimes y hermosos que se presentan de tanto en tanto. Ni siquiera el lenguaje con sus ambivalencias poéticas es capaz de representarlos. El mismo Cortés que hallaba en lo grotesco de la muerte algo bello, no se atrevía a prorrumpir palabra alguna al observar con detenimiento las hojas verdes de los helechos que extendían sus brazos como otorgando una bienvenida de ensueño.
Hernán Cortés. Sí. El mismo que tendría un palacio de bloques gris ratón. El mismo que educaría el pensar indígena al Castellano. El mismo que traspasaría a cuchillo las almas de los «animales» que resistirían la debacle de la La noche triste. Aquel sujeto indómito. Aquel héroe quijotesco que en sus tejidos oníricos se soñaba en su copioso manantial, erigiendo sus estatuas, con mujeres labradas de canela y con frutas exóticas rozando sus labios. Por momentos dudaba del Dios cristiano. Se sentía superior, fuerte.
Días más adelante, entraban los nuevos dioses al territorio de los mexicas, depredadores eso sí, y sedientos de trigo. La incertidumbre se apoderó de los habitantes de Tenochtitlán. El mandamás español, ávido de poder ingresaba victorioso antes de la batalla, lo acompañaba una hermosa india, que conocía la lengua Tzeltal, el náhuatl y balbuceaba el castellano.
Al enterarse Moctezuma del arribo del siniestro personaje y de su ejército, enlistó gran parte de sus tropas. Horas más tarde, en un lugar sagrado donde se les rendía tributo a los Dioses Aztecas, organizó su estratagema. Allí los grandes caciques deberían planear algo magistral para derrotar la temible tropa de los nuevos dioses.
Así, pues, para la asamblea asistieron hombres míticos que poseían cualidades de liderazgo y entereza, además, muchos de ellos ya habían sobrevivido a temibles asonadas y para esta ocasión podrían ser los más apropiados para unirse a tan noble causa. Sabían, plenamente, que no se trataba de la llegada de un dios benigno.
Intuían que algo peor que una plaga marchaba hacia las entrañas de la ciudad, sabían que traían consigo enfermedades mortales. Sabían de lo traicioneros que podían llegar a ser. Conocían de antemano, la maña, la trampa, la malicia, el embuste… Los españoles cambiaban los espejos por cantidades de oro. Hacían trueques obligatorios con los Motecas que, al resistirse, veían cómo sus carnes trepaban al viento y cómo los invasores construían cortinas de leche húmeda con sus huesos de plata.
—«El Imperio Azteca es el regalo más grande que me han dado los dioses» —pensaba Moctezuma, mientras que sus aliados lo miraban de soslayo y veían en él aquel temor nunca antes reflejado. Una suerte de inseguridad que se trasladaba a los sentires de la comunidad: ¿«Cómo detener la plaga, si eran seres invencibles»? ¿«Cómo se llamaban esos «palos largos» que emanaban sonidos hambrientos»? Estas reflexiones provocaron hondas jaquecas en el mandatario que, no concebía perder su imperio, no ahora.
En el calendario ya transcurría el mes Izcalli, El Cacique hacía tres noches que estaba en vigilia, presentía que Cortés estaría cada vez más cerca de él. Decidió, entonces, consultar a un súbdito sabio: Netzahualcóyotl. La conversación fue tensa. El silencio acaparó los minutos, los saturó de un espíritu de soledad, de incertidumbre.
Con la llegada de un sol blanco, doscientos hombres llegaban por el Este montados en el lomo de unas bestias que soltaban onomatopeyas de espanto. Se apeó del animal una persona de abundante cabello de azabache y barba montaraz. Armadura de plata, piel de canela. Su mirada se clavó en la arquitectura de la ciudad, no podía creer que los animales sin alma pudieran haber edificado una sociedad tan fina, perfecta. Impávido seguía con su mirada los acueductos y toda la organización de aquella mágica ciudad. Sus ojos cegados de trigo al deleitar las columnas de oro que sostenían las casas. Los secuaces de Cortés no prorrumpían palabra. Embelesados, quedos, sobrepuestos de una realidad mítica llena de cartuchos de oro.
Hernán Cortés hacía su entrada al palacio, valeroso, desafiante. Desenfundaba su espada, la elevaba hacia el cielo y exclamaba: —¡Sal de tu castillo monarca de los esclavos, esta tierra no te pertenece, ahora es mía y de mi Dios, quien me ordena arrestarte!
Fracturó al viento con la persignación que hizo con el brillo que destellaba el fino metal. Los demás soldados, inclinados, hicieron una venia. Moctezuma, arribó a la puerta y con un gesto de perdón al universo, indicó que el ejército de la plaga, era bienvenido al palacio, aceptado.
El viento sirvió como canal para transmitir un diálogo que duró veinte minutos. La acción que seguiría marcaría la historia del imperio para la eternidad. Moctezuma se arrodillaba ante su vencedor, parecía Leónidas. los habitantes del pueblo observaron impávidos esa acción. A su vez Cortés ni siquiera emanaba gota de sudor alguna, para ganar el imperio y el terreno más fácil que quizá había conquistado en su vida. «Todas las luchas anteriores, valieron la pena», pensó Hernán. Inmediatamente, apresó a Moctezuma, lo amarró, y se dio paso al empoderamiento de su nueva empresa.
Al ingresar a su nuevo fortín, y al alcanzar a sentir la gloria más grande de todo el mundo, sin siquiera derramar una gota de sangre, se encontró con que su cabeza rodaba por las escalinatas, nunca imaginó que los Caciques del Imperio, junto con Moctezuma habían planeado entregarle el imperio solo por unos segundos, para después propinarle una sangrienta muerte.
Una espada de cristal se deslizó tenuemente por el aire. Una muerte bella. Cabe resaltar, que sus hombres no tuvieron un destino diferente. Una lluvia de flechas hacía una metamorfosis que dibujó la Noche boca arriba. Moctezuma, emitió una mirada que se perdió en los ensopados ojos de los habitantes. Lo desamarraron, lo subieron en los hombros. Titilaban sus cabellos de cobre haciendo ondas al aire. Elevó su mirar al firmamento y evidenció cómo una nube con forma de serpiente emplumada se perdía en la línea que cortaba el horizonte.
01 de junio del año de la pandemia. En mi habitación, como siempre, y muy agradecido con la cuarentena que me permitió terminar un nuevo relato.
Jonathan Caicedo Girón (1989). Es un profesor suachuno de literatura en UNIMINUTO y en la Universidad Santo Tomás, (CAU) Facatativá. Magíster en Estudios Literarios y Licenciado en Humanidades. Autor del poemario: Mediaciones de la locura (2020). Ha publicado algunos poemas y cuentos en revistas colombianas y latinoamericanas. En la actualidad trabaja en la escritura de su primer libro de narraciones: Las cosas buscan su acomodo, que verá la luz a finales del presente año.
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🖼 Ilustración relato: Fotografía por Lela Cargill / Pixabay [public domain]
Revista Almiar • n.º 111 • julio-agosto de 2020 • MARGEN CERO™
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