relato por
Juan José Sánchez González

 

J

avi ocupaba el lugar reservado para él. Sentado en un taburete, descargaba contra el muro su blando torso de treintañero gordo vestido con un amplio polo azul. Su brazo izquierdo reposaba sobre la barra, tan blanco y tan blando como su macilenta cara. Sus estirados ojillos marrones observaban somnolientos el entusiasmo impaciente de Carlos, cuya rolliza figura se recortaba sobre un fondo de botelleros vacíos y un frigorífico pequeño que zumbaba a pleno rendimiento, enfriando con urgencia varios pack de latas de cerveza. Su voz, de tonos roncos y graves, hacía pequeña la cuadrada caja vacía que formaba la cochera. Inquieta y alegre chocaba contra las paredes pintadas de blanco y resonaba en el alto techo, como un pájaro nervioso que quisiera escapar de su jaula.

Solo que Javi apenas prestaba atención a Carlos. Su amodorrada cabeza se mostraba insensible a las alegrías de su amigo. Tras echar un rápido vistazo a la casa, la única conclusión que había sacado es que Carlos y Ana habían cometido un tremendo error. Estaba convencido de que la casa no valía tanto como habían pagado por ella. Por supuesto, no había dicho nada. Se había limitado a sonreír como un tonto ante el rostro ilusionado de Ana y la cara satisfecha de Carlos que, dejando solas a las chicas, enseguida le había arrastrado hacia el que ya era su rincón favorito de la casa, aquella cochera con barra. Desde hacía varios meses, desde que un agente inmobiliario le mostró la casa por primera vez, apenas hablaba de otra cosa que de las fiestas que daría en ella, imaginando un raro futuro inspirado por el recuerdo de antiguas juergas, como si aquella barra tuviera el extraño poder de revivir el pasado. El entusiasmo con el que hablaba de esas fiestas imaginadas tenía para Javi algo de inquietante y enternecedor a un tiempo. Hacía mucho que su amigo no mostraba tanto interés por algo. Ni siquiera su boda con Ana o las difusas esperanzas de obtener una plaza como profesor de secundaria en las próximas oposiciones lograban animar su voz con esa íntima alegría. La insignificante causa de su entusiasmo hacía pensar a Javi en lo vacía que estaba la vida de su amigo, pese a su boda, pese a su casa recién comprada, pese a ese porvenir tan normalito que se dibujaba en su horizonte.

Carlos abrió el frigorífico y tocó un par de latas. Impaciente, volvió a cerrar la puerta.

—Le dije a Ana que las pusiera en el frigorífico antes.

—Tiene muchas cosas en las que pensar —respondió Javi alzando levemente la cabeza hacia el techo, señalando el lugar por donde Ana y Lola debían andar recorriendo la casa de habitación en habitación.

Carlos apretó los labios y agitó su gorda cabeza en un gesto que indicaba que lo único importante de verdad era que la cerveza estuviera bien fría. Después se fijó en la cara de Javi.

—¿Cuántas han caído este mediodía? No tienes buena cara.

Javi se alzó de hombros.

—Cinco o seis tubos pero, joder —cambió el tono de su voz y la expresión de sus ojos, animados por una repentina indignación— la próxima vez quedo a Lola en casa, cuando te lo estás pasando bien empieza con lo de que bebo mucho, con que la cerveza me sienta mal…

Carlos se echó a reír.

—Solo quiere que le llegues vivo a la boda.

Javi entornó sus estirados ojillos de tiburón obeso hacia la sonriente cara de su amigo.

—No me toques los huevos… Hablando de bodas, allí estaba Laura.

Ambos callaron un momento, mirándose fijamente, esperando a quién sería el primero en decir algo de todo cuanto había que decir a propósito de Laura.

—Va a venir con mi hermana —se decidió Carlos— son amigas desde que trabajaron juntas en la tienda de móviles.

—¿No le da cosa venir a su antigua casa?

—Ha venido ya unas cuantas veces… dice que le da pena —las palabras de Carlos acabaron en un arrugar de frente y boca que expresaba su completo desinterés por el tema.

—¿Cuánto duraron casados?

—No llegaron al año —Carlos miró ahora a Javi como si acabara de recordar algo importante relacionado con él—, ¿es verdad que fuisteis novios?

—¿Quién te lo ha dicho? —respondió Javi con una expresión de sorpresa indiferente en la cara.

—Mi hermana… se lo contó ella… que fuisteis novios hace muchos años.

—Tendríamos catorce o quince años.

—¿Te la follaste?

—¿En nuestra época, con esa edad? Tenías bastante si tocabas pelo.

—Vamos, que no.

—Algunos besos y mucho andar agarrados de la mano.

Los dos empezaron a reírse. Impaciente, Carlos abrió el frigorífico y sacó una lata.

—Estoy hasta los huevos de esperar —abrió la lata y dio un trago— un poco caliente, pero se puede beber ¿Tú quieres otra?

Javi asintió y Carlos sacó otra lata. Estaba tibia, pero necesitaba beber cerveza, retomar la borrachera interrumpida al mediodía.

Las voces de Lola y Ana empezaron a escucharse en la puerta que comunicaba la cochera con el patio interior de la casa. Al instante, ambas bajaban las escaleras. Ana era una treintañera morena y baja, vestida con un ligero vestido veraniego de animados colores. Lola era más alta y en torno a su delgado cuerpo flotaba un vestido blanco que apenas se ceñía a las modestas curvas de su cuerpo. Se acercaron a la barra. Lola miró fijamente la cerveza de Javi con sus ojos castaños, negando con la cabeza, agitando suavemente su negra melena ondulante.

—¿No has tenido bastante ya?

—No —respondió Javi tajante, sosteniéndole la mirada.

—Estos nunca tienen bastante —dijo Ana, sonriendo conciliadora.

—Pero es que ya beben demasiado.

—¿Ya vas a empezar? —preguntó Javi, arrastrando las palabras con voz cansina, sin apartar de ella su mirada, obligándola a torcer la cabeza hacia Ana y a bajar el tono de voz a casi a un murmullo.

—Es la verdad, bebes mucho…

Carlos intervino para disipar la tensión que las palabras de sus amigos habían introducido en su cochera con barra.

—Es lo que hacíamos todos los sábados, empezábamos a mediodía y acabábamos por la noche con una buena cogorza.

—Hasta que te convertí en un hombre serio y responsable —respondió Ana sonriente, al tiempo que estiraba la mano derecha sobre la barra para que Carlos la apretara entre las suyas.

Lola no quería montar una escena en la casa recién estrenada de Ana y Carlos, por eso desistió y se acercó a su amiga. Javi, últimamente, parecía estar siempre a la defensiva, como si cada palabra o cada gesto de su novia lo interpretara como una ofensa o un reproche. Todavía no estaban casados, aunque lo estaban todos sus amigos. No tenían fecha, ni una vaga idea. Ni siquiera se habían ido a vivir juntos. Seguían viviendo en las casas de sus padres.

Lola empezó a hablar con Ana, cambiando de tema, volviendo de nuevo a comentar las cosas que más le habían gustado de la casa. Carlos atendía a la conversación desviando de vez en cuando la mirada hacia su amigo Javi, por completo ajeno a lo que hablaban las chicas. Parecía aplastado contra la pared y la barra. Tenía la mirada distraída, como si rumiase algún pensamiento. Acabó pronto la lata y enseguida Carlos le acercó otra.

Sonó un timbre. Ana corrió escaleras arriba y volvió acompañada de dos chicas. Una era baja y gorda y llevaba el pelo teñido muy rubio, casi platino. Era Elisa, la hermana de Carlos. La otra era alta, con unas caderas anchas y un busto voluminoso que llenaban un ligero vestido floreado. Su alborotado cabello castaño se revolvía en infinitos rizos sobre una cara muy blanca salpicada de pecas. Era Laura, que dirigió una nostálgica mirada hacia el fondo de la cochera. Después reparó en Javi, al que saludó con indiferencia, como se saluda a alguien vagamente conocido. Enseguida atrajo la atención de las chicas. Todas querían saber qué sentía al entrar de nuevo en aquella casa y conocer el por qué de ciertos detalles de la decoración. Carlos las dejó hablar entre ellas y se acercó a su amigo.

—¿Qué coño te pasa?

—Nada.

Carlos meneó su cabezón en un gesto de incredulidad, pero lo cierto era que Javi le había dicho la verdad. No le pasaba nada, absolutamente nada. No tenía problemas serios, ni preocupaciones que le quitasen el sueño. Pero la verdad es que no se sentía muy bien. Estaba como embotado, como si fuera incapaz de sentir interés por algo.

Hablaron y bebieron más cerveza y Javi empezó a sentirse mejor y empezó como siempre a ser ingenioso y a reír y a parecerse al Javi que Carlos había imaginado en aquel rincón de su barra en las noches en que todavía dudaba sobre la conveniencia de comprar la casa, cuando le dominaba el miedo a no poder hacer frente a una hipoteca de tantos años sin unas perspectivas de trabajo fiables, trabajando como repartidor de una empresa de mensajería y Ana como cajera en un supermercado. Las chicas también bebían vino de verano y hablaban de sus cosas y reían y hasta Laura bromeaba sobre su frustrado matrimonio.

Pasaron un par de horas, Carlos y Javi ya estaban borrachos y contentos de estarlo y las chicas hacían planes para salir a los bares del pueblo. Lola se acercó a su novio y le dijo lo que tenían pensado hacer. Prefirió no echarle en cara que estuviera otra vez borracho. Le acarició la cabeza, sintiendo sus cortos cabellos negros ligeramente humedecidos de sudor huyendo a través de sus dedos. Era un gesto de cariño, de reconciliación, de paz. Pero Javi no sentía nada, solo una mano tocando su cabeza. Le respondió con una sonrisa forzada que daba a su boca una expresión tensa que Lola decidió interpretar como una muestra de cariño.

Se repartieron en dos coches. Ana llevaba su dos puertas con Carlos. Lola conducía el otro, con Javi de copiloto y Laura y Elisa en el asiento de atrás. Sin saber porqué, Javi empezó a sentirse nervioso con la presencia de Laura a sus espaldas. Mientras cruzaban las animadas calles del pueblo en plena noche veraniega de sábado, se volvía de vez en cuando hacia el asiento trasero. Las dos chicas hablaban de sus cosas. Javi apenas podía reconocer en Laura a la adolescente de la que pensó estar enamorado para siempre. Sus rasgos habían engrosado, habían adquirido el aspecto de una madurez vulgar. No la encontraba atractiva. Aun así, le hacía sentirse extraño. No se gustaba ante ella, no se gustaba en su gordura y su abandono y no se gustaba verse a sí mismo frente a ella como un tipo que trabajaba a turnos en una fábrica y que se limitaba a matar el tiempo sin aspirar a nada. Necesitaba sentirse apreciado por Laura, necesitaba que pensase que había conseguido hacer algo importante, algo diferente, algo que permitiese señalarle y decir de él que había hecho algo que otros muchos no hacían. Pero sabía que no había nada de eso, sabía que no había hecho nada importante en la vida, que solo era uno más… y eso le hacía sentirse nervioso e inseguro ante ella.

Ocuparon un par de mesas en una terraza de verano. Carlos y Javi cambiaron la cerveza por combinados de whisky. Pronto dieron un acelerón a sus borracheras y empezaron a reírse exageradamente de cualquier cosa. Las chicas los dejaban en paz. Ellas estaban alegres, incluso un poco borrachas también, pero hablaban de cosas con sentido. Ellos no, ellos eran simplemente un par de tipos liberados de la seriedad cotidiana, de la necesidad de representar a alguien que se toma en serio su existencia. Ahora eran simplemente un par de tipos con muchas ganas de reírse de cualquier cosa. Sin embargo, aquella noche, Javi no lograba sacarse de la cabeza a Laura, sentada frente a él y completamente ajena a su presencia. Cada vez sentía más apremiante la necesidad de llamar su atención, de hacerle saber que no solo existía como cualquier otro tipo, sino que la suya era una vida singular, una vida en la que había cosas distintas. Le hubiera gustado demostrarle algo, no por el deseo de gustarle, sino por la necesidad de sentirse orgulloso de sí mismo ante alguien que le había conocido tan bien en otro tiempo y que podía juzgar mejor que nadie su fracaso.

Llegó la hora de cerrar, avanzada la madrugada. Ninguno quería regresar a casa ni seguir la fiesta en la discoteca. Carlos propuso hacer «after» en su cochera. Todos estaban de acuerdo. Regresaron. Laura seguía poniendo nervioso a Javi en el asiento de atrás. Apenas hablaba ahora con Elisa, borracha y medio dormida. Miraba al frente, a un lugar indefinido. Parecía más pequeña y frágil. A Javi le dominaba la penosa sensación de estar desperdiciando una oportunidad, aunque no sabía por qué ni para qué, y era eso lo que le ponía nervioso, lo que le impedía atender a las palabras de Lola, que acabó por callarse al darse cuenta de que nadie la escuchaba en el coche.

Carlos y Javi volvieron a ocupar sus puestos a ambos lados de la barra. Carlos había sacado de algún sitio una botella de whisky, latas de coca cola, vasos y algunos hielos. Laura se sentó al lado de Javi. Parecía ausente. Su mirada vagaba por la cochera, buscando algo o recordando algo. Las chicas se sentaron en torno al extremo opuesto de la barra, hablando de sus cosas. Javi no conseguía liberarse de la sensación de estar desperdiciando una oportunidad. Su conversación era errática y nerviosa y solo conseguía hacer reír a Carlos. Miraba con insistencia a Laura, que permanecía ajena a todo. No sabía qué decirle, pero necesitaba decirle algo. Apenas habían cruzado algunas palabras en los veinte años que habían pasado desde que fueron novios. Ahora era una completa desconocida. Y él no era nadie especial para ella. Solo uno más. La presencia de Laura, como la sombra de otro tiempo en el que pensó que llegaría a ser tantas cosas, le hacía tomar consciencia del absurdo vacío que era su vida a los treinta y cinco años.

Ana le preguntó a Laura si le pasaba algo. Ella se giró hacia el grupo de las chicas y las estuvo mirando fijamente y en silencio un rato hasta que su cuerpo comenzó a estremecerse. Lloraba en silencio, lenta, suavemente, con el rostro apenas contraído y una mirada llena de desamparo. Las chicas se levantaron, la rodearon y la alejaron hacia un rincón de la cochera.

Carlos, recostado en la barra sobre ambos codos, observaba la escena en silencio, con cara de fastidio. Se sentía como si hubieran usurpado sus derechos de propietario, su derecho a disfrutar de su barra y su cochera, como si le quisieran imponer penas que no eran suyas, viejas penas que no le pertenecían, que no había comprado.

—Para venir a llorar a mi casa se podía ir a tomar por culo.

Murmuró enfadado, con su vidriosa mirada de borracho fija en el rincón en el que las chicas trataban de consolar a Laura.

Incapaz de contenerse, sin ni siquiera saber porqué, sacudido por algo que brotaba muy dentro de él, Javi empezó a reírse, a reírse a carcajadas, una risa que burbujeaba furiosa en su estómago y escapaba chillona entre sus dientes, una risa que llenó la cochera e hizo que las chicas se volviesen hacia la barra con miradas de reproche, una risa que arrastró a Carlos, incapaz tampoco él de contenerse, una risa inflamada de alcohol que volvía a liberarlos de la seriedad de la vida y de la sensación de haber perdido oportunidades y del remordimiento de no haber llegado a ser lo que alguna vez se deseó llegar a ser, una risa airada que sobrevolaba estéril y ligera sobre el agobiante vacío de sus vidas.

 


 

Juan José Sánchez González es natural de Villafranca de los Barros (Badajoz). Con relación a su profesión como Historiador del Arte ha publicado dos libros y varios artículos en revistas científicas. Tiene, asímismo, publicados diversos relatos en las revistas literarias Ariadna RC, Almiar, Letralia, Narrativas, En Sentido Figurado, Relatos sin Contrato (RSC) y Pluma y Tintero, además de en antologías como El Vuelo de la Palabra, el cuento en Extremadura en 2015 y 2016, en la 1.ª y 2.ª Antología de relato corto publicada por Serial Ediciones y Palabras Contadas de La Fragua del Trovador.

Contactar con el autor: ret50jon [at] hotmail.com

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Revista Almiarn.º 103 • marzo-abril de 2019MARGEN CERO

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