relato por
Juan Jorge Parera
Algunos sistemas de comunicación animal podrían considerarse en cierto sentido […]
más ‘ricos’ que el lenguaje natural. Por ejemplo, cuando son continuos […],
en contraste con la infinitud discreta del lenguaje humano.
Noam Chomsky. La arquitectura del lenguaje
E
n busca de silencio y de formas naturales, para olvidar el bullicio y la artificial regularidad de las construcciones que aprisionan, me alejo de esta cárcel gigantesca que la ciudad es.
En las últimas calles, el sonido de los cláxones y la gritería en el cercano mercado se atenúan progresivamente. Pasada la autopista, penetro en terrenos baldíos con baja y rala vegetación, la que va aumentando en variedad y altura hasta convertirse en arbustos que me rozan y lastiman. En lugar de sentirlo como un suplicio, lo asimilo como el inicio del contacto con otros seres; seres estáticos y extendidos, más cercanos a mi verdadero yo que los moradores de la ciudad que ya se ve a lontananza.
En el bosque avanzo entre árboles que enlazan ramas y follaje para cubrirme con su sombra. El sendero se estrecha. La frondosidad de la vegetación aumenta. Los rayos del sol que se filtran a través del ramaje dibujan en mis mejillas caprichosas y cambiantes formas, convirtiéndolas en lienzos con motivos de iluminación y geometrías variables donde la mano del pintor es ajena a la voluntad racional y sigue las leyes de la naturaleza, quizás divinas.
La sucesión de huecos luminosos en la espesura va transmutando en pared de follaje continuo. Cierro los ojos e imagino que me introduzco en recinto de muros convergentes, que más adelante me envolverán para encerrarme en gruta de frondosa concavidad. Ante mi avance, se escabullen roedores, un corzo huye precipitadamente, laboriosas ardillas, que recolectan bayas, se ocultan en la espesura.
Cedros, laureles, álamos, robles, almácigos, muestran troncos exuberantes que a veces penetran en el vecino. Otro pudiera interpretarlo como pugna, combate de colosos por la posesión del espacio inmediato. A mí se me antoja que es el contacto amistoso de dos gigantes para, en concupiscencia mutua, sentir al otro e intercambiar material biológico, compartir la minúscula fauna que albergan, y así sellar un pacto de apoyo mutuo; mientras sus ramas, en camaraderil enlazamiento, ascienden voluptuosamente hacia la luz.
Luz que a veces nubes de caprichosas y cambiantes formas. Quizás es la manera de anunciarles la posterior ofrenda acuífera que verterán sobre ellos, para a la vez que facilitar su nutrición, estimular a la fauna que esconden a interpretar arias, loas que bendigan toda aquella maravilla natural.
Me detengo y recorro con la mirada aquel océano de seres poliformes y multicolores. Recuerdo el silencio que buscaba; pero el que siento no es tal, es incompleto, inatrapable, se escabulle entre las ramas de los árboles, pues junto a la vegetación la intensidad de la polifonía del mundo animal que la puebla va en aumento, cerrando intersticios sonoros hasta llegar a un fondo ruidoso, matizado aquí y allá por trinos de virtuosos voladores.
Mi fascinación por el ambiente que me envuelve no se debe a los corpulentos troncos de los árboles centenarios que me rozan, ni a los bejucos colgantes que dificultan mi avance, ni a las plantas parásitas que complementan la belleza de las frondosas cúpulas arbóreas, ni a la presencia de mirlos y otras aves de variopinto plumaje, ni a los insectos que saltan y se adhieren a mi piel y ropas. No, no son esos detalles por separado, es la sensación del todo, del cual ellos son fragmentos, manifestaciones aisladas de la unidad universal.
La amalgama, la confusión de especímenes vegetales y fondo sonoro, que se hace cada vez más intensa, es manifestación de una rebelión contra la artificial individualidad que la racionalidad humana les otorga al asignarles nombres.
Al designar las cosas, al nombrarlas, las arrancamos del todo del que son parte constitutiva e inseparable, las aislamos de su promiscuidad con otros entes, a los que están estrechamente ligadas. Así las despojamos del atributo más esencial de su existencia, que es el intercambio y la mezcla con el todo.
Irrumpiendo en este mundo natural intento olvidar la forma racional de juzgar, de apreciar el mundo. Trato de retornar a lo primigenio que hay en mí, a aquello de lo que no soy consciente pero que está en mi ello. Me transporto a un universo de nuevas cualidades. Cualidades innombrables, porque, al estar diluidas en la totalidad, se escabullen a la individualización que el lenguaje, al designarlas, quiere someterlas.
Voy comprendiendo el mundo de otra forma. Experimento un beneplácito desconocido. Mi regocijo no es causado por sentirme libre del demonismo que achacamos a la ciudad por su artificialidad, por el bullicio de los conglomerados humanos, por los monstruos rodantes que la surcan. Tampoco se debe a la idealización de lo natural, que los que estamos lejos de él le otorgamos pensando con el romanticismo de negar lo inmediato que nos perturba.
Es por el todo que me envuelve. Porque me siento parte de él. Porque el contacto con ramas, arbustos, insectos, roedores, que la mayoría de los mortales interpretan como molestias, como agresiones a la individualidad corporal, los percibo como el nexo que me vincula, a través de lo inmediato, de lo próximo, con la vorágine botánica y zoológica que me rodea.
Intento seguir adelante para adentrarme más en este paraíso natural, pero no puedo. No puedo avanzar. Mis pies han quedado inmóviles, no responden a mi deseo, permanecen indiferentes a mi comando. Me esfuerzo, pero es inútil. Estoy paralizada. Me siento impotente al no poder moverme, al perder una de las facultades esenciales no solo del género humano, sino de todo el reino animal. ¿Cómo sobrevivir en este estado estático?
Cavilo un instante y analizo la situación desde otra perspectiva. ¿Para qué necesito el movimiento, para que desplazarme, para que sustituir mi vecino próximo por el siguiente, si aquél es igual y quizás mejor que el que lo sustituirá? ¿Para qué sirve la visión, si ella, en complicidad con la labor separadora, aisladora del lenguaje, solo permite atender a una minúscula parte de aquel todo maravilloso y continuo contrapuesto a lo aislado, a lo separado? El lenguaje y la vista no nos permiten comprender la esencia del universo. Esencia dada en su continuidad, en la simbiosis de todo lo que constituye al mismo.
De pronto siento que mis pies penetran en la tierra, la rompen, profundizan en ella, separan guijarros, apartan ramas secas, fraccionan rocas. En su avance hacia lo profundo oigo el crujido de la tierra al abrirse, de las rocas al quebrarse y deleznarse. Mis extremidades prosiguen su avance, se internan más y más con ansias de alcanzar el corazón del planeta.
Los dedos de mis pies comienzan a alargarse. Se separan siguiendo trayectorias zigzagueantes, para continuar hacia zonas cada vez más húmedas, hasta llegar al manto freático. Al fin experimento alivio. El líquido refrescante humedece mis extremidades. Por mis piernas, que se han ramificado, asciende el agua, pasa por mi tronco, que ha ido endureciéndose, y llega a brazos y garganta. Siento su sabor insípido, fresco, vivificante.
Mis brazos se levantan buscando altura. Se bifurcan para generar muchos que se extienden en múltiples direcciones, algunas buscando el límpido cielo, otras para entretejerse con el follaje que me rodea.
No me esfuerzo por moverme. Asimilo la transformación que en mí ocurre. Dejo reposar mi alma. En un último gesto de movilidad levanto la cabeza y veo a lo lejos el camino que no recorreré. Contemplo aquel sendero inalcanzable y esbozo una sonrisa.
Empiezo a sentir que ya no soy única, diferenciada de lo otro. A través de mis raíces conecto con mis vecinos; las bacterias que antes llevaba dentro de mí para ayudarme en la nutrición, ahora están dispersas en mi entorno. Si antes sometía el agua a mis propósitos, ahora debo esperar pacientemente que llegue a mí. A mi mente viene Dafne, ¿seré yo su reencarnación que busca el contacto con Creúsa a través de las aguas subterráneas?
Mi raciocinio comienza a declinar, o mejor, a funcionar con otros principios, pero aún puedo hacer análisis lógicos. Puedo comparar lo que era con lo que comienzo a ser. Me percato de la pérdida lenta de mi individualidad. Voy perdiendo atributos como ente del reino animal, para convertirme en un vegetal, estático, sin posibilidades de movimiento, pero enlazado con todo lo que me rodea.
Aún no atino a dilucidar si mi nuevo estado significará un salto pleno hacia la satisfacción terrenal que he añorado. En la ambivalencia de mis sentimientos empiezo a perder la noción de mí, sospecho que el proceso es irreversible. Creo que no tendré tiempo para llegar a una conclusión expresable lingüísticamente, solo sé que voy comprendiendo mejor mi lugar en el universo.
En las postrimerías del raciocinio humano mis últimos recuerdos van al pensamiento volteriano. A su hombre en estado natural, un hombre ingenuo, sin preocupaciones, sin lenguaje, guiado por el amor y la comprensión de lo otro. Un ser que vive en armonía con el resto de la naturaleza.
Voy más atrás que Voltaire. Retrocedo a lo primigenio. Hago un recuento de la historia humana. Reinterpreto el relato del Génesis: el promotor del pecado original no fue la serpiente. El árbol no fue espectador pasivo del diálogo entre ella y Eva. Muy contrariamente, fue él quien puso en marcha el deseo y así la procreación que engendró a la humanidad. Él fue el protagonista al dar su fruto que llevaba ese mensaje, la serpiente fue solo un mediador.
Ahora comprendo a nuestros ancestros que divinizaron árboles y vegetación. ¡Qué lúcidos los pobladores del septentrión europeo cuando situaron en el centro del mundo de los ases, en el Midgard, al mayor de los árboles, al gran fresno Yggdrasil, cuyas ramas se extendían por todo el universo y sus raíces eran el canal por donde fluía la sabiduría!
Y como una señal para la humanidad de hoy, como un aviso para que recuperemos el espíritu divino de lo vegetal, ahí tenemos el peral de La Torres Gemelas. El árbol sobreviviente a la catástrofe que segó miles de vidas humanas. Él está ahí, como símbolo, pero también como depositario del aliento vital de todas ellas, para con sus semillas extenderlo por todos los rincones del planeta.
Inmóvil, siento ardillas trepar por mi tronco, insectos que empiezan a construir madrigueras dentro de mí, pájaros que buscan cobijo en mis ramas. Trinan, hacen el amor, construyen nidos, para luego, al caer la tarde, cuando las sombras envuelvan mis ramas, disponerse a dormir en ellas. Soy canal que enlaza seres y cosas, que enlaza con todo lo otro.
Al amanecer recibo energía de los rayos solares. El regocijo me inunda. Desde mi boca, que se ha multiplicado en muchas, brotan flores cuyos pistilos tornarán en semillas para convertirse en manantial de vida al desparramarse por la tierra de la que ya soy parte, parte diluida en el todo, que es ya la esencia mía.
Post scriptum: Cada vez que hacemos una distinción, separamos un objeto del resto de nuestras experiencias (…). Es importante observar nuestras distinciones como tales, y no meramente como nombres de las cosas. Las cosas no tienen nombre. Nosotros se los damos. (…) el proceso de darles nombre (…) las constituye en las cosas que son para nosotros. (R. Echeverria, en Ontología del lenguaje).
Juan Jorge Parera López (Holguín, Cuba, 1950; ciudadano sueco desde 1992). Doctor en Ciencias Físico Matemáticas (Univ. de San Petersburgo). Master en Ciencias Sociales y Pedagogía (Univ. de Estocolmo). Profesor de Física y Matemática en universidades e institutos de varios países; actualmente jubilado. Con decenas de publicaciones científicas sobre su profesión, en los últimos decenios se ha dedicado a estudiar la relación Arte-Matemática-Lenguaje-Pedagogía-Sicología Cognitiva. Sus ideas en esa dirección pueden leerse en los libros Arte, Matemática y pensamiento visual (Tregolam 2017) y Lenguaje y Matemática en la comunicación y el pensamiento (Llanura 2021). En la esfera cultural se ha ocupado del arte y de la escritura. Ha producido documentales, entre ellos Habanera entre dos orillas y Sosabravo, de la línea la forma y el color. Tiene varios libros de narraciones, entre ellos El jardín de las delicias y las desquicias (Llanura 2018) y La Virgen de los Mares (Llanura 2022).
Contactar con el autor: JJPareraL2009 [at] hotmail [dot] com
Ilustración: Fotografía por Pedro Martínez ©
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 129 • julio-agosto de 2023
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