relato por
Juan Carlos Vásquez
L
a euforia desproporcionada fluía desde todos los rincones, y experimenté una inmensa alegría, una que nunca antes había sentido desde mi primer arribo a aquella isla llena de refugios. En Wards Island habían implementado nuevos métodos de seguridad, sustituyendo a los vigilantes comunes por integrantes del «DHS»: Department of Homeland Security. Habían instalado cámaras y trasladado a otro gran grupo de hombres violentos al Atlantic House Men’s, en Brooklyn. Aunque todo se había tranquilizado, existía una tensa calma. El 2002 estaba por acabar, así que tomamos el tren muy temprano para poder estar entre la multitud que recibiría el año nuevo en Times Square.
La policía había creado anillos de seguridad en los accesos debido a los ataques terroristas a las Torres Gemelas, lo que obligaba a mantener la vigilancia. Con el paso de las horas, el grupo se fue dispersando y junto a Said, entré a un bar y esperamos a que se aproximara la hora mientras se escuchaba música a lo lejos.
Durante la cuenta regresiva, descendió una enorme bola de cristal. Se logró reunir hasta un millón de personas, como cada año, pero esa vez lo vivimos de manera diferente: gritamos, nos abrazamos con desconocidos, hicimos nuevas amistades y compartimos números de teléfono. ¿A dónde ir? Lo siguiente en nuestra lista eran las ganas de absenta. Inmediatamente debatimos sobre el lugar y la zona. Las estaciones del tren estaban abiertas hasta el amanecer. Llegamos al William Barnacle Tavern en la calle 80 de St. Marks Place, un lugar especializado en «Old Absinthe»: La absenta, apodada «El hada verde» debido a las hierbas que contiene, como la artemisia absinthium. Al añadir agua fría y azúcar, la bebida se transforma.
En aquel pequeño lugar del East Village proyectaban un concierto en una pared, y el lugar parecía retro. No tuvimos cuidado a la hora de pedir, tenía dinero y ese no sería el problema. Lenta pero constantemente, una copa tras otra, hablando sin parar. Como todos, teníamos ese optimismo al decir que el 2004 sería diferente. Volvimos a construir una ilusión. Said quería desterrar aquella sensación de morir solo, sin embargo, decía creer en la resurrección.
Mientras más pienses en morir, más adicción tienes a la vida, a la necesidad de amor, a la contemplación.
Del bar nos fuimos al piso de su hermano. En realidad, era el piso de la novia de su hermano, quien había salido de la cárcel hacía pocos meses. El apartamento estaba ubicado en la calle 34 y tenía unas vistas maravillosas. La chica lo primero que hizo al vernos fue hablarnos sobre el arte escultórico de Koons, una suerte de sexo con o entre muñecos y objetos cotidianos. A diferencia, los temas de Said estaban relacionados con la CIA y las teorías conspirativas.
El hermano nos dejó elegir libremente los licores que había en el bar del salón. Y comimos, bebimos y nos despedimos emotivamente antes de salir a la calle.
Una vez fuera, Said me pidió dinero para comprar droga. Se lo di, pero preferí marcharme del lugar donde presuntamente debía esperarlo. Su última expresión fue tan inane como enloquecida. No quería volver a verlo en ese estado en el que lo había visto tantas veces antes: balbuceante, con la saliva cayéndole de la boca. Sabía que al rato volvería a insistir en lo mismo.
A pesar de todo, amaneció y yo me mantuve en pie. Fui al Spanish Harlem y entré en un pequeño restaurante puertorriqueño. A través de la ventana vi los puestos de döner kebab, las agencias de viajes, las heladerías y la sex-shop mientras comía. Después, me instalé en un hotel y llamé a mis padres en un cruento ataque de nostalgia.
Dormí largo y profundamente. Al despertar ya era de noche, me duché, me vestí y salí a la calle. Lo primero que hice fue comprar una cerveza y beberla de un sorbo. Detallé pausadamente los rascacielos. Me gusta tanto caminar por Manhattan, nunca me he cansado de hacerlo. No sabía muy bien adónde ir. Eran las once de la noche y a esa hora nacía un dipsómano dentro de mí; la barbarie melancólica de un paseo eterno; el alargamiento de un sueño que solo es probable en esa expansión.
Recordé aquel atardecer urbano que se alinea perfectamente en el horizonte de las calles 14 a la 57, desfasadas 29 grados del eje este-oeste de la ciudad. Me fui aletargando, caminé y caminé hasta el Brooklyn Bridge: la monumentalidad de la alegría. Desde aquel puente recordé mis influencias, el amor legendario de siempre seguir, muy a pesar de cualquier conflicto. Sabía que en la evasión estaba la base de la fuerza. También recordé que con el escritor Milton Ordóñez fui a un cine en la calle 24 cada lunes, donde proyectaban películas de producción independiente.
Llegábamos por la mañana y, si queríamos, nos quedábamos hasta entrada la noche viendo películas una tras otra. Recuerdo que había mucha gente y las películas eran iraníes, peruanas, indias, francesas, italianas y rusas, con la dosis del terror japonés. Salíamos con los ojos cansados y en la calle nos esperaba una amiga de Milton, que luego se convirtió en una gran poeta.
***
Entro en un Starbucks y pido un café que vale dos dólares. Me siento y observo a un hombre blanco con gabardina. Se gira y habla con la pared. Otra vez floto a la deriva, me suspendo en aquella conjunción de sentimientos, razas y estructuras. Solo los más arriesgados habían llegado hasta allí, porque todos en algún lugar del mundo, con o sin dinero, habían dicho: «Vamos a dejarlo todo y marchemos a Nueva York».
Y yo había conocido a muchos de aquellos valientes.
De los mil doscientos dólares, me quedan quinientos. ¿Qué hacer? Tantas opciones entre tantos esquizofrénicos. Muchos me decían que el pánico originado con el derrumbe de las Torres Gemelas había contribuido al desarrollo de enfermedades crónicas en la población, como el asma, los infartos de miocardio, la claustrofobia, la depresión y los ataques de ansiedad. Ya el neoyorquino no era el mismo de antes, aunque aquel trastorno también los había hecho más fuertes. Muchos vestían ropa de camuflaje y estaban dispuestos a defender a su país de cualquier enemigo externo.
Muchos vivieron el desplome de las Torres Gemelas dentro de un marco religioso de tipo apocalíptico, como «el día del juicio final» o «el fin del mundo». Todo eran pesadillas, agitaciones, una alerta de sospechas excesivas. Aunque todo volvió a una aparente normalidad, los recordatorios de la catástrofe seguían acosando a muchos habitantes de la ciudad.
Una vez más tomé el tren y aparecí de nuevo en el East Village. Temblaba y se me secaba la lengua. Inmediatamente vi un bar y entré: Death & Company. No sé qué contenía lo que bebí, solo recuerdo que era un cóctel con un sabor delicioso. Salí… «Todo era entrar y salir de bares, del metro, de inmundos hoteles y refugios asquerosos». Todo era pensar, estar interno en el recuerdo, enloquecido en proyectar un futuro por el que nada hacía. Creyendo que me apresuraba para que no me alcanzara el invierno, pero siempre me alcanzaba.
Pensé en buscar una prostituta y pagarle, pero nunca había pagado por sexo y ya no lo haría. Me fui al Greenwich Village, paseé tranquilamente alejándome de los rascacielos. Compré una botella de vodka y me perdí en las callejuelas del West, con sus casitas brownstone, los numerosos puestos de café, las escaleras de emergencia en forma de zigzag y los escaparates de las tiendas, me sorprendió un antiguo mercado/prisión convertido en librería. Exhausto, terminé en Washington Square, donde vecinos de la zona, turistas y estudiantes se mezclaban en un solo bullicio.
Lo que vislumbraba a través del vidrio de la noche cobró una dimensión sobrehumana. En el camino, las personas parecen rodeadas de un halo. Estoy dentro de mi propia pesadilla: si no lo logro, llegará tarde el sueño, o simplemente no llegará. Hago un llamado, pero nadie acude, he de intentar librarme del primer y gran escollo… En ese punto mi propia queja apunta y me percato. Es una escena real y no la mera ensoñación en el cerebro de un niño.
(Texto perteneciente al libro Ward’s Island: El costado oscuro de Nueva York).
Juan Carlos Vásquez nació en Valencia, Venezuela. Ha participado en varios volúmenes colectivos y antologías, como Paseo en Versos (Pasos en la Azotea, Df México 2006); Hemiparesias (Visceralia Ediciones, Santiago de Chile 2006); Poesías y aparte el Libro y su Autor, Creaciones Literarias, selección de Betty Goldman y Enrique Epelbon, Estados Unidos 2007, y en el proyecto artístico Mirages from an Unreal World de Laura Orvieto, Author house (New Jersey, 2010). Fue seleccionado para formar parte de la Antología The World’s Greatest Letters 2021, una antología bilingüe en inglés y español. También ha sido miembro del grupo cultural Spanic Attack (Nueva York, 2004) y The Hall (Miami, 2001).
Es autor de varios libros de relatos, entre ellos Pedazos de familia (Ediciones Estival, 2000); Vulnerables (Media EU S.à r.l. Ed. Filatel 2019); Ward’s Island: El costado oscuro de Nueva York, una historia autobiográfica (2001-2006); y Colapso. Poesía reunida (1999-2022). Sus poemas y relatos han aparecido en diversas publicaciones literarias, tanto digitales como impresas, europeas e hispanoamericanas, como Barcelona Review, El coloquio de los perros, Canibaal, Casa Bukowski y en los diarios La Razón y el Impulso.
Juan Carlos administra el archivo literario y artístico HD Kaos y ha recibido distinciones en los Concursos de poesía pro lingüístico y multimedia Premio Nosside (Calabria, Italia), en las ediciones de 2005 y 2006. También fue finalista del concurso de microrrelato «Guka» en Buenos Aires en 2018.
Vásquez se trasladó a Florida en 1999. Desde entonces ha vivido en Tampa Bay, San Francisco, Nueva York, La Coruña, Bekirén, Barcelona y otras ciudades de Estados Unidos y España.
📧 Correo electrónico: jcvasquezf@gmail.com
📇 Perfil: https://linktr.ee/juancarlosvasquez
📄 Leer otros textos de este autor (en Almiar): La femme fatal (relato) ▪ Mil bares (reseña) ▪ Hella Kitty (reseña)
📷 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 131 · noviembre-diciembre de 2023
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