relato por
Rodrigo Torres Quezada
D
e pronto el bus se bambolea con brusquedad y me saca de mis pensamientos. La carretera brilla y los cerros secos nos siguen, como si no avanzáramos, como si se burlaran de nuestra ilusión de seguir adelante. Las nubes también parecen detenidas. O es que soy yo quien no quiere despegarlas de la retina. Pero no es solo el movimiento del bus el que me evade de mis ideas. Es mi compañero de asiento. Creo que le gusto. No pierde ocasión para hablarme de sus conocimientos en física. Apenas nuestras miradas se encuentran, él me comenta sobre algún dato curioso o una de sus anécdotas. Le digo que soy Licenciada en Biología, que lo mío son los insectos. Si quiere podríamos estar horas hablando sobre los élitros de los coleópteros. Pero eso no lo amilana. Él insiste y finge que también le gustan los bichos. En eso estamos cuando de pronto veo a un hombre mayor caminar por el pasillo del bus. Se dirige hacia el baño. Luce sereno. Triste. ¿Cuántos años tendrá? Me observa y me entrega una fugaz sonrisa. Yo le respondo con otra. Afuera, el sol va adueñándose del cielo y las nubes se baten en retirada envolviéndose sobre sí mismas.
Me hubiera gustado estar viajando de noche cuando lo único que puedes escuchar son ronquidos y el sonido de la marcha del bus. Pero a esta hora los niños gritan, un bebé pide comida y las personas en general hablan mucho. Sin embargo el hombre mayor está en silencio, apegado a la ventana, en los primeros asientos. Distingo su reflejo. No duerme pero está echado hacia atrás como si quisiera engañarnos y hacernos pensar que sí lo hace. Sonrío. Es una buena técnica para disfrutar de la tranquilidad que ofrece el paisaje.
He venido sola, sin amigas ni amigos, sin pretendientes, sin compañeros de trabajo. Estoy escapando aunque no tengo muy claro de qué. Quizás de la bulla, de las personas, de la civilización. Sin embargo, eso está muy presente dentro de este bus. A lo mejor ya no se puede escapar. Quizás a mis veinticinco años es imposible evadirse de la realidad urbana. ¿No son hermosos estos cerros? Tan sobrecogedores, tan excelsos. Alguien toca mi hombro. Es el físico. Adelante, el reflejo del hombre mayor sonríe en la ventana.
Estar tanto rato sentada es incómodo. Siento el culo húmedo y el calzón se mete en él como un intruso. Me volteo dándole la espalda al físico aunque me incomoda saber que me mirará el trasero en lo que resta del viaje. Bueno, después de todo una debe soportar una vida entera siendo observada por ellos, los machos.
Apenas supe de este «paseo científico», como le llamaron, me inscribí. Lo organiza La Sociedad de Amigos de la Ciencia y el Conocimiento. Así tal cual. Realizan charlas y talleres en bibliotecas a las cuales por un tema de tiempo no he podido asistir. Pero eso no impidió que me inscribiera. No se preocupe, me dijo el presidente de la sociedad, cualquiera que ame la ciencia más que a sí mismo puede venir con nosotros. Son personas extrañas estos amigos de la ciencia. El presidente es un tipo gordo que trae a toda su familia en el viaje y es que ellos también son «socios». Su esposa es la tesorera y su hija es algo así como una «propagadora de la palabra científica». Además, la esposa lleva colgando a su bebé con unas correas que tienen el logo de la sociedad. Y sí, el bebé también es socio. Es tan familiar este viaje. Pero algunos viajamos solos.
El hombre mayor está sentado junto al presidente. No se hablan. Parece ajeno a todo lo que este cuenta en torno a la sociedad, sus logros y los nuevos socios que han logrado captar. Él no es parte de la sociedad, al igual que yo.
Llegamos a Ovalle, cuarta región de Chile. Sin ser de noche la temperatura ya es baja, muy distinto de lo que me imaginaba. Una asocia el norte a lo seco, árido y caluroso. A veces los libros se equivocan tal como quienes dan el tiempo en la televisión. La sociedad (específicamente el hombre gordo y su familia) se consiguió alojo en un internado de la zona. Es un sitio sencillo, a primera vista acogedor, encajonado por cerros cercanos y distantes que crean la ilusión de que estamos escondidos. Y eso puede ser cierto. Entramos en el casino del colegio. Gente voluntaria de la sociedad nos ordena por grupos y nos hace sentarnos frente a unas mesas largas. El hombre mayor permanece de pie. Parece perdido, como si el hecho de que deba sentarse junto a otras personas le incomodara. El gordo le guía hasta su grupo, o sea, su familia. Distingo que se siente incómodo por lo que me levanto presta de mi asiento y alzo la mano. Venga con nosotros, le digo. Tanto él como el presidente parecen sorprendidos. El hombre mayor se acerca sonriendo. Es delgado, alto, su pelo cano se entrecruza con cabellos grises que le dan un aire de placidez. Me da las gracias. Pregunto su nombre. José Luis. ¿Cuál es el tuyo? Camila, contesto. De inmediato los demás integrantes, ya que ni José Luis ni yo les preguntamos, se presentan. Cada uno dice cuál es su ocupación: conservadora en el Museo de Historia Natural, profesor de ciencias, Licenciada en Biología, etc. José Luis no dice nada. La señora Rosa, la conservadora, le pregunta sobre qué hace por la vida. Respiro, dice José Luis. Todos reímos. Pero yo sé que él lo dice en serio.
El gordo ha estado hablando por varios minutos acerca de la finalidad y los objetivos de su sociedad. Está claro que busca nuevos adeptos. Los voluntarios de la sociedad, en su mayoría jóvenes con miradas tímidas y apocadas, incluyendo al físico, le escuchan casi en éxtasis. Yo quiero que vaya al grano, que nombre los sitios que vamos visitar. Pero luego. José Luis, al igual que yo, no pone mucha atención. Es más, toma una de las servilletas que hay sobre la mesa y empieza a hacer un origami. Se toma su tiempo. Dobla las esquinas con delicadeza, toma cada punta de forma sutil para luego depositar su creación al medio, sobre la azucarera. Me saca una sonrisa. Las personas de mi grupo me observan con cierta molestia. El gordo parece notar mi falta de atención y se acerca a nuestra mesa. ¿Alguna duda?, pregunta. Ninguna, contesto. Sí, yo tengo una, dice doña Rosa quien me dirige una mirada de desaprobación como si mi respuesta hubiese sido una forma de apropiarme de la vocería del grupo. ¿Hay duchas?, pregunta. ¡Perfecto! Venimos a conocer más sobre la naturaleza y lo primero que pregunta es sobre si hay duchas. José Luis se ríe de forma silenciosa. El presidente dice que hay duchas, hay gas pero cada uno se costea su propia comida. Un fuerte viento azota las ventanas. Nos damos vuelta a observar. Las hojas de los árboles en el patio se mueven saludándonos. El origami cae de la azucarera. Pero José Luis no se inmuta en levantarlo. Lo quiero hacer yo. Estiro mi mano. Sin embargo, él me detiene. Déjalo, dice, ya se estropeó. Mientras, el gordo nos habla sobre la distribución de las camas. Los hombres dormirán en una casa y las mujeres en otra.
Las casas-dormitorios se componen de amplias duchas y un gran corredor en donde están los camarotes que dan hacia unas ventanas por las cuales podemos ver el casino y las salas de clases. Por suerte no me tocó dormir en el mismo camarote con la señora Rosa. Me ha tocado con una amiga de la hija del presidente. Le gusta la pintura. Tiene un cuaderno donde ha dibujado fósiles y retratos. En uno de estos últimos dibujó a los que íbamos en el bus. Yo no estoy ahí. Salgo afuera. Estiro las piernas en el patio, alrededor de la cancha de cemento que separa la casa de los hombres de la nuestra. José Luis está en una esquina, al lado de unos arbustos. Mira los cerros. El viento mece sus cabellos alborotándolos. Pero eso no le molesta. Camino fingiendo que voy hacia el casino pero termino colocándome a su lado. Me da una mirada agradable como si siempre hubiese esperado que me pusiese ahí, en ese mismo punto. Está fuerte el viento, dice. Sí, contesto, es un poco diferente a como se supone debiese ser. Siempre es así, responde. No sé a qué se refiere. Miro sus ojos. Busco algún rastro de ironía. Pero no. Siempre conserva la circunspección. Pero eso no me aburre. Usted no pertenece a la sociedad, ¿no cierto?, pregunto con la tranquilidad de saber que estoy tocando un tema lógico. Sonríe. Ríe. Me llamo José Luis. Lo sé, digo. Entonces no me trates de «usted». Ah, disculpe, luego de unos segundos me corrijo, o sea, disculpa. Sé que estoy viejo, dice, bastante, pero si te das cuenta el planeta tiene millones de años y ¡mira!, a mí me parece muy joven. Levanta un brazo y apunta hacia los cerros. Quizás para él, ellos son los marcadores de la edad de la Tierra. Después de todo son plegamientos, son masas que han salido del interior del planeta para erguirse ante la vida. No, me dice de pronto, sacándome de mis ideas, no pertenezco a esta sociedad. Pero pinta bien. Aunque dudo que pueda unirme a ellos. El viento vuelve a revolver sus cabellos. Mi pelo también es víctima del jugueteo del aire en su loco pasar. ¿Y tú?, pregunta. No, digo, tampoco estoy inscrita. No sé si lo haga, son un poco raros, respondo al tiempo que le indico con la cabeza al gordo quien juega con su hijo a que es un dinosaurio y se lo va a comer. Tal parece que ni a ti ni a mí nos convence mucho esta sociedad pero aquí estamos, dispuestos a aprender algo nuevo, me dice con su sonrisa amplia y amigable. Me pregunto cuántos años tendrá. Es solo curiosidad. En realidad da lo mismo. Detrás nuestro, aparece el físico. Disculpen, dice apenas mirando a José Luis, quiero mostrarte algo. No quiero ir con él pero José Luis me hace un gesto para que acompañe a este insistente. Entonces lo dejo solo. O quizás no tan solo pues ahí queda él y el viento, él y el paisaje que pinta en su mente quién sabe qué pensamientos. Y yo avanzo con el físico que me habla mucho. Pero mi mente no está con sus palabras. También viaja en el viento que se derrama sobre aquellos cabellos grises.
Dejamos por unas horas nuestro refugio y volvemos al bus que nos llevará hasta Fray Jorge siempre en el sector de Ovalle. José Luis toma asiento un poco más atrás, en línea recta hacia mí. Pero muy a mi pesar, el físico de nuevo se sienta a mi lado. ¿De verdad cree que me interesaré en él? ¿Cuál es la manía de tanta desesperación? Él es joven. Todavía puede encontrar a alguien. Yo también soy joven. Aún.
¡Por fin hemos llegado! El viaje estuvo bien pero al gordo, en un intento por mantenernos despiertos, se le ocurrió jugar con una pelota. La lanzaba a cualquier persona y esta, a su vez, se la debía tirar a otra. A mi me llegó un buen pelotazo. Con rabia se la envié al gordo pero le llegó a la señora Rosa. Me hice la tonta, y fingí como que disfrutaba del paisaje pedregoso. Luego, alguien le lanzó el balón a José Luis. Con tranquilidad abrazó este y se quedó con él hasta que terminó el viaje.
Fray Jorge nos recibe con una montaña llena de vida, la cual hasta su cima tiene quinientos metros. Los voluntarios de la sociedad suben trotando. Miran hacia atrás como queriendo ver en nuestros rostros admiración por su osadía. Pero el caso es que es al contrario. Es idiota gastar las energías así a la hora de subir, sobre todo sabiendo que el esfuerzo se va haciendo mayor por cuanto la montaña se empina más. José Luis, siempre solo, sube apuntalado por un bastón de colihue. No quiero interrumpirle. Quizás este viaje significa para él un instante de ensimismamiento. Pero deseo compartir con alguien este momento que más tarde se convertirá en un recuerdo. Quizás, lleno de nostalgia. Me acerco y camino a su lado, sin decir nada. Después de un rato, él se detiene. Su respiración es rápida. Dificultosa. Se lleva una mano al pecho. ¿Pasa algo?, le pregunto. Él sonríe, como ya ha hecho en otras oportunidades. No, contesta, solo estoy cansado. Miro hacia abajo. No llevamos tanto. Pero claro, él es mayor y debe costarle avanzar, me imagino. Voy a ir un poco más lento, me dice, si quieres avanzar a tu ritmo, hazlo. No, respondo, no te dejaré solo. Ríe. La soledad es buena, dice. ¿Por qué?, pregunto curiosa. Porque te permite pensar. ¿Pensar qué cosas?, vuelvo a preguntar. Con él me siento una niña que necesita entender el mundo. Volver a aprender las cosas. O desaprenderlas. Y me gusta eso. José Luis, paso a paso, observa la vegetación que nos rodea como si quisiera devorarla con sus ojos y digerir cada partícula exterior para internalizarla en sus recuerdos. Pensar que aún estoy vivo, dice. Entonces se detiene. Aceza. Se lleva una mano a la frente y seca su sudor. Es mayor, se apoya en un bastón, habla un tanto triste pero aun así me parece más interesante que los demás de la sociedad. De pronto, veo pasar rumbo hacia la cima un vehículo que lleva a los más viejos para que no tengan que caminar. ¿Por qué no subiste ahí?, le pregunto. No quiero morir en vida, contesta. Luego, me indica las nubes. Estas rozan las montañas trayendo humedad a la zona, creando así un bosque. Un oasis en medio de la aridez nortina. Es como una isla, le digo. Una isla, repite él. Somos náufragos, digo. Náufragos, repite. Pero los náufragos siempre quieren volver a la civilización, le digo, pero yo no. José Luis avanza, lento, con la mano aferrada al colihue. El viento serpentea entre la hierba, mueve las piedrecillas del camino y hace bailar, una vez más, sus cabellos. El sol es inundado por las nubes y yo cierro los ojos arrobada. Yo tampoco, dice él, hablando despacio, de seguro consigo mismo.
Al llegar arriba, José Luis se detiene, me pasa su bastón y luego se inclina apoyando las manos en sus rodillas. Al ver mi preocupación me pide calma. Después de un rato se repone. Lo hice, dice, observando hacia abajo. Incluso llegamos antes que otras personas. Caminamos admirados por la soberbia del horizonte y por el repentino cambio del clima. Algunas gotitas aparecen en nuestras ropas. Un cambio radical, comento. Parece como si descubriésemos el corazón de Ovalle, me dice. Yo sonrío. Se acerca hasta una planta y acaricia sus flores. Es un azulillo, dice. Me pide que las toque. Con emoción descubro un bichito coleóptero. Saco mi cámara fotográfica. Pero el bichito se va. Vuela. ¿Y tú no vas a fotografiar o grabar algo?, le pregunto. Alrededor nuestro llegan más personas con cámaras y celulares. Él las observa y mueve la cabeza de forma negativa. Tengo ojos, dice, aún puedo ver. Como si de pronto la humedad le molestara, se abraza. Tiembla un poco. ¿Frío?, le pregunto. Ya se acostumbrará mi cuerpo, dice, ya se acostumbrará. Todo el grupo se junta frente a la entrada del bosque Fray Jorge. Una guía de CONAF nos da la bienvenida y nos explica la historia del sitio. Este lugar se formó a finales del cretácico, dice ella, hace más de treinta millones de años. Sesenta y cinco millones querrá decir, la corrige el gordo, de brazos cruzados, amparado en su familia como si esta fuese una especie de mafia cientificista. La guía se sonroja, pide disculpas y retoma el hilo de su explicación. El gordo observa orgulloso. José Luis, en tanto, me dirige una mirada extraña, triste. Pero no sé qué es lo que causa su tristeza.
Antes de entrar al bosque propiamente tal, la guía nos dirige por la ladera de la montaña en la que este se asienta. La vista es maravillosa. Todos sacan fotografías o graban con el celular. Yo tomo mi cámara pero me arrepiento. Observo, respiro, me conecto. De pronto, mi cuerpo es poseído por un escalofrío, un espasmo: José Luis ha puesto su brazo rodeando mis hombros. Le miro con afecto. Él admira el paisaje. Cierra los ojos. Cuando los abre se topa con mi mirada. Sonreímos.
La guía nos habla de la flora que se encuentra en la ladera. El gordo sigue corrigiéndola o haciendo acotaciones de índole paleobiológica. El físico intenta acercarse a mí pero al ver que estoy junto a José Luis se nota inseguro. ¡Mira!, exclama de pronto José Luis. ¿Ves esa planta de ahí? ¿La puntiaguda?, me pregunta. Sí, la veo. ¿Notas que a su lado hay una planta quemada? José Luis tiene razón, la planta es sólo un conjunto carbonizado. Existe una historia, dice él, te la contaré. Esta planta se llama puya o chahual. Cuando se siente vieja, inservible y que ya ha cumplido su función, se combustiona. Se incinera. Entonces queda hecha cenizas. Sin embargo, es a través de esa misma muerte que puede nacer una nueva puya. Uno de los brotes quemados se entierra y de él aparece una nueva planta, hermosa y sana. Llena de vida. José Luis se emociona. Veo sus ojos bañados por una capa transparente. Y tiene razón: al lado de la planta quemada se levanta un chahual hermoso, florido, como si él fuese la reencarnación del anterior. ¡Eso es mentira!, exclama el físico a nuestro lado, sucede que la Puya chilensis tiene componentes de fácil combustión por ello el sol o las llamas producidas por el ser humano la hacen quemarse de esta forma tan contundente. Lo otro es sólo superstición, imaginería barata. Observo al físico, sorprendida. José Luis ríe. Mi molestia de a poco también se convierte en risa. El físico se siente incómodo y prefiere retirarse e irse junto al grupo del gordo quien no deja tranquila a la guía. José Luis vuelve a apoyarse en mí. Siento su mano sobre mi hombro, apretándolo con suavidad como si quisiera que yo lo sujete para que el viento no se lo lleve tal como se está llevando las cenizas del chahual.
El bosque es sublime. Tiene una oscuridad que tranquiliza. El canto de las aves se mezcla con ruidos misteriosos. Luego de la caminata traspasamos un pequeño puente de madera y encontramos un mirador que da a la costa. Entre nubes, puede divisarse de pronto el mar en su majestuosidad. El gordo nos pide juntarnos para sacar una foto al grupo o a quienes quepan en el mirador. José Luis y yo nos rezagamos. Luego, la chica que dibuja me toca un hombro. ¿Te saco una foto?, pregunta. Después, la vuelve a formular pero de manera más amplia: ¿quieren que les saque una foto? Quizás le dio pena vernos fuera de la fotografía grupal. Con José Luis nos miramos cómplices. Bueno, digo yo. Por mí no hay problema, dice él. Nos apoyamos en la barrera de madera. La chica aprieta el disparador y la foto sale de forma inmediata. Nos la entrega y luego se interna en el bosque donde se sienta en un tronco y dibuja un enorme árbol. Nos quedamos en el mirador. ¿La quieres?, le pregunto alargándole la fotografía. No, dice, guárdala tú, contigo tendrá más aventuras. Frunzo el ceño. Entonces me pierdo en la costa. La imagen es antediluviana, prehistórica. Me siento inflada de la emoción. José Luis se cruza de brazos. Vuelve a sentir frío. Tose. ¿De verdad te sientes bien?, le pregunto. ¿Bien? Jamás me había sentido tan vivo. Entonces toma el bastón de colihue y lo lanza al acantilado.
Es la tercera noche de nuestra estadía en el internado. Está helado pero la noche, iluminada por una multitud de estrellas, nos invita a estar en el patio. La chica de los dibujos está sentada sobre un bloque de cemento junto a dos amigos con los que no he cruzado palabras con anterioridad. Me llama. Me acerco hasta ellos. ¿Quieres?, me dice ella. Tiene papelillos de marihuana y un pack de cervezas. Me río. Siento que he vuelto a mi adolescencia. Me volteo hacia los lados buscando a José Luis. No le veo. La mayoría de las personas está en el casino cantando. El gordo toca canciones antiguas y folclóricas. Todos le siguen el canto. Se escuchan risas y voces chillonas. ¿Y tu amigo?, me pregunta la chica. La observo con curiosidad. Hay en sus ojos un brillo de suspicacia. No lo sé, le contesto. Me pasa un papelillo y fumo. Toso. Siento otra tos. Es José Luis. Como sospechaba, no estaba en el casino. Viene de los dormitorios. Se acerca con su acostumbrado paso lento. Al verme con el grupo de jóvenes siente cierta incomodidad y pasa de largo, como si no nos viese. Pero lo llamo. ¡José Luis!, grito y él se ve en la obligación de acercarse. ¿Quiere?, pregunta uno de los jóvenes acercándole una cerveza. Al principio duda pero luego acepta. Estamos un buen rato así, fumando, bebiendo y comentando lo hermoso de los lugares que hemos visitado. Alguien, al parecer el físico, camuflado por la noche, sale de los dormitorios tambaleándose. Entra a la cancha y se pone a cantar. Alguien le grita algo desde los dormitorios y él lanza un garabato. Ya está borracho ese, dice la chica de los dibujos. Los jóvenes miran la hora. Es la una de la mañana. Los tres se despiden de nosotros pero no van hacia sus respectivos dormitorios. Avanzan hacia la salida. Los jóvenes son osados, dice José Luis. Lo son, respondo. Arriba, un satélite cruza y describe una vuelta. No hay fotografía que pueda captar el sentimiento de este momento. José Luis, le digo, lo he pasado muy bien. Las risas aumentan, el gordo farfulla una canción ininteligible, el físico vuelve a gritar. Yo también, dice. Afuera, en la soledad de la calle pedregosa, en el misterio que encierran las montañas, me parece escuchar algo. El canto de un ave, el chillido de algún animal, no lo sé. Entonces lo abrazo. Al principio no sabe qué hacer, pero luego me brinda unas palmadas en la espalda que de a poco se convierten en un abrazo cálido y entrañable. Tose. Percibo que tiembla, ¿por el frío? Intuyo su incomodidad, ¿por la gente?, ¿por mí? Camila, me dice. Su voz también tiembla. Se escucha fragmentada, herida, trizada por algo inexplicable. Camila, repite, y me gustaría que mi nombre quedase ahí dando vueltas una y otra vez en la rueda inextinguible del tiempo. Camila, mañana me voy. Lo abrazo aún más fuerte. ¿Por qué?, pregunto. Mientras más me aferro a él, más parece que se me disuelve con la noche. Porque no me siento bien, dice. Advierto una gota tibia resbalar en mi cuello. Me queda poco, agrega. No quiero saber nada más, le digo, solo abrázame. Él hace caso. Y nos quedamos así no sé por cuánto tiempo. Cuando el frío, la noche y la vida nos obligan a separarnos, yo regreso hasta él. Tomo su mano y lo guío hacia el dormitorio de mujeres. Aún están todos en el casino. Es la oportunidad. Él se detiene. Sus ojos lucen todavía más tristes. ¿O es el reflejo de la luna? Camina conmigo pero le sobreviene una fuerte tos. El frío. Los temblores. Lo siento, me dice y vuelve a su dormitorio. Le observo con nostalgia. Él se da vuelta y levantando la mano se despide.
Al día siguiente, el bus toma rumbo a Punta de Choros donde visitaremos Isla Damas. Se tuvo que ir, escucho que le dice el gordo a su esposa, parece que estaba enfermo; pero da lo mismo, no era de la sociedad. Yo, en tanto, estoy apegada a la ventana. Esta vez no hay nadie a mi lado. El físico se cambió adelante, junto al gordo. Cuando el bus parte, hecho mano a mi bolsillo y saco la fotografía del mirador. Y me pregunto, ¿por cuánto tiempo más me acompañará?
Rodrigo Torres Quezada (Santiago de Chile, 1984). Licenciado en Historia de la Universidad de Chile. Ha publicado los siguientes libros: Antecesor (editorial Librosdementira, 2014), El sello del Pudú (Aguja Literaria, 2016), Nueva Narrativa Nueva (Santiago-Ander, 2018) y Filosofía Disney (Librosdementira, 2018). También ha publicado la trilogía de cuentos Podredumbre con La Maceta Ediciones (2018).
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📸 Ilustración: Fotografía por Pedro Martínez ©
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 113 · noviembre-diciembre de 2020
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Me ha gustado el relato. Destila sensibilidad suficiente como para que no abandones la escritura.
Felicidades desde la hermana España. Y por supuesto gracias por compartir soledades. Esas que todos sentimos a lo largo de nuestras vidas.