relato por
Amalia Hoya

 

D

espués de mucho insistir, había conseguido que su exnovia aceptara la cita; era el momento adecuado para zanjar, de una vez por todas, el asunto que lo torturaba desde hacía meses.

Antes de recargarla, comprobó una vez más que la corredera de la pistola se deslizaba perfectamente y, luego, puso el arma en la cintura del pantalón; se estremeció al notar como la frialdad del metal traspasaba la tela de la camisa. Se miró en el espejo: la cazadora disimulaba perfectamente el bulto del arma.

Al salir a la calle, miró sorprendido la explosión floral de los naranjos que jalonaban las aceras. Inmerso en su obsesión, no se había dado cuenta de que los meses habían pasado deprisa, desde aquel día, y abril había llegado de nuevo. La brisa de la mañana venía impregnada de un fuerte olor a azahar, y el olor picante se colaba en su nariz, subía hasta su cerebro, sugería imágenes del pasado porque el perfume se parecía al que usaba su novia: una mezcla de azahar y canela.

Recordaba también aquella otra primavera que los dos pasaron juntos en Cádiz y la foto que le hizo a ella, frente a la bahía. Su chica no paraba de reír y él solo se fijaba en su pelo negro que, recortado sobre el azul, ondeaba al viento como si fuera el ala de un pájaro, el ala negra de un cuervo. Un mal presagio. Y todo punteado por el aroma a mar y a canela.

Fue en aquellas vacaciones cuando su chica le dijo que él le parecía muy aburrido; se lo había dicho a la cara, tranquilamente, mirándolo a los ojos. Ella era así: directa, sin complejo alguno. Enseguida añadió que sus atenciones excesivas, su solicitud casi absorbente, la hacían sentir molesta, asfixiada, sensaciones poco aptas para espíritus libres como el suyo, que no admitía ningún agobio. Eso había dicho. Así fue cómo empezó el fin.

 

Entró en el parque. Olía a la hierba recién cortada; se detuvo un momento y aspiró con fruición el aroma. Deseó, por un instante, tumbarse en el césped y olvidar la cita, pero el frío del metal sobre su estómago le recordaba el objetivo, y decidió seguir adelante. Mientras avanzaba por el sendero, oía como en estéreo el chisporroteo del riego por aspersión, las risas de los niños que correteaban de un lado a otro, el canto de los pájaros y, de fondo, el zumbido del tráfico.

Se paró de nuevo, echó la cabeza atrás y miró el cielo. Desde esa posición, solo veía las copas de los árboles de un color verde profundo que contrastaba con fuerza con el azul del cielo, surcado ahora por algunas nubes panzudas, más parecidas a barcos que navegasen en un mar infinito. Debía ser por la tensión que aguantaban sus nervios, desde que ella lo abandonó, lo que le volvía tan receptivo, porque antes nunca se fijaba en estas cosas; aunque debía reconocer que era una mañana preciosa quizás, demasiado, poco apropiada para la ocasión.

Aquel otro día lejano, en cambio, sí fue adecuado, bien escogido para un mal momento. Su novia siempre era certera para dar en el blanco. Además, a ella le gustaba mucho el invierno y aquel día hacía un frío que cortaba la piel, junto con el ánimo, y lo obligaba a tiritar. La tiritera fue en aumento cuando le dio la noticia: estaba más que harta de la relación, se había terminado todo, no había vuelta atrás.

Después llovía, o eso le pareció, porque percibía un olor a la tierra húmeda que le repugnaba; la gente decía que olía a limpio, pero a él le recordaba al hedor de los cementerios. Ahora, en el parque, no solo olía a flores, sino también a la tierra mojada; sería por el riego, seguramente.

Al fin llegó al Cenador, un pabellón de hierro que ambos utilizaban para las citas.  Estaba recién pintado y las lilas lo desbordaban por completo e impregnaban el ambiente de un fuerte aroma que le provocaba deseos de vomitar y ponía en su boca un gusto amargo. Sin embargo, ella le esperaba allí, había acudido a la cita, y eso era lo único que importaba. Tal vez había cambiado de opinión. Tal vez, aún no era tarde.

El pelo negro le caía en cascada sobre los hombros y llevaba puesto un vestido blanco que realzaba su figura y ponía de relieve lo preciosa que era. Quedaba perfecta en aquel escenario de ensueño, casi de película romántica, el lugar ideal para comenzar un idilio, o para terminarlo.

La chica se volvió, lo miró y, enseguida, él supo la respuesta a una pregunta que todavía no había formulado; la llevaba escrita en sus ojos de invierno que lo miraban con desdén, con impaciencia, bajo un ceño fruncido que no presagiaba nada bueno.

No sabía por qué tenía frío de repente, si no notaba ya el contacto del metal contra su estómago. Seguramente, las nubes panzudas debían ser las culpables; ellas habían oscurecido el día.  Tampoco se dio cuenta de lo que pasó a continuación. Solo vio las flores rojas que brotaban despacio sobre el vestido blanco. Percibía otra vez el olor penetrante a lilas, a azahar, a canela, mezclado ahora con el olor amargo de la pólvora y el de la tierra empapada. El olor nauseabundo a cementerio que tanto lo asqueaba.

 


 

Amalia Hoya

Amalia HoyaNatural de Béjar (Salamanca) y residente en Madrid desde 1975. Es fotógrafa y también escritora. En alguna ocasión, ha usado el seudónimo ‘Amalia Álvarez San Pedro’ para sus escritos.

Estudios realizados: Filología Española en la UNED.  Fotografía analógica profesional en el CEI de Madrid (1978)

Como escritora:

Como fotógrafa:

  • Comenzó su trayectoria en fotografía de reportajes y eventos sociales
  • Hasta 2007, trabajó para una multinacional alemana realizando, además de otros trabajos, fotografía industrial y vídeos.
  • Ganadora del primer premio en dos concursos fotográficos:
  • 2002 Valle de Oscos (Asturias) y en 2012 Barrio de Santiago (Madrid)
  • Desde 2011 ha expuesto sus fotografías en diversas salas de Madrid. Ha realizado doce exposiciones hasta la fecha.
  • En 2012 formó parte del jurado de un concurso nacional de fotografía. Fue ganador de este certamen el fotógrafo Eric Crana.
  • Desde 2008 realiza un voluntariado como guía de la Biblioteca Nacional de España.

Obra escrita:

  • Libro de relatos: La Sombra y otros relatos (Publicado en junio 2015)
  • Segundo libro de relatos: Seis personajes y un cantante (publicado por la Editorial Amarante (Salamanca), en septiembre de 2017)
  • Tercer volumen de relatos: Inquietudes (Pendiente de publicación)
  • Libro de fotografías de reportaje titulado: Ver y ser mirado (presentado al concurso de Foto libros convocado por La Fábrica en 2016)

 Contactar: amaliahoya [at] yahoo.es · Facebookanalia.gade7 (Amalia Hoya)

Ilustración relato: Fotografía por Amalia Hoya ©

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero)  n.º 110  mayo-junio de 2020

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